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Relatos grotescos
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Libro electrónico120 páginas4 horas

Relatos grotescos

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Información de este libro electrónico

Un jefe de personal que se lanza de una moto en marcha para poderse dar de baja y así poder vivir del cuento durante el resto de su vida. Un director financiero inculto que no financia y cuya finalidad es la de entorpecer el trabajo de sus subordinados. Un director general que cobra vida desde una tarta de bodas, sin ninguna personalidad para afrontar una crisis hostelera.

Estos son algunos de los personajes rocambolescos de estos pequeños relatos grotescos y cuyos únicos lazos de unión entre sí son la soledad, la ambición desmedida y, en definitiva, la estupidez humana.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 oct 2020
ISBN9781005145422
Relatos grotescos

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    Relatos grotescos - José Rey Salas

    RELATOS GROTESCOS

    José Rey Salas

    RELATOS GROTESCOS

    Los Boliches D. F.

    Edición corregida y aumentada en agosto 2020

    Copyright © 2020 José Rey Salas

    Editado por Editorial Letra Minúscula

    www.letraminuscula.com

    contacto@letraminuscula.com

    Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático.

    Índice

    PRÓLOGO

    EL DÍA DE LA JIBIA

    AQUEL JARRILLO DE LATA

    EL LOCO

    EL DEVORADOR DE LIBROS

    EL DESPELLEJADO

    LA GORRA DE PLATO

    LA AMISTAD

    LA RIVALIDAD

    EL RAMO DE LA NOVIA

    MALDITA VELOCIDAD

    EL ATÚN ENCEBOLLADO

    LA ABORRECIDA ESCUELA

    EL AGUJERO NEGRO

    LAS HUELLAS DEL ALMA

    FÁBULA

    EL DEPARTAMENTO DE RIESGO

    ASÍ HABLABA PELANDRUSCA

    PERDIDO EN LOS BOLICHES D.F.

    Y DIOS

    Y EL DEMONIO

    EL DIVORCIADO

    EL MUÑEQUITO DE LA TARTA DE BODAS

    EL HUNDIMIENTO

    PRÓLOGO

    En estos pequeños relatos he pretendido realizar un homenaje al esperpento que anida en toda realidad. Misión imposible pues la vida real siempre es más esperpéntica y supera toda ficción. A veces, dichos relatos, son como sueños absurdos y disparatados, imágenes de desvaríos con una pizca de realidad en el colmo de lo absurdo. También hay pequeños relatos basados en lo que me contaban mis padres, Pepe y Brígida, cuando yo era un niño. Leyendas de pueblo, a las que me he tomado la libertad de darles un carácter cómico.

    Los personajes se mueven como caricaturas y expuestos al ridículo más cruel. Ya que al estar despojados de sus caretas, sus más bajas pasiones afloran involuntariamente. En todo caso, lo único que he pretendido es provocar una sonrisa, conmover, o crear un sentimiento en el lector. Pues de eso se trata, de sentir sensaciones y de reírnos de todo, comenzando por nosotros mismos. No obstante, todas y cada una de estas historias están inspiradas bajo el notorio influjo de Los Boliches, el pueblo que me vio nacer.

    Si hubiese conseguido hacer fluir alguna inquietud en alguien que leyera estos escritos, aunque fuese una sola persona, me daría por satisfecho haber logrado tal propósito y quedaría agradecido para siempre.

    EL DÍA DE LA JIBIA

    Manolito Fogón se hallaba en sus quehaceres culinarios, ya que era el cocinero del departamento de personal del hotel Don Jenaro situado en el pequeño pueblo costero de Los Boliches D.F. Se encontraba cansado y deprimido por las muchas humillaciones que soportaba a diario. Pues los empleados siempre se quejaban de su comida. Había regresado después de una baja de seis meses, por depresión. Obligado por el médico que no encontraba nada raro en su comportamiento. Y allí estaba de nuevo, en el lugar menos apropiado y más odiado. Frente a una jibia, que observaba como su salvación.

    Había unos cuantos trabajadores a los que hubiese envenenado sin dudarlo un instante. Pero a quién de verdad odiaba hasta el tuétano era a D. Apuleyo Ganduliano y Haragán, heredero de una larga y vasta estirpe de haraganes, de los de siempre, de la calle Larios, y, por otra parte, Director de Recursos Humanos. Persona delicada para la comida, que no dudaba en reprocharle cada día sus fallos culinarios. Una vez, y con ojos desorbitados le dijo: ni en la cárcel se come tan mal. Tú quieres que te echen, pues vas a conseguirlo. Ya me encargaré yo. Y en otras ocasiones le soltaba lindezas como: ¿Qué? ¿Se te han caído las lasañas por las escaleras? Vamos dime la verdad. Si están todas destrozadas y mohosas.

    Pero la última noche, se ensañó con él con vehemencia. Ridiculizándole delante de todo el personal. Y Manolito jamás lo olvidó, ni se lo perdonó. Aunque en ocasiones, también conseguía alguna pequeña victoria gratificante. Y era que vertía bolitas de mocos y legañas, de su propia cosecha, en el plato de D. Apuleyo, ¡y como disfrutaba viéndole comérselos! No obstante, y viendo que eso no era suficiente, una noche preparó con esmero su venganza, en forma de jibia. Al fin sabrían quién era él. Se vengaría de todos, pues todos de alguna forma eran culpables. Cómplices de su martirio y artífices de su desgracia. Nadie era inocente y todos habrían de pagar.

    Manolito Fogón lo preparó todo concienzudamente. Descongeló la jibia y la dejó al aire libre varios días. Cuando las bacterias hicieron su trabajo, la cortó y la aderezó con una multitud de especias y una botella de vino blanco, para disimular su olor. Y al final la jibia quedó deliciosa y aromática. Al medio día, a la hora del almuerzo, la sirvió con una sonrisa en los labios y al llegar D. Apuleyo le dijo que podía repetir si quisiera, ya que había jibia de sobra.

    El jefe de Recursos Humanos se comió tres platos, colmados hasta el borde, que no se los saltaba un galgo y si me apuran, ni un caballo de carreras. Y al terminar el ágape, todos felicitaron a Manolito por el opíparo y suculento almuerzo. Todos, excepto D. Apuleyo, que no se bajaba del burro ni a escobazos. Y después de engullir como un cerdo, le sacó defectos a la inefable jibia.

    Esa noche, a las dos de la madrugada aproximadamente, todo el personal que comió jibia en salsa cogió el camino del excusado a toda prisa. Y se sentaron en el retrete a soltar lastre, vía anal. Algunos, los más favorecidos y que comieron poco, descargaron una sola vez. Y otros, la gran mayoría, se pasaron tres horas, entre idas y venidas. Pero hubo alguien que no se levantó nunca más del retrete. En efecto, D. Apuleyo Ganduliano, Director de Recursos Humanos del hotel Don Jenaro, fue hallado por su mujer en la taza a las 4 a.m. deshidratado, muerto, extinguido, expirado, fenecido; fiambre en la flor de su carrera hotelera, con una mueca horrible alterando sus facciones y un hedor insufrible como única compañía. En el suelo, y escrito con su propia mierda, se podía leer la palabra: jibia.

    Manolito Fogón no acudió al trabajo al día siguiente. Como excusa adujo que sufría una úlcera en el ojo derecho, producida por un chigatazo de la jibia al trocearla. El cual se introdujo en su ojo a modo de mota. Al día siguiente, dos guardias civiles se personaron en su estudio, sito en el barrio conocido popularmente como El Boquetillo. Y al ver que nadie contestaba al timbre, echaron la puerta abajo.

    Lo que los dos guardias civiles hallaron en aquel habitáculo sombrío y triste, era más parecido al cuarto de los horrores que a un pisito de soltero. Pues había una jibia de repuesto y en descomposición sobre una mesa horrible y deleznable. Pulpos mal encarados colgaban de pinchos, cual jamones de pata negra. Tarros de tinta de calamar, almacenados como si fuesen mermelada. Las paredes manchadas de esa misma tinta, con pintadas obscenas y recortes de periódicos, en los que se hablaba de envenenamientos. Así como media docena de libros, explicando las diferentes formas de preparar ponzoñas venenosas, utilizadas durante el imperio romano.

    También hallaron ojos de besugo, conservados en formol. Espinas de sardinas, utilizadas como peine. Aceites de ballena, a modo de brillantina y gorras de plato rellenas con cabezas de pescado, nunca se supo para qué. Uno de los guardias civiles salió a la calle a vomitar. Horrorizado y asqueado ante tanta inmundicia. Mientras el otro guardia se tapaba la boca y la nariz con un pañuelo, a punto del desmayo. No obstante, este último continuó inspeccionando el estudio. Encontrándose, a la entrada del cuarto de baño, con dos salmonetes hediondos pinchados en la pared, con clavos fabricados de espinas de arenques. Un centollo cariacontecido y moribundo se paseaba por el pasillo, utilizado como animal de compañía.

    Nuestro héroe (el guardia), anduvo tambaleándose hasta el cuarto de baño y lo que encontró en él le dejó petrificado y sin habla. En efecto, allí se hallaba Manolito Fogón, ahorcado, con un pulpo en el cuello y desnudo de cintura para abajo. En los azulejos y escrito con tinta de calamar podía leerse: Iros todos a la mierda. O mejor váyanse la mitad a la mierda y la otra mitad a tomar por culo. Las dudas le persiguieron hasta su última morada. El caso estaba cerrado.

    P.D. Con el tiempo se patentaron unas bolitas homeopáticas, fabricadas a base de jibia, como remedio contra el estreñimiento. A las que pusieron por nombre: Bolitas Manolito Haciéndose famosas con el slogan: Bolitas Manolito, una al día y descargará el culito No todo iba a ser triste en esta historia.

    AQUEL JARRILLO DE LATA

    La mañana gris y nubosa, en la que me detuve ante aquella tienda ¿Qué buscaba? ¿Burlar el hastío?, ¿entretener el aburrimiento? No lo sé, simplemente entré. ¿Destino o frío?

    Tal vez el frío destino me obligara.

    Miré por la enorme hilera de souvenirs que se posaban sobre una estantería, tal batallón de soldaditos, todos rectos y con la mirada al frente. Paseé por sus miradas vacías, la de los objetos inertes, y allí estaba, escoltado por dos azucareros blancos y en medio, aquel jarrillo de lata. Triste, solitario en compañía, la peor de las soledades, sediento de agua y de unos labios que lo arropasen.

    Me lo llevé a casa, creo que me enamoré perdidamente de su tintineo metálico y del fino borde que besaba mis labios al beber. Luego comprobé que aquel jarrillo servía para todo, era genial e incluso valía para tomarme la sopa y los potajes de lentejas. Puede parecer obsesión, pero se trataba de amor, lo juro, era un

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