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Donde crecen los jícaros: Crónicas de Xicalanco
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Donde crecen los jícaros: Crónicas de Xicalanco
Libro electrónico234 páginas3 horas

Donde crecen los jícaros: Crónicas de Xicalanco

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Información de este libro electrónico

Una familia se ve forzada, en tiempos de precariedad económica, a abandonar su hogar y establecerse en el campo. La dura experiencia pondrá a prueba la voluntad y virtudes de los integrantes del grupo que, sin renunciar a la firmeza de sus principios, deberán superar las complejidades para abrir mejores perspectivas a sus vidas.

A través de un lenguaje sencillo y claro, impregnado de sugestivas imágenes poéticas, el autor nos invita a penetrar en los misterios y belleza del mundo rural. La historia desnuda la naturaleza humana en su conflicto con el orden existente y los preceptos de la sociedad. Al mismo tiempo, reivindica la importancia del máximo esfuerzo, los valores de la unión familiar, la solidaridad, la honradez, la identidad y la humildad. Todos amalgamados en los más elevados sentimientos del amor.

IdiomaEspañol
EditorialFrera Barr
Fecha de lanzamiento14 sept 2021
ISBN9781005449568
Donde crecen los jícaros: Crónicas de Xicalanco

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    Donde crecen los jícaros - Frera Barr

    Primera edición: septiembre de 2021

    Copyright © 2021 Frera Barr

    Fotografía de la portada:

    www.joaquinmurillophotography.com

    Editado por Editorial Letra Minúscula

    www.letraminuscula.com

    contacto@letraminuscula.com

    Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático.

    A mis hijos

    Índice

    CAPÍTULO UNO. AÑO 1936

    CAPÍTULO DOS. AÑO 1937

    CAPÍTULO TRES. AÑO 1938

    CAPÍTULO CUATRO. AÑO 1939

    CAPÍTULO CINCO. AÑO 1940

    CAPÍTULO SEIS. AÑO 1941

    CAPÍTULO SIETE. 1942

    CAPÍTULO OCHO. AÑO 1943

    CAPÍTULO NUEVE. AÑO 1944

    CAPÍTULO DIEZ. AÑO 1945

    CAPÍTULO ONCE. AÑO 1946.

    CAPÍTULO DOCE. 1947

    CAPÍTULO TRECE. AÑO 1948

    CAPÍTULO CATORCE. AÑO 1949

    CAPÍTULO QUINCE: AÑO 1950

    CAPÍTULO UNO. AÑO 1936

    Ema perdió la mitad de su virginidad, era su secreto, el mismo día en que sus padres le anunciaron que la familia se mudaría a la península de Nicoya, en Guanacaste. Emigraban de su natal Alajuela para vencer la parálisis financiera de esos días. Fue en octubre de 1936.

    Ema tenía cuatro hermanos: Lilia, de 14 años; Toño, de nueve; Camila, de siete y Beto, de cinco.

    La familia se acomodaba a la idea de migrar sin que le afectara gran cosa, excepto Ema.

    Ema sentía que su corazón latía a un ritmo descompasado, como violín de aprendiz, y no se resignaba a privarse de la compañía de Pablo, su vecino y confidente, cinco años mayor que ella. Ema acababa de cumplir los dieciséis.

    Ese día, camino a casa, Ema se encontró con Pablo. Fue una casualidad y aprovecharon el momento para comentar la noticia. La ocasión parecía la última para comentarios importantes y la primera de muchas despedidas.

    Conversaron largo rato, como si fuese imperativo revivir todos los asuntos que les eran familiares. Ema no paraba de hablar imaginando que agotaba, en carne propia, los últimos días de sus sueños de libertad. Como el protagonista de la novela de Víctor Hugo, "Los últimos días de un condenado a muerte".

