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Destierro
Destierro
Destierro
Libro electrónico276 páginas4 horas

Destierro

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Destierro, la novela de Fernando Cruz Kronfly nos presenta la historia del Habibe, un desterrado. Primero, en cuanto hijo de inmigrante árabe pues para él está aniquilado el arraigo a la tierra, que lo es todo y, segundo, pues el Habibe también es desterrado por su madre. La tierra del inmigrante árabe se inicia con la madre y sus cantos. Desciende al padre, a los hermanos, los abuelos, los tíos y los primos. El destierro son los alimentos perdidos, la música que se fue, las tradiciones que desaparecieron, es el fin de la tierra conocida, el vacío mismo. Y cuando la madre es quien destierra al hijo, porque él ha decidido escapar con una mujer «no autorizada», el desgarramiento se torna sin fondo.

El Habibe es él mismo el rostro de todas las pérdidas reunidas en unos ojos negros y profundos. A través de él sabemos que el destierro no solo es estar fuera de la patria, sino también fuera de la casa materna, desconocerse a sí mismo y estar incapacitado para comunicarse con el otro.

Impecablemente escrita, hábil en el manejo de la palabra y el ritmo, la novela es un cuadro íntimo de voces que nos hablan de la humanidad: de búsquedas, encuentros y desencuentros; partidas y regresos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 nov 2020
ISBN9789585516519
Destierro
Autor

Fernando Cruz Kronfly

Buga, Colombia 1943. Es Doctor en Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad La Gran Colombia de Bogotá. En 1996 la Universidad del Valle le concedió el Doctorado Honoris Causa en Literatura y la distinción de Maestro de Juventudes. Fue Jefe del Departamento de Literatura e Idiomas, Universidad Santiago de Cali (1970-1972), Director de la Revista Fin de Siglo, editada por la Universidad del Valle durante sus primeros cuatro números. Ha sido profesor de la Universidad del Valle durante muchos años. Sus obras narrativas publicadas son: Falleba-Cámara Ardiente: La obra del sueño, La ceremonia de la soledad, El embarcadero de los incurables, La caravana de Gardel, Las cenizas del libertador, Las alabanzas y los acechos y Destierro. Entre sus ensayos se destacan: La tierra que atardece, Amapolas al vapor y La sombrilla planetaria. Ha obtenido numerosos premios, entre ellos: Premio Nacional de Literatura (Relato), Cali 1969; Premio Nacional de Libro de Relatos, Universidad de Nariño, 1.974; Finalista Certamen Latinoamericano de Relato, México, 1974; Premio Internacional de Novela «Villa de Bilbao», España, 1979; Medalla «Proartes» en Letras, Fundación para la Promoción de las Artes, Festival Internacional de Arte de Cali, 1997.

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    Destierro - Fernando Cruz Kronfly

    ISBN:

    Impreso: 978-958-57165-6-8

    Epub: 978-958-5516-51-9

    PDF: 978-958-5516-52-6

    Destierro

    © Fernando Cruz Kronfly

    © Sílaba Editores

    Editoras: Alejandra Toro y Lucía Donadío

    Revisión de original: Adriana María Galvis Cardona

    Ilustración y fotografía de carátula: Agosto. Ensamble: maleta, durmiente de ferrocarril, objetos de hierro. Autor: Luis Fernando Peláez

    Diseño de carátula: Juan Carlos Vélez S.

    Primera Edición: Medellín, Colombia, marzo de 2012

    Distribución y ventas: Sílaba Editores. www.sílaba.com.co silabaeditores@gmail.com.

    Carrera 25A No 38D Sur-04. Medellín Cel. 313-649-0459

    Reservados todos los derechos. Prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento.

    A la tribu árabe, desde el destierro.

    El poniente se encontrará a sí mismo

    en mí, sin mí.

