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Bajo las ramas de los udalas
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Libro electrónico376 páginas3 horas

Bajo las ramas de los udalas

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En 1968, en plena guerra civil nigeriana, el padre de Ijeoma muere asesinado y el mundo de la muchacha cambia para siempre. Separada de su apesadumbrada madre, Ijeoma conoce a Amina, una chica que anda perdida, y ambas se hacen inseparables. La suya será una relación que sacudirá los cimientos de la fe de Ijeoma, que pondrá a prueba su determinación y colmará su corazón. En esta magistral novela sobre la fe, el amor y la redención, Okparanta nos lleva desde la infancia de Ijeoma, en una Biafra devastada por la guerra, pasando por los peligros y placeres de su floreciente sexualidad y toda una serie de decisiones equivocadas, hasta las alegrías y las penas cotidianas del matrimonio y la maternidad. Este viaje por la vida de Ijeoma nos invita a reflexionar acerca de la importancia y el precio del amor.  Bajo las ramas de los udalas , una historia sobre el triunfo del amor bella y delicadamente escrita, es un himno a aquellos que han sufrido pérdidas así como una plegaria por un mundo más compasivo. Una obra de extraordinaria belleza que enriquece el alma.
IdiomaEspañol
EditorialBaile del Sol
Fecha de lanzamiento2 nov 2020
ISBN9788417263898
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    Bajo las ramas de los udalas - Chinelo Okparanta

    PRIMERA PARTE

    1

    Nuestra casa se encontraba a mitad de camino entre Old Oba-Nnewi Road y New Oba-Nnewi Road, en esa zona delimitada por la iglesia y la escuela de Ojoto, donde Mmiri John Road desaparece para volver a empezar de nuevo. Era una construcción amarilla de dos plantas que se alzaba junto a los polvorientos caminos justo al sur del río John, donde la madre de papá había estado a punto de ahogarse de niña, en una época en la que la gente todavía lavaba la ropa en las pedregosas orillas.

    Estaba rodeada de una tapia cuya parte delantera custodiaban rosales y varias matas de hibiscos. Dos setos verdes, profusamente moteados de rosa por las estrellitas de las ixoras, flanqueaban la verja. A lo largo del camino había vendedores y árboles cuajados de fruta: naranjos, guayabos, anacardos y mangos. En los márgenes, donde los arbustos se elevaban como un bosque, crecían muchos más árboles: grandes irocos, pinos susurrantes y unos cuantos cocoteros y palmeras aceiteras aquí y allá. Para ver sus copas tenías que alzar la vista al cielo, de tan altos como eran arbustos y árboles.

    Durante el harmatán soplaban los vientos del Sáhara. Estos levantaban polvo y enturbiaban la atmósfera; los árboles y los arbustos se volvían trémulos como un espejismo y el sol se transformaba en una bola borrosa.

    Durante la estación de las lluvias, el agua arrancaba el polvo a la naturaleza y todo recobraba su claridad y su forma.

    Era el ciclo normal de las cosas: a la temporada de lluvias seguía la estación seca, y el harmatán se retiraba dentro de esta. Entretanto las cabras balaban. Los perros ladraban. Los gallos y las gallinas correteaban por los caminos sin alejarse del corral al que pertenecían. Todas las mariposas —colas de espada, monarcas, euremas— revoloteaban sin prisas de flor en flor.

    Nosotros, por nuestra parte, nos desplazábamos con la misma parsimonia que las mariposas, como si la brisa fuera fresca y el sol una caricia. Como si aquel ritmo reposado nos permitiera disfrutar de ambos. Así era todo antes de la guerra; nuestras vidas avanzaban apaciblemente.

    Corría el año 1967 cuando la guerra hizo irrupción en ellas y se instaló en todas partes. En 1968 Ojoto había empezado a latir al estridente ritmo de los carros blindados y la artillería, de los bombarderos y sus ruidosos motores, cuyas ondas de choque retumbaban en nuestros oídos.

