En la cuneta
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En la cuneta - Francisco López Serrano
En la cuneta
Francisco López Serrano
A la memoria de Manuel
Viajamos por amor
Continuamos siendo ese relámpago sin luz
Que atraviesa ciudades invisibles.
Todo pasará y será olvidado
Pero lo que posiblemente nunca olvidaremos
Serán las noches salvajes
Apostando contra la vida y la prudencia.
Uberto Stabile
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These days I seem to think about
How all my changes came about my way
And I wonder if I’ll see another highway.
Jackson Browne
El temps no compta, ni l'espai.
Jaume Sisa
If you remember, you weren’t there.
Grace Slick
Walk on the wild side
Creo que ya va siendo hora de admitir que las drogas siempre me sentaron como un tiro. Sin embargo, durante una época de mi vida las tomé con frecuencia, de todos los tipos, de todos los colores. Tomé bustaid, dexedrinas, minilip, metanfetamina..., drogas hiperactivas que me producían una logorrea extenuante, rechinar de dientes y una sequedad de boca que no lograba aplacar el caudal de alcohol que, por lo común, solía acompañarlas. Tomé pallidan o quaaludes, substancias que, mezcladas con alcohol, me procuraban un subidón de lo más desinhibido, sobre todo la primera vez. La siguiente te metías el doble de pastillas y el doble de alcohol para aumentar la sensación y la cosa cambiaba radicalmente. Me aficioné a toda la gama de los derivados cannábicos: marihuana, hachís, aceite, polen, resina... Ingerí todo tipo de ácidos: ying-yangs, estrellas, pinkfloyd, micropuntos, dragones, secantes... E incluso unos hongos que me vendieron como psilocybe y que probablemente no eran más que simples champiñones. Consumí cocaína y, aunque por cobardía o por un prurito de sensatez residual jamás llegué a pincharme, caballo, morfina, metadona, tramadol, hidrocodona, oxicodona y toda la numerosa y feliz familia de los opiáceos y sus derivados sintéticos, incluida la asequible y candorosa codeína. Tomé barbitúricos con alcohol, anfetaminas con alcohol, metacualona con alcohol, neurolépticos con alcohol, alcohol con alcohol... Ingerí substancias que provocaban colocones demenciales como el estramonio, el beleño o la belladona. Tomé don diego de noche y de día, alharma, nuez moscada y un hemostático específico para las hemorragias de útero, por el simple hecho de que su componente esencial era el cornezuelo del centeno.
Pero ¿cuál era el motivo de tan desaforada ingesta, el quod erat demostrandum de aquel compulsivo y desmesurado consumo? Pues de otro modo no se podía calificar aquella tenaz reincidencia en unas experiencias que por lo general tan mal me hacían sentir y, en definitiva, ¿qué era lo que buscaba (qué recóndito y esquivo Grial) con tanta agitación y tanta probatina? La respuesta es simple: había que hacerlo. Había que experimentarlo todo y no solo una vez sino cien, mil, cien mil veces. Pero sobre todo había que hacerlo porque la gente común, mi padre y el tuyo, el pureta del banco, el meapilas de la misa de once, el probo ciudadano, no lo hacían.