    Ulises

    James Joyce

    Después de un destierro de tres años, cinco meses y trece días, el Habibe está a punto de reaparecer en el jardín de Chafiha. Yo soy el tal Habibe, Chafiha es mi madre y la cuenta de los días de mi ausencia se puede consultar en la libreta que oculto dentro de la bota izquierda del par en que me trepo cuando subo a la montaña. En representación de este pobre hombre hablaré como un tercero, sólo de aquello que no estimule sus gruñidos ni ponga en ruina su prestigio. Ya veremos qué pasa. Todos me reconocen ahora como el Habibe, y yo mismo acostumbro nombrarme de este modo ante el espejo cuando de madrugada me paso la navaja por la calavera y me acicalo y silbo como un pájaro. El Habibe no es mi nombre, pero así me empezaron a distinguir en el asentamiento de la barriada a partir del día que me revolqué por amor bajo las mesas del Betinotti, aplastado por la voz de Imperio Argentina, a quien hasta ese entonces no conocía. Desde aquel día aprendí que los errores se pagan toda la vida.

    El destierro privó al Habibe de sus siete hermanos legítimos y tres más naturales, hasta dejarlo hundido en la desolación. Por orden de mamá los legítimos le quitaron el habla y dejaron de considerarlo en sus asuntos, como si jamás hubiera nacido. Y de los naturales sólo supo que estaban felices con el incidente porque bien me lo merecía por engreído y malasangre. Cuando el Habibe buscó auxilio y le suplicó que intercediera en su favor, tía Rafaela lo amenazó con un palo y le tiró encima la puerta. Luego se complació al verlo huir por la vereda y desde la ventana le gritó: Lárgate de mi vista, demonio sucio, que a mi cuñada habrás de respetar. Tía Salomé, que era materna, para rematar se apareció una noche en el borde de su cama y se dirigió a él en un idioma extraño, estando muerta: Abajiabaj, Aristufak, vengo en nombre de Morad, dijo. Otras veces escuchó chillidos de niños que atravesaron la ventana de su estudio, estando ellos vivos aunque invisibles regados por el parque. El único que se puso de su lado fue el tío Jerala, a quien le empezaron a decir Cambalache desde el día que cambió su casa de Alcalá por dos cerdos y un chivo, estando ebrio. Nassira, su mujer, también le ocultó el habla, le cerró la bisagra y lo privó de los encantos de su cuerpo durante cincuenta y dos años, pero ya en el lecho de muerte le perdonó todo lo malo y lo mandó llamar para decirle: No te preocupes más por esos marranos de mierda, que a partir de este momento nunca más necesitaré casa. Fuiste un héroe.

    A través de un correo a tres bandas Chafiha le ha hecho llegar al Habibe la otra llave de su puerta y él podrá por fin cumplir con la promesa de su retorno, pues ya ha sido casi perdonado por lo que hizo. Entrará. No se sabe si al hacerlo tropiece con la muerte o apenas con los síntomas que en todas partes de la tierra se reúnen para anunciar el acontecimiento. Poco a poco habrá de despejarse la causa del destierro y del penoso silencio que sobrevino a la noche nefasta. Para volver sin producir escándalo, el Habibe ha decidido enviar por delante el olor de su vestido y poner a chirriar sus botas en el hojarascal. Buena jugada. Quiere que su cuerpo reaparezca bajo el pórtico mediante la acumulación de sucesivos granos de luz sobre su ropa, a fin de volverse visible del lado de adentro aunque invisible del costado de afuera. Así habrá de ser. Desde las ventanas apagadas de las casas vecinas, donde grandes ojos se encuentran preparados para registrar el acontecimiento, muy pocos podrán darse el placer de advertir lo que de todos modos habrá de suceder. Porque al Habibe también lo reconocen como el Tinieblo que chupa caramelos a la vista de los hambrientos pero a quien nadie ve.