    En 1968, nuestros hombres habían empezado a echarse el fusil al hombro y a empuñar hachas y machetes, hojas refulgiendo al sol; y en la calle, cada hora o dos, por la tarde o de noche, se oían sus cantos, voces recias que se derramaban de sus bocas como libaciones: «¡Biafra ganará la guerra!».

    En 1968, durante ese segundo año de guerra, mamá me mandó a vivir a otro sitio.

    Por entonces los rumores sobre los festejos que se celebrarían cuando Biafra derrotara a Nigeria habían ido acallándose poco a poco hasta ser reemplazados por una inquietud generalizada. Nos preocupaba qué nos depararía el futuro cuando Nigeria venciera: ¿Nos desposeerían de nuestras casas y tierras? ¿Nos obligarían a desempeñar trabajos de baja categoría, como sirvientes? ¿Tendríamos que vivir de cupones de racionamiento? ¿Durante cuánto tiempo cargaríamos con el lastre de la derrota? ¿Nos recuperaríamos?

    Esas eran las preguntas que nos hacíamos en 1968, pues para entonces Nigeria ya ganaba y todo había empezado a cambiar.

    Pero se producirían más cambios.

    Es imposible contar lo que sucedió con Amina sin antes retrotraerme a la historia de cuando mamá me mandó a vivir a otro sitio ni a la de cuando papá se negó a refugiarse en el búnker. De no ser por la negativa de papá, no habría tenido que irme y, entonces, posiblemente nunca hubiera conocido a Amina.

    Si no la hubiera conocido, quién sabe si tal vez tendría historia que contar.

    La historia comienza, pues, antes de la historia. El 23 de junio de 1968. Ubosi chi ji ehihe jie, como dice el dicho: el día en que anocheció en plena tarde. O como mamá lo describe a veces, el día en que la noche se apoderó del día, el día en que papá se despidió de nosotras.

    Era domingo, pero esa mañana no habíamos ido a misa porque se avecinaba un bombardeo. La noche anterior las radios habían anunciado que los aviones enemigos lanzarían otra ofensiva durante al menos un par de días. Cualquiera que estuviera en sus cabales sabía que lo más aconsejable era quedarse en casa, había dicho papá. Mamá le había dado la razón.

    No muy lejos de mí en el salón se encontraba papá, encorvado sobre su escritorio, los codos hincados en los muslos y la cabeza en las manos, cerradas en puño. El olor de los akaras que mamá estaba friendo en la cocina irrumpió súbitamente en el aire de la estancia.

    Papa arrugó la frente y contrajo la nariz como si el aroma dulce y picante de los buñuelos de alubias se hubiera transformado en un hedor nauseabundo. A su lado, la radiogramola. Frente a él, una pila de periódicos.

    Esa mañana a primera hora había puesto la radio al máximo, como si fuera duro de oído, y había escuchado atentamente todas las voces que salían de Radio Biafra. A pesar de que mamá se había acercado para pedirle que la bajara —aquel chisme estaba perturbando su tranquilidad y nadie quería que le recordasen a todas horas que el país se iba al garete—, siguió escuchándola a todo volumen.

    Pero ahora sonaba tan bajito que solo se oía un tenue sonido estático, como de alguien rascándose la piel.

    Antes de que estallara la guerra, papá miraba la radiogramola con cariño. La apreciaba como se aprecian las cosas que nos importan: Biblias y fotografías antiguas, el agua, el aire. Después de todo, aquella era la radiogramola que había heredado de su padre, fallecido el año de mi nacimiento. Los demás abuelos habían seguido el mismo camino que el padre de papá: al año siguiente murió la madre de papá, y al año siguiente, y al siguiente, mamá perdió a sus padres. Papá y mamá eran hijos únicos, no tenían hermanos y decían que esa era una de las razones por las que se querían el uno al otro: aparte de mí, no tenían más familia.

