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Un toque de elegancia
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Un toque de elegancia

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Desde niña amé la música por encima de cualquier otra cosa, pero nunca pensé que acabaría siendo mi destino.

Esta novela recoge los recuerdos de los primeros años en la vida de la cantante Lía Sabal. Nacida en el seno de una familia sefardí, la infancia y la adolescencia de la protagonista transcurren en los turbulentos tiempos de la posguerra española en Ceuta, hasta que a los dieciocho se traslada a Tánger para continuar sus estudios musicales con una vieja gloria del bel canto, la romana Cecilia Grimaldi.

Entre maestra y discípula surgirá un estrecho vínculo; la italiana hará depositaria a Lía de un objeto, símbolo de una gran pasión, más allá del espacio y el tiempo, y le revelará el secreto de su familia. Más tarde, la joven conocerá el amor y se sumergirá en el subyugante ambiente de la noche tangerina, donde conocerá a personajes como Jane Bowles, Truman Capote o la archimillonaria Bárbara Hutton, entre otros peculiares especímenes de la colonia extranjera de la entonces ciudad internacional.

Al cabo de un tiempo, Lía viaja a Florencia para perfeccionar sus estudios con Elvira de Hidalgo, la maestra de la gran diva del momento, Maria Callas. Después de varios intentos, Lía hará su debut en la Arena de Verona, donde triunfa. A partir de entonces comienza su andadura como prima donna en los míticos teatros italianos para, años después, dar el salto a la Ópera Garnier de París.

Paralelamente a la carrera musical de la artista transcurre la vida personal de la joven: los vaivenes en sus relaciones sentimentales, sus desengaños amorosos, sus amigos incondicionales y su familia que, a pesar de la distancia, siempre fue una inspiración para ella.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento19 mar 2021
ISBN9788418369490
Un toque de elegancia
Autor

Ángeles Marco Furrasola

Ángeles Marco Furrasola nació en Barcelona, donde ejerce de profesora de Lengua y Literatura castellana. Se doctoró en Lingüística con una tesis sobre el silencio, tema del que es gran conocedora. Es autora de diversos artículos, como «El silencio en la comunicación» y «Una hermenéutica del silencio en Ortega y Gasset», y de libros, como Una antropología del silencio (2001), Desvelando los silencio de El Quijote (2008) o El silencio en la educación (2009). Asimismo, ha publicado dos libros de poemas: El silencio de los dioses (2009) y El cielo sobre Tánger (2016). Es una enamorada de Italia y del arte del Renacimiento.

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    Un toque de elegancia - Ángeles Marco Furrasola

    PRIMERA PARTE

    CEUTA

    La vida transcurre como las aguas de un río, siempre igual y siempre distinta. Pero no todo es cambio en este continuo fluir, también hay algo que permanece intacto en nosotros, y es el recuerdo. La memoria de aquellos años de iniciación a la vida en que aprendimos a alimentar nuestros sueños.

    Cuando miro atrás, pienso en mi infancia, dorado paraíso

    —seguramente idealizado por la nostalgia y el paso del tiempo—; en mi familia y también en aquellos que me iluminaron en mi camino. Ellos me lo dieron todo, despertaron en mí la pasión por la vida y por la música, que, de algún modo, para mí siempre fueron de la mano.

    Desde la niñez tuve la intuición de que la vida podía igualar la magia de los sueños de Hollywood. Y no me equivoqué. Mi vida, desde el primer momento, transcurrió en la inercia de una rutina transida de caprichosos azares que acabarían por determinar el rumbo de mi estrella. Siempre amé la música por encima de cualquier otra cosa, pero nunca pensé que acabaría siendo mi destino.

    1

    Una noche lluviosa de otoño, el señor Sabal apareció en casa con un armatoste de madera. Mamá, mis hermanos y yo lo rodeamos excitados en el salón. ¿Qué sería aquel cacharro? Papá siempre nos sorprendía con algún extraño artilugio, atento a las novedades que entraban en la tienda del señor Benoliel. En aquella ocasión se trataba de un gramófono. Una caja grande, brillante, espectacular. Después de la algarabía, se hizo el silencio. Papá nos atravesó con una mirada llena de misterio que nos cortó la respiración. Carraspeó ligeramente y con voz profunda anunció que aquello era el último grito en música y que nos iba a cambiar la vida. Y así fue. Antes de llegar al número 14 de la calle Espino, se oían melodías que subyugaban el espíritu y arrobaban el alma en un éxtasis místico.

