Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Cómo triunfar en el mundo de la publicidad
Cómo triunfar en el mundo de la publicidad
Cómo triunfar en el mundo de la publicidad
Libro electrónico254 páginas3 horas

Cómo triunfar en el mundo de la publicidad

Calificación: 3 de 5 estrellas

3/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Si quieres triunfar en el mundo de la publicidad, si siempre has soñado con coches caros, trajes de firma, jacuzzis humeantes y playas paradisíacas, si crees que para conseguir todo eso necesitas talento, un Máster en Estados Unidos, hablar varios idiomas y dorarle la píldora a tus jefes, deja que te dé un consejo: lee este libro. Enseguida te darás cuenta de que estabas equivocado. Si lo que de verdad quieres hacer es conseguir todo lo que te ofrece el mundo en el que vives, solo te hace falta una cosa: ser un verdadero cretino sin escrúpulos. Y si además procedes de las cloacas más infectas de la sociedad, el éxito está en tus manos. No te lo pienses más. Deja que te desvelemos nuestro secreto. Después de diez páginas desearás no habernos conocido. Y no podrás parar.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 ene 2018
ISBN9781973320326
Cómo triunfar en el mundo de la publicidad
Autor

Thomas Winkler

Thomas Winkler nació en un borrascoso y desapacible día de 1977. Estudió Sociología en la Universidad Complutense de Madrid, donde se doctoró con una tesis sobre las creaciones publicitarias audiovisuales que obtuvo el Premio Extraordinario de Doctorado. De su experiencia académica obtuvo dos cosas: una inenarrable aversión por el funcionamiento atávico de la Universidad y un conocimiento exhaustivo de los mecanismos ocultos que rigen el mundo de la creación publicitaria. Es autor de cuentos y novelas que han sido distinguidos con premios y menciones honoríficas en prestigiosos certámenes literarios nacionales e internacionales, entre los que destacan el VI Certamen Universitario de Relato Corto Jóvenes Talentos, el Concurso Internacional de Cuentos Max Aub, el Concurso Internacional de Novela Corta Juan Rulfo y el VII Concurso Literario Internacional Ángel Ganivet. Ha publicado las novelas Cómo triunfar en el mundo de la publicidad (2017), Historia natural de la destrucción (2017), Diario de una Rieju (2017), El hombre inexistente (2015), Los paraísos olvidados (2015), y el libro de relatos Uno de los nuestros (2017). Actualmente vive, traduce y escribe en Lyon (Francia).

Relacionado con Cómo triunfar en el mundo de la publicidad

Libros electrónicos relacionados

Humor y sátira para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Cómo triunfar en el mundo de la publicidad

Calificación: 3 de 5 estrellas
3/5

1 clasificación0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Cómo triunfar en el mundo de la publicidad - Thomas Winkler

    1

    La cabeza pelada de Metadona, su cráneo rosado golpeado por la luz blanca del techo, la esfera brillante como el sol. Los demás estamos a su alrededor, girando como una constelación que gravita en torno a un punto de fuerza ciega, agujeros negros traspasados, sombras grotescas tras la cortina de humo gris que desprenden nuestros alientos. Nos miramos, apenas un momento. No podemos hablarnos, no podemos oírnos. Somos estrellas mudas en los momentos previos de su deflagración molecular. Fragmentos afilados de música son lanzados desde las paredes, caen del techo. Tan solo quedamos nosotros, los golpeados, los maltratados. Infiernos que se contemplan y se comunican.

    La calva resplandeciente de Metadona. Cuatro taburetes. La constelación no se mueve. De vez en cuando miro a los que quedamos. El Rabino, el Leches, Metadona, yo. La música nos sigue golpeando mientras acabamos nuestras copas. Están cerrando. La madrugada entra por el único ojo que mira al exterior. Luz de tonos azules.

    –Hay que largarse –dice Metadona–. Hay que pensar en largarse.

    Los demás no le oímos, no queremos escucharle. Se está tan bien así, quietos, zumbados, dejando que pase el tiempo sin que nadie pregunte nada, sin que ninguno diga nada, escapando por una vez de la estéril matemática de las cosas. Metadona se da cuenta y se revuelve despacio sobre su taburete. Está molesto, está jodido. Tiene las pupilas dilatadas. La dosis habitual de coca ya no le hace efecto. Necesita más, necesita largarse a otros mundos y su vehículo sideral le ha dejado tirado. No nos mira. Podría matarnos aquí mismo, delante de los pocos inútiles que quedan en el bar, sin pestañear. En lugar de eso sigue tragando lo poco que le queda en la copa.

