How I Met Your Mother
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How I Met Your Mother - Nicolás Rocha Cortés
How I Met
Your Mother
Nicolás Rocha Cortés
Rey Naranjo Editores
Todo lo escrito es basura.
Antonin Artaud
El primer encuentro
Cuando cumplí veinticuatro años organicé una fiesta canábica. Nada de bares, de alcohol ni de tabaco. Únicamente un par de porros que llevó D, Nutella con marihuana que preparamos con S en el horno de la casa de mis padres, música y cojines en el piso de mi habitación. Nuestra falta de experiencia a la hora de calcular la dosis hizo que, luego de comer de más y creer que el efecto jamás llegaría, pasadas unas dos horas algunos alucináramos y otros durmieran plácidamente en el sofá al ritmo de Mitú y Dani Boom.
Esa noche entendí el amor. En medio del frío de noviembre lloré aferrado a la cintura de A mientras murmuraba que podía ver su alma. Le dije que era una silueta compuesta por polígonos en tonos azules que cambiaba ante el más mínimo movimiento como una suerte de caleidoscopio. No mentía. A pesar de ser producto del tetrahidrocannabidol en mi organismo, esa imagen, la de estar abrazado a un cuerpo en calma que recorría mi rostro con ternura, fue como sumergirme por completo en el océano y mecerme al compás del latido del corazón de ese animal vasto y salvaje que es el alma de A.
Fue la primera vez en la vida que tuve esa sensación. La primera vez que pude experimentar la esencia de una persona y acurrucarme bajo los matices de su forma sin sentir que estaba quebrando algo. Por el contrario, nuestra anatomía poligonal encajaba a la perfección. Creí comprender lo que Ted Mosby buscó durante tantos años en el paraguas amarillo. Ahí estaba A, devolviéndome la sonrisa y secándome las lágrimas mientras me pedía que no llorara. Yo le decía que no podía evitarlo, que no eran lágrimas de tristeza, sino de felicidad y que si muriera en ese preciso instante, lo haría siendo feliz.
Aquella noche también comprendí que cualquier tonto con suerte llama destino al azar. Durante un segundo pude ver que estar ese día en esa casa riendo y escuchando música con esas personas era completamente gratuito y aleatorio. Nada de eso sucedía por un fin mayor ni tampoco era un paso más en un camino ya trazado. Por el contrario, era el azar el que había juntado al grupo esa noche y dependía de nosotros disfrutar sin querer controlar lo incontrolable; simplemente existir y habitar el momento sin saber qué cambiaría al día siguiente; reír a carcajadas antes de que todo eso que dábamos por sentado se convirtiera en ruinas descascaradas en algún rincón de la memoria.
Esa revelación chocaba directamente con el hecho de que, como muchos, al crecer también creí que mi vida tenía un propósito, una razón de ser, un motivo por el que todo lo que vivía era necesario. Pensaba que cada momento era parte de un plan que justificaba el hecho de nacer bajo el cielo encapotado de Bogotá un miércoles de 1994. Hijo de S y de J. Niño deseado, añorado, gestionado. Producto de la ciencia más que del placer, resultado de tratamientos de fertilidad, ahorros y sexo programado. La idea del destino se había instalado en mi memoria desde muy pequeño gracias a las historias de superhéroes, la religión, la educación y, sobre todo, a la televisión. A fin de cuentas, el simple hecho de existir es completamente aleatorio y entenderlo hace todo mucho más sencillo, como en aquellos versos de Elisa Díaz Castelo: «Creo en el azar todopoderoso, en las cosas / que pasan por ninguna razón, a santo y seña». Sin embargo, en la niñez las cosas fueron muy diferentes.
El final de los noventa —momento del que guardo pocos recuerdos, pero muchos registros— fue el instante en el que me enamoré de la televisión. La ventaja de crecer con un padre al que siempre le ha interesado la tecnología es que, desde que tengo dos años, su voz se esconde detrás de una videocámara. Gracias a eso y al orden de papá con su archivo, el registro de mi familia está clasificado en carpetas desde 1996 en un disco duro del que hace poco hice un respaldo.
A pesar de que también existen fotos de papá durante la primaria en 1968, o de mamá cumpliendo quince años, el primer registro con sonido es de 1995. Son grabaciones de audio en las que mis padres me piden que hable y de mi boca se desprende un sonido baboso e indescifrable. Siguen varias fotografías en casa de los abuelos y más adelante, en la carpeta de 1998, los primeros videos en los que papá desde el asiento de un avión me pide que sonría y luego mientras estoy sentado sobre la cama de un hotel en San Andrés.
En los videos suele haber una constante: la televisión. Ya fuera en Navidad, Año Nuevo o un fin de semana lluvioso en casa de los abuelos, casi siempre estaba viendo caricaturas; cuando no estaba frente a la pantalla, saltaba por la sala inventando monólogos utilizando personajes de mis series preferidas y actuando para la cámara. Ya fuera Hércules, Gokú, Batman, Yoh Asakura, Ash o cualquier otro héroe, siempre daba un gran espectáculo.
El mundo de esas grabaciones ya no existe. Cambió caprichoso, como siempre lo ha hecho, sin importarle las formas o las preguntas de quienes queremos bajarnos en el momento en el que ya no reconocemos la calle por la que andamos. Pero gracias a papá y a su infinita curiosidad por los videos y las fotografías, ese universo del que solo quedan ruinas vuelve a la vida de vez en cuando; más de dos décadas resumidas en unas cuantas horas, la voz de los abuelos, las navidades lejanas, las monerías —como dice él— y la evidencia de que la televisión siempre ha estado ahí.
Lo cierto es que hay días que se sienten como años y años de los