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Adiós al mar del destierro
Adiós al mar del destierro
Adiós al mar del destierro
Libro electrónico198 páginas3 horas

Adiós al mar del destierro

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Adiós al mar del destierro despliega, como en un álbum de fotografías, el destino entretejido de varios personajes unidos por lazos de familia, sobre el oleaje de la emigración italiana a América a lo largo de dos siglos. Lucía Donadío logra, gracias a su fino instinto narrativo, introducirnos de forma memorable en el mundo de los que cruzan el océano y se ven signados por la ausencia de patria, o de quienes sin salir de su pueblo viven anclados en las orillas de la nostalgia.

La narración trasciende este drama generacional hacia el ámbito donde, en sabia alternancia de puntos de vista, las voces que hablan en primera persona ponen al descubierto los conflictos entre diversas patrias y lenguas, los entresijos del miedo y la culpa, el amor lacerado por las contradicciones y el feroz sino de ser extranjeros. Casas y jardines, cartas y diarios, fotos y objetos antiguos son presencias vitales en estas páginas. Así, el viejo reloj de bolsillo de un militar que sobrevivió a la derrota de Napoleón en Rusia se empeña para que su bisnieto emprenda la travesía a Sur América.

La novela es, asimismo, un homenaje íntimo a aquel que llenó su vida con un sueño heredado: Bruno Cattaneo, el joven calabrés que emigra a Colombia, se convierte en vendedor de telas en un perdido pueblo de la cordillera, vive casi un siglo y conquista, a fuerza de flaquezas, un amor por la vida capaz de redimir todas las vicisitudes, todos los destierros.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 oct 2020
ISBN9789585516380
Adiós al mar del destierro
Autor

Lucía Donadío

Es antropóloga de la Universidad de los Andes. Hizo un diplomado en Literatura del Siglo XX en la Universidad Eafit, Medellín. Escribe poesía y prosa. Es fundadora y directora de Sílaba Editores. Dirigió durante más de 10 años dos talleres literarios en Medellín: en la Universidad Eafit y en la Biblioteca Pública Piloto. Ha publicado los libros: Sol de estremadelio, Alfabeto de infancia, Cambio de puesto, Los ojos que me nombran y Adiós al mar del destierro.

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    Adiós al mar del destierro - Lucía Donadío

    Ungaretti

    Amanecer en América

    Mamma mia, dammi cento lire

    che in América voglio andare.

    (Madre mía, dame cien liras

    que quiero irme para América).

    Canción popular italiana

    Vengo solo, sin padres ni hermanos. No hay tíos, ni primos, ni abuelos, ni amigos, ni nadie esperándome. En un cuaderno que mi padre me regaló para que escribiera un diario de viaje, traigo las cartas para varios amigos de su juventud que viven aquí. En las primeras páginas del cuaderno escribió para mí retazos de su vida, me cuenta lo que no me habría dicho jamás si me hubiera quedado a su lado. La distancia nos acercó desde antes de mi partida. Leo los nombres y las direcciones. Levanto el rostro y contemplo el horizonte. El mar que nos rodeó durante veinte días va quedando atrás.

    La blanca inmensidad del trasatlántico Orazio, rodeado de pequeñas chalupas, ya no me impacta como el día de la partida, cuando lo vi majestuoso, anclado en el golfo de Nápoles, con la bandera italiana ondeando en la proa. Desde el corazón de cada puerto lo contemplaba fascinado, como quien admira su casa. El Orazio fue mi hogar, lo recorrí entero por dentro, hice amigos entre los pasajeros y tripulantes. A pesar de las restricciones que existían para circular por las zonas de primera y segunda clase, me las ingeniaba para visitarlas, con la complicidad de la tripulación que abría para mí las escotillas. Conocí los recovecos de tercera, el cuarto de máquinas, la cocina y la bodega donde se arrumaba la carga. En las noches de intenso calor dormí en la cubierta sobre una silla de lona, acompañado del brillo de las estrellas. Huía del sofoco y de los olores terribles que se acumulaban en el dormitorio donde nos hacinábamos más de sesenta personas.