    Al caer la tarde, tal vez fue la emoción nueva la que hizo que se enlazaran en un gran abrazo. El primer abrazo prolongado que se daban. Ema se recostó sobre el pecho de Pablo como si fuese su tabla de salvación y él, sin contenerse y sin motivo, metió su mano en la blusa de Ema y la deslizó sobre el sostén que cubría sus pechos turgentes. Ema, confundida, impresionada, se liberó con fuerza.

    —¿Qué te pasa? —protestó enojada—. ¡Nadie tiene derecho a invadir las partes íntimas de otro sin su consentimiento!

    Pero él no se disculpó.

    —No pasa nada —dijo, mirando hacia abajo.

    —La gente decente reconoce cuando se equivoca y pide disculpas —dijo Ema.

    Pablo esbozó una sonrisa y encogiéndose de hombros lanzó una frase fría:

    —Tocará que vaya a verte a esa tierra de jícaros.

    A Ema se le antojó que era una expresión desconsiderada y se fue molesta, sin decir nada, sin saber qué decir. ¿Cómo pudo pasar? ¿Y cómo podría ser bueno un adiós con violación y descaro?

    Ema llegó a su casa, saludó y se encerró en el baño. Sentía las areolas de los senos más voluminosas dentro del sostén y se descubrió para constatar que no era solamente una idea. Pero estaban igual que siempre, rosadas sobre la blanca piel. Seguía muy confundida por todo lo ocurrido. De lo que sí estaba segura era de que había perdido, al menos, la mitad de su virginidad. Y lloró su primera decepción amorosa.

    Los días siguientes le parecieron insufribles, con ansiedad y noches blancas por el insomnio. Se encerró en su recámara con el pretexto de preparar sus pertenencias para el viaje y fue la primera en anunciar que ya tenía todo en orden en su valija de madera.

    La vergüenza la hacía callar y sufrir sola el atropello. Se sentía culpable por no haber actuado de otro modo. Se daba cuenta de que había puesto muchos adornos en Pablo, cualidades que él no tenía. «Un verdadero amigo nunca nos hace daño», solía repetir.

    Pablo no se apareció por la casa y eso fue bueno. Ema no deseaba verlo.

    La noche anterior al viaje, el cinco de noviembre, ella descolgó de la pared de su recámara un cuadro pequeño donde lucían tres palabras: «Olvidada y olvidante». Bordadas con hilo de color blanco hueso y en punto de cruz, las letras góticas destacaban sobre el fondo azul cobalto de la tela. El conjunto estaba enmarcado, sin cristal.

    El punto de cruz era el preferido de Ema para confeccionar bordados, letras, gobelinos y tapices. Su finura se observaba hasta en el revés del trabajo, donde no había puntos cruzados, solo hileras de puntos simétricos, ordenados y limpios.

    Al otro lado de su recámara se oían las risas de su hermano Toño y del tío Víctor. También el ruido múltiple del trabajo de empaque, mezclado con las voces de sus padres.

    —¿De qué hablan? —preguntó a Beto, quien entraba en ese momento.

    —¡Sepa! —contestó—, yo creo que ríen de chistes de políticos.

    Ema no se interesaba en la política porque la habían educado para cultivar los buenos sentimientos y para una vida hogareña feliz. Era como un empeño familiar para que las funciones de su cerebro se depuraran en su corazón. Tal vez, por eso, todo lo que ella hacía lo terminaba con perfección: cocinar, bordar, tejer, diseñar. Su letra también era muy bella. Pero lo que más se tamizaba en el corazón de Ema era el amor.

    Beto tenía el bordado de Ema en su mano izquierda y, con la derecha, acariciaba el conjunto de letras.

    —¿Qué dice aquí? —preguntó.

    —Olvidada y olvidante —respondió Ema.

    —¿Y qué quiere decir?

    —Ah... es la historia de una mujer a la que olvidan, pero ella no puede olvidar. Trata de olvidar, pero no puede.

    —¿Cómo que no puede? ¿Y qué es lo que no puede olvidar?

