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La memoria de las cosas
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Libro electrónico93 páginas

La memoria de las cosas

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Concebido como un epígono de los antiguos gabinetes de curiosidades, el primer libro de cuentos de Gabriela Jauregui descubre, como lo hacían antes los cuartos de maravillas, un universo fantástico que trae ante nuestros ojos objetos, seres, situaciones, historias que creíamos conocer pero que, miradas a través de la inmensa hospitalidad que la autora experimenta ante el mundo, se nos descubren como experiencias cautivadoras y desconocidas. Un «Árbol cosmonauta» que recorre la distancia entre la Tierra y la Luna a través del suave mecerse de sus hojas, una escultora que pone a prueba los materiales con los que trabaja a partir de las exigencias y limitaciones de sus propios fundamentos, un negocio que busca sacar renta de nuestro cuerpo aun después de haber muerto, un vidente que es capaz de comunicarse con yacimientos de petróleo que le confiesan su ubicación y le advierten el desastre al que conduce su hallazgo, una zorra genéticamente progresista que aprende a hablar y revela una vida interior que rebasa el «camuflaje doméstico exterior», la relación simbiótica y dual que existe entre presa y cazador, un biombo que se desdobla en el tiempo o una adolescente que muestra las cicatrices interiores de las deformaciones exteriores, se revelan a través de una prosa colmada de imágenes poéticas («Dibujo una espiral en una hoja de papel. Soy oído poroso que perdura») que acompañan instantes y personajes entrañables, oscuros y complejos, en una escritura sutil pero poderosa que restituye la dignidad de los objetos al emanciparlos de la burda e instrumental mirada actual.
IdiomaEspañol
EditorialSexto Piso
Fecha de lanzamiento18 jul 2023
ISBN9786078895212
La memoria de las cosas

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    La memoria de las cosas - Jauregui Gabriela

    I

    VEGETALIA

    ÁRBOL COSMONAUTA

    Parados frente a un inmenso sauce, ella quiere llamarlo «sauce milenario», pero no sabe si lo es. Entonces permanece en silencio. Él le cuenta que a lo largo de su vida un árbol viaja largas distancias. Ella le pregunta cómo es posible.

    Él le explica que este árbol, más que otros, ha viajado cientos de miles de kilómetros durante su larga vida; su proyecto es trazar cuántos. Describe como mojará la punta de cada una de sus minúsculas hojas verde azulado con tinta china, pondrá rama por rama frente a grandes hojas de papel a que tracen sus rayas de movimiento, como una especie de electrocardiograma vegetal, y así medirá sus movimientos durante veinticuatro horas. La suma de todos esos pequeños recorridos dará la cantidad de metros alcanzados en un día, después de eso los multiplicará por los cientos de años, ¿miles?, de edad del árbol para obtener la distancia que el árbol ha recorrido a lo largo de su vida. De la tierra a la luna, especula ella en silencio. Tal vez por eso tiene tantas figuras en su tronco: todo lo que ha ido coleccionando en sus viajes.

    PERA COCODRILO

    Casi auto polinizadora pero dioica, de piel rugosa, y carne sabrosa. Huevo, esfera, pera. Fruto mantequilla. Maravilla. Oro verde. Cojones, huevos, testículos. Fruto afrodisiaco de semilla única.

    Allí: en su cuarto de etileno, un grupo de testículos, entonces, sentados.

    Escondidos en Escondido, California.

    Terminan de madurar. Dormitan. De allí que en algunos lugares un aguacate es una persona floja o poco animosa. Están posados, acomodados en filas.

    Allí escondidos, terminan de madurar, se preparan para salir al mundo como debutantes. De ser testículos, digamos que esperan bajar. Gil Henry los mantiene en este ambiente vaporizado de moléculas gaseosas fitohormonales donde cambian. Se transforman, se colorean.

    Quién recuerda hoy que antes un aguacate pudiera ser considerado pecado, obra del demonio, comerlo como comer carne humana. Como chupar las lonjas de una damisela deliciosa, recién bañada y aceitada.