    Papá era un melómano redomado hasta el punto de que antes de nacer Jacobo, mi hermano mayor, ya había comprado un instrumento para cada uno de los hijos que estaban por llegar. Mamá, agobiada, tuvo que buscar un lugar donde colocar aquellas «preciosas criaturas», tal y como papá los llamaba.

    —¡Este hombre siempre trayendo bártulos inútiles, llegará un momento en que no tendremos sitio para vivir! —se quejaba mamá en una exclamación ahogada por el estupor y la impotencia.

    El señor Sabal siempre había soñado con la música. Decía que antes de aprender a hablar había aprendido el lenguaje musical, y que en sueños la música se materializaba en constelaciones irisadas de colores brillantes, cuyas partículas se movían con misteriosas cadencias en medio del universo, muy similar a la música de las esferas de los pitagóricos. Nosotros poníamos cara de póquer, pero no tardamos en entender qué quería decirnos.

    Lógicamente, para un hombre dominado por aquella pasión, qué mejor manera de llevar a cabo su sueño que crear un pequeño paraíso musical con su propia orquesta. Así que cuando llegamos al mundo mis hermanos y yo ya había en casa un elegante piano holandés con una caja de resonancia y un mecanismo de percusión prodigiosos; un violín veneciano, cuyas cuerdas emitían un sonido digno de un Stradivarius, y un chelo, confeccionado por un prestigioso lutier de Cremona, cuyos acordes tenían la inquietante profundidad de los atardeceres en el Estrecho. Aquellos instrumentos procedentes de distintos puntos del Viejo Continente acabaron por adaptarse al salón de casa y esperaron pacientemente hasta que los vástagos de los Sabal tuvimos la edad suficiente para aprender los signos musicales y empezamos a ser capaces de extraer de ellos bellos sonidos.

    ¿Ahora la orquesta que nosotros componíamos los domingos por la tarde sería desplazada por aquella caja de madera? Esta pregunta golpeó mi cerebro, que no entendía qué se proponía papá. Entonces, el señor Sabal extrajo uno de los pesados discos que había ido coleccionando tiempo atrás y que cuidaba como oro en paño, y con suma delicadeza lo colocó en el plato de la caja, levantó el brazo cilíndrico con una aguja en su extremo y, después de darle vueltas a la manivela, el disco negro como el carbón grabado con miles de surcos circulares empezó a girar. Al cabo de unos segundos se oían como por arte de magia, eso sí, con un sonido extraño de cascajo y hojalata, los primeros compases del primer concierto de violín de La Stravaganza, de Vivaldi.

    Mis hermanos y yo, que no levantaba un palmo del suelo, miramos a papá boquiabiertos. Él siempre era capaz de sorprendernos con su audacia, transportándonos a universos de una belleza insospechada. La señora Sabal, a pesar de sus protestas iniciales, siempre acababa por sucumbir a las salidas de papá. «Con un hombre así era imposible dar cuartel, mejor era claudicar», se decía mamá. Y una amplia sonrisa iluminaba su rostro en medio de la estancia en semipenumbra, a la luz de varios quinqués desperdigados sobre los muebles de caoba.

    La casa de los Sabal era un microcosmos inmerso e interconectado a otro mayor: Ceuta, una ciudad bañada por las aguas de un azul intenso por un lado y por otro por las aguas indómitas de un verde oscuro que, a veces, helaba el alma. El Mediterráneo y el Atlántico nos rodeaban allá donde alcanzaba la mirada. El cielo y el mar se fundían en el horizonte; el contrapunto, el monte Hacho, testigo silencioso del devenir de nuestra vida.

    En aquellos primeros años de la infancia estaba convencida de que éramos una familia protegida por un halo mágico y de que nada malo podía ensombrecer la alegría que nos envolvía. Sin embargo, tal y como indica la sabiduría popular, «no hay mal ni bien que dure cien años». Y unos meses después de aquella memorable noche de lluvia en la que papá trajera el gramófono, estallaría la guerra, que José y yo viviríamos como si de un juego se tratara, enturbiando irremisiblemente la mirada de mis padres. Fue entonces cuando la alegre despreocupación que reinaba en casa se tornó en tensa inquietud, y la sutil algarabía, mezcolanza de chillidos ahogados y música clásica, dio paso a un silencio que cortaba la respiración y helaba la sangre. Aquel sería un tiempo en el que la improvisación y la incertidumbre se adueñarían del día a día, sobre todo, cuando sobrevinieron los bombardeos de los buques anclados ante las costas de nuestra ciudad.

