Vísperas de destrucción
Por Guillermo Galván
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Madrid, 20 de julio de 1936.
El calor es asfixiante y las calles están revueltas después de los asesinatos del guardia de asalto José Castillo y, en revancha, del diputado monárquico José Calvo Sotelo. Se oyen noticias confusas sobre un ataque al Cuartel de la Montaña… Aunque la prensa da por sofocada la rebelión militar contra el Gobierno, el policía criminalista Carlos Lombardi no las tiene todas consigo. Interrumpirá sus cavilaciones funestas el aviso de su inmediato superior, el inspector jefe Balbino Ulloa: debe acudir al escenario de un crimen que ha tenido lugar en las mismas puertas del seminario conciliar.
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Vísperas de destrucción - Guillermo Galván
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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
Vísperas de destrucción
© Guillermo Galván, 2020
© 2020, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Imagen de cubierta: Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-9139-580-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Dedicatoria
Cita
Vísperas de destrucción
Nota del autor
A quienes nos sostienen la esperanza
Y tú
llevas el rencor
de un fusil.
Porque tú no crees
que los odios son
semilla de destrucción.
Días sin mañana,
Los Huracanes
Lunes, 20 de julio de 1936
El día ha amanecido amable, pero solo es un falso augurio, un miserable engaño. Ayer, los termómetros llegaron a los treinta y tres grados, y es de esperar que hoy esa cifra quede como anecdótica. Al menos, eso sugiere el sol que se filtra por las desgastadas lamas de la persiana del balconcillo, porque apenas son las siete y media y ya amenaza con morder la carne que roza.
Aún en pijama, el inspector Carlos Lombardi toquetea con miedo los mustios geranios. Necesitan agua; en estas fechas al menos dos o tres veces por semana, pero en los últimos siete días ni siquiera ha tenido tiempo para acordarse de ellos. Siente en la nuca la mirada reprobatoria de su madre, un escrutinio que, desde la foto que preside el mueble del comedor, le insta a mimar sus delicadas criaturas vegetales. «Riégame los tiestos, Carlitos, que se nos agostan». Con filial paciencia, el interpelado obedece mientras el puchero del café se decide o no a hervir en el braserillo eléctrico de la cocina.
Al verter el vivificante líquido con la regadera, el recuerdo de su madre se materializa como por arte de magia. Todavía le sucede a veces, cinco años y pico después de su muerte. Pequeños gestos repetitivos que devuelven al presente situaciones marcadas a fuego en la memoria. El simple hecho de exprimir una naranja, por ejemplo. En sus últimas semanas de vida, ella apenas comía mientras era devorada silenciosamente por la enfermedad. Solo aceptaba sin protesta el zumo de naranja, y él prensó docenas de ellas durante el corto tiempo que tardó en apagarse. Cada vez que lo hace desde entonces, ese mecánico ejercicio de muñeca sobre el