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Son de Letras
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Libro electrónico223 páginas3 horas

Son de Letras

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Que no te los cuenten.

Por medio de una escritura clara, amena y absorbente, los relatos que nos ofrece Son de letras nos harán compartir situaciones peculiares, a veces hilarantes, otras emotivas, pero siempre atractivas.

Acompañaremos la difícil decisión del hijo, que descubre una cita secreta en un bolsillo del traje de su padre, recién fallecido. Veremos el reencuentro fortuito y de madurez, en un ascensor, con el primer amor. Viviremos los flirteos rivales de juventud entre hermanos. Presenciaremos un parto repentino, inesperado, en pleno atraco de un banco. También conoceremos al tío Manuel que, fusilado, no murió en su ejecución, o al joven Joao, cocinero portugués medieval, que un gran error y la casualidad le hicieron crear un gran plato, inseparable ya de la gastronomía de su país.

El lector devorará las páginas y se verá sumergido en estas y otras sorprendentes narraciones, incapaz de abandonarlas hasta conocer su final. Con la pequeña banda sonora que acompaña cada cuento, el paseo por Son de letras constituirá, sin duda, una experiencia única e inolvidable.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento11 may 2019
ISBN9788417717964
Son de Letras
Autor

Juan Miguel Roca

Juan Miguel Roca (Barcelona, 1953), economista sumido en las relaciones institucionales durante su recién acabada etapa laboral, viajero, soñador y observador implacable de su entorno y de su mundo. Ha dedicado su «segunda adolescencia», como gusta en llamar a su jubilación, a plasmar en relatos y poesías aquellas experiencias almacenadas con el tiempo en sus recuerdos y en su siempre compañera «Libreta de vivencias y ocurrencias». Cantante, guitarrista, hijo, hermano, sobrino y padre de músico, ha vivido siempre en ese entorno melódico, que impregna su prosa de sonoridad y ritmo, y dan afinación y frescura a su escritura.

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    Son de Letras - Juan Miguel Roca

    Son de letras

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417772574

    ISBN eBook: 9788417717964

    © del texto:

    Juan Miguel Roca

    © de esta edición:

    CALIGRAMA, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A Nati, mi musa,

    mi público, mi amor

    A Pau, mi niño,

    mi empuje, mi todo

    «Sin música, la vida sería un error».

    Friedrich Nietzsche

    Prólogo

    Cuando decidí recopilar los relatos que he ido escribiendo a lo largo de los tres últimos años y repasé sus títulos, fueron apareciendo ante mí los protagonistas con los que he llegado a pasar tantas horas.

    Historias de familia, de amistad, de amor, intrigas, celos, se agolpaban en mi cabeza para ocupar un lugar adecuado en el índice que me disponía a componer.

    Reviví, también, con cada cuento, los pequeños momentos musicales, que mis personajes habían oído y sentido en sus experiencias: una canción de especial memoria, una melodía en la radio, una sinfonía entrañable.

    Así nacía SON DE LETRAS.

    Espero, pues, que en este libro de pequeñas narraciones, descubras, no solo las historias que ocurrieron o que pudieron ocurrir, sino, también, melodías que te hagan viajar a otra época y a otro lugar. Esas melodías que, como en el libro, van conformando, discretamente, el acompañamiento musical de nuestra vida.

    Llegada y comienzo

    La llegada al pequeño pueblo de El Maset, aquella invernal noche de viernes, fría, húmeda y oscura, y a aquel mesón tan casero como popular en el que se sentía tan a gusto se le presentaba, ahora, como el inicio de una nueva experiencia que vivir, diferente y largamente deseada.

    Había decidido que escribiría aquella novela, con la que soñaba desde hacía mucho tiempo, y decidió también que únicamente lo conseguiría si se aislaba por una temporada de su día a día y se encerraba en aquella casa de montaña gerundense, en la que tantos fines de semana él y Natalia habían pasado juntos.

    Pero esta vez era diferente. Su intención era estar unos días solo, apartado de lo cotidiano y de la ciudad. Por eso, esta vez, llegaba a aquella especie de taberna, El Racó, el viernes por la noche, sin su mujer, con su cartera, con su ordenador y con su teléfono móvil que —cómo no— situó a su lado en la mesa para, dentro de todo, sentirse acompañado y conectado al mundo, a su mundo, sin renunciar del todo a la soledad a la que ahora se enfrentaba.