    Muchas fueron las manos que tocaron la caja de madera que con tanto misterio trajera papá aquella noche, hasta el punto de que esta duró lo que duró. En cualquier caso, antes de que se produjera el desastre, el señor Sabal pudo disfrutar de su preciado tesoro durante un tiempo.

    Aquella misma semana papá invitó a pasar la tarde del domingo a unos amigos, los Bentolilla, para mostrarles las excelencias del gramófono. Salomón Bentolilla era un hombre afable y bondadoso que tenía gran influencia en la comunidad hebrea de Ceuta. Mis hermanos y yo lo adorábamos. Siempre que nos veía nos obsequiaba con chocolatinas que sacaba del bolsillo de la chaqueta, igual que un prestidigitador extrae un conejo de su chistera.

    El señor Bentolilla, después de observar con gran atención las reiteradas vueltas que papá daba a la manivela, asintió con satisfacción dándole palmaditas en la espalda en señal de enhorabuena.

    —¡Excelente, Jacobo, excelente! —exclamó admirado al tiempo que se oían los primeros compases del Triple concierto de Beethoven.

    La señora Bentolilla, sentada junto a mamá en el sofá, también estaba fascinada por los mágicos efluvios del artilugio.

    —Alicia, ¡es sensacional!, me alegro por vosotros y por los chicos —manifestó, lanzándonos una mirada de entusiasmo.

    Mis hermanos y yo nos sentíamos orgullosos del hallazgo de papá. El hijo del matrimonio, Samuel, estaba maravillado y me apretó la mano a hurtadillas. Tenía apenas unos meses más que yo y ya me sacaba la cabeza. A pesar de lo pequeños que éramos, teníamos una relación muy especial llena de complicidades y silencios que se evaporaría con los años y la distancia.

    El resto de la velada transcurrió entre charlas y risas, los mayores por un lado y los pequeños danzando de un lado a otro, jugando al escondite. Aquello era una gozada teniendo en cuenta que nuestra casa tenía varias habitaciones pobladas de muebles enormes, tras los que resultaba muy fácil desaparecer de la faz de la tierra. El corazón se disparaba a mil por hora y la piel se erizaba de placer cuando eras la última en ser descubierta agazapada debajo del piano. Mientras tanto, seguía sonando la música de Beethoven. Esta vez eran las sonatas Primavera y Apasionada las que se sucedían, como las cuentas de un collar, al son de la cadencia del violín o el piano.

    El tufo del aceite quemado en los quinqués y la cera de las velas conferían al salón un aire misterioso en el que los pequeños éramos inmensamente felices. Papá era un artista en la recreación de ambientes, decía que la música clásica había que escucharla en la intimidad, a la luz de las velas. Y no le faltaba razón. Aun teniendo en cuenta que, si en numerosas ocasiones se encendían velas en casa, era porque o bien celebrábamos el sabbat o simplemente se iba la luz. La cuestión es que se cortaba el mágico fluido eléctrico y era entonces cuando en casa entrábamos en otro mundo, un mundo paralelo al que vivíamos durante el día, un universo vibrante de penumbras doradas en las que las sombras inquietantes de las ramas de los árboles se proyectaban en las paredes del salón, un mundo de miradas intensas, de misterio y hechizo.

    Un buen día el gramófono amaneció indispuesto, la aguja del brazo estaba torcida y la manivela que le daba vida yacía exangüe, por alguna razón misteriosa, junto a la caja. Cuando papá se enteró del desastre se llevó un gran disgusto. Todos nos echamos a temblar, y mamá la primera. El señor Sabal enfadado era peor que Zeus lanzando rayos desde el Olimpo.

    —Niños, por favor, no digáis nada, que será peor. Yo diré que al limpiar el polvo la aguja se enganchó en el trapo y se rompió —dijo mamá con nerviosismo.

    De nada sirvieron sus argumentos. Papá, hecho una furia, eso sí, controlada, lo cual era mucho peor, nos quebró con una mirada glacial parecida a la de Medusa.

    —No voy a preguntar quién ha sido, bastante hay con el estropicio. Lo que sí voy a deciros es que os advertí que el aparato era muy delicado y que no debíais tocarlo de ninguna de las maneras —declaró papá, lanzándonos un rayo con el fulgor de su mirada iracunda.