    —Eso sí que no se puede saber. Es un secreto.

    —¿Y tanto marco bonito para un secreto? ¿Y te lo vas a llevar? ¿Y para qué?

    —Son muchas preguntas juntas y eso es una necedad.

    —Te pareces a mamá Amelia. ¡Qué aburrido!

    —Pues sí. Y vas a acostumbrarte, a fuerza, porque de ahora en adelante también voy a ser tu mamá.

    —¿De veras? ¿Y eso por qué?

    —Porque papá lo decidió, solo por eso.

    —¿Y tengo que llamarte mamá?

    —No hace falta, no seas bobo. Son cosas de papeles, cosas de gente grande.

    El día anterior, Sixto Rodríguez, el jefe de la casa, había pedido a Ema que hablaran en privado.

    —Desde este momento —le dijo—, quiero que me apoyes en algo muy importante para mí. Como te has enterado, estamos en un tiempo de crisis y tenemos muy poco dinero. Quiero pedirte que administres el patrimonio de nuestra familia, ya sea poco o mucho. Desde luego que te ayudaré. Esta casa permanecerá en alquiler. Los dineros de la renta se ahorrarán, sin tocarlos, en una libreta que guardará la abuela Mercedes. Por si acaso.

    Ema escuchaba la solicitud de su padre y no osaba preguntar nada. Solamente asentía con la cabeza.

    Sixto continuó, poniendo atención a la expresión sumisa en los ojos castaños de Ema, apurando un discurso que le apenaba y que, no obstante, había meditado largamente:

    —También te voy a pedir que no te cases antes de los treinta años. Y, si estás de acuerdo, lo vas a jurar para que yo esté tranquilo.

    Y Ema lo juró, con las dos manos, una sobre el libro del Trisagio y la otra sobre la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Para su padre, ambos libros eran más importantes que la Santa Biblia.

    Enseguida, Sixto sacó una libreta mediana con forro mullido en tela de drill. Ema la reconoció. En ella se anotaban, cronológicamente, todos los momentos más importantes de la familia. Excepto los secretos. Esos se transmitían siempre en su momento. Sixto se la entregó y le dio un fuerte abrazo.

    En tan solo dos semanas, Ema había acumulado emociones para procesarlas durante varios años seguidos.

    En la noche del cinco de noviembre, fueron a despedirse de la abuela Mercedes. Ema se colgó del cuello de su abuela, rompió en sollozos entrecortados y no hizo ningún esfuerzo para ser comedida. Al contrario, sintió que era su derecho derramar abundantes lágrimas.

    Al día siguiente se trasladaron hasta la estación de Río Grande, para abordar el tren hacia Puntarenas. Primera etapa de un trayecto difícil.

    Fue un largo viaje, conveniente para que Ema pusiera en orden sus ideas. A sus dieciséis años, ya tenía claro el paquete de sus responsabilidades.

    En una oportunidad, Bernard Giraudeau, actor de teatro, dijo que reinventar la vida es lo que hacemos todos los días, a veces solos, a veces acompañados. En otras ocasiones, metemos a otras personas en nuestra danza y armamos con ellas extrañas coreografías. Igualmente, sucede que vamos por la vida formando parte de la coreografía de otros.

    Y esto era lo que Ema ni siquiera imaginaba.

    Llegaron muy temprano al muelle de Puntarenas. Compraron los boletos, organizaron el equipaje y lo entregaron en el servicio de embarque. Después esperaron juntos, entre la gente, hasta que llegó la lancha Tenorio.

    Era una embarcación grande, diseñada para transportar personas, animales pequeños y mercaderías. Ese día haría el servicio de cabotaje entre Puntarenas y Puerto Jesús. Dos marineros colocaron una tabla ancha de madera maciza, a manera de puente, uniendo la lancha al muelle. Luego lanzaron las amarras.