    Admiro la nave imponente y silenciosa con nostalgia. Aún retumba en mi cabeza el rugido de las máquinas, que día y noche ascendía de sus entrañas. El vaivén rítmico y pausado del viaje no me abandona. Solo lluvias pasajeras acariciaron el barco que victorioso abrazó América. Mis ojos deslumbrados miran las chalupas despintadas del puerto y a sus marineros, niños cuya negrura y pequeñez contrastan con el tamaño y la blancura del Orazio. Contemplo esa piel negra que nunca antes había visto, aunque África está tan cerca de Sicilia. Las arenas del desierto llegaban con el siroco, viento cálido del sur, cubriendo con un velo dorado los tejados de nuestras casas. En ocasiones las cenizas del Etna tiznaban los techos. También la nieve descendía de las frías montañas y cubría el pueblo.

    La alegría de esos cuerpos que se lanzan al mar, nadan y vuelven a las chalupas, atestadas de mangos, bananos y cocos, se me contagia. Les sonrío. En ese instante comprendo el océano que nos separa. Solo sé saludar en español. Buenos días, les grito varias veces, pero mi voz es devorada por el viento. Poco a poco la multitud se va dispersando, todos parecen afanados por llegar a casa. Estaba acostumbrado a contemplar el valle desde las ruinas del castillo, en lo alto de la colina en mi pueblo, y en el viaje, acodado en la baranda de la cubierta, observaba el salto de los peces y el vuelo de las aves.

    Grandes cajas de madera y baúles descienden de los viejos y oxidados barcos de carga. Alcancé a ver varias naves de diferentes tamaños y banderas. Había mucha gente moviéndose de un lado a otro, agitada por la belleza y la emoción que tienen los puertos en su misterioso destino de convocar ilusiones, de armar travesías y acogernos con sus faros. El polvo de la calle cercana se levanta con el caminar de los transeúntes, aumenta con el paso de los vehículos y forma una espesa nube que impide ver con claridad.

    Sentado sobre el baúl que heredé del abuelo Cayetano busco los soñados edificios. Ninguno asoma en el horizonte. Este baúl acompañó al abuelo cuando vino en el siglo pasado sin pasaporte ni familia. Tenía treinta y dos años, el doble de los míos. Miro de un lado para otro buscando un rostro conocido. Los amigos del barco ya se han ido. A la mayoría los esperaba alguien. Unos se abrazaron con fuerza, se besaron en ambas mejillas, entrelazaron las manos, mirándose a los ojos para asegurarse de que estaban juntos otra vez, que el encuentro no era una ilusión. Otros se saludaron estrechándose las manos o con un corto abrazo. Nunca antes se habían visto, se reconocieron por fotos que llevaban en las manos o porque vociferaron nombres y apellidos que los convocaban. Ninguno de nosotros sabía de la vida que nos esperaba, ni cómo se conjugarían el azar y los sueños en ese futuro incierto.

    Habría permanecido allí por más tiempo, poseído por la emoción de estar en América, si el sol y el sudor que chorreaba por mi frente no me hubieran obligado a pensar que tenía que buscar a dónde ir. Releí con cuidado cada uno de los sobres. Ningún apellido era común en el pueblo. Los nombres sí eran conocidos, a excepción de uno: Damiano, Damiano Ventafridda. Lo buscaría primero a él. Era el que más tiempo llevaba en América y del que menos noticias teníamos. Sin saber por qué, noté que había escogido al más desconocido.

    ¿Dónde encontraría al señor Ventafridda? Sentí la enorme soledad de no hablar español. Pensé en el abuelo Cayetano, que todo lo señalaba con el dedo para que lo entendiéramos. No sabía leer ni escribir. Cuando vino a América eran tan pobres que ni siquiera tenían un burro y jamás habían probado la carne. Vivió más de quince años en un pueblo perdido en la cordillera, donde había tantos italianos que la lira circulaba en el comercio. Vendían telas y víveres, y compraban café para exportar.

    Regresó con el baúl lleno de dólares, liras, morrocotas de oro, esmeraldas y dos mudas de ropa. Llevaba consigo otra pobreza más honda que la que tenía cuando partió: balbuceaba el dialecto nuestro, olvidó el poco italiano que sabía y nunca aprendió bien el español. El lenguaje de los números era el único que dominaba. Jubiloso respondía a las sumas, restas, multiplicaciones y divisiones que le formulábamos. Cerraba los ojos y al instante los abría para dar la respuesta acertada. Solo la abuela descifraba sus palabras o adivinaba sus pensamientos y necesidades al mirarlo. Ella había pagado la deuda de la casa con el dinero que él envió en esos años, en los que fue viuda blanca. Así les decíamos a las mujeres cuyos maridos se quedaban en América. Sus corazones heridos lloraban silenciosos e inciertos duelos que jamás encarnaban en vestidos negros.

    Con la enorme panza, que crecía cada año, el abuelo usaba siempre tirantes y la chaqueta gris con la que desembarcó, que no se quitaba ni en verano. Deambulaba de cuarto en cuarto por la casa, sin acomodarse en ninguno y sin encontrar un quehacer que lo entretuviera, como si el disfrute de la vida le estuviera vedado. Revisaba las cuentas que le llegaban de los negocios que dejó en América, y medía cada lira que se gastaba. Le daba a la abuela una cantidad fija para que atendiera la casa. A mamá solo le ayudaba si había alguien enfermo en nuestra familia. La oí varias veces rezar y agradecerle a Dios cuando estábamos enfermos, pues así podía decirle que los remedios costaban más y aprovechar el dinero que sobraba para otras necesidades. Cuando murió, hace dos años, encontramos este baúl debajo de su cama, lleno de billetes. Eran liras tan viejas que ya habían salido de circulación, ni los bancos de Nápoles quisieron cambiarlas. El fuego de la chimenea las consumió en instantes.

    Abordé a una mujer que esperaba a algún pasajero del barco, para que me ayudara a encontrar al señor Ventafridda. No respondió a mi italiano afanoso. Le hablé en dialecto y tampoco obtuve respuesta. Puse mi dedo índice en el sobre, señalando Ventafridda, y moví mi cabeza de un lado para otro. Ella me arrebató el cuaderno al que yo me aferraba. Con avidez lo abrió, como si fuera un abanico. Ninguna de las páginas que leyó, agobiada por el calor, le dio alguna luz sobre el paradero de su sobrino Francisco. Repetía y repetía mio nipote Francesco, como si esas tres palabras fueran un tesoro.

    Después de un instante de forcejeo con el cuaderno, alcanzó a comprender que yo estaba más atribulado, y ante mi dedo insistente señalando el nombre de Damiano Ventafridda, pensó que debía hacer algo que nos librara del sofocante calor. La nube de pasajeros que descendió del Orazio se había diluido. Solo ella, algunos marineros y yo estábamos cerca de las gruesas amarras del barco. Adiviné, por su rostro de resignación, que uno de los tripulantes que hablaba español le confirmó que ya los pasajeros habían bajado. Quedaban solo los que viajaban hacia Panamá, Perú y Chile. Sin baúles ni ansiedad en los rostros, se entregaban al mero ejercicio de mirar.

    Ella me tomó del brazo, mientras llamaba a uno de los niños de las chalupas para que cargara mi baúl. No dejó que yo le ayudara ni se percató de lo pesado que era. Estaba lleno de pasta, salami, jamón, quesos e higos secos rellenos de almendras y avellanas, que mamá había preparado para la familia que me recibiera. Caminó pegada a mi brazo las dos cuadras que nos separaban del automóvil donde el chofer la esperaba. Le dio al niño una moneda que le robó un grito de alegría. En mis adentros pensé que esa moneda me habría servido a mí. Acomodamos el baúl en el automóvil. Saqué la cabeza por la ventanilla mientras el polvo inundaba mis ojos. Pequeñas casas de techo de paja bordeaban el camino. Buscaba con ansiedad los edificios que había visto en las fotos. Creía verlos a lo lejos, sombras perdidas entre las nubes, pero al instante desaparecían.

    Después de un largo recorrido por un camino polvoriento y solitario, en que nadie habló, entramos a la ciudad por calles estrechas: casas con techos de paja, mulas cargadas de costales, gentes caminando en medio de la calle bajo un sol canicular. El automóvil se detuvo en una calle empedrada y colmada de avisos horizontales que salían desde las fachadas. Estaba llena de almacenes. Las telas colgaban de las vitrinas y de los techos. Señalando con el dedo, ella me mostró el aviso del almacén Hermanos Ventafrida y me dijo mira. La palabra que me sacaría de apuros esa vez y muchas más.

    Hay palabras cuyo primer encuentro nunca se olvida. Como aquella que había usado mi profesora cuando aprendía las primeras letras. Me había dicho chutia al notar el temblor y la tartamudez que brotaban en mí al tratar de juntar esas extrañas figuras llamadas letras, que unidas formaban las palabras, objetos aún más misteriosos con los que el juego estaba prohibido. En medio del solemne mutismo del aula, temeroso enfrentaba la hilera de signos que llenaban el pizarrón, moles gigantescas similares a las que creía ver salir de la boca de mamá. Cuando ella hablaba abriendo los ojos, temía que sus frases y su mirada me derrumbaran o que pudiera devorarme con el mismo apetito con el que comía. Nunca en casa había oído decir chutia. Era, sin duda, dialecto del pueblo de la profesora, pero desde ese día incorporé a mi diccionario esa expresión, y cada vez que veía las letras en el pizarrón o me sentía torpe y asustado, la palabra chutia y el gesto de furia anudado a ella reaparecían en mi interior.

    Aquella mujer en Puerto Colombia, ese veintiocho de enero de mil novecientos treinta y ocho, me había marcado para siempre. De ella aprendí la clave para atraer la atención del otro: mira. Con esa consigna resonando en mi cabeza, entré al almacén y diciendo mira y señalando con el dedo índice el nombre del señor Ventafridda, en la carta que traía para él, logré que ese desconocido bajara las escaleras y me abrazara con solo decirle que era Bruno, el hijo de Nicola Cattaneo. Emocionado leyó el mensaje de mi padre y me hizo subir a su oficina. Le entregué los víveres que traía. Sacó su navaja del bolsillo y partió un pedazo de salami que devoró como si llevara días sin probar bocado. No alcancé a entender ese gesto frente a la abundancia que reinaba en su oficina. A los dos meses de haber llegado comprendí que no era hambre lo que sentía el señor Ventafridda, pues con el solo recuerdo del salami se me hacía agua la boca.

    Cinco días estuve hospedado en casa del señor Damiano, sintiéndome como un gran invitado. Por primera vez en mi vida dormí solo, en el cuarto de huéspedes que tenía también un baño propio. Con enorme apetito comí las exquisiteces que servían en el amplio comedor dos camareras negras vestidas de blanquísimos delantales con encajes. La mesa la colmaban siete u ocho platos con sabores desconocidos. Preguntaba los nombres e ingredientes de cada uno, pero mi apetito era mayor que mi memoria y olvidaba con facilidad las palabras, hasta que el señor Damiano me aconsejó preguntar menos y recordar más cuando inquirí por tercera vez cómo se llamaba el aguacate. Anoté su nombre en mi cuaderno, mientras repetía como si estuviera aprendiendo una canción: aguacate, mango, papaya. Me gustaba mucho el jugo de papaya que servían en el desayuno acompañado de patacones y queso salado. Comenzaba así la eterna lista de palabras en español que aprendería rápidamente. Escribí mira en mayúsculas antes de aguacate.

    Conocí Barranquilla guiado por Licinio, el chofer, que no me desamparó en ningún momento y que me enseñó a saludar, a despedirme y a dar las gracias. Desconocer el idioma es peor que ser huérfano de padre y madre, es habitar el país de la incertidumbre, es intentar adivinar los gestos y las miradas para darles sentido a los sonidos que no encuentran eco en la memoria. Por Licinio supe que Barranquilla era una ciudad importante, y que Puerto Colombia era el principal puerto del país y uno de los más grandes del mundo, inaugurado hacía años con bendición religiosa y la música del vals Sobre las olas. La ciudad estuvo de fiesta durante dos días. También me contaron que el primer vuelo comercial en avión que se realizó en Colombia fue entre Barranquilla y Puerto Colombia. Cincuenta y siete cartas que dejaron caer en una bolsa de lona fue el equipaje que transportó un piloto alemán. Entre risas y burlas, porque yo decía Barranquila en vez de Barranquilla, tardé meses en aprender a pronunciar la elle.

    Recorrimos a pie el centro de la ciudad. Una enorme plaza a la que llamaban parque era el lugar más importante. La búsqueda de los altos rascacielos seguía trajinando en mi cabeza. Cuando Licinio me señaló un edificio moderno de unos siete pisos y dijo que era el más alto, comprendí que en Barranquilla no vería lo que me ilusionaba encontrar. Mi mente soñadora construyó allá arriba treinta pisos más, mientras Licinio me preguntaba extrañado qué había en el cielo que mantenía mis ojos en lo alto. Una sonrisa cómplice brotó entre los dos, en medio de las escasas

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