En aquella época, aunque la mayoría no ejerciéramos, éramos básicamente estudiantes. Al menos esa era la profesión que figuraba en nuestro carné. Durante el curso leíamos revistas teóricas o underground como El viejo topo, Ajoblanco, Sal Común, Ozono o Alfalfa. Éramos militantes de la extrema izquierda o libertarios o ácratas o contraculturales, intelectuales comprometidos que leíamos y discutíamos a Marx, a Lenin, a Marta Harneker, a Althusser, pero también a Proudhon, a Bakunin, a Marcuse, e incluso a autores tan arduos como Foucault o Derrida. Hablábamos de antipsiquiatría, de situacionismo, de El Antiedipo, de los indios metropolitanos o de la Baader-Meinhoff. Salpicábamos nuestras conversaciones con expresiones tales como «escisión simbólica del discurso», «corte epistemológico», «principio de placer» o de términos como «forclusión», «intelegentzia», «engagement», palabras y conceptos que nadie comprendía, pero que todos utilizábamos alegremente con un sentido aproximado. Todos aquellos ingredientes dispares se agitaban en nuestras cabezas hasta formar un desaforado y descompensado cóctel. Y cuando acababa el curso y llegada el buen tiempo, el tiempo de las cerezas cantado por los trovadores, nos lanzábamos al mundo y como auténticas golondrinas contraculturales volábamos en la más pura tradición beatnik o hippie, con un libro de Castaneda o de Kerouac en la mochila, y rulábamos. Rulábamos y rulábamos porque rular era una elevada forma de estar vivo. Kerouac había rulado, Dylan había rulado, Don Quijote había rulado, el mismo Cristo había rulado y hasta la tierra y el universo, según afirmaban los cosmólogos, habían rulado y aún seguían haciéndolo. Rular era la forma más intensa de sentir el nervio de la vida, la agitación del cosmos.
Pero había otros motivos. Muchos de nosotros veníamos de provincias, procedíamos de pueblos donde se follaba poco o nada y pensábamos que rulando encontraríamos a los nuestros, pero sobre todo a las nuestras, en un ambiente de comunión y de afinidad al que llamábamos con fervor sectario «la basca». Entre la basca, se decía, no faltaban tías enrolladas y libres que follaban o al menos eso creíamos. Porque otro de los motivos por los que rulábamos era la esperanza de follar.
Con nuestros cabellos largos y nuestras incipientes barbas, cruzábamos el país haciendo autostop (aunque lo cierto era que pasábamos más tiempo en la cuneta que en la carretera), nos deteníamos donde nos apetecía, con preferencia en zonas litorales, mendigábamos algo para comer y para colocarnos (en aquel tiempo la gente aún era generosa), dormíamos sobre la arena de las playas, en estaciones de tren, en casas prestadas, sobre la hierba de los parques y de los campos, en ateneos libertarios, comunas rurales o urbanas y, una vez habíamos tocado fondo, como hijos pródigos, volvíamos a la casa del padre donde nos aguardaba buena comida, sábanas limpias, cuidados maternos y algún ligero reproche paterno. Y nos encerrábamos en nuestras leoneras para escuchar extasiados a Jimmy Hendrix, a Jim Morrison y a Janis Joplin. Recuerdo la expresión de mi padre cada vez que Janis sonaba en mi destartalado tocadiscos:
–¡Dios mío, parece que rabian!
–Déjalo –salía al paso mi madre siempre comprensiva–, son otros tiempos.
–¿Otros tiempos? –replicaba mi aturdido padre– ¿Y qué es lo que tiene de nuevo la selva? La selva es intemporal –concluía resignado–, pero hasta ahora había permanecido en su sitio sin invadirnos.
¿Seré capaz de confesar en estas páginas, que se pretenden sinceras, lo que pasa por mi cabeza y callo cada vez que el idiota de mi hijo me atormenta con sus edulcoradas melopeas o sus neurálgicos diyéis?
Oíamos rock duro o rock sinfónico, Frank Zappa, The Velvet Underground, Pink Floyd, King Crimson o Deep Purple; pero también a Raimon, a Paco Ibáñez, a Víctor Jara, a la Nueva Trova Cubana o a Léo Ferré. Robábamos en las librerías las obras de Kerouac, Burroughs, Bukowski... Había que mangar todos los libros, pero en especial aquellas obras y autores prestigiados por un aura de malditismo, pues estábamos convencidos de que al adquirirlos comprándolos y pagándolos legalmente ofendíamos de algún modo su carácter maldito. Había que robar por ejemplo el Diario del Ladrón. Seguro que Jean Genet renunciaría gustoso a la parte correspondiente de derechos de autor a cambio del homenaje que el acto transgresor del robo dispensaba a su libro. Pocos años más tarde, no recuerdo si a través de André Puig o de Juan Goytisolo, conocí en París al autor de Nuestra Señora de las Flores, y le confesé mi travesura, aquel pequeño gesto transgresor perpetrado en homenaje a su Journal du voleur. Genet me contestó, contraviniendo la dialéctica marxista a favor de la teoría holística, que ningún gesto transgresor era pequeño, pues cada uno de ellos llevaba implícita la suma de todos.