    Me apreté contra Bequi estrujándole la mano. Había tanta tensión en el aire que no pude ahogar el sollozo que me subía con una fuerza incontenible por el esófago y rompí a llorar.

    Papá desapareció de escena haciendo mutis por el foro. Supongo que en su fuero interno se desató una lucha entre el instinto de darme una buena tunda y el sentimiento de ternura al verme tan desvalida, por lo que hizo lo único que podía hacer, desaparecer y meditar sobre lo ocurrido tratando de buscar una solución intermedia que le permitiera estar bien consigo mismo y con el Bendito. Y por qué no decirlo, con la autora del delito, víctima al fin y al cabo de lo inevitable.

    Por suerte, un buen amigo de la familia, Israel Benoliel, tenía un establecimiento de electrodomésticos de los que podía haber en aquella época, claro. Fresqueras que funcionaban con grandes bloques de hielo y cachivaches del mismo calibre. La tienda estaba cerca de nuestra casa, en la calle Velarde. Allí el señor Benoliel reparaba con gran habilidad e ingenio cualquier aparato que se le pusiera por delante. Así que, después de unos días fuera de servicio, el artilugio volvió a funcionar para nuestra tranquilidad; eso sí, con aquel sonido a cascajo que lo caracterizaba.

    Todos volvimos a respirar aliviados y seguimos disfrutando de la música, cada uno a su manera. Mi hermana y yo danzábamos al son del Lago de los cisnes o de la Bella durmiente. Papá, con los brazos extendidos, hacía el brioso ademán de un enérgico director de orquesta cuando sonaba la Quinta sinfonía de Beethoven. Mamá tarareaba las arias de las óperas en la cocina, al tiempo que picaba cebolla y tomate para la sopa, mientras mi hermano Jacobo intentaba estudiar álgebra para el examen del día siguiente con un mohín de disgusto. En aquella casa de locos era imposible concentrarse; con tanto ruido, ¿quién podía coger un libro?

    El gramófono se convirtió en un miembro activo de la familia omnipresente en nuestras vidas. La música suspendía el instante efímero en una suerte de eternidad a la que era imposible sustraerse, abandonándose cada cual a su manera al hechizo de sus efluvios. La música, de una u otra forma, marcaba la rutina familiar. Y esto era así no solo por el aparato de música y los pequeños conciertos que papá, con gran entusiasmo, organizaba con mis hermanos en casa las tardes de los domingos, a los que acudían los abuelos y Salomón Bentolilla con su familia, sino también por el hecho de que él mismo solía cantar fragmentos muy populares de zarzuelas o de óperas italianas, especialmente de Verdi y Puccini, sus compositores preferidos.

    Cualquier situación era propicia para dar rienda suelta a la pasión de papá por la música y el bel canto. Siempre que atravesaba el umbral de la puerta al volver del trabajo, lo hacía entonando con su bonita voz de tenor lírico un triunfal Ritorna vincitor; o bien cuando a mamá, en las largas tardes de verano, le preparaba un té helado con sus pastas preferidas, le cantaba zalamero la romanza de Luisa Fernanda, que dice: «¡Ay, mi morena!, morena, clara, ¡ay, mi morena, qué gusto da mirarla». Mi madre le contestaba con una sonrisa negando con la cabeza, como diciendo: «Eres imposible». Y él continuaba: «Toda la vida mi compañera, toda la vida será la mi morena». Yo lo miraba embelesada.

    Papá era un hombre peculiar y algo pintoresco, amaba la música tanto o incluso más que a mamá. Tanto era así que, siendo como era un hombre trabajador y con gran sentido de la responsabilidad, aprovechaba la menor ocasión para irse de gira con la compañía de zarzuela que había en Ceuta. Era una compañía de aficionados amantes del género chico y de la ópera. Ensayaban los jueves por la tarde en un pequeño teatro cerca del puente Almina, en los aledaños de la iglesia de Nuestra Señora de África.

    Mi madre solía llevarnos a los cuatro a los ensayos, lo cual era excitante y maravilloso. No tanto para mis hermanos, que se quedaban espachurrados en las butacas con las cabezas colgando, buscando en el techo las estrellas y las constelaciones de las que nos hablaba papá. A diferencia de ellos, para mí aquel recinto era mágico, era como entrar en otra dimensión fuera de la realidad y, sin embargo, más auténtica que esta. Un mundo en el que los personajes vivían al son de la música y la poesía. Yo adoraba aquel espacio de ensoñación, el ropaje de otra época, la magia del decorado, el ir y venir de los personajes en el escenario y, por encima de todo, la música y el canto.