    Hace cinco noches que Chafiha viene advirtiendo el incremento de las señales, pero ha preferido mantenerse en estado de quietud porque juzga todavía que quien debe doblar la rodilla y dar el primer paso es él y no ella. El momento cumbre está a punto de ocurrir y Chafiha se ha preparado con roscas de anís, bammy salteado y berenjenas hervidas en pasta de tomate, aunque no lo confiesa. Los rumores del vecindario hablan apenas de una sombra que se ha puesto a rondar por el lugar, pero mamá sabe de qué se trata, conoce las claves desde siempre y no necesita de más explicaciones. Como si no fuera ella misma, ha ido a reclinarse en la parte más oscura de la ventana. Pero ha dejado todo dispuesto para correr a sentarse delante del televisor instalado en su aposento, simulando no estar esperando a nadie.

    Al olfatear de lejos la presencia del desterrado, Chafiha sintió que el aire a su lado se movió de raíz. Casi no recordaba el rostro de su hijo entrado ya en la edad del sufrimiento, su frente agujereada por el vaho de la arena y el tiempo. Secuelas que le había dejado su inclinación en favor de la causa perdida de los miserables que ahogan la felicidad de la tierra. Tampoco tenía presente su pelo de loco ateo, su ropa cuando solía agitarse en el asiento a cuenta de rabias históricas cuyos motivos jamás le pertenecieron, sus silencios carentes de toda forma de virtud. Borrón explicable, pues la imagen que las madres sueñan de sus hijos suele estar al servicio de la idealización. Y, la que Chafiha prefería del Habibe, era aquella donde el niño aparecía saboreando en estado de obediencia cucharitas de huevo en su regazo, en épocas en que su alma todavía no se había podrido. Pero los tiempos fueron cambiando y el Habibe terminó convertido para ella en algo fuera de todo control.

    La memoria de los viejos es cruel y en corto tiempo el olvido se apodera de todo. Lo que acontece en la mañana se lo chupa el crepúsculo y los hechos de la noche pasan demasiado rápido a convertirse en pastura del sueño. Pero el destierro del Habibe aquella tarde de hacía tres años y los empujones que Chafiha debió darle cuando él por fin retiró del armario sus cosas para siempre, perduraban intactos en las dos memorias de aquel día.

    Ha llegado el momento de lo mucho que Chafiha está llamada a fantasear en el declive de la tarde para dar vuelta a la página negra, erguida como astilla de macana en el secado de la ventana. No debió ella perdonar nada y no se vio él forzado a ceder un centímetro en sus tercas convicciones y principios. El armisticio pronto habrá de firmarse y la dignidad mutua podrá quedar intacta. Imaginar con generosidad el mundo posible es subsanar con lo mejor de los sentimientos el vacío tenebroso, sin necesidad de recurrir al expediente del perdón, que asqueaba a los dos por igual. En este sentido ambos eran orientales de la médula. Pero a Chafiha imaginación no le faltaba, mucho menos generosidad. Nada de cuanto ella observaba en el paisaje correspondía al presente real, pero a propósito de este disparate del reencuentro todo resultaba prometedor.

    A pesar de su esfuerzo en favor de la reconciliación, no era creíble para ella que un rebaño de cabras hubiera empezado a flotar de repente en el aire de un lugar que no era el suyo, tras el pastor que golpeaba la tierra con un palo y de paso hacía sonar una campana. Animales cuyo hedor clamaba a las alturas gracias a la transposición de los territorios a que suele recurrir todo inmigrante, para ponerse a salvo de la agonía de los lugares perdidos. Con un pie en Oriente y el otro en Occidente, Chafiha debía enfrentar ahora el regreso del Habibe escoltado de cabras. Una prueba de este calibre podría ser dura de enfrentar, pero algo por el estilo era lo que estaba a punto de suceder más allá de los umbrales del sueño.