    Pero atrás quedaban los días en que papá miraba la radiogramola con cariño y esa tarde contemplaba sombrío el voluminoso trasto.

    Se volvió hacia la pila de periódicos que reposaba sobre el papel de dibujo: aproximadamente un mes del Daily Times, con las esquinas y los cantos abarquillados. Cogió uno y lo hojeó, sin perder aquel gesto suyo de preocupación.

    Me le acerqué, tanto que resultaba imposible no percibir la fragancia de la pomada para el pelo Morgan’s, la del frasco amarillo y rojo con tapa de metal que siempre me recordaba a un medicamento. Ojalá la guerra hubiera sido una enfermedad y nos hubiese bastado con un simple medicamento.

    Papá devolvió el periódico a la pila. El titular de la portada rezaba: «SALVADNOS». Debajo había una fotografía de un niño con la tripa hinchada, cuyo cuerpo se sustentaba sobre unas piernas flacas como palillos: una niña con kwashiorkor, más o menos de mi edad. Era otra igbo más, pero podría haber sido yo perfectamente.

    Papá llevaba puesto uno de sus viejos y holgados conjuntos de buba y sokoto, de un verde apagado, descolorido después de tantos lavados. Alzó la vista y esgrimió una débil sonrisa, una sonrisa algo parecida a una mentira, sin un ápice de emoción pero sonrisa a la postre.

    —¿Kedu? —preguntó.

    Me atrajo hacia él y yo me incliné, sin embargo permanecí taciturna, sin saber muy bien qué responder. ¿Cómo estaba?

    Podía haberle dado la respuesta habitual, haberle contestado que estaba bien, pero ¿quién en su sano juicio podría haber estado bien por entonces dada la situación, con la guerra y la constante amenaza de los ataques aéreos? Solo una persona a la vez ciega, sorda y muda, y en general insensible e impasible.

    O alguien que ya estuviera muerto.

    Guardamos silencio. Reparé en la rigidez de su postura, en su espalda, que se negaba a apoyarse en la silla. Sus piernas parecían firmemente clavadas al suelo. Sus labios se desplegaron, aunque no en una sonrisa, sino como los de un niño a punto de llorar. Abrió la boca para hablar, pero no salió ninguna palabra.

    La noche anterior, muy tarde, cuando debería haber estado durmiendo pero el sueño se me resistía, bajé al salón con sigilo, sin saber qué otra cosa hacer conmigo misma. Nada más salir de mi cuarto, percibí una luz tenue procedente del piso de abajo. Fui de puntillas hacia la luz y los suaves sonidos que provenían también de aquella dirección. En el reducido espacio, apenas un rincón, detrás del delgado tabique que separaba el salón del comedor, me detuve a echar un vistazo furtivo y vislumbré a papá en aquella postura ya familiar, sentado en su silla, inclinado sobre el escritorio mientras escuchaba la radio con atención. Era tarde, sin embargo, allí estaba.

    Sin hacer ruido, escuché la historia a escondidas. La de un tal señor Njoku, un igbo al que habían atado con una cuerda, rociado con gasolina y, a continuación, prendido fuego. Aquí mismo, en el sur, dijo el locutor. No era la primera vez que algo parecido ocurría en el norte, pero de repente también había empezado a ocurrir en el sur. Los hausas nos prendían fuego, trataban a todo trance de acabar con nosotros, con nuestra tierra y cuanto poseíamos.

    —Papá, ¿ha pasado algo?

    Con «algo» me refería a algo grave, algo como lo que había oído la noche anterior, lo de la gasolina.

    Papá meneó la cabeza como para intentar hablar de nuevo.

    —¿Qué podemos hacer? —dijo con voz apagada—. No podemos hacer gran cosa como individuos. Y preocuparnos por ello sería como verter agua sobre una piedra. El agua no haría sino mojar la piedra, y esta acabaría secándose. Pero nada cambiaría.