    Quién me diría que años después aquel mundo sería mi vida, el centro de mi existencia. Ahora, con la perspectiva que da el tiempo, entiendo que no podía ser de otra manera. Ahora veo que todo estuvo dispuesto desde el primer momento para que mi destino se trenzara, como el jalá, íntimamente con la música; más aún que ella viviera en mí convirtiéndonos en una misma cosa. Claro que papá tuvo mucho que ver en esto.

    El día del estreno de la zarzuela en el Teatro Cervantes de Ceuta, ya era alcanzar el éxtasis; ver a todos los personajes, hombres y mujeres, aunar sus voces en duetos y coros, o bien en solitario en una romanza, era una fiesta para la vista y el oído. Papá estuvo colosal en el papel de Javier, el joven enamorado de Luisa Fernanda, la protagonista.

    Días después de esta primera representación, papá salía de gira con la compañía por las principales ciudades del Protectorado español, Tetuán, Larache y, por último, Tánger, en aquella época Ciudad Internacional. Las tres ciudades disfrutaban de un bonito y espacioso teatro; pero, sin duda, era el Teatro Cervantes de Tánger el más espectacular, único en su época, con su exuberante fachada modernista.

    Después de las giras papá volvía transformado, con un espíritu más joven y emprendedor del suyo habitual, si cabe. Aquel hombre era una fuente inagotable de energía y de una suerte de alegría de vivir contagiosa. Aprovechaba cualquier oportunidad, cualquier situación, por nimia que fuera, para recrearse continuamente, como el ave fénix, sin dar tregua a la rutina y al desaliento. Siempre igual y siempre distinto, como las aguas que discurren por el Nilo.

    Cuando papá regresaba de su periplo musical, mis hermanos y yo lo rodeábamos en el sillón de cuero verde en el comedor y nos narraba, como un cuentacuentos de la plaza Jama El Fna, mil anécdotas e historias que le habían sucedido en las funciones y que él desgranaba con la fantasía de un rapsoda griego o de cualquier punto del planeta. Nos explicaba todos los pormenores de la gira; las dificultades del trayecto; las mil y una vicisitudes vividas entre bastidores; los caprichos absurdos de la soprano, que si el barítono había entrado a destiempo con la orquesta, que en un golpe de aire se le habían volado las partituras al director y que se había saltado medio cuadro…, el gallo que a él se le había escapado en tal pasaje de la obra; y entonces bajaba la mirada ruborizándose como un niño. Luego venía el final largamente esperado: el episodio de los aplausos. En este punto, papá entraba en un estado de euforia que entorpecía la fluidez de la descripción, pero ya no eran necesarias las palabras. El estado de éxtasis alcanzado por todos nosotros nos inducía a gritar al unísono: «¡Bravo, bravo!», batiendo palmas como locos.

    En aquella ocasión explicó una anécdota muy divertida al tiempo que conmovedora, algo imposible de creer por lo rocambolesco y estrafalario de la situación, pero real como la vida misma. El lance ocurrió en el Teatro Español de Tetuán. El caso es que llevaron Luisa Fernanda, del maestro Torroba, cuyo estreno habíamos visto mis hermanos y yo unos días antes en el Cervantes.

    El argumento de la obra era, como en la mayoría de las zarzuelas, una historia de amor entre la protagonista, Luisa Fernanda, una joven del pueblo, y Javier, un militar. En principio, la historia no tenía por qué suscitar ningún conflicto entre el público, si no hubiera sido porque el telón de fondo era un tanto controvertido; esto es el levantamiento del pueblo de Madrid contra el Gobierno absolutista de Isabel II. La cuestión es que diez minutos antes de acabar el segundo acto, en uno de los últimos cuadros de la obra, ya en plena contienda entre ambos bandos, Javier era derribado de su caballo por su rival, Vidal, unido a la causa revolucionaria por amor a Luisa Fernanda. Justo en el momento en que los insurrectos iban a linchar al protagonista, se oyó un grito en la sala, un grito desgarrador. Al decir estas palabras, papá tragó saliva en un intento por contener la emoción que lo embargaba y prosiguió su relato.