    De pronto apareció en la ventana la vecina de la calle de enfrente, cuyos cuñados tenían por costumbre mostrarse en el balcón para escupir sus flemas en la noche mientras que durante el día administraban la carbonera contígua a la trilladora. Todos estaban podridos de tuberculosis. El marido de la tal vecina había muerto ahogado en un rincón oscuro de la bodega y ella atribuyó el hecho a un maleficio de los esotéricos que un día se instalaron en la plaza con los ojos vendados para que nadie los viera. Esto sucedió en el final del último invierno. Venía acompañada de sus dos huérfanas menores, que saltaban cantando al tiempo que agitaban en el aire sus pequeñas carteras de terciopelo. Chafiha trató de esconderse tras el cortinero, pero ya era demasiado tarde.

    –Buenas sean, doña Chafiha –dijo Pureza.

    –Buenas sean, doña Pura, qué calor hace y usted todavía en la calle paseando a sus mellizas.

    –Dicen por ahí que su hijo ha decidido volver, felicitaciones por anticipado.

    Chafiha movió la mano empuñada en el aire para despachar de una vez el asunto, como quien introduce de regreso en el buzón del correo una carta sin abrir:

    –Quizás, pero ésa será siempre una decisión suya.

    –¡Ahhh, doña Chafiha, qué mala es usted!

    –Él sabe que esta fue siempre su casa y que suceda lo que suceda jamás dejará de serlo.

    –Pero hay que abrirle los brazos.

    –Ya él verá.

    Pureza captó el mensaje que Chafiha quiso poner a flotar en el aire de la barriada sobre el buen estado en que se encontraban las cosas, noticia que debía ser llevada cuanto antes a su destinatario.

    –Siempre es grato el retorno de un hijo después de tanto tiempo, ¿no le parece?

    –Ya veremos que pasa. ¿Y, sus hijitas qué?

    –Ahí van.

    –Se le van a quemar con este calor.

    –El sol siempre está lleno de buenas energías.

    Salida de la nada invisible, brotó junto a Pureza la otra vecina de enfrente. Se trataba de una flaca damnificada por la onda trágica de las libertades, cuyo marido había huído rumbo a las tierras umbrías desde hacía más de diez años, echándose a la espalda una mulata medio loca que vendía ruedas de bagre en el mercado y de la cual ella siempre tuvo sospechas de lo peor, por el modo como cantaba y porque en lugar de cerrar los ojos enfrentaba a los hombres. La mujer traía consigo una escoba de ramas verdes que le servía de apoyo y que a toda hora venteaba ansiosa en el aire:

    –Buenos días tengan todas, mujeres de dios. La vírgen de Fátima esté con ustedes.

    –Buenos sean, doña Chelita –respondieron en coro Chafiha y Pureza.

    –¿De qué hablaban, si se puede saber? –preguntó Chela, peinando de nuevo con la escoba las hojas secas del piso.

    Doña Pureza pensó dos veces lo que iba a decir, porque le tenía pavor a la lengua de Chela. Ella prefería la prudencia de Angélica, porque parecía ciega. Aun así, dijo:

    –Lo siento por usted, doña Chafiha, pero muchos aseguran que su hijo anda dándole vueltas a la manzana desde hace más de un año, como una sombra.

    Chafiha puso grandes los ojos:

    –¿Desde hace más de un año?

    –Esto nos resulta demasiado angustioso a todas nosotras.

    –¡Yo misma lo he visto con estos ojos! –terció Chela, agitada y con la mirada llena de maldad.

    –¿A mi hijo?

    –¡A su hijo, tal cual!

    –¡Es imposible!

    –No se extrañe, doña Chafiha, los hombres son aves migratorias cargadas de crueldad.

    –Pero sin hombres la carne no tendría sal, mujer, no hable por hablar.

    –No lo crea. Hoy se marchan por nada, mañana vuelven con el pico en el suelo, pasado mañana se sientan a aletear junto a la ventana para mirar a lo lejos las ilusiones perdidas.

    –¡Cuáles ilusiones!

    –Pues eso es lo que dicen los muy morrongos.

    –¡Calla esos ojos!