    Por un momento solo se oyó el tintineo de los cazos y las sartenes en la cocina. Pronto estarían listos los akaras, y mamá nos llamaría para que fuéramos a comer como hacía siempre, incluso antes de la guerra. Papá me agarró por los brazos y me miró a los ojos.

    —Quiero decirte algo —anunció muy bajito—. No es nada que no sepas, pero quiero decírtelo una vez más para que no lo olvides, para que lo recuerdes.

    —¿Qué? —pregunté. ¿Qué era lo que ya sabía y quizá olvidara pronto?

    —Quiero que sepas que tu papá te quiere mucho. Quiero que lo tengas siempre presente y nunca lo olvides.

    Suspiré, un poco decepcionada al descubrir que se trataba de algo tan obvio.

    —Si ya lo sé, papá —contesté.

    Instantes después fue como si de golpe sintiera todo el peso, El sufrimiento y el vacío del mundo en su interior. Tenía una expresión ausente, como si se hubiera distanciado de todo cuanto conocía y al mismo tiempo estuviera más ligado a ello que nunca.

    Empezó a decir algo entre dientes. Algo acerca de cómo Nigeria estaba convirtiendo a Biafra en un esqueleto. Habían tomado Nsukka, después Enugu seguida de Onitsha. Y solo un mes antes, Port Harcourt.

    Con voz monótona, siguió hablando del tema un buen rato. Parecía sumido en un trance.

    Pronto no quedaría lugar alguno en Biafra del que tomar posesión, afirmó.

    —¿Se rendirá Ojukwu ante Nigeria o luchará hasta que todos los biafreños hayamos muerto y desaparecido?

    Miró hacia la ventana del salón, los ojos aún más vidriosos.

    Tal vez no tuviera nada que ver con el peso o el sufrimiento o el vacío del mundo. Tal vez solo tuviera que ver con el papel que él desempeñaba en este. Tal vez no podía imaginarse a sí mismo en una Nigeria en la que Biafra hubiera sido derrotada. Tal vez no podía soportar la idea de tener que vivir bajo un nuevo régimen en el que se le obligara a prescindir de todo aquello por lo que tanto había bregado —todos aquellos años de afanes—, un nuevo régimen en el que se considerara a los biafreños ciudadanos de segunda —esclavos, tal como afirmaban los rumores.

    Sea como fuere, había perdido la esperanza. Mamá dice que la guerra transforma a la gente, que incluso un hombre valiente puede llegar a perder la esperanza, y que a veces no basta con todas las súplicas del mundo para devolvérsela.

    23 de junio de 1968. Había transcurrido un año desde el comienzo de la guerra y los bombarderos volvían a la carga, como camiones que por alguna razón habían olvidado la carretera y en lugar de ello rasgaban el cielo a toda velocidad. Papá debió de oírlos en cuanto aparecieron —en el mismo momento que yo—, porque se levantó del escritorio y me agarró de la mano. De pronto fue como si el sol, que hasta entonces brillaba con fuerza por las ventanas, desapareciera y el cielo se nublase.

    Como de costumbre, papá tiró de mí para que nos dirigiésemos al refugio. Sin embargo, al llegar a la cocina se comportó de manera inusitada: frenó en seco. Tenía el aspecto cadavérico de un hombre a punto de renunciar a la vida. Muy pálido. Más bien el de un zombi.

    Me soltó la mano y, dándome un empujoncito, me instó a seguir sin él. Pero no estaba dispuesta a hacerlo. De modo que me quedé y lo observé mientras regresaba al salón, se sentaba en el borde del sofá y fijaba la mirada en las ventanas.

    En ese momento mamá entró como un ciclón, chillando, llamándonos a voces: «Unu abuo, bia ka’yi je! ¡Vosotros dos, venga, vamos! ¿Estáis sordos? Binie! ¡Levantaos! ¡Vámonos!».

    Corrió hacia donde estaba papá, tiró de él por los brazos, y yo la secundé, pero papá no se movió. Su cuerpo bien podría haber sido una torre de cemento, una figura de hielo o incluso una estatua de sal, como la mujer de Lot. «Unu abuo, gawa. Idos las dos. No me pasará nada. Dejadme aquí».