    La voz ahogada en un aullido repitió la misma palabra tres, cuatro veces. Él, tendido en el suelo junto a los revolucionarios que momentos antes amenazaban con lincharlo, quedó inmóvil. Todos miraron instintivamente hacia la oscuridad de la sala. Se hizo un silencio sepulcral, fue entonces cuando oyeron en un grito la palabra «libertad».

    En cuestión de segundos un hombre dio un salto a lo Tarzán, saliendo de la espesa negrura de un palco adyacente al proscenio, y cayó a la altura de las primeras filas de platea. Hombres y mujeres saltaron de sus asientos aterrorizados y se entregaron a un caos ciego y desatado. Se oyó un disparo al aire. Todo el mundo, en su desesperación, se echó al suelo en los pasillos y entre las filas de las butacas. En ese momento quedó al descubierto el cuerpo menudo de un hombre con turbante y albornoz que corría despavorido como un zorro perseguido por la jauría.

    Un buen puñado de guardias había tomado la sala, corriendo por el pasillo central y los laterales. Una vez alcanzó el escenario, el hombrecillo gritó: «Marruecos libre». Cantantes y figurantes, cuerpo a tierra, permanecían inmóviles sin atreverse a respirar. El hombre cruzó raudo y veloz, debatiéndose por eludir los bultos que encontraba a su paso; con la mala suerte de que uno de ellos era mi padre, quien en un rapto temerario de heroísmo alargó la pierna, cerrándole el paso al desdichado. El menudo terrorista cayó de bruces, cayéndole encima todo el peso de la justicia. En este caso, papá, Vidal y todos los revolucionarios que había en escena.

    Una vez acabado el relato, me entró uno de mis ataques de risa, mientras mis hermanos voceaban jaleando con los brazos en señal de victoria. Mamá se cubrió la cara con las manos negando con la cabeza.

    —¡Dios bendito, estás loco de remate, te podían haber matado!

    —Mi querida señora Sabal, todavía no ha nacido el agitador que pueda amilanar a su marido —dicho esto, papá soltó tal carcajada que se le saltaron las lágrimas—. No, querida, no era más que un pobre diablo… Al final, los guardias lo redujeron brutalmente y por poco lo matan. ¡Pobre infeliz! —exclamó entre risas no sin un halo de tristeza en la mirada.

    Papá siempre estaba del lado del más débil. En aquel caso, aquel desventurado se había erigido en portavoz de un malestar ya latente en la población indígena, siendo el pionero en un proceso que no culminaría sino muchos años después con la independencia de Marruecos.

    Cada vez que el señor Sabal volvía de una gira celebrábamos una fiesta en nuestra casa de la calle Espino. Una fiesta que trascendía a los vecinos y a la ciudad entera. Al día siguiente de su llegada, papá no podía dar un paso por la calle. Tal y como si fuera una estrella de Hollywood, le iban parando por la calle Real preguntándole mil cosas acerca de su reciente actuación en Tetuán. Él contestaba con simpatía:

    —Hemos vuelto de hacer las Américas y llenitos llevo los bolsillos; por fin me retiraré con mi Alicia y mis retoños a una casita en el Monte Hacho, y a vivir, que son dos días.

    Risas y más risas se oían por respuesta. Desde luego, el señor Sabal había roto el molde. ¿Dónde se había visto a un hombre tan audaz? Y ahí mismo, en la calle Espino, sin ir más lejos. Ceutíes y caballas se congratulaban de tener por vecino a un joyero tenor, ¿o era un tenor joyero? Qué más daba, el quid de la cuestión era que uno de los suyos tenía las agallas para vivir a su manera. Eso sí, siempre respetando al vecindario y a la comunidad. Pero haciendo lo que le venía en gana y, por encima de todo, haciendo feliz a su familia.

    —¡Alicia, qué suerte has tenido!, ¡tu marido es extraordinario! —le decían a mamá las vecinas y las amigas; sobre todo, Perla Cohen, su mejor amiga.

    Mamá siempre contestaba con orgullo e incredulidad a un tiempo:

    —Pues figúrate que vino a hacer la mili de allí arriba, de Cataluña; un día nos cruzamos por la calle y ¡zas, nos enamoramos! Fue un amor a primera vista, imagínate lo que pensaron mis padres. «¡Estás loca! —me dijeron—, ¿qué sabes de ese muchacho? Solo que es un soldado catalán, un judío errante que ha estado hasta en Alemania». —Papá había sido un viajero incansable y había recorrido Europa antes de recalar en Ceuta—. «Alicia, estás muy equivocada si crees que vas a llegar a algo con ese joven», decía mamá imitando la voz ronca de la abuela Estrella. Luego, soltaba una sonora carcajada.