    Los pasajeros se acercaron al punto de abordaje. Amelia tomó a Camila de la mano, mientras que Ema se hacía cargo de Beto. Sixto y Toño se apresuraron para entrar de primeros y reservar los asientos para la familia. Escogieron una banca adosada a una pared de la embarcación. Hicieron bien en adelantarse porque los asientos disponibles se agotaron rápidamente.

    Entretanto, los marineros tomaron en brazos a los niños y los cargaron hasta el interior de la lancha. Camila dijo que ella había cerrado los ojos hasta que sintió que sus pies tocaron suelo.

    La salida del puerto fue sin novedad. Toño y Beto se instalaron con Sixto cerca de la proa, esa parte donde la lancha cortaba las aguas para seguir adelante. Eran los varones de la familia y parecía que estaban llamados a fijar sus propios rumbos en la nueva tierra.

    En la cabina principal, se encontraba el capitán al mando de la lancha. Era un hombre amable, regordete, de piel enrojecida por el sol. Lo acompañaban tres cargadores.

    Ema se fue a la popa. Erguida, el cabello suelto a merced del viento sintió alivio con las gotas de agua que salpicaban su cara. No vio ningún faro al borde del acantilado, como en los cuentos de misterio. El misterio era ese mar obligado que la hacía consciente de la enorme distancia que la separaba de Atenas. Luego, su mirada se quedó atrapada en la estela que dejaba la lancha en el mar azul verdoso.

    Los pelícanos, las garzas y las gaviotas iban y venían sin cesar. «Los recuerdos son así —se dijo con nostalgia—. Vienen, van y raramente tienen que ver unos con otros. Excepto si lo deseamos. Entonces solamente necesitan de un detalle, de un ínfimo detalle que haga conexión, y regresan engarzados».

    Recordó la voz de Pablo, suave y pausada pero siempre grave. Era necesario que el recuerdo de Pablo se quedara perdido en el golfo sin tiempo. Sabía que tenía que sanar y también recordar algo muy cierto: quien te ama, honestamente, nunca te hace daño.

    La brisa marina era un alivio. Y era bueno aspirar y expirar su perfume infinito, para borrar de su piel los olores de un sudor desconocido. Se sorprendió: ¿Olía el temor? Sí, por supuesto…

    Cerró los ojos, los apretó con fuerza. Aspiró de nuevo la brisa y se propuso confiar en el tiempo, sin ataduras. Al fin de cuentas, concluyó, el tiempo es más poderoso que la distancia.

    El tiempo la separaría de sus sueños y de su vida anterior. Ella se había convertido en un navío perdido con penas de naufragio. ¿Qué iba a hacer durante catorce largos años hasta que cumpliera los treinta?

    Desde el día del solemne juramento, no había conocido ningún remanso en su interior y seguía intentando su propia emergencia. En la vida nueva, pensaba, ¿dónde iba a instalar todas sus renuncias? ¿Viviría su vida en un mundo imaginario? Tal vez sí, porque no se puede renunciar a lo imaginario...

    Abrió los ojos y, otra vez, se quedó inmóvil con la mirada fija en el surco rizado que dejaba la lancha.

    Ya no había ningún vestigio de tierra. Atrás había quedado el paisaje de islas y peñascos y reinaba el mar en movimiento. El mar era tranquilizante como los abrazos de la abuela Mercedes. La luz le daba de frente y supuso que ella podía sentir la inmensidad como lo hacen los peces y las aves marinas. Se preguntaba cómo sería su nuevo hogar. Quería experimentar la misma emoción de sus padres, pero le era difícil vivir el cambio. A medida que sus energías se recuperaban, su yo íntimo, en cambio, parecía diluirse en todo. Ahora se sentía olvidada y olvidante.

    Sonó la campana de mano con repiqueteo agudo. El capitán anunció: «¡Bote de la isla de Chira a la vista!». Algunos curiosos se aproximaron al borde de la lancha para ver la llegada del bote. Se apretujaban sin reparos y el capitán tuvo que organizar un espacio para recibir a los nuevos pasajeros.

