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Más allá de Libido
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Libro electrónico333 páginas5 horas

Más allá de Libido

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Libro autobiográfico de Antonio Jauregui. Narra la historia de un rockstar : hechos, anécdotas, confesiones. El autor relata pasajes que marcaron su vida: desde el primer encuentro con la música, hasta el inicio de un sueño que se convirtió en realidad. La formación de Libido, los entretelones del grupo, el éxito, las giras y los multitudinarios conciertos; los premios internacionales, la relación con sus
compañeros de banda y los motivos que causaron el fin del grupo peruano de rock más premiado en el extranjero.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 ene 2023
ISBN9786124838392
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    Más allá de Libido - TOÑO JAUREGUI

    MasAllaDeLibido_Cub.jpg

    Antonio JAuregui

    Más allá de Libido

    © 2022, Ediciones Pichoncito

    Medianoche es un sello editorial

    de Ediciones Pichoncito S. A. C.

    © 2022, Manuel Antonio Jauregui Hidalgo

    Edición general: Nicolás Rodríguez Galer

    Autor: Manuel Antonio Jauregui Hidalgo

    Diseño de portada: Raquel Tudela

    Diseño y diagramación: Daniel Torres Otero

    Foto de portada: Carlos Salazar

    Corrección de textos: Daniela Alcalde

    Editado por:

    Ediciones Pichoncito S. A. C.

    Jr. Santa Rosa 359,

    Barranco,

    Lima, Perú

    www.pichoncito.pe

    Primera edición digital: septiembre de 2022

    Digitalizado por:

    Book and Play Studio

    BAP-STUDIO.COM

    ISBN: 978-612-48383-9-2

    Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú n.º 2022-01584

    Todos los derechos reservados. No se permite la reproducción total o parcial de este libro incluido el diseño tipográfico y de portada, por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de la editorial.

    A mis hijos Valentín, Luciano e Ivanna, y a mi amada esposa Farrah Fyfe

    PARTE UNO

    EL ORIGEN

    1

    La jugada es fabulosa:

    el delantero se lleva a un rival, a dos, luego engancha sutilmente para la derecha y evade a otro; levanta la cabeza, mira, piensa y le suelta la pelota a un compañero, quien, con quirúrgica precisión, le devuelve el balón en primera para que el goleador lo coloque en ese rincón que los peloteros tanto añoramos: el inatajable. Algarabía total. Un momento mágico que yo, desde mi ventana del jirón Huallaga 976, en Barrios Altos, tuve el privilegio de presenciar. Mejor palco, imposible.

    Aquel niño que celebraba agitando los brazos como Mario Kempes en la final de Argentina 78, que cruzaba la canchita de asfalto, esquivaba autos e incluso buses como los de la línea 50, que a cada rato interrumpían el juego con su insufrible bocina, era César García, el goleador, mi amigo. A diferencia de los otros niños, con él no conversábamos sobre sueños de peloteros. Nosotros no queríamos ser como Cubillas y Cueto. Queríamos ser como Lennon y McCartney. Igual, eso no impedía que César fuera el mejor jugador de pichangas que haya visto y yo, el más afortunado de todos los hinchas al poder apreciar esos memorables partidos desde mi ventana.

    César era más que un amigo. Era mi mentor. No teníamos hermanos y su padre y el mío siempre estuvieron ausentes. Recuerdo emocionado aquel 19 de junio de 1978, cuando César cumplió nueve años. Su madre le hizo una fiesta y él, con esa personalidad desbordante, fue el centro de la reunión. Todavía lo puedo ver en medio de todos, sentado en un banco con una corona de rey, haciendo bromas, contando historias… Era el alma de la fiesta, el primer rockstar que conocí. Sin duda, César fue la influencia más potente que tuve al iniciar mi obsesión por la música.

    Aquella noche ocurrió un hecho que terminaría cambiando nuestras vidas para siempre. Doña Raquel, la madre de César, le regaló un disco de Bee Gees. No estoy seguro de cuál era; pero, en esa época, los hermanos Gibb estaban de moda con su pegajosa «Stayin’ Alive». Ese disco no duró mucho en las manos de César. A los pocos días, gracias a la generosidad de Pety Acosta, hermano de Brany, otro gran amigo del barrio, los australianos y sus inconfundibles falsetes fueron intercambiados por un grupo de pelucones ingleses de los que todos hablaban: The Beatles.