    –Se acabó la fiesta, tíos –dice–. Estoy seco. No me queda ni un puto céntimo.

    El Rabino se quita las gafas, se restriega los ojos. Es un sapo verde salpicado de motas blancas. Si cierras bien los tuyos parece un insecto con patas. Flaco, estirado, reseco como sólo él puede estarlo. Su carne consumida, sus manos huesudas. Tiene una vena en la frente que palpita. Es fácil imaginarle por dentro. Sus poleas, sus glándulas linfáticas, sus engranajes oxidados. Pálido y verde, verde y blanco. Al levantarse los huesos le chirrían.

    –Menuda mierda de fiesta –dice–. Ni una sola tía en toda la noche. Esto parece un puto velorio, joder.

    El Rabino camina lentamente hacia el baño, seguramente a deshacerse de los últimos trozos de noche en formato vómito verdoso. Metadona le mira sin quitarle el ojo de encima hasta que desaparece. Echa mano al bolsillo de su arrugada camisa y saca un cigarrillo. Nos pasa el paquete. Lo saqueamos.

    –Gilipollas –dice–. ¿Qué se habrá creído el gilipollas éste? ¿Que nos íbamos de putas?

    Al escuchar esa última celestial angelical divina palabra empezamos a salir de nuestra profunda subnormalidad, de nuestro vegetalismo crónico. El Leches parpadea, yo parpadeo. Nuestras venas comienzan a escupir sangre y nuestros cerebros reciben un torrente infinito de descargas eléctricas procedentes de la espina dorsal. Se han proferido las palabras mágicas, el sancta sanctorum de los desesperados. Metadona fuma despacio. Le miramos.

    –Tal vez no sería mala idea –dice el Leches tartamudeando de emoción–. Todavía hay tiempo.

    –Y una mierda –dice Metadona–. No tenemos un pavo. No tenemos ni para una rayita así de finita –y junta y separa los dedos, como las pinzas de un cangrejo.

    –Joder, qué noche –digo–. Vámonos de una puta vez.

    –Hecho –dice el Rabino, que vuelve como un fantasma, más pálido que nunca, flotando sobre el suelo.

    Metadona está cabreado, está verdaderamente encabronado. Se le nota. No me gustaría discutir con alguien así. Le falta lo de siempre, su polvito blanco, la llave que le abre todas las puertas. Desde que dejó la heroína no ha parado de mezclar cosas. Ácido, alcohol, psicotrópicos, tranquilizantes. Todo le deja indiferente, todo acaba resultando insuficiente. Su cuerpo está tan acostumbrado a los cuelgues que ya casi ni se entera. Puede meterse cualquier cosa por la nariz, por la boca, por el culo. Le da igual. Nunca consigue despegar.

    –Vamos –dice Metadona, y está tan jodido que creo que va a pegarle en la cara con todas sus fuerzas al portero cuando nos abre la puerta del bar, cuando su falsa sonrisa de mercenario parece apuñalarnos las entrañas.

    –En fin, esto se acabó –le digo al Leches mientras salimos al aire tibio de la calle–. Yo me largo a casa. Mi viejo estará curda, así que no me esperéis mañana. Seguramente tendré que llevarle otra vez al hospital.

    Metadona quema una china. Miro una vez más su cráneo rapado y me imagino a esa bola de billar chocando contra otras cabezas en un tapete salpicado de humedades rojas. Se da cuenta y me mira de reojo mientras sus dedos van afilando poco a poco el canuto.

    –A tu viejo le quedan dos afeitados –dice–. Deberías dejarle allí dentro de una puta vez.

    –Déjame en paz, gilipollas –le digo, y le tiro la colilla a la calva.

    –Cabrón, como te pille –dice sin levantar la cabeza.

    El Rabino se ha sentado en un bordillo y su esqueleto se cimbrea como una espiga dorada golpeada por el viento. El Leches mete las manos en los bolsillos de su pantalón y empieza a silbar.

    –Bueno, tío –dice Metadona con el canuto en la boca–. Enhorabuena, colega, y a ver si ahora te conviertes en una persona normal, cabrón.

    –El mes que viene te lo digo –dice el Leches mientras se aleja–. Mañana nos vemos.

    –Sí, si llegas –dice Metadona exhalando la primera calada, dejando colgado en el aire el olor a madreselva y ceniza del hachís.

    –Ha sido un verdadero funeral –le digo a Metadona sin quitarle el ojo de encima al Leches. Tiene tantos huesos rotos que cuando camina puede escucharse el crujido de sus articulaciones.

    –Ha sido una mierda, como siempre –dice Metadona–. Hay que estar como una puta cabra para salir a tomar copas con estos cabrones. En fin, hasta mañana, tíos.