    Quién recuerda hoy que antes, antes, un aguacate era ofrenda en rituales de los dioses de la fertilidad, medicina contra la impotencia, contra el cólico y los parásitos, contra los dolores de cabeza y las reumas.

    Quién recuerda ahora que para que llegaran los aguacates aquí a su paraíso, Escondido, aquí tan cerca de la llamada capital mundial del aguacate, tendrían que depender de la magia de una mentalista, bruja, vidente de ectoplasmas.

    Porque no, su semilla no se diseminó masivamente hasta aquí por medio de insectos, ni de injertos, ni de piadosos monjes con sus esclavos todos orare y sobre todo lavorare, ni de botánicos alemanes entusiastas, ni tampoco de niños emocionados picando palillos en semillas para transformarlas en platillos voladores negros y resbalosos flotando en agua hasta brotar raíz o miniatura cotiledónea verde. Ni siquiera llegaron por su primigenio método de propagación gracias a la ingestión, digestión y excreción de los megaterios, perezosos gigantes, quienes tragaban el fruto entero y simplemente sacaban las semillas regándolas conforme iban regando mierda por los suelos del pleistoceno.

    No. Llegaron aquí a vaporizarse, a gasificarse, a tonificarse; aquí a estarse, en Escondido, gracias a una mujer.

    Entre sueños, se ve: una vidente, una hábil manipuladora, una mujer de negocios, una maga, una sabia, una mística esotérica, una gringa desatada de carnes desbordantes: La Madre Morada, Katherine Tingley.

    Pero antes, hay que abrir un paréntesis microhistórico, una pequeña grieta en la veta que trazamos, donde se precisa que Gil estaba harto de otras manos manipuladoras: las de amas de casa jóvenes y viejas, las de los estudiantes y solterones y las del cliente generalizado del supermercado promedio californiano, mallugando y aplastando los aguacates y descartándolos por «duros» (es decir no maduros). De allí su idea del gas, el gas que los lleva a la madurez idónea mientras duermen tranquilamente.

    Pero antes del gas, la historia. Porque para llegar hasta el gas había que tener mercado, cantidades de oferta y demanda, de mano de obra, de manipulación. De Historia, pues. Y con ella el aura etérea del más allá rodeando a la campeona de los aguacates, a su madre cojonuda.

    Mientras dormitan, estos testículos dulces que no suaves, recuerdan. En sus sueños descomunales pero colectivos recuerdan su melena enchongada. Recuerdan sus cuellos y mangas victorianos. Recuerdan sus discursos. De entre sus alucinaciones de la larga noche en la que viven surge la memoria de la especie. La memoria que recuerda las visitas de tantos escritores, hombres de negocios y científicos a Lomalandia, su hogar. Sí, aquellos que querían creer furiosamente en la ciencia y terminaban por creer fanáticamente en espíritus y en ectoplasma, no verde como los aguacates, sino hecho de una fina membrana conectora de este plano y el del más allá. Sí, aquellos discípulos de la escuela para el Renacimiento de los Misterios Perdidos de la Antigüedad.

    Los cojones sueñan, alucinan su libertad por medio de este recuerdo etilénico. Alucinan ser propagados. Recuerdan entre sueños cómo no eran de aquí, de esta tierra de valles y colinas y corrientes pacíficas. Recuerdan cómo su migración, que es análoga a la de tantos otros miles hoy, fue una coincidencia, casi un capricho. Sueñan que fue más fácil que la de muchos. Que solamente tuvieron que surfear la ola de fanatismo esotérico. Que gracias a la teosofía llegaron aquí. Que en su ola creciente llegaron y después, aunque la ola menguó, ellos se quedaron, tranquilos. Hasta llegar a este cuarto, hasta llegar a dormitar en estas interminables mesas de acero inoxidable. Fue decreto de la Madame Púrpura. Que Lomalandia fuera autosuficiente y que todos los días del año se sirvieran frutas y verduras frescas y variadas. Así llegaron. Entre hermandad teosófica y gourmandise. Así los trajeron, para ser servidos. Así gracias a ella y a sus seguidores siguieron creciendo los aguacates. Así se domesticaron en

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