    Todo era diferente. Al entrar en el viejo bar, los parroquianos le miraron con sorpresa e incomprensión, huraños. Alguno comentó en voz baja la extraña circunstancia de verlo allí, sin compañía, a esas horas tardías y ese viernes en el que normalmente su mujer se sentaba frente a él, ambos dispuestos a disfrutar de la desconexión que les proporcionaba el recién estrenado fin de semana.

    Era absurdo explicar a cada sorprendido cliente que lo observaba su sana intención de soledad, apoyada incluso por Natalia, sabedora de su ardiente deseo de encerrarse a escribir.

    Joan, el viejo camarero, le preguntó por ella con extrañeza, curiosidad y cierta impertinencia, retirando el servicio de plato y cubiertos de enfrente.

    —¿Viene solo? ¿Y… su mujer?

    —No pudo dejar un asunto de trabajo que la tiene muy ocupada —le aclaró sin más.

    En ese instante, descubrió que la trama inicial de su novela, que aún no había elaborado totalmente, estaba allí. Ese sería el inicio de su historia. Así, se dijo a sí mismo, recitándose el futuro argumento:

    «Un escritor, antiguo conocido del lugar, se apartará de todo lo cotidiano para aislarse en su pequeña masía de montaña y empezar así su nueva novela, pero al hacerlo descubrirá que los lugareños, de costumbres cotidianas y monótonas en ese pequeño pueblo en el que nunca ocurre nada original ni diferente del día anterior, le censurarán, murmurando o, al menos, sospechando de los ocultos motivos y de lo inexplicable de su soledad allí. ¿Una amante escondida? ¿Planes inconfesables? ¿Un secreto? Sus mal disimuladas conversaciones y sus gestos de desaprobación se harán evidentes…».

    Ante el relato, que empezaba a dibujarse en su imaginación, casi no cenó. Empezó a darle vueltas a la historia, frente a su plato de costillas de cordero con ensalada, adivinando las miradas sorprendidas e indisimuladas de los conocidos vecinos. Acabó la cena y recogió sus pertenencias. Pagó la cuenta, barata, salió y se subió al coche. ¡Qué frío se había quedado! Se encaminó con rapidez a su caserón, a través de la oscura pista forestal que se abría frente a él con la incisión, en la oscuridad de la noche, de la amarillenta y débil luz de los faros de su ya viejo Renault.

    Al llegar al centenario caserón, cruzando el dintel que rezaba «1780» grabado en su piedra, abrió la pesada puerta, que se quejó como siempre, y casi disfrutó del aroma a fresca humedad con que le recibía la casa, cerrada desde hacía unas semanas. Cargó en un capazo la leña almacenada en la leñera del piso inferior y, sin quitarse aún la chaqueta, encendió el fuego. Del botellero de la despensa tomó una polvorienta botella de vino tinto, un viejo Montsant que adoraba, y la descorchó con delicadeza, para no romper el corcho. Instaló el ordenador portátil en una mesita de madera, iluminada por una pequeña lámpara de pie con pantalla de pergamino, y, bajo su amarillenta luz, con el vaso de tinto a rebosar y la tercera sinfonía de Mahler sonando en su equipo de música, hizo crujir los dedos, que él escuchó como el aplauso de bienvenida de un público inexistente, y se puso a escribir:

    La llegada al pequeño pueblo de El Maset, aquella invernal noche de viernes, fría, húmeda y oscura, y a aquel mesón tan casero como popular en el que se sentía tan a gusto se le presentaba, ahora, como el inicio de una nueva experiencia que vivir, diferente y largamente deseada.

    El puzle

    Carlos

    Todo había sucedido demasiado rápido. Sentado en el Airbus 380, Carlos miraba por la ventana, con la cabeza presionada hacia atrás por el efecto del despegue, y veía cómo el suelo de asfalto de la pista se hundía mientras él se alejaba, abandonando Toronto a gran velocidad. Cuando el avión recuperó la horizontalidad y el motor cambió de sonido para adoptar la posición de crucero, se dispuso a rememorar, con calma y ya relajado, las últimas cinco horas vividas. Tenía tiempo que dedicar a esa tarea. Al menos las nueve horas y media de vuelo que afrontaba…

    —Carlos, no me andaré con rodeos. Te voy a dar una mala noticia. Tu padre ha fallecido esta mañana.

    —¿Pero qué dices, mamá? —consiguió balbucear, frotándose los ojos. Eran las cuatro de la madrugada.

