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La ciudad de las alturas: El rey de los Asesinos
La ciudad de las alturas: El rey de los Asesinos
La ciudad de las alturas: El rey de los Asesinos
Libro electrónico392 páginas6 horas

La ciudad de las alturas: El rey de los Asesinos

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«Las guerras no siempre tienen su origen en el corazón de los hombres».
En esta primera entrega de la trilogía de «La Ciudad de las Alturas», Areos y los Guerreros de la Orden del Exilio deben enfrentarse a Elisius, un despiadado enemigo que aloja en su cuerpo el espíritu de Areon, el Gran Rey de Los Asesinos, el cual, a través de los tiempos, se ha encargado de desatar las más terribles hecatombes, causantes de la destrucción del mundo conocido.
Una historia épica, mágica y conmovedora, la cual, además de mostrarnos la fiereza encerrada en el cuerpo de un guerrero, nos lleva a explorar la necesidad que tiene el hombre de creer en la lealtad y la luz, después de atravesar por la tragedia, la traición y la desesperanza.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 jul 2018
ISBN9788417436995
La ciudad de las alturas: El rey de los Asesinos
Autor

Ramón Alejandro Rios

R.A. Ríos, cuyo nombre completo es Ramón Alejandro Ríos Navarro, nació en la Ciudad de México el 16 de Septiembre de 1983. Estudió la carrera de Médico Cirujano en la Universidad Nacional Autónoma de México, especializándose después como Anestesiólogo y posteriormente cursó la subespecialidad de Anestesiología Pediátrica en el Antiguo Hospital Civil de Guadalajara, donde actualmente labora. Aterrizando en el campo literario, su inquietud por escribir nació desde su educación media superior, después de sumergirse en las obras de múltiples autores, de entre los cuales destaca a Dante Alighieri, Baudelaire, Óscar Wilde, Edgar Allan Poe, H.P. Lovecraft, Carlos Fuentes, J. R. R. Tolkien, Julio Cortázar y José Saramago, citando a estos últimos tres como sus más grandes influencias. Prueba de ello, es esta primera de parte de la trilogía de «La Ciudad de las Alturas», la cual, él define como «una conglomeración de fantasía, suspenso, desesperación, lealtad y sacrificio, que de manera irremediable, nos lleva a explorar la necesidad que tiene el hombre de confiar en una esperanza que, muchas veces pierde y recupera tras someterse a la búsqueda de sí mismo».

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    La ciudad de las alturas - Ramón Alejandro Rios

    imaginar...

    Agradecimientos

    Ninguna obra está completa sino se agradece a cada uno de los implicados en su realización. Ante todo, a mi padre, que siempre me enseñó a usar la imaginación como un vehículo que no solo nos permite realizar las destrezas mas sencillas. Creo que es una buena manera de honrar su memoria.

    A Jesús y a Johan, que siempre me alentaron a no dejar de lado este proyecto.

    Siempre deseé experimentar esa sensación de volver a ver la luz, comparándome con el viajero perdido en una cueva, donde después de una larga oscuridad, veía el final del camino alumbrado por un artificio semejante al del amanecer...

    Asciende hacia el destino...

    Libro I

    De la hecatombe ancestral al resplandor menguante de nuestros tiempos

    I

    La sombra del caos y el mensajero de la luz

    Aunque la humanidad renaciera mil y un veces, no le bastaría un eterno ciclo de reencarnaciones para hacer remembranza de las más espectaculares hecatombes que han turbado a esta gran esfera, algunas veces llamada Tierra, en otras referida con el nombre de su espíritu, Gaia. Grandes cataclismos que han sacudido desde sus más profundos cimientos al hogar que le fue destinado a los hombres, originados de formas en ocasiones conscientes, e inesperadamente guiadas en otras situaciones bajo los estandartes de la ira y el deseo de solo hacer valer la ley de supervivencia de una raza. De forma objetiva uno sólo podría dilucidar que, de las mentes con predominio de perversidad y sed destructiva pueden provenir estrategias de xenocidio y furia abismal, sin embargo, no debe escapar de nuestro entendimiento la ambivalencia predominante en muchos de los hombres, una eterna lucha entre oscuridad y luz, la búsqueda de un equilibrio muchas veces, no necesariamente acariciado por la cordura y el júbilo. El poder y la ambición son elementos demasiado poderosos que hacen sucumbir a aquellos deseosos de vivir en el punto intermedio entre sombra y luz; por desgracia, los humanos siempre han sido presas fáciles de ambos factores, guiados por el deseo de imponer una manera uniforme de ideas, credo o pensamientos, sin atender la premisa de que, la peor prisión es aquella que solo está formada por una idea.