    Mis padres, tan respetuosos con las tradiciones y, sin embargo, tan libres en la elección de su amor. Tan libres que en su momento escandalizaron no solo a sus respectivas familias —sobre todo, a la de papá, y también a la abuela Estrella—, sino a toda la comunidad hebrea de Ceuta. ¿Dónde se había visto una cosa así? Una se casa con un chico de aquí y no con el primer extraño que se cruza por la calle. Y es que era así y no de otra manera como se casaban los jóvenes desde tiempos inmemoriales, tal y como lo habían hechos padres, abuelos y bisabuelos. Generalmente eran las abuelas quienes concertaban el casamiento entre los nietos. «Tu David, de siete años, sería ideal para mi Raquel, de cuatro. ¿Qué te parece?, ¿no es estupendo?». Y ya había otro matrimonio hecho. Y así una y otra vez, eternamente.

    Cuando oía estas historias, pensaba: «Si la vida fuera tan fácil y uno supiera su destino a los cinco años, ¿qué sentido tendría vivir? O quizás se trataba de eso precisamente, de seguir un camino ya trazado incluso antes de nacer. Pero si uno no quería seguir ese camino, ¿entonces qué?». Cuando llegaba a este punto, negaba con la cabeza y me decía que aquella manera de vivir era absurda, que era como repetir el castigo de Sísifo, y todo esto incluso antes de haber sido engendrado. Entonces cerraba los ojos y pensaba que era muy afortunada de ser la hija de mis padres, fruto del amor verdadero y no de las convenciones sociales.

    2

    En ningún lugar del planeta se han celebrado las fiestas con tanta alegría y entusiasmo como en Ceuta. Y, además, nosotros lo hacíamos por partida doble, ya que vivíamos tanto las fiestas locales como nuestras propias celebraciones.

    En tiempo de ferias, la ciudad se engalanaba en sus calles y plazas, y el perfume del jazmín, la dama de noche y la hierbabuena se desvanecía en aquellos días para dar protagonismo a otro olor dulzón, el de las nubes multicolores de algodón, almendras garrapiñadas, humeantes ruedas de churros recién salidas de la sartén, torrijas y pastelillos de miel. Aquello era el paraíso para cualquier niño que se preciara y, por supuesto, para los adultos que no habían perdido el corazón risueño de la infancia.

    En la feria, la animada música de orquestinas alcanzaba a todos los rincones, patios y callejones de la ciudad, envolviéndonos en una alegría que compartíamos todos sin importar la religión o las costumbres que cada familia tuviera. Las familias, los amigos y los vecinos se fundían en el alegre guirigay de la celebración. Las risas, los saludos, las idas y venidas, los bailes bullían en una atmósfera festiva, en una invitación a la vida tan natural y espontánea como respirar. Este es uno de los recuerdos que con mayor precisión aparece en el desván de mi memoria: el gentío, la música, los colores brillantes, los olores dulzones, los sabores intensos, una sinfonía de sensaciones que me ha acompañado muchos años después en mis andanzas por el mundo.

    Llegó febrero y con él la fiesta tan esperada de los carnavales, en la que la simulación y el disfraz ejercían un gran poder de seducción en todos nosotros. Era un tiempo en el que mayores y pequeños no pensaban en otra cosa que no fuera disfrutar y ser feliz. Nadie se substraía a la tentación de adoptar una identidad caprichosa, que poco o nada tenía que ver con ellos. En mi caso no fue así, pero sí en el de mis hermanos. Por aquel entonces, José no había nacido.

    El caso es que papá diseñó un traje de música para mí, que mamá se encargaría de confeccionar para satisfacción de los dos. Mi madre, como la mayoría de las mujeres de la época, era muy diestra con la aguja y consiguió hacer realidad el sueño de papá. Todavía hoy conservo una foto en la que Jacobo, Bequi y yo, uno al lado del otro en escalera, lucimos nuestros disfraces hechos por mamá e inspirados, los que llevaban mis hermanos, en los vestidos del «arca de los sueños» del abuelo Simón. Jacobo de Pierrot; Bequi vestida de época con una graciosa peluca con tirabuzones; y yo de música, con un corpiño de terciopelo y tocada de un gorro marinero sobre el que papá dibujó unas notas musicales. Yo entonces era muy pequeña, tan pequeña que en la foto salgo con mirada de espanto al mirar al objetivo de la cámara.