    –Hasta mañana, colgado –dice el Rabino levantando la cabeza, recuperando momentáneamente el sentido.

    Le levanto del suelo e intento que se mantenga en pie. Ha vomitado tanto que tiene la boca seca, y de la comisura de los labios le cuelga un fino hilo de baba verde. Le pregunto si sabe llegar a su casa, y me dice que sí. Le digo que está hecho una mierda, y me dice que sí. Le digo que tal vez más valdría que le atropellara un coche, que lo despedazaran vivo en cualquier callejón oscuro, que le mutilaran brazos y piernas hasta que su tronco reptara como una alimaña babosa hasta desangrarse. Me dice que sí.

    –Gracias, tío –dice–. Hasta mañana.

    –Adiós, piltrafa humana –le digo, y desaparece golpeándose contra las paredes.

    Camino de vuelta al zulo y pienso en el Leches. Hoy celebrábamos que al fin le van a conceder la pensión de invalidez. El Leches es un loco hijo de puta que ha tratado de suicidarse tres veces lanzándose desde el balcón de un cuarto piso. Lo más asombroso del asunto es que ese cabrón sigue vivo. Todos pensamos que no sobrevivirá a la cuarta. Sería todo un récord, una imbatible plusmarca mundial. Este tipo es la personificación viviente de lo que no se debe ser en este mundo para llegar a los treinta. Tiene todo el cuerpo grapado, drenado, injertado. Es un puzzle con extremidades callosas. Por eso le aguantamos. Porque, en el fondo, le admiramos.

    Cuando llego a la puerta del zulo siento la respiración agitada del viejo. Seguramente se ha quedado encerrado en el baño con la cabeza metida en la taza del váter. Es lo que suele hacer cuando siente que el dolor que sacude sus entrañas es demasiado intenso. A veces creo que bastaría con tirar de la cadena para que lo que queda de él se disolviera por las cañerías deslizándose hasta algún vertedero de residuos tóxicos. «No estaría mal. No estaría nada mal», me digo a mí mismo intuyendo lo que viene a continuación.

    Golpeo la puerta con todas mis fuerzas. Está atascada. Le pregunto a voces si todo va bien ahí adentro.

    –¡Vete a la mierda, cabrón! –me dice–. ¡Todavía no me he muerto!

    Le doy una patada a la puerta y entro en mi habitación. Me estoy meando. Abro la ventana y riego con mi apestoso líquido amarillo los geranios de la vecina de abajo. Cuando acabo ni tan siquiera me meto el rabo en los pantalones. Me quito los vaqueros, la camiseta, me tumbo en la cama, empalmado, y me toco pensando en todas las putas que no nos hemos follado esta noche. Éste es otro modo de sobrevivir, pienso mientras me la machaco. Tengo tanta mierda en la cabeza que a veces me lo hago con todo tipo de seres vivos. Dúos, tríos, cuartetos. La habitación parece un minúsculo auditorio de música, un bestiario encantado. No paro de machacármela hasta que el puto sol, con su disco cortante, me ciega los ojos.

    2

    –Joder, tío, joder –repite una y otra vez el Rabino arrastrando los pies por el suelo, encorvándose como un escuálido gusano.

    Debí dormir todo el día siguiente, porque cuando oí mi teléfono móvil el viejo ya no estaba, y el Rabino decía cosas incomprensibles acerca de una entrevista de trabajo o algo así.

    –Te he estado llamando todo el día, hijoputa –decía.

    Estaba atardeciendo y por el hueco de la escalera se oían las típicas disputas de las familias proletarias. Tenía que presentarme a las siete de la mañana en un edificio de oficinas del extrarradio. Estoy sin blanca, estoy sin un puto céntimo. De modo que estoy dispuesto a aceptar cualquier tipo de trabajo.

    Cualquiera. Por denigrante que sea.

    El Rabino me esperaba en la puerta y su cara estaba más verde que nunca. Un tipo con un mono azul nos abrió y nos dijo que nos esperaban en la quinta planta. Era un despacho sucio, con un montón de mocosos sentados en sillas de plástico desparramadas por una lúgubre sala de espera. La mayoría tenía un montón de granos en la cara. «Granos pajilleros», pensé mecánicamente. «Estos tíos no han cumplido aún los quince años».