    Cuando la memoria sangra y se estremece al ritmo de las imágenes del horror y el holocausto, el único consuelo capaz de hacernos recobrar ese pequeño aliciente llamado esperanza, es imaginar a un elegido entre millones, con la tenacidad suficiente para hacernos creer de nuevo que la mente puede vencer esa constante disputa entre luz y sombra, fallando siempre a favor de la paz y el amor, cosas literalmente perdidas en los tiempos donde se escriben estas vivencias.

    Tratando de ver atrás, uno no es poseedor de suficiente temple para soportar y cuestionar las terribles experiencias acarreadas por el caos y la guerra. Ambas, fuentes de conducción hacia la desolación de lo que el ojo humano es capaz de ver y captar, finalmente nos hacen llegar a ese gran estado de vacío y desesperanza, concluyendo de manera posterior en la pérdida de uno mismo, dentro de sí mismo.

    Costas del Mar Mediterráneo en Italia, Septiembre de 1609...

    En dirección norte, millares de huellas en la arena son dejadas atrás por el paso de aquellos, vestidos para la guerra. Los ojos fijos en una sola dirección, aunque contradiciéndose con la mirada perdida, acompañada por la mente enclaustrada dentro de sí misma. Una sola idea, un estandarte único, era el llamado de la guerra, ese caos en el viento que sopla hacia todos los puntos cardinales. Un líder al frente de todos ellos sobresale de los demás por la furia que emerge de sus ojos: Areon, el Rey de los Asesinos. Una planeada estrategia que solo tiene un objetivo, la cabeza de Ignis, el Gran Guerrero del Alba, general de la Órden de los Guerreros del Exilio, una alianza de los humanos sobrevivientes a la llamada «Desolación mediterránea», con fecha del 15 de Agosto de 1608, frente al Mar Mediterráneo.

    Miles de soldados por parte de ambos bandos, la muerte es solo el guía, una entidad que es la única ganadora en todos los conflictos. Poco a poco se aproximan a ese punto, el cual marca el inicio del gran río de sangre. Lanzas, espadas, arcos y flechas, las manos de cada soldado son las encargadas de su propio destino. Por fin frente a frente, ambos escuadrones en un alto adornado por el silencio abismal, de vez en cuando interrumpido por la brisa y el ruido de las olas marinas. Areon, ese hombre de gran estatura, corpulento, de piel terriblemente pálida, sólo portaba como traje para la batalla unos pantalones negros, calzando unas pesadas botas de igual color, dejando su torso desnudo e imponente a la vista. Su enorme cabellera negra, ondeante al ritmo del viento dejaba entrever de forma espontánea unos enormes ojos verdes, adornados con una mirada amenazante y fúrica. Frente a él, Ignis, mostrándose de forma antónima, vestimenta blanca, botas caquí, cabellera blanca y ojos café, expresión repleta de compasión, tal vez en ese instante presente ante las inminentes demostraciones de destrucción y masacre aproximándose.

    Un solo llamado y ese atroz juego llamado batalla daría inicio. Areon desenfundó a Iris, su arma más mortífera, una espada con el filo impregnado por la sangre de miles de guerreros, esperando saciar su sed nuevamente, sin duda alguna esta sería la oportunidad por excelencia. Areón dirigió el filo de Iris hacía su máximo oponente y los soldados a su cargo tomaron esa señal como el inicio de la batalla. La guarnición de Areon emprendió a paso veloz la embestida contra las tropas de Ignis. En un abrir y cerrar de ojos las lanzas y espadas chocaron una contra otra entre ambos bandos, en breves periodos no hacían contacto entre ellas, pues alcanzaban en forma certera a varios infortunados. Aquí y allá se veía la caída de uno por uno. En uno de los puntos de la pelea, un par de soldados de Areon acribillaban con una bestialidad desmedida a uno de los integrantes de la guarnición de Ignis. El pobre desgraciado fue clavado al piso por los hombros con dos lanzas y por las piernas con dos enormes espadas. Su fin llegó cuando le fue arrancada la cabeza y arrojada al mar. A unos cuantos metros, un soldado de Ignis fue empalado y ambos brazos le fueron amputados. Al percatarse de estas abominaciones, los hombres de Ignis redoblaron el esfuerzo para poner fin a la masacre. De manera inexplicable, una formación de arqueros de Ