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Alfabeto de infancia
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Libro electrónico91 páginas1 hora

Alfabeto de infancia

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Alfabeto de infancia es una indagación en esa primera patria que es la infancia. En estas páginas, la autora hace una confesión de amor en la que se nombran nimias maravillas. Días intensos donde su pequeño corazón latía por cotidianos esplendores, por penas tempranas, por trágicas pérdidas; juguetes o sortijas que sellaban alianzas y derrotas.
Los relatos que reúne este Alfabeto, narran sin grandilocuencia la clara circunstancia de una niña en su primera confrontación con el mundo. El tono es cauto y “desnudo de artificios”, en él la evocación tiene el poder de traer a nuestros ojos las cuitas de esta niña que cuenta desde su jardín o desde la oscuridad de su alcoba, como se escapan, y como se recuperan preciosos lugares. Atravesando vocales y consonantes, se abren rutas que rebasan las fronteras de la infancia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 mar 2021
ISBN9789585516571
Alfabeto de infancia
Autor

Lucía Donadío

Es antropóloga de la Universidad de los Andes. Hizo un diplomado en Literatura del Siglo XX en la Universidad Eafit, Medellín. Escribe poesía y prosa. Es fundadora y directora de Sílaba Editores. Dirigió durante más de 10 años dos talleres literarios en Medellín: en la Universidad Eafit y en la Biblioteca Pública Piloto. Ha publicado los libros: Sol de estremadelio, Alfabeto de infancia, Cambio de puesto, Los ojos que me nombran y Adiós al mar del destierro.

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    Alfabeto de infancia - Lucía Donadío

    libros.

    aeiou

    Aurora

    Se quedó allí sentada en la oscuridad,

    contemplando cómo se alejaba de ella la niñez.

    William Faulkner

    La oscuridad anuncia la llegada de Aurora. Siempre regresa tarde del colegio. Pícara y vivaracha, alarga la tarde para estirar la cuerda del día. Cuenta a gritos su caminada por el malecón del río, abrazada a su novio.

    Desde el murmullo de mis pesadillas que se abren con el cierre del día, la miro con ojos derrotados. Embelesada con sus senos imperiales, sus ojos verdes como la malaquita que adorna el escritorio de papá, su voz cálida y arrulladora; admiro su caminar esbelto y atrevido que cruza corredores y puertas sin tregua ni escalofrío.

    Cada noche la oscuridad abre sus fauces de pozo hondo para devorarme. Deambulo de cuarto en cuarto por la inmensa casa, como buscando algo perdido, mientras Aurora, extendida en el sofá verde al lado de la mesita del teléfono, llama a Gladis, a Sandra, a Elisa, a Doris o a la amiga que recién conoció en la función de cine del teatro América.

    Aurora se sumerge todas las noches a las siete, acompañada de flores y aceites, en la bañera del baño rosado, que es de uso exclusivo de las mujeres. Cada baño de mi casa tiene un color diferente: el de la tía Sara, que vive con nosotros en el cuarto de huéspedes, es azul como sus ojos de mar; el de papá y mamá es negro y amarillo (las baldosas negras son de papá y las amarillas de mamá); el de los hombres es gris oscuro y el de las empleadas blanco, sin baldosín, pero con un chorro de luz que entra siempre por la ventana. Yo transito el inicio de la noche como un volcán cargado de lava. Pensar en el color de los baños aquieta por instantes mi desazón.

    En las tardes, cuando Aurora no está, ensayo a extenderme en el sofá verde, pongo el cojín sobre el brazo de madera y tomo el teléfono con mi mano temblorosa. El sonido agónico del aparato se queda esperando números que no conozco, amigas sepultadas en el intento fallido de invitarlas a mi casa, torrentes de afecto detenidos en el auricular de un teléfono demasiado negro para mi desamparo. Cuando era más pequeña me llamaba a mí misma, quería ver si el aparato me devolvía mi voz y mi nombre perdidos en la algarabía familiar. Incapaz de quedarme recostada en el sofá más de unos cuantos minutos, me siento y empiezo a garabatear rayas, círculos, líneas y triángulos en la libreta marrón que mamá deja al lado del teléfono: trazos errabundos de las oscuridades de mi alma.

    Me paro del sofá antes de que alguien me pregunte qué estoy haciendo allí, y arranco la hoja de la libreta para echarla en la papelera y no dejar rastros de mí expuestos por ahí. Acorralada en el pasillo del desconcierto, araño el cauce de la noche sin más luz que el anhelo del día que vendrá. Ningún lugar de la inmensa casa parece hecho para mí, ni el patio empedrado de redondos cantos donde jugaba con semillas de laurel, piedritas blancas que tomaba de los cactus, pepas del árbol de café, hojas del majagua y fríjoles y lentejas que sacaba de los frascos de la cocina. Con mis ollas y cucharas de juguete revolvía y mezclaba los ingredientes secretos, mientras el retumbar de voces añejas y feroces socavaba el encanto. Las niñas no juegan con tierra, las niñas no juegan con semillas, las niñas no se sientan en el piso y menos sobre las piedras, las niñas no se ensucian las manos, las niñas no se esconden..., las niñas no..., las niñas

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