    Estuvimos esperando más de una hora hasta que una morena con tetas flácidas nos dijo que entráramos. Detrás de la mesa, algo parecido a un ser humano con gafas de culo de vaso revisaba unos papeles. Ni tan siquiera nos miró cuando entramos, ni tan siquiera nos miró cuando nos sentamos. El Rabino no paraba de moverse de un lado a otro. Después de un cuarto de hora, la cosa parecida a un ser humano con gafas abrió la boca y de ella salieron algunas palabras que difícilmente pudimos entender.

    –Empezáis mañana –dijo, y seguía sin mirarnos–. Nada de contratos, ya sabéis. Os pagarán en proporción a los folletos entregados. A la mínima os damos una patada en el culo. ¿Entendido?

    No dijimos nada, y ya íbamos a largarnos cuando el antropoide nos pidió nuestros nombres.

    –Mañana, a las seis –dijo–. Exigimos puntualidad.

    A las seis de la mañana del día siguiente nos presentamos en el lugar indicado. A las seis y media nos habían dado nuestras gorras y unos estúpidos chalecos naranjas en los que se podía leer «cartero comercial». Nos entregaron unos carros de la compra repletos de papeles y nos indicaron en unos mapas cuáles eran nuestras rutas de reparto.

    –Vamos, a trabajar –nos dijo un tipo con aspecto de skinhead.

    La profesión de cartero comercial es bastante dura. Sobre todo si estás lo suficientemente desesperado como para aceptar un trabajo así en pleno mes de julio. A las dos de la tarde el Rabino y yo ya no podíamos más. Nos quedaban los últimos folletos, pero la cara del Rabino había cambiado de color y ahora estaba más blanca que una sábana. En el último portal al que llamamos un viejo arrugado casi nos mata a bastonazos.

    –¡Ladrones! –decía–. ¡A mí no me la dais! ¡Habéis venido a desvalijarnos los pisos! ¡Okupas! ¡Okupas!

    El Rabino le pegó fuerte en la cara y nos marchamos mientras el viejo aún sangraba en el suelo.

    –¡Cabrones! –decía el Rabino–. ¡No se dan cuenta de que a nosotros nos gusta tanto como a ellos esta mierda de trabajo!

    Regresamos al punto de encuentro y el tipo con aspecto de skin nos entregó en un sobre unos cuantos billetes. Lo suficiente como para considerarnos putas, lo suficientemente poco como para volver a casa con la sensación de ser una verdadera mierda, una enorme porción de estiércol humano.

    –Joder, tío, joder –repetía una y otra vez el Rabino arrastrando los pies, recuperando lentamente el color violáceo de su cara.

    El Rabino no es judío. Le llamamos así porque cuanto tenía trece años sus padres le metieron en un colegio de curas. Lo hicieron después de descubrirle matándose a pajas en el cuarto de baño, de modo que creyeron que era el momento de enderezar los torcidos pilares de su existencia a través de la reflexión y la meditación religiosa. En el colegio los curas le metieron mucha caña. Tanta que cada vez que ve un alzacuello se pone blanco y las manos no paran de temblarle. A Metadona le hace mucha gracia porque dice que en el colegio los curas le rompieron el culo a conciencia. Y debe ser cierto, porque desde que le conocemos jamás le hemos pillado con una tía, a no ser con putas de tres al cuarto que te lo hacen por lo poco que lleves en el bolsillo.

    Cuando llego a la puerta del zulo me cruzo con dos enfermeros que bajan las escaleras a toda hostia.

    –Aparta, muchacho –me dice uno con pinta de haberse tomado un speed.

    Subo las escaleras. En la puerta del zulo me encuentro con la vecina de al lado, una foca embutida en una bata de franela rosa y rulos descoloridos colgándole de los pocos mechones de pelo que le quedan en la cabeza.

    –¡Se lo van a llevar otra vez! –dice–. Esto no puede seguir así. Ha estado chillando toda la santa mañana. ¡Esto no se puede aguantar!

    Le digo que cierre su puta boca si no quiere que le estampe la cabeza contra la pared, y entro al zulo. El olor es insoportable. Huele a vómito mezclado con sangre y alcohol. El viejo ya está tumbado en la camilla.

    –¡Aún no me he muerto, cabrón! –me dice con una voz bastante parecida a la de un cadáver.

    Les digo a los enfermeros que se lo lleven, que después iré yo a llevarle algunas cosas y a arreglar los trámites de ingreso. Cuando cierran la puerta la vecina empieza a aporrear las paredes con el palo de la escoba. Grito, grito tan fuerte que creo que mi garganta está a punto de reventar. La vecina se calla y escucho tras el tabique el moqueo de su nariz. Esa vieja puta aún cree que voy a matarla. «Tal vez lo haga un día de estos», susurro para mí.