    —¡No se amontonen, no se amontonen! —repetía, como si las solas palabras construyeran una valla protectora.

    Ema también se asomó entre la gente. El bote era pequeño y apenas tendría veinte centímetros fuera del agua sobre la línea de flotación. Como aprendiz de modista, no podía fallar en el cálculo y sintió escalofríos.

    Los nuevos pasajeros subieron por una estrecha escalera hasta la cubierta y el botero enseguida les gritó que iba a lanzar el equipaje. Los dos hombres alzaron los brazos para atraparlo y un intenso olor a sudor viejo se extendió alrededor de ellos.

    —En la lancha —dijo alguien— siempre huele a sucio y a rancio.

    Los pasajeros se acomodaron de nuevo en las bancas. Camila pidió permiso para buscar un libro.

    En la valija de Ema iban unos tomos de la colección "Tesoro de la Juventud," encuadernados con tapas de cartón duro, de color verde oscuro. Tenían ilustraciones, viñetas y hermosas fotografías en blanco y negro. Cada libro se dividía en secciones llamadas Grandes Libros y había de todo: hechos heroicos, narraciones, países y sus costumbres, cuentos y lecciones de inglés y francés. Sin olvidar los libros de juegos y pasatiempos.

    Ema llevaba otro tesoro de familia, protegido con sus pañuelos de mano: un cuaderno a rayas, muy grueso, convertido en poemario escrito a mano, con la caligrafía de la tía Vitalina. Para entonces, Ema memorizaba "Reír llorando", del poeta mexicano Juan de Dios Peza.

    Camila había empacado un libro de la Condesa de Ségur: "Las niñas modelo", una novela para niñas, escrita según la educación de la época y con páginas muy entretenidas, para inducir buenos hábitos. Para Camila, seguir la lectura de sus páginas era trasladarse a Francia, imaginariamente, entre Monplaisir y Les Fenouilles, hasta el castillo de Verfeil, el hogar de las niñas modelo.

    La mayor parte de los pasajeros dormía. Beto y Toño seguían acompañando a Sixto en la proa.

    Amelia tenía una expresión de placidez y observaba a Camila absorta en su lectura. La mirada de niña traviesa se había opacado en el viaje y ella no supo en cuál momento. Tal vez en el vagón del tren. Ahora estaba tranquila.

    Poco duró la mejoría de Camila. Tuvo una crisis de alergia y luego sintió náuseas por el fuerte olor a gasolina que llegaba desde la sala de máquinas. Al vaivén de la lancha se añadió una vibración molesta que venía del motor y le producía sensación de hormigueo en la nariz. Amelia le colocó unas hojas de periódico sobre el estómago y le frotó el pecho con Bay-Rhum, un aceite esencial de olor pimentado, mezclado con ron de Las Antillas. Camila se repuso rápidamente, pero el fuerte olor del linimento, poderosamente volátil, se había extendido sobre la cubierta.

    La botella, con el líquido milagroso, pasó por las manos de las señoras para un examen minucioso. Acostumbradas al olor de las resinas, raíces y hojas maceradas en alcohol o en manteca, evocaron en voz alta los olores invisibles.

    —El olor está en el aceite natural que contienen las raíces y hojas —opinaron algunas.

    Otras dijeron que era muy bueno hacer las maceraciones en baño maría, usando alambiques. Recordaron el olor del agua de rosas, del aceite de romero, el de azahares y el de jazmín. Y no se olvidaron del fuerte olor del alcohol con juanilama, indicado en casos de reumatismo.

    La conversación se había vuelto muy animada hasta que la lluvia se les vino encima, con ventisca y sensación de frío.

    Las ráfagas de aire se hicieron más fuertes y Amelia abrazó a Camila. Sixto regresó con Beto y Toño. Se sentaron y se apretujaron unos contra otros porque la lluvia siguió arreciando con fuerza y con

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