En aquellos tiempos en los que la conciencia política y el comportamiento freak tendían a mezclarse y a confundirse, éramos, como ya he señalado, a ratos intelectuales de izquierdas comprometidos con la realidad y, sobre todo cuando rulábamos, hípsters o beatniks o hippies o vagabundos que ya habían descartado cualquier compromiso salvo consigo mismos y con su pequeña tribu. Y en esta alegre y alucinada ciclotimia ideológica y estacional transcurría nuestra juventud.
The goblin market
Hoy, convertido en un probo varón con un importante cargo en la directiva de un partido moderado, rememoro a veces con nostalgia aquellos días felices y alocados de mi juventud. Y al volver la vista atrás hallo un elemento que se repite como el leitmotiv de una melodía en toda mi trayectoria vital: las voces. Voces unas veces proféticas, otras enunciativas, otras exclamativas, mas siempre cómplices. Voces que jalonan toda mi existencia y demarcan los territorios idílicos, peligrosos, competitivos, enfangados, feroces o apacibles por los que ha transcurrido. Las primeras que recuerdo habían sonado en las frías mañanas de mi infancia en el pueblo, y me deleitaba oyéndolas desde mi lecho los días que con cualquier pretexto trivial no iba al colegio. Aquellos gritos que sonaban en la calle anunciando mil sugerentes promesas comenzaban con la vocecita del churrero, un diminuto personaje que vendía churros de puerta en puerta cargado con una enorme cesta, al grito de «churros calientes». Poco después seguía la voz de la lechera y el chirrido de su carrito mal engrasado, la cantinela del estañador, la armónica del afilador, el grito del repartidor de hielo, la insoslayable salmodia del panadero, la jugosa proclama del frutero, la propuesta del guarnicionero, la soflama del trapero... Desde mi cama oía aquella procesión de voces que me sumía en una dulce ensoñación llena de mágicas sugestiones. Todas aquellas voces con sus rústicas o fabriles tonalidades, con sus variados ofrecimientos, habían formado un coro en mi infancia, puesto acento a mi deseo, a mi curiosidad, a mi imaginación, y habían sido en definitiva el reclamo de un mundo mágico intuido entre dos sueños.
Más tarde, ya en mi primera juventud, época en que se desarrolla este relato, las voces habían cambiado de registro y de contenido, y su tono susurrante, imperativo y mucho más sugerente, sustituyó el de aquellas que, durante la infancia, oía desde mi lecho. Y, como las otras, habían venido también a incitar mi curiosidad, mi imaginación y mi deseo. Pero estas, al contrario que las primeras, no gritaban sino que anunciaban su mercancía en susurros y ofrecían productos de nombres tan sugerentes como bustaid, minilip, speed, ajos, mierda, jaco o perico, los frutos mágicos del mercado de los duendes. Voces distintas habían poblado mi infancia y mi juventud y, de eso estaba ya seguro, al paso que iba, dados aquellos precedentes y la naturaleza de mi cargo actual, las próximas voces que oyera habrían de sonar dentro de mi cabeza.
Pero, como ya he señalado, el tema que aquí nos ocupa es el de aquellos tiempos de juventud y libertad en los que, como tantos jóvenes de mi edad, había decidido echarme al mundo en busca del Grial. Un mundo que, al contrario que el de ahora, todavía se podía recorrer sin mudas ni caudales, como un caballero andante.
He dicho ya que en aquel tiempo la gente aún era generosa. Debo añadir que no solo lo era en el aspecto económico o dadivoso sino en todos los demás. La gente no se había conectado todavía a los aparatos de ahora y nos relacionábamos viéndonos los unos a los otros cara a cara