    –Lo que hacen es preguntarse por el paradero de cada mujer que se les escapó de las manos –terció Chela.

    –Eso es lo que esperan en la ventana vacía, sus mujeres perdidas, ya lo sé.

    –Sí, es cierto, me consta.

    –¡Ahhh!

    –¡Dígamelo a mí, que por causa de un mal viento perdí a mi marido!

    Hubo un gran silencio.

    –Chela asegura haber visto a su hijo dándole vueltas a la manzana al amanecer de ayer, y en esas se la ha pasado durante más de un año –dijo Pureza al cabo de un rato para volver al asunto.

    –¡Lo vi, es cierto, era una sola sombra roja!

    –¿Roja? –preguntó Pureza, chuzando a Chela con el codo para que Chafiha no viera.

    –Quizás tenga altos los glóbulos rojos, pero de eso no hay que preocuparse –explicó Chela, que en otro tiempo había sido enfermera.

    –Es posible, pero no hay que olvidar su pasado anarquista –repuso Pureza.

    Chafiha las miraba a las dos con ganas de escupir en sus rostros y luego ponerlas fuera de la ventana.

    –Dicen por ahí que todavía anda en las mismas, visitando sindicatos y toda clase de madrigueras.

    –¿Y, por qué no me lo habían dicho antes? –preguntó Chafiha, sin saber qué otra cosa decir.

    –Todas pensamos que usted ya estaba enterada del asunto.

    Chafiha quedó muda y Pureza tosió:

    –Iba para el comercio y se hace demasiado tarde. ¿Se le ofrece algún encargo, doña Chafiha?

    –Que les termine de ir bien.

    Respondió. Muy rápido la ventana de Chafiha quedó a oscuras.

    Chafiha no tartamudea por el tropel que estropea su cabeza, sino por causa de algo que no es miedo ni frío sino puro despliegue de ansiedad ante la espera. Hace tres años, cinco meses y trece días quedó tiesa de puro rencor, debido a la indignación que le causó la fuga secreta del Habibe con una mujer no autorizada. Y todavía lo sigue estando, aunque de todos modos un hijo es un hijo. Este fue, durante los últimos tiempos, su consuelo de viuda a la deriva que al final de sus días se entretiene con pellizcos de nada. Pero ahora el corazón le salta de alegría de sólo imaginar el reencuentro y ha quedado como hecha de pedernal delante del brillo intempestivo que desde las tierras orientales ha vuelto a visitarla. Tenía claro que su hijo representaba algo así como una joya en bruto, un animal de la naturaleza que no se había plegado a sus caprichos ni doblado ante ella para venir a lamer del plato de tabbule. Pero la vida fue siempre un combate de sangres que se aman y en la distancia se anunciaba por fin la cornamenta de las cabras, detrás de cuyas sombras cruzadas se escondía y reaparecía el Habibe, como quien lo quiere todo y al fin no quiere nada. El gran acontecimiento, pues, estaba a punto de hacer crujir la escena.

    Años después, Chafiha todavía juraba haber visto aquellos pulgosos animales marchar por el borde de la cuneta, rumbo a los criaderos que suponía establecidos en la oscuridad del tiempo. Y se creyó delante del mismo misterio que en las noches le hacía escuchar bajo las cobijas la música de la alta infancia, viejos hilos que ella destejía mientras canturreaba asustada, con los ojos clavados en el techo que la aplastaba ahora que avanzaba muy digna hacia el desplome de sus últimos días.