    La vida en casa transcurría en una blanda rutina, donde no había cabida para la monotonía ni la desidia. Cualquier suceso, por simple que fuera, era un motivo para la celebración, para compartir tal o cual cosa, sin importar el qué, y siempre lo hacíamos con una alegría sin límite. Papá era el gran orquestador de nuestra vida. Tal como el flautista de Hamelín, Jacobo Sabal tocaba una melodía guiado por una fuerza misteriosa, y mamá, mis hermanos y yo danzábamos al ritmo que nos marcaba.

    Mi padre era tenor, con una voz de una tesitura y un timbre maravillosos. Pero eso no nos daba de comer. Ni tan siquiera lo que le daban por actuación llegaba a un frugal aperitivo. Él cantaba, nunca mejor dicho, por amor al arte. Era con su trabajo de joyero como mantenía a la familia. Tenía una tienda-taller donde se elaboraban y vendían joyas en oro y plata con los tradicionales diseños sefardíes tan apreciados por nuestro pueblo desde tiempos inmemoriales.

    Papá había continuado con el negocio de su familia, solo que, en lugar de hacerlo en Figueres, lo hizo —una vez que sentó la cabeza— en una ciudad española del norte de África. Cuando acabó el servicio militar, le pidió a mamá que se casara con él; no sin antes obtener el consentimiento y la bendición de Simón Toledano, que accedió complacido; no así la abuela Estrella, ni sus mismos padres que hubieran preferido una nuera catalana para su hijo.

    El negocio de papá marchaba muy bien. Tanto hebreos como cristianos gustaban de las delicadas filigranas en pendientes, anillos, colgantes, agujas y pulseras. En fin, cualquier objeto que pudiera realzar los encantos femeninos eran fruslerías muy codiciadas por las familias, sin que estas tuvieran que ser adineradas. Por aquel entonces, el oro y la plata en Ceuta estaban al alcance, si no de todos los bolsillos, sí de muchas de las familias de la localidad. Así que comprar una joya no era algo del todo extraordinario. Si bien eran los de la península quienes, aprovechando su estancia de un par de días, se llevaban las piezas más caras y singulares. En sus poblaciones y ciudades no se encontraban aquellas gangas a precio irrisorio para el valor que en realidad tenían. De modo que, cuando volvían a casa, lo hacían con la satisfacción de quien encuentra un tesoro de incalculable valor.

    El señor Sabal llevaba el negocio con su socio, Moisés Chocrón, un hombre trabajador y de una simpatía arrolladora que cautivaba a los clientes, principalmente a las mujeres acompañadas por sus maridos, con su plática animada y seductora. Describía las excelencias de tal o cual objeto y de lo bien que le quedaba a la señora en cuestión. Tal era así que la acababa convenciendo de que los pendientes de filigrana estaban hechos para sus lóbulos, embelleciendo sus ojazos castaños de ensueño. Nadie podía resistirse a aquellas palabras, que sonaban como un canto de sirenas.

    Mi padre, con sus dedos largos y delicados de pianista, trabajaba en el interior de la tienda, en un pequeño taller equipado con las herramientas necesarias, en la elaboración de las piezas. Engarzaba con extrema precisión diminutas gemas semipreciosas: piedras de luna, topacios o amatistas, cuando no eran esmeraldas, rubíes y brillantes, en piezas de oro de extrema belleza. Trabajaba el damasquinado con auténtica maestría. Aunque también se permitía la licencia de crear diseños nuevos, siempre basados en la tradición, alterando las plantillas de los dibujos heredados de su padre. Introducía pequeñas e imperceptibles combinaciones en la filigrana y obtenía una pieza única e irrepetible. Con él trabajaban en el taller dos aprendices, dos muchachos jóvenes que seguían al pie de la letra, sin pestañear, el proceso de elaboración del maestro con la admiración que solo podía despertar la invención del fuego en la época de los neandertales.

    La joyería estaba al final de la calle Real, más allá de la blanca fachada del Casino Militar; bajando topabas a la izquierda con el Mercado Central de abastos y, a la derecha, con el paseo de la Marina. La calle Real estaba jalonada por los comercios más atractivos y de mayor reclamo en Ceuta: la zapatería Padeví, la tienda de tejidos de los Benarroch y uno de los bazares de Tele, el indio con cabeza de huevo que irradiaba simpatía a

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