    Tenía la voz áspera como el tacto de una lija o el chirrido de una caja que se arrastra por un pasillo de hormigón.

    Así fue como lo dejamos: sentado en el borde del sofá, la mirada fija en las ventanas.

    El refugio estaba detrás de casa, unos metros más allá de donde la tapia separaba el terreno de los matorrales. Salimos disparadas por la puerta trasera, sin papá, pisando las hojas de palma que meses antes él mismo había diseminado por la propiedad para camuflarla.

    Al llegar a la verja, mamá se detuvo para llamarlo una vez más: «¡Uzo! ¡Uzo! ¡Uzo!».

    Según el dicho, el calor derrite lo que el frío congela. Pero a pesar del calor del momento, mi padre no se derritió.

    «¡Uzo! ¡Uzo! ¡Uzo!», lo llamó otra vez.

    Si la oyó, se negó a venir.

    2

    Nuestra iglesia no quedaba muy lejos, en la esquina de la calle, donde terminaba la hilera de casas y comenzaba el mercado al aire libre.

    Aún faltaba más de un año para aquel 23 de junio en que recé mi primera oración relacionada con la guerra. Estábamos a principios de marzo, para ser exactos. Lo sé porque era la época en que maduraban las guayabas, los mmimmi y los tamarindos de terciopelo, esa época del año en que la estación seca está a punto de finalizar y la de las lluvias a punto de empezar. Aún soplaba el harmatán, pero ya no teníamos el cabello y la piel tan secos y frágiles como en plena estación. Atrás quedaban ya los catarros y el ambiente demasiado polvoriento o demasiado fresco.

    Aquella era la iglesia a la que acudíamos cada domingo, la del Santo Sabbat, a la que acudíamos cada domingo. La iglesia en cuyos bancos de madera, dispuestos en filas paralelas y uniformes, nos sentábamos a escuchar el sermón del pastor. Además de ello, rezábamos, y además de rezar, batíamos palmas y cantábamos. Cuando la mañana daba paso a la tarde, terminábamos nuestras plegarias, sofocadísimos de tanto cantar. Los brazos colgando con lasitud de tanta palmada, de orar con tanto fervor.

    Después de misa me gustaba sentarme en los escalones de hormigón de la iglesia y observar a Chibundu Ejiofor y a los demás niños jugar a juegos estúpidos, como polis y cacos, en el que un policía arrestaba a alguien. Chibundu, con aquellos ojos traviesos de niño y su perspicacia, siempre se proclamaba policía. «¡Estás detenido!», declaraba con entusiasmo, apuntando al pecho de otro niño, los dedos en forma de pistola.

    En ocasiones salían conmigo otras niñas. Pero las más de las veces preferían quedarse dentro con sus padres por temor a que los chicos les ensuciasen la ropa de los domingos.

    Fue en aquella iglesia, en los últimos días del harmatán, donde recé la oración. Antes de la misa de la mañana, Chibundu había bromeado diciendo que pronto habría bombarderos por todas partes. Eso fue poco antes del comienzo de la guerra y de que el cielo de Ojoto se llenara de aviones. Chibundu imitó el zumbido de un motor con los labios, y yo me eché a reír al verlo con la cara toda hinchada como un pez globo. Pero en realidad no tenía ninguna gracia, así que haciendo acopio de fuerza se lo rebatí: «Claro que no», y añadí que se equivocaba, que no habría aviones por todas partes. Y estaba segura de lo que decía porque en aquella época papá iba de un lado para otro afirmando que la guerra era producto de la imaginación de algunos adultos y que con toda probabilidad, nunca veríamos bombarderos en Nigeria, y mucho menos en Ojoto. Por entonces papá estaba convencido de ello, así que yo también.

