Lúcidos, apáticos... y Alipio entre los dos
Por Héctor Redolta
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Héctor Luis Redolta es de nacionalidad cubana, nacido en la Habana, residente de Miami.
Dedicado a todos esos pueblos que están expuestos a una vida insípida, una vez que entren en ese mundo ya no habrá vuelta atrás. Aún están a tiempo.
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Lúcidos, apáticos... y Alipio entre los dos - Héctor Redolta
LÚCIDOS, APÁTICOS…
Y ALIPIO ENTRE LOS DOS
HÉCTOR REDOLTA
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Publicado por Ibukku
www.ibukku.com
Diseño y maquetación: Índigo Estudio Gráfico
Copyright © 2021 Héctor Redolta
ISBN Paperback: 978-1-64086-842-7
ISBN eBook: 978-1-64086-843-4
ÍNDICE
Alipio, las fantasías y yo
Dulce monotonía
Rosario en un limbo
Supersticiones y tristes realidades
Las peliverdes
Vivir entre apáticos
Vida y tribulaciones en la tierra de los lúcidos
Una vez más Rosendo
La invasión, otros olores
El Supremo y la llegada de Los Kavkas
Disonancia Cognoscitiva
Los Extraños
Otra vez Alipio
La Massiel
Alipio y Diógenes
La noche de los locas
Thais
Lola la Cotorrona
Días turbulentos
Lluvia de libros... ¿y para qué?
La estampida, un adiós
Nadie es lúcido por hacer en su vida una buena decisión..., sin embargo, apáticos hay muchos.
Alipio, las fantasías y yo
Pienso que todos los lugares, especialmente las ciudades, tienen su olor característico y las escenas conjugadas con olores nos llevan a un pasado vivido en un tiempo y un espacio en otra etapa de nuestras vidas. Creo que pasamos por los mismos lugares muchas veces aún después de muertos, esto no es cuento, esto se estudia hoy día.
Mi ciudad, por supuesto, también conservaba ese olor que la hacía única y Alipio y yo lo comentábamos cada vez que salíamos a recorrer las calles del Distrito Cultural, último vestigio de una capital en precipitoso avance a la modernización, otrora lugar de libre expresión en arte, literatura, teatro, ahora convertida en paredes y muros mohosos llenos de propaganda y arengas odiosas.
El olor era una combinación de gardenias y galán de noche con pasajes de una época que nunca llegamos a vivir porque no llegamos a tiempo, se nos negó ese derecho, nos agarró la rueda de la mala suerte.
No sé si era un don que Dios me había dado, pero sí estoy seguro que no estaba fantaseando cuando percibía aquellos aromas provenientes de los portales o de las ventanas abiertas, ahí mismo, como si me dieran un manotazo en la frente, fijaba mi vista en los mosaicos de los corredores y me transportaba en cuerpo y alma, en ese mismo espacio, al pasado, y sentía y veía gente diferente a las de ahora, claro que los puedo describir si me lo preguntasen, hombres bien vestidos, elegantes, con buena lana, mujeres con blusas blancas de hilo, almidonadas y sus conversaciones coherentes resonándome en los oídos con un acento fuerte y claro, libre de vulgaridades a las que yo estaba acostumbrado a decir y a oír en el tiempo y espacio que me tocó vivir.
Todavía existía en la ciudad olvidada los graffitis del Chori, una leyenda de la música que tocaba su música rítmica pero desordenada, una variante muy de moda por aquellos tiempos en las pistas de baile en Broadway, donde frecuentaban rubios con el corte de pelo estilo arte y renovación a derrochar sus fantasías de rumba tropical, pura payasada, tirando pasillos alocados a diestra y siniestra. Esto último lo sé porque me lo contaban los viejos del barrio, no porque lo llegué a ver ni cosa por el estilo, pero en mi mente puedo asociar este personaje en locales pequeños impregnados de humo de cigarrillos, a media luz y un penetrante olor a cerveza y ron combinado con el sudor de la lujuria y la diversión pagana; blancos, negros, mestizos, mezcla de goce y entrega total al placer que da el ron y el estrepitoso repicar de los tambores.
Así debió ser el lugar donde siempre esperábamos el autobús que nos llevaba de regreso a casa después de recorrer los históricos laberintos de la ciudad que nos vio nacer y que ahora nos castigaba con su frialdad y su resistencia al paso del tiempo. Ya abandonada, condenada por culpa de la inconformidad de sus ciudadanos y que comenzaba a cumplir su sentencia indefinida al terminar de una década.
Era un edificio abandonado y sombrío, con un anuncio lumínico (que ya no iluminaba), en forma de copa de champagne y que al final rezaba en letra corrida EL INFIERNO NITE CLUB.
—Yo siempre quise haber sido el hermano de mi papá en vez de su hijo, te juro que la hubiera pasado mucho mejor con él, pero mira la suerte que tengo, nací en el lugar y en el tiempo equivocado y me tengo que joder aquí, contigo, esperando el autobús un día más de los tantos aburridos que nos faltan por vivir.
Le decía yo mientras me entretenía escarbando a la orilla de la acera en busca de algún vidrio roto o alguna otra evidencia que me hablara del pasado de aquel rincón, pues conocía de antemano que otros más afortunados, se habían encontrado removedores de tragos, manteles, hasta paquetes de servilletas bien conservadas y que se mantuvieron enterradas bajo los escombros del parqueo, ahora cubierto de matojos y de la basura de todo el barrio.
—Para esa mierda, ya que ahí no vas a encontrar nada. Mira, sé que es imposible mirar, pero coño, ¡echa a andar tu imaginación, chico! ¿Ves esa casa? Bueno, imagínate