    César tenía un hermoso tocadiscos con enormes parlantes de madera que ocupaban un lugar protagónico en la sala de su casa, como un altar. Cuando apareció con el álbum en la mano, quedé atónito: era la primera vez que veía a John, Paul, George y Ringo, todos en trajes marrones, con el fondo sepia, mirando hacia abajo desde un edificio imponente. Por un momento, sentí que yo había estado en ese histórico momento. Era una portada revolucionaria: el compilatorio de la primera etapa de The Beatles (1962-1966), popularmente conocido como Álbum rojo.

    Cuando empezó a sonar, quedé deslumbrado y marcado para toda la vida: ese día nació mi pasión por la música. Fue como el bautizo en una nueva religión. El momento de éxtasis fue cuando escuché a Paul y John cantando «Please Please Me». Aquello fue sublime. Mis piernas bailaban. Estaba feliz y, a la vez, triste, nostálgico, principalmente en la parte del coro. Me decía: «Dios los ha elegido para componer esas canciones y salvar a la humanidad». No sabía si llorar o reír. Imposible no recordar aquel día sin emocionarme. Si pudiera regresar en el tiempo, viajaría a uno de sus míticos conciertos, a sentir esa energía, a saltar al lado de aquellas chicas de gritos infinitos.

    Durante dos años, fue lo único que escuchamos una y otra vez, sentados en la puerta de su casa, mirando los balcones cochinos y las pistas agrietadas que se extendían hasta la plaza Italia o el jirón Cangallo. Desmenuzamos el disco canción por canción: sabíamos en qué momento entraba Lennon, en cuál aparecía Harrison, quiénes hacían la voz alta y la baja. Todo. Ese era nuestro mundo. César me explicaba cómo diferenciar el sonido del bajo y la guitarra. Me decía: «Ese sonido gordo es el bajo de Paul». No teníamos juguetes ni muñecos de La guerra de las galaxias. Solo íbamos al colegio, jugábamos pelota en la calle y escuchábamos el Álbum rojo. César, obviamente, era el que más sabía del disco, era un niño genio. Hasta recitaba las canciones de memoria. Su madre estaba al tanto de eso y no dudó en darle otra sorpresa, que yo celebré con mucho entusiasmo: ¡le regaló el Álbum azul, el recopilatorio de 1967-1970!

    Toda una insurrección musical. Magia pura. Las guitarras acústicas invadían toda la casa. La voz de Lennon. ¡Por Dios! Una de las canciones que más me gustó fue «A Day in the Life». Magistral. Enorme. Difícil definir esa impresionante pieza musical. El caos, los violines. A los diez años, tuve el placer de ser feliz frente a aquella consola en casa de César. Luego, escuchamos «Hey Jude», una maravilla melódica que aún sigue inspirando a muchos. Sin todavía tener una guitarra en mis manos, supe a partir de aquel momento que la música sería lo mío.

    Si me preguntan cuál es la etapa de The Beatles que más me gusta, respondo sin titubear: la primera. Además de «Please Please Me», eran mis favoritas «From Me to You», «Help!», «Nowhere Man» y «Eight Days a Week». La banda de Liverpool se volvió mi obsesión. Me compré ese álbum en versión cassette. Todo el día repetía y repetía «Please Please Me». Mi prima Lilian, quien vivía conmigo porque su papá, mi tío Víctor, había fallecido, me quitaba la cinta pues ya no soportaba escuchar la misma canción una y otra vez. Pero es que yo quería ser como uno de ellos. Si me pongo a contar las veces que escuché «Please Please Me», es probable que tenga el récord mundial o, por lo menos, que esté cerca.

    2

    En mi casa del jirón Huallaga

    , siempre había gente. Mis abuelos solían tener las puertas abiertas para que los visiten todos sus hijos, sus nietos y otros familiares. Mi madre era la hija menor de la familia Hidalgo. Ella fue mi mundo hasta los nueve años. A veces, recreo en mi cabeza escenas de aquellos días, como si fuera una película de cine mudo.

    Éramos una familia que disfrutaba de viajar a buscar paz lejos de la selva de cemento. Uno de los refugios a los que más solíamos escapar era la casa de mis abuelos en San Buenaventura, un lugar paradisiaco ubicado en el límite de Áncash y Huánuco. Llegar a ese mágico destino era toda una odisea: un bus llevaba a toda la familia al distrito de Piscobamba, en Huaraz, y desde ahí eran dos días a caballo hasta un punto en el río Marañón, donde se tenía que continuar cuesta arriba durante siete horas para recién llegar a la casa.