    Me acuesto en la cama. El olor es lo suficientemente fuerte como para provocar en mí el efecto del cloroformo. Estoy tan cansado que mi cuerpo flota a ras del techo. Las luces se van desvaneciendo, en mi cerebro la oscuridad se va abriendo paso lentamente, tinieblas grises en el interior de las cuencas de los ojos. He dejado de respirar, he dejado de existir. Por un momento creo que he ingresado en la entraña más profunda del laberinto.

    De madrugada suena mi teléfono. Sigo terriblemente cansado y las piernas apenas me responden. Cuando descuelgo siento la respiración enfermiza del viejo pegada a mi oreja.

    –Aún no me he muerto, cabrón, aún no me he muerto –me dice, y cuelga.

    Mi viejo está verdaderamente obsesionado con la muerte. Su delirio ha llegado a un punto álgido. Está convencido de que toda la humanidad confabula en su contra. Para él no existe ningún ser vivo en la Tierra que no trate de asesinarle, de descuartizarle, de cortarle la polla en pedacitos. Un día me dijo que cuando era joven le habían abducido unos extraterrestres que experimentaron con su cuerpo durante toda una semana. A veces le creo. Solo un hijoputa con el cerebro trepanado podría comportarse como él.

    Me echo de nuevo en la cama y cierro los ojos. El olor va desapareciendo poco a poco. He abierto todas las ventanas y por ellas entra una leve brisa con olor a sol. Mi cuerpo comienza a deshilacharse, a perderse entre sus costuras. De forma natural, sin chutarme, siento en mi sangre la reminiscencia de la morfina, en mi pulso el dulce acelerón de la cocaína. Ya no soy nada. Podría desaparecer soplado por ese viento que golpea tiernamente las hojas de los árboles.

    3

    A Metadona le duelen los brazos, le duele la cara, le duelen los ojos. La otra noche, cuando nos largamos de aquel tugurio, alguien le arreó una buena tunda cogiéndole de improviso. A Metadona siempre hay que atacarle por la espalda para llevar las de ganar. Este cabrón está tan loco que no le importaría nada arrancarle las vísceras a cualquiera que se atreviese a mirarle mal por la calle. Ahora parece una piltrafa, da verdadera lástima, con su chupa de cuero rasgada por todas partes y un brazo medio inutilizado. Se nota a la legua que lleva un par de días sin satisfacer sus adicciones. Podría trepar por las paredes en cualquier momento. Como una araña colgada de su hilo.

    –Cuando agarre a esa pandilla de hijos de puta, los mato, te juro que los descuartizo –me dice.

    Y le creo.

    Hemos quedado para dar una vuelta por los bares del gueto. Tenemos tan poco dinero que ni tan siquiera podemos pagarnos unas rayas mal cortadas. A Metadona le tiembla todo el cuerpo cada vez que pasamos cerca de la puerta de un bar y se oyen las voces desgarradas de los mocosos gritando a pleno pulmón las últimas canciones de moda. Me gusta verlo así, sentirlo tan fuera de sí que sería capaz de hacer cualquier cosa. Cuando no tengas dinero, cuando estés sin un puto céntimo, agénciate a uno de estos jodidos psicópatas reincidentes para pasarlo bien. Siempre te quedará el último recurso de verle apalear a unos jovencitos, o perseguir a alguna adolescente descarriada hasta el portal de su casa. Parece demencial, pero en realidad se trata de un ejercicio de autoafirmación personal.

    Así es como nos enseñan a hablar en la Facultad. Ése es el tipo de mierda intelectualoide que nos meten en la cabeza.

    ¿Qué os creíais?

    Los despojos humanos, los que nos arrastramos por las calles sin nada que hacer, sin nada que llevarnos a la boca, como yo, como Metadona, como el Rabino, incluso como el Leches, también tenemos una vida, una trayectoria personal. Acabo de licenciarme en psicología, me he tenido que tragar toda la porquería que salía de las bocas sucias de tipos cuyo único recurso vital consiste en lavarles el cerebro a jóvenes como yo. Así es como funcionan las cosas. Te dan herramientas conceptuales para sentirte verdaderamente mal con el mundo que te rodea.

    Neurosis.

    Complejo de Edipo.

    Trastorno límite de personalidad (TLP).

    Y después de algún tiempo, cuando ya has abandonado ese mundo ideal, esa jaula dorada que son las aulas, la cafetería, los pasillos, el césped de los parques, te encuentras aquí, en el mismo lugar en el que yo me encuentro ahora, rodeado de tipos que deberían estar encerrados en algún psiquiátrico penitenciario de máxima seguridad, y te preguntas:

    ¿Por qué coño estoy aquí?

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1