    —Hace dos horas. Se ha desplomado en la ducha. Ven en cuanto puedas.

    Se quedó sentado en la cama, tratando de averiguar si aún soñaba o si acababa de vivir una realidad. El suelo, tan frío bajo sus pies, y el despertador, marcando la hora, respondieron su duda. Estaba despierto y era real.

    Tenía que pensar lo más rápido posible. Mientras se ponía en pie pasó por su cabeza la película de lo que debía hacer a continuación y en qué orden. Miró la agenda en el móvil.

    —Primero: ordenador y vuelo a Barcelona. El que pille —se dijo—. Segundo: llamar al despacho. Las dos reuniones de esta mañana pueden pasar sin mí. Para la de mañana… le indicaré a Asun lo que ha de negociar. No es jodido y ella está al corriente. El jueves y el viernes los puedo cubrir con Tomás. Me sustituirá sin problema. No tengo nada importante, pero he de darle cuatro indicaciones… Qué putada, coño. Mi padre, muerto, y yo pensando en cómo acabo la semana —siguió hablando solo y pensando a la vez.

    Internet le presentó un vuelo a las dos de la tarde. Aterrizaría en Barcelona a las once y media de la noche para él, que serían las cinco y media de la mañana en España. Buena hora para llegar a un hotel y prepararse para el duro día que se le presentaba.

    Después de dar unos cuantos «Aceptar» en la pantalla de ordenador y de teclear el número de la Visa, la impresora escupió la tarjeta de embarque, en colores y ya preparada para volar.

    Luego, reservó el hotel Letamendi, ubicado en una pequeña plaza que siempre le había gustado; tendría más libertad de movimientos que si se acomodaba en casa de sus padres. A su madre le costaría entenderlo, pero estaba acostumbrado ya a su independencia y no la quería perder, aunque fuera en estas circunstancias. Siete años viviendo fuera de casa creaban ciertas manías, por lo que su madre, de tan rígidas costumbres, estaría más cómoda y él, desde luego, también.

    Esta vez, la impresora le escribió la reserva del hotel. Pagó las dos primeras noches por adelantado. Sería suficiente.

    Aún era pronto para llamar al despacho y organizar los días siguientes en su ausencia, por lo que una ducha y el café ocuparon ese hueco de tiempo.

    La ducha le hizo recordar las palabras de su madre, y el espejo, de nuevo y cada vez más, el tremendo parecido con su padre. Altos, delgados y elegantes en sus maneras, ambos peinaban con la mano ese pelo lacio y casi rubio que formaba un travieso flequillo que los dos, con un gesto natural e idéntico, se retiraban de la frente. Esos movimientos de su «viejo» —como él le llamaba— que descubría en sí mismo le sorprendían a la vez que le encantaban.

    «Se ha desplomado en la ducha —se le repetía en la cabeza—. Mi padre había empezado el día, su último día, igual que yo empiezo el mío, pero… él se desplomó. Qué tajante expresión. Qué contundente…».

    Su secretaria, Luisa, tan eficiente, casi le obligó a no volver a llamar al despacho y a que se ocupara de su salida del país inmediatamente.

    —Carlos, olvídate de todo lo que tenga que ver con el trabajo. Yo te cubriré en lo que pueda y el resto… ya se andará.

    —Luisa, no sé qué haría sin ti.

    —Tú, como siempre, adulando. ¡Vete ya!

    Le hizo caso. Llenó una maleta pequeña con tres pantalones, cuatro camisas, cinco mudas, el neceser y un par de zapatos. Le sobraba sitio y le sobraba tiempo hasta la salida del avión. Le estaba sobrando de todo esa mañana. Lo del sitio lo ocupó con un par de libros y lo del tiempo, con la hora y media de llegar al aeropuerto y las dos horas de presencia previa a la facturación.

    Todo había sucedido demasiado rápido. Tanto que, mientras veía empequeñecerse la ciudad, ya relajado, cerró los ojos y entró en un profundo sopor, recuperando el sueño interrumpido tan bruscamente aquella mañana. Se diría que casi durmió todo el viaje, con un par de pausas para cenar y desayunar, o lo que fuera aquello, dado el desorden de horas y de rutinas alimentarias que provoca un vuelo transoceánico.

    —Señoras y señores, en breves minutos aterrizaremos en el aeropuerto de Barcelona. El tiempo es bueno, la temperatura es de veintiséis grados y el día será soleado. El capitán Martín y toda la tripulación les agradecen…

    Dejó de prestar atención. Para sus oídos, tradujo la información de los altavoces por un: «Señoras y señores, en breves minutos aterrizaremos en el drama familiar de Carlos Mercader».