    La ruta era alucinante y te permitía fantasear. Mi relación con los cerros era especial, como la que tienen los niños de los cuentos con los dragones. Quedaba estupefacto ante sus sombras vigilantes. En ocasiones, cuando pasaba cerca de ellos, sentía que me envolvían con un gran abrazo. El río Marañón también me sorprendía: desde la cima, se le veía imponente, sigiloso, serpenteante, como aguardando el momento exacto para subir.

    Uno de los momentos más intensos de la travesía ocurría cuando nos bajábamos de los caballos para cruzar el río Marañón por un puente colgante. Lo hacíamos en fila india. Aún puedo sentir el calor de la mano de mi madre que me sujetaba con todas sus fuerzas. Ella me trasmitía el coraje suficiente para avanzar a paso firme hasta la otra orilla. A su lado, no tenía miedo. De su mano, caminaba seguro.

    Los viajes a San Buenaventura me hicieron más sensible con la naturaleza. Los precipicios eran infinitos y los caballos solían desafiarlos como trapecistas. Me inquietaba verlos así, más aún cuando sabía que podía caer lluvia, truenos, relámpagos y quizá granizo. Cierto día fue tan fuerte el diluvio que mi abuelo, medio en broma medio en serio, dijo: «Ahora sí, este es el fin… creo que aquí quedamos». Tras varias horas de susto y llanto, la naturaleza nos dio otra oportunidad. Amanecimos vivos y seguimos nuestro camino.

    Otro momento memorable fue una vez cuando mi abuelo le estaba dando trigo a un chanchito. «Pobre, no sabe lo que le espera», le decía al pobre animal con una extraña mezcla de crueldad y ternura. En ese instante, no entendí bien; pero, al día siguiente, en el almuerzo, comprendí lo que escondía aquella frase: unos deliciosos trozos de chicharrón llenaban la mesa familiar con un sabor que todavía puedo evocar. Nunca volví a probar nada parecido. Las manos mágicas de mis abuelos siempre prepararon platos espectaculares. No he conocido casa o restaurante donde se prepare semejante chicharrón.

    En 1980, después de uno de esos viajes, mi madre decidió que nos mudaríamos al interior del país, donde ella trabajaría de profesora. Sin más, estábamos en un bus camino a Huacrachuco, un poblado de la provincia de Marañón, en Huánuco. Era un sitio pintoresco y nuestra llegada conmocionó a todos. Los niños me miraban con un interés académico. Allí, en ese pueblo, mi mamá por primera vez me habló de mi papá. Lo recuerdo como si fuera ayer. Una noche, justo antes de entrar a la casa, ella sacó de su cartera una foto: «Este es tu padre, míralo para que lo conozcas». Para mí, fue nuevo saber que había alguien más que tenía que ver conmigo. Ella se había encargado de que yo no notara su ausencia. Nunca supe por qué escogió ese momento ni esa manera, pero nunca más hablamos del tema.

    En Huacrachuco, también escuché por vez primera la cumbia. Mi madre me llevaba a todas las fiestas. Aunque no me gustaba el ambiente, me fascinaban la música y el sonido de las guitarras eléctricas que entonaban melodías carnavalescas. Lo más autóctono lo escuchábamos cuando había alguna procesión o alguien fallecía. Las canciones solían ser desgarradoras. Por esas fechas, oí en la radio, por casualidad, que Fernando Belaúnde Terry había ganado las elecciones. No seguía mucho las noticias, quizá por eso no me enteré del asesinato de John Lennon aquel 8 de diciembre de 1980. Tal vez a los ocho años aún era muy joven para prestar atención a los sucesos mundiales.

    A los pocos meses, nos fuimos al distrito de Pomabamba, también en Huánuco. En esa localidad, nos recibieron Zoila Nieto y sus hijas. Mi mamá decía que eran guapas, pero muy grandes para mí: yo tenía ocho años y ellas, catorce o quince. Ahí escuché, por primera vez, en vivo, a las bandas de música que tocaban en las ferias. También fui por primera vez al cine. Django, Gringo y El Llanero Solitario eran las películas que se veían en esos tiempos en Pomabamba. Puedo afirmar que, luego del Álbum rojo de The Beatles, las fiestas de cumbia en Huacrachuco y las procesiones y bandas de huaino en las calles de Pomabamba fueron mis más trascendentales influencias musicales tempranas.