    La madre de Chibundu nos oyó, y justo cuando yo había terminado de responderle, se le acercó y, de pronto y sin aviso previo, le atizó un tortazo en un lado de la cabeza. «¿Ishi-gi o mebiri e mebi?», le preguntó. ¿Estás mal de la azotea? ¿Cómo te atreves a abrir la boca para dar vida a algo tan espantoso?

    Chibundu se pasó el resto del día con cara mustia como un perro herido. Más tarde, durante la misa, cuando el pastor nos pidió que siguiéramos orando en silencio, recé por que no hubiera guerra, le supliqué a Dios que actuara como un mago e hiciera desaparecer todos los rumores sobre de la guerra, incluso la idea misma de una guerra. Para que Chibundu no estuviera en lo cierto. Para que no nos rodearan los bombarderos. Para que nunca tuviéramos que arrastrar una guerra adondequiera que fuéramos, como una segunda piel, sin un momento de descanso.

    «Dios mío —recé—, te lo ruego, ayúdanos».

    Pero el tiempo pasó y al final resultó que Chibundu tenía razón. Por lo visto, Dios no se había molestado en contestar a mis plegarias.

    23 de junio de 1968. Nos abrimos paso con dificultad a través de los arbustos y descendimos los escalones tallados en la tierra que conducían al refugio. Aspirábamos bocanadas ásperas y densas. Nos sentamos en silencio en aquel espacio todo de tierra donde apenas cabía una cama de matrimonio, lo bastante alto para que yo pudiera permanecer de pie, no así mamá u otro adulto de estatura media, y menos aún alguien de mayor altura, o no sin verse obligado a agachar la cabeza.

    Nos pusimos en cuclillas. De vez en cuando alzábamos la vista hacia la entrada, donde un tablón de madera, oculto tras unas hojas de palma, hacía las veces de tapa y camuflaje.

    Además de repartir las frondas por todo el terreno, papá había cubierto el tejado de casa. Quizá el camuflaje de esta fuera igual de eficaz que el del refugio, me dije aquel día. Tal vez los aviones enemigos solo vieran las hojas y no bombardearan la casa.

    En el refugio volví a rogarle a Dios: «Dios mío, ayuda a papá. Por favor, no permitas que los bombarderos se estrellen contra él».

    Mamá seguía agachada a mi lado sin decir ni media palabra, como si pensase salir corriendo de un momento a otro en busca de papá. Me apreté a su costado, me mordí los labios y las uñas. Contuve la respiración y repetí la plegaria sin cesar: «Dios mío, ayuda a papá. Por favor, no permitas que los bombarderos se estrellen contra él».

    Razonaba como cualquier niña de mi edad: quizá esa vez Dios levantaría la vista y dejaría de lado lo que ocupaba su atención en el cielo —a lo mejor estaba castigando a un ángel desobediente o lidiando con alguna catástrofe natural, tal vez creando más humanos o atendiendo a las almas de los muertos, o incluso enfrascado en las labores del hogar (¿las labores de las nubes?, ¿las labores celestiales?). ¿Qué lo tenía tan ocupado allá en el cielo para que no contestase a nuestras plegarias? Seguramente no dormía ni comía, ¿qué, entonces? ¿Qué era más importante para Él que nosotros, Sus propios hijos?

    Quizá esa vez, pensé, lograra captar su atención, y Él levantaría los ojos y me miraría y absorbería mi plegaria como una esponja absorbe el agua; un borracho, el alcohol; la ropa, la lluvia; el papel secante, la tinta. Absorbería mi plegaria y se llenaría de ella de tal forma que se vería obligado a actuar.

    Tal vez en esa ocasión se molestara en atender mis plegarias.

    Por encima de nosotras creció el estruendo de los aviones, siguieron unos chillidos, un ruido sordo de pisadas o de objetos, o incluso cuerpos, estampándose contra el suelo con estrépito. Durante todo ese tiempo no paramos de temblar, y la tierra tenebrosa y sepulcral del refugio parecía temblar con nosotras. Ese día el ataque se nos antojó más largo que nunca.