    Debido al polvo arenoso y a los malos olores que se apoderaron de la calle, tampoco pudo Chafiha identificar del todo a su hijo a la cola de la caravana. En el borde de los zuecos de aquellos hombres espigados, de piel que no era negra pero tampoco de aceituna y de ojos cuyas máculas habían sido estropeadas por las tempestades del Atlas, Chafiha pudo comprobar la imprudencia del aire cuando agitaba el dobladillo de las chilabas y dejaba al descubierto los leños tostados de las piernas. Era el viento de las datileras aquello pegajoso que los pastores todavía traían consigo y lo que ardía en su recuerdo nómada. Pero lo cierto fue que cuando aquel humor extraño arropó la espalda de los comerciantes que circulaban cubiertos de sacos y corbatas, como venidos de un mundo bastante mejor y más civilizado, aquella mano seca se volvió de escarcha para señalar la ruta de otra civilización que, en tanto deslumbraba, al mismo tiempo decaía. Entonces la burbuja explotó y la calle se volvió de repente un lugar habitual de Occidente, de cuyos ruidos urbanos y aires sucios tarde o temprano habría de brotar el Habibe.

    Esta era la manera como ella se representaba su nueva vida en América, después de tantos años de cobijo generoso y de tan lento desvanecimiento de su arraigo a Oriente. No se podía negar que a estas alturas de la historia vivida, para muchos Occidente no era más que un chicharrón en decadencia del que los avivatos se habían colgado a mordisquear, como de una gran teta hecha de falso resplandor. Aun así, y por más empeño que puso, Chafiha tampoco vio allí mamando de aquella grasera cancerígena a su amado Habibe, cuyo nombre a estas alturas representaba apenas una simple alegoría.

    Uldarico Clavel, más conocido entre los truhanes de la barriada alcohólica como el Habibe desnaturalizado de las américas, había decidido apostarle a la ruptura del encantamiento para venir a soplar otra vez en el mostrador de mamita el fermento que a toda hora brotaba de su esófago enfermo. Uldarico y el Habibe fuimos en el pasado casi la misma cosa, pero a estas alturas del viaje conjunto todo era diferente. Se trataba de dos sujetos superpuestos hijos de la misma cristiandad, nacidos cada cual por su lado pero enfundados en un mismo pellejo. Las barajas cerradas reclaman en su nombre el misterio, pero algún día habrá que partir las cartas para exhibir la entraña a los presentes. No era fácil para ninguno de los dos volver a casa de mamá Chafiha, donde todo a esta hora se derrumba. Las cartas estaban jugadas y tanto él como el otro conocían la situación de memoria imaginada, pero el Habibe se hacía el que no sabía nada a fin de aguantar el chaparrón y poder dar otro paso al frente en la puerca vida.

    En la avenida, que es ya un lugar atribuíble a Occidente, los carros pitan atascados en los semáforos cuyos cristales han sido rotos por la crápula. Es la hora del infierno y con su paso natural los animales de la arena profunda se fueron diluyendo, hasta quedar convertidos en imágenes huecas que los transeúntes hicieron disipar en el bulevar, donde ya se habían encendido los neones. Y con neones esparciendo su brillo encima de los costillares, ningún embrollo de cabras sobrevive para contar la historia. La vida es un combate de sangres que se aman y las copas de la alegría cínica deben permanecer siempre llenas. Viéndolo bien, también a eso es que el infeliz había regresado, aunque jurara ante Dios que el motivo tenía que ser otro que él todavía no conocía. Uldarico viene a engullir de nuevo aquello que desea, como en los viejos tiempos del descaro, pero este es otro asunto. En cambio el Habibe viene a suspirar y a escuchar viejos relatos, atribulado por la asfixia que le causa el recuerdo insistente de los días perdidos.

    Después de más de tres años de ausencia desalmada y graves desafueros, el Habibe ha resuelto hacer ostentación de su nueva vida ante Chafiha. Motivo por el cual debió arreglárselas para enviar el aviso de su retorno apenas como pudo, a espaldas de Uldarico, su otro lado en la unidad caótica que mamá fundó. Fue tan cruel para su existencia este largo interregno de vacas flacas y culpas en engorde, que el engreído mechón de su cabeza se decoloró hasta quedar para siempre enrarecido. Jamás se conoció que él hubiera esgrimido ante nadie argumento alguno capaz de explicar este gesto

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