    Mi curiosidad musical absorbió otras influencias gracias a mi mamá. Ella tenía una radiocasetera que llevaba a todos lados. De ese aparatito, emanaba imponente la voz de Camilo Sesto, su amor platónico. Aún me sé su repertorio de memoria. Leo Dan y el gran Nino Bravo también ocupaban un espacio en su corazón. Escuchábamos aquella música viajando por el Perú solos mi madre y yo. A veces, cuando no puedo dormir, me pregunto qué pasó con aquella radiocasetera.

    Por aquella época, regresábamos a Lima de vacaciones con cierta frecuencia. Después de nueve meses de vivir en la sierra, las mejillas se me habían puesto chaposas y mi forma de hablar había adoptado el dejo propio de esa zona del país. Algunos amigos se burlaban y me decían «serrano», con un tono despectivo de niño inocente, pero peyorativo al fin y al cabo. A los ocho años nadie perdona. Estos episodios no los compartí con mi madre. Uno de los pocos amigos del barrio que no participaba de aquella chacota era César García. Con él, por el contrario, aprovechábamos esos días para retornar a nuestro mundo Beatle. Para ese entonces, él ya tenía la colección completa de los fantásticos de Liverpool.

    En uno de esos retornos de Lima a Pomabamba, en 1981, a mi mamá la destacaron a otro pueblo llamado Chullín, en la provincia de Sihuas, en Áncash. El día que viajamos al nuevo lugar donde viviríamos, mi mamá, como solía hacer en algunas ocasiones, me vistió dormido. Era lo más práctico. Así, cuando me despertaba para partir, ya estábamos listos los dos. Viajamos de noche en un camión de carga. Tuvimos que acomodarnos en la parte trasera junto a bultos, cajas y costales. Tras cinco horas de viaje, nos bajamos en medio de la carretera, cerca de unas chozas, y caminamos cuesta abajo por dos horas más, hasta llegar a Chullín.

    Chullín era más pequeño que Pomabamba. No había luz eléctrica ni autos. Solo se llegaba a pie, como lo hicimos nosotros. Era un pueblo que estaba inclinado sobre cerros y casi todos los caminos eran de subida o de bajada. Había mucha vegetación y un riachuelo que explicaba por qué la gente se había asentado en aquel remoto lugar. Cuando llegamos a la casa donde viviríamos, empecé a llorar con pataleos y gritos. Mi madre, siempre firme, trataba de convencerme; pero, al ver que mi actitud no mejoraba, me dijo: «A veces así son las cosas y las tienes que aceptar. Aquí nos vamos a quedar, aunque llores y grites». Entendí que por más que llorara y gritara, nada cambiaría. La decisión estaba tomada.

    A los pocos días, ya estaba adaptándome. Además, siempre quedaba Pomabamba, donde solíamos ir los fines de semana. Era una travesía salir de Chullín, pero lo lográbamos. Caminábamos tres horas cuesta arriba para llegar a la carretera y ahí esperábamos durante una, dos o más horas algún auto, bus o camión que nos llevara. En más de una oportunidad, los dueños de las chozas que había por la carretera nos abrieron sus puertas para cubrirnos del frío y también, en muchas otras, fuimos ignorados por los vehículos que pasaban. Una vez, mientras esperábamos, me quedé dormido junto a chanchos, ovejas y carneros. De pronto, sentí que me entró algo en la planta del pie. Era un insecto llamado nigua o pique. Mi mamá lo tuvo que sacar con un alfiler. Hasta ahora siento con nostalgia el agujerito en mi pie derecho. Lo increíble de todas esas aventuras es que siempre, siempre, mi mamá solucionaba todo: conseguía la forma de viajar a donde ella se lo proponía, me cubría del frío y me sacaba el bicho del pie. Y siempre lo hacía al compás de alguna hermosa canción. Ella moría por mí y yo, por ella.

    En ese pequeño pueblo, tuve experiencias alucinantes. Una vez vi una tarántula que caminaba por la pared del cuarto donde yo estaba haciendo mis tareas bajo la luz de una vela. Era gigante, del tamaño de una mano de adulto. El dueño de la casa corrió en mi auxilio y la mató de una pedrada. Otro día ingresó por la ventana un mosco de descomunales dimensiones. Felizmente, ese bicho sí escapó.