    3

    La parte de atrás de la tapia se había venido abajo y los bloques de cemento despedazados nos impedían volver a introducirnos en el terreno, por lo que tuvimos que rodearlo y salir al camino, para desde allí llegar a la parte delantera de la casa y tratar de entrar.

    Por todo el camino se oían voces llamando con apremio —voces interrogantes—, como sucedía después de cada bombardeo. Alaridos, como si todo aquel griterío pudiera restablecer el orden.

    «¿Has visto la silla que tenía en el porche?», gritaba con voz estridente una mujer al borde del llanto. Si la suerte estaba de su lado, encontraría la silla —probablemente desperdigada en pedazos por toda la calle, una pata rota tras otra. Si la suerte estaba de su lado, la encontraría y podría repararla.

    «¿Habéis visto a mi hijo?», preguntaba otra mujer. Entre pregunta y pregunta, lo llamaba a gritos. «¡Amanze!, ¿dónde estás? Los aviones ya se han ido. ¡Ya puedes salir de tu escondite! Amanze, ¿me oyes?».

    Más voces, y luego todas parecieron fundirse. Un coro de voces, un conjunto abigarrado, como una mezcla de esperanzas diversas lanzadas al mismo tiempo a un enorme pozo de los deseos.

    «Estoy buscando a mi madre», se oyó llorar de repente a una vocecita distinta al resto, la de una niña de unos cuatro o cinco años. Mamá solía decir que cuando buscas algo, lo más probable es que lo encuentres donde menos te lo esperas. ¿Encontraría la niña a su madre en el cementerio?

    Un perro ladraba mientras apretábamos el paso entre montones de cemento desmoronado, ramas partidas, revestimientos de cinc y tejados desplomados.

    La entrada estaba bastante despejada. Cruzamos el umbral y la verja se cerró con un gemido. No nos detuvimos a sacudirnos el polvo de la blusa y la túnica como de costumbre. En vez de ello, atravesamos el porche a todo correr y nos metimos en casa, yo a la zaga de mamá.

    Más adelante, me contaría que ya había notado el olor desde la entrada, igual que adviertes un mosquito en la piel un instante antes de sentir la picadura.

    Dice que si alguien se lo hubiera pedido en aquel momento, lo habría descrito como un olor a moho, ligeramente metálico, similar al del hierro oxidado.

    En el salón percibió un destello de sol a través de las ventanas. De puntillas, sorteando los fragmentos de cristal, rastreó la luz con la mirada. La seguí de cerca.

    En la ventana solo quedaba un cristal en pie y en este las grietas formaban un motivo prácticamente circular, como si una telaraña se hubiese extendido por su superficie. Mamá se acercó, lo tocó y pasó la yema de los dedos por las grietas, examinándolo con mirada acusadora.

    Una tarde al comienzo de la guerra, nuestra profesora de Sociales, la señora Enwere, nos dio una clase de Historia que nunca olvidaré mientras viva.

    Los alumnos estábamos sentados en pupitres de a dos como era habitual. Quedaba poco para que saliéramos. Hacía un calor sofocante y húmedo, la clase de tiempo que te deprimía más aún si cabe. La señora Enwere se había pasado el día con el ánimo por los suelos, parecía tan abatida que cualquiera hubiera dicho que había perdido a uno de sus padres o a un hijo. En aquel momento se dirigía a la clase, había dejado de consultar el libro de texto abierto ante sí, pero hablaba con fluidez, como si las palabras de este se hubieran grabado en su memoria.

    —Primero un coup, luego lo que llaman contrecoup. Coup —repitió la palabra y después preguntó—: ¿Alguien sabe qué significa?

    La señora Enwere debía de haber pronunciado la palabra correctamente, pero, por alguna razón, mi cansado cerebro de colegiala oyó la palabra coop, que en inglés significa «gallinero». Incluso me parecía visualizarlo: un cobertizo, una jaula,

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