    Una vez fuera del avión, después de intercambiarse una sonrisa forzada y un «buenos días» no menos formal con la azafata, siguió como un borrego, para recoger su equipaje, al rebaño de pasajeros. Siguió, sobre todo, a una joven pareja que ya había identificado previamente en la cabina, muy llamativos en sus atuendos, de un verde chillón, quizá reivindicando algún grupo ecologista. Así, dejándose llevar por ellos, no tuvo ni que pensar a qué número de cinta dirigirse para recoger su maleta.

    Al salir del aeropuerto le recibieron el aire húmedo de la ciudad y una luz gris, de joven madrugada, que se resistía a abandonar la noche. Caminó hacia la fila de taxis, negra y amarilla, abejas madrugadoras que, dirigidas por un experto capataz, con atuendo de los mismos colores, señalaba alternativamente a torpes pasajeros y a taxistas, muy diligentes, tratando de conseguir así el encuentro entre unos y otros.

    —Ya estoy en casa —murmuró Carlos, ayudando al chófer a colocar la maleta en el baúl.

    —Buenos días, ¿a dónde vamos? Ya le he oído, o sea, que está en casa.

    —Sí, sí. Llevaba tiempo fuera y… A la plaza Letamendi, 9. Hotel Letamendi. Gracias.

    —Iremos por Gran Vía hasta Rambla Cataluña y, luego, por Aragón. ¿Le va bien?

    —Sí, sí. Muy bien.

    —A esta hora no hay tráfico. Es lo más rápido.

    —Bien, bien.

    Se recostó en el asiento del coche, dejándose besar por la ciudad adormecida que se despertaba con él y con sus recuerdos. Todo se veía igual que siempre y, sin embargo, había pasado mucho tiempo. Gran Vía, la plaza de España, Urgel, Aribau. Las calles que iban cruzando eran el libro de su vida. Su historia y sus recuerdos se iban paseando frente a él a pinceladas, en forma de esquinas y chaflanes. ¡Ay, Barcelona! ¡Mi Barcelona!

    Quizá no habría pasado tanto tiempo sin volver a su ciudad si su madre se hubiera comportado de otra manera con Caro aquel verano de hacía cinco años, cuando él, que llevaba ya dos en Toronto, decidió venir con su joven novia a Barcelona para presentarle a sus padres. Había hecho planes de futuro con aquella inteligente analista informática que conoció en su empresa de auditoría —Arthur & Wendy— al poco de llegar a Canadá y con la que había iniciado una aventura en pareja que funcionaba bastante bien. Ella admiró la educación y cultura de aquel español, formal, fogoso y extrovertido, guapo, alto, con ese flequillo rubio tan atractivo y que estaba siempre de excelente humor.

    Desgraciadamente, la madre de Carlos se encargó de desencantar a aquella morena americana, un poco muñequita Barbie, a las pocas horas de conocerla. No así su padre que, con su porte exquisito, la atrajo hacia sí y creyó que estaba conociendo, de verdad, a su futura nuera.

    —Mamá —le tuvo que afear Carlos a su madre, en un aparte—, al menos podías haber preparado la cama y no tirarle las sábanas a la cara, como has hecho esta tarde.

    —¿Es que las americanas no saben hacerse la cama?

    —No me parece que sea el mejor recibimiento a mi novia.

    —¡Ah! ¿Novia? Pues ahora me entero de que esa Coro es tu novia.

    —Se llama Caro, mamá, y no es «esa». Te advierto que, por el camino que vas, no conseguirás mucho cariño ni de ella ni de mí.

    —Pues vaya amenaza me lanzas. Ya ves lo que voy a perder.

    Y perdió. Efectivamente, los celos de su madre hacia aquel inocente proyecto de nuera y la imposibilidad de que se esforzara usando la más mínima expresión en inglés —que ella hablaba a la perfección— lograron que la visita a Barcelona de la pareja durara justo tres días, siete menos de los diez previstos, y que la ausencia de Carlos de su ciudad, desde aquella visita, fuera más larga de lo que nunca imaginó.

    Caro se había esforzado en aprender algunas frases en español:

    —«Encontrada» de conocerla —se adelantó a sonreír la pobre americana alargando la mano a la matriarca.

    —«Encantada», hija, «encantada»

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