    Chullín me fue gustando de a pocos. En el colegio, era el único que vestía con uniforme escolar. Solían convocarme para las actuaciones: una vez fui un señor con barba que chacchaba coca. Ver a la gente reír con mi desempeño actoral me hacía sentir gracioso, me daba seguridad. Para esos días, ya sabía que era corto de vista (me tenía que sentar en primera fila) y que me gustaba una chica que vivía frente a mi casa, a la que solía verla andar con su pollera negra con bordados verde limón.

    Ahí mi mamá y yo habíamos logrado ser felices. Éramos una sola fuerza, un equipo invencible. El día que cumplí nueve años, caminamos cuesta arriba hacia la carretera y, en un momento inolvidable, me paré a ver la luna llena que estaba muy grande y le dije que no podría soportar si ella se moría, así que el primero en partir tendría que ser yo. Ella, sonriendo, respondió que jamás sería así y que simplemente no pensara en eso. Pero el destino tenía otros planes para los dos.

    Un día mi madre decidió ir de paseo a Sihuas. Yo tenía muchas ganas de viajar, pero debíamos esperar que ella termine de dictar clases. Cuando parecía que viajaríamos de noche, unos profesores le ofrecieron a mi mamá llevarme más temprano con los alumnos de quinto de secundaria. Ellos tenían planeado ir a Sicsibamba y, luego, a Sihuas, así que parecía una buena idea, ya que conocería otro pueblo. Ella aceptó y esa tarde, después del almuerzo, fue la última vez que la vi. Tengo aquella despedida grabada en mi mente, pero aún más en mi corazón. Ella vestía un suéter de lana, color marrón. Yo estaba ansioso y apurado. Pese a que quería salir corriendo al bus, me acerqué a ella y le di un beso y un fuerte abrazo. Mi madre me miró y a unos pocos metros de la puerta de salida me dijo: «Chau, hijo, ya nos vemos allá».

    Mi mamá nunca llegó a Sihuas. Nos hospedaron en el convento del pueblo, donde unas monjas nos recibieron a mí y a la promoción de secundaria con la que yo había viajado. Ahí esperé a mi madre aquella noche de viernes en que estaba lloviendo. Al ver que no llegaba, salimos con unos profesores a buscar información sobre su paradero. Una mujer, llorando, nos dijo que mi madre no había viajado, algo que yo no creí. Al día siguiente, encontré en la plaza al dueño de la casa de Chullín, donde vivíamos, y le pregunté si mi madre se había quedado allá. No me dio mayores referencias, pero me confirmó que ella sí había salido el día anterior. Recién a las cuatro de la tarde, cuando yo ya estaba muy angustiado por saber de mi mamá, una de las monjas se acercó para hablarme. Mientras caminábamos, me comentó que mi madre estaba herida a consecuencia de un accidente. Inmediatamente, comencé a llorar y, en mi intento de que me dijese la verdad, sollozando, le dije que seguro había muerto. La monja no tuvo más remedio que confirmarme la noticia más triste que he recibido en mi vida: «Sí, es cierto, tu mamá está muerta y ya no va a regresar más».

    Lloré en su regazo hasta que no quedó más de mí. Podía sentir que ella contenía su pena para solo recibir la mía. Me apretaba fuerte contra su pecho y yo no quería que me soltara. Era el fin de mi mundo, estaba ahogándome en mis lágrimas. Tras casi dos horas de llanto incontenible, regresamos al convento a paso lento, yo iba mortalmente abatido, como si hubiera perdido la guerra de mi destino. El dolor de la noticia era terrible y apenas podía respirar entre tanto llanto. Temblando por la incertidumbre de mi existencia, entré en una habitación y me dormí. Fue una siesta que mi cuerpo y alma me obligaron a tomar. Al despertar, estaba en el cuarto de las chicas de quinto de media. Era un espacio grande con muchos camarotes. Las chicas empezaron a tratarme de una manera especial. Una de ellas me prestó una guitarra, un hecho que me marcaría para siempre. «¿Por qué no tocas un poco?», me dijo. Si bien yo no sabía ni una sola nota, me animé a rasguearla. «¡Ah!, sí sabías tocar», añadió otra. Sabía que todo era una mentira porque no estaba tocando nada, pero igual me gustó que lo dijeran, aunque hubiera sido solo para levantarme el ánimo. Puedo recordar que la sensación de creer que tocaba la guitarra me dio un poco de ánimo en ese momento devastador. La guitarra entró a mi vida justo cuando mi madre perdió la suya.

    A los dos días, llegó mi tío Sócrates, que además era mi padrino de bautizo. Lo acompañaba mi primo Aníbal, hijo de Francisca, otra hermana de mi mamá. Con ellos, partí rumbo a Lima y nunca más volví a los lugares que conocí junto a mi madre. Para ese entonces, yo ya estaba más calmado. De alguna forma, el instinto de supervivencia había aflorado en mí. Las veces que lloré, lo hice solo. Sabía que tenía que continuar mi camino, aprender a vivir con este dolor que nunca terminará de irse. Solo me ha quedado ponerlo a un lado y avanzar con él.

    3

    Unos días después de la tragedia

    , ya estaba en Lima, en la casa de mis abuelos del jirón Huallaga, que a partir de ese momento sería mi nuevo hogar. Era noviembre de 1981. Mi tío Sócrates se encargó de que me recibieran en el colegio donde él enseñaba, el Guardia Civil Túpac Amaru. Pensé que mi retorno a la capital sería más complicado, pero no. Los nuevos compañeros evitaban burlarse de mi forma de hablar y, por el contrario, me trataban muy bien. En poco tiempo, logramos armar un buen grupo con los chicos de 4.o C de primaria, que con los años se convirtió en 5.o C de secundaria. Sin duda, todos los muchachos con los que compartí aulas me hicieron pasar la mejor época escolar. Nos convertimos en una familia, de esas que por más que pasen los años siguen unidas y fuertes, como un puño. La tecnología ha permitido que sigamos en contacto, lo que agradezco mucho.

    El Túpac Amaru trajo consigo no solo ese ramillete de buenos amigos, sino, también, la banda del colegio. Me encantaba. Yo quería tocar la tarola, el napoleón o el tambor. Por eso, busqué al profesor Barbieri, famoso por las medidas correctivas que utilizaba, y emocionado le pedí que me dejara entrar a la banda, a lo que él respondió fríamente: «Tú no puedes estar en la banda hasta que estés en 1.o de secundaria». No le insistí. Solo tenía que esperar ese momento. Y así lo hice. Dos años y algunos pocos meses después, ya en 1984, el primer día de clases de secundaria fui a la dirección para exigir mi ingreso. Si bien no pude tocar la tarola o el napoleón —me parece que esos instrumentos eran para los de 4.o y 5.o—, me dieron la opción del tambor. Sin duda, fue una etapa de diversión y aprendizaje. Fue uno de mis primeros sueños cumplidos: era parte de una banda escolar que tenía un ritmo muy potente, a la altura de un colegio de la Guardia Civil.

    En la escuela, todo iba bien y, en mi casa del jirón Huallaga, mejor. Mis abuelos, Casildo Hidalgo Flor y Rosa Elvira Villaorduña Espinoza, asumieron mi crianza. Pese a que ambos pasaban los ochenta años, sacaron fuerzas para dedicarse a mí y asegurar que nunca me faltase ninguna comida. Aunque no fueron estrictos porque era su nieto, Casildo tenía reglas claras sobre los horarios de apagar todo e ir a dormir, y estas siempre se tenían que cumplir. Sin embargo, con el paso del tiempo, me dejó quedarme un poco más tarde y así fue como empecé a ver un programa que se llamaba Cosmos. Me relajaba ver la infinitud del universo. Me hubiese gustado saber más de aquello, siempre tuve gran curiosidad por los astros y la inmensidad del espacio.

    Mi abuelita me dio el lado maternal sin ninguna restricción. Si quería algo, ella era capaz de lo imposible para engreír al hijo de su querida hija menor que ya no estaba con ellos. Sin temor a equivocarme, fue una de las personas que más me amó en el mundo. Tenía un corazón gigante. Recuerdo que ese año, cuando llegó su cumpleaños, el 25 de diciembre, le preparé una torta con la ayuda de mi tía Luz y mi prima Estelita. Aunque llevaba poco tiempo bajo su cuidado, presentía que ese amor iba a ser eterno y en mí brotaba la necesidad de tener algún detalle con ella para hacerla feliz.

    Con nosotros también vivían dos primas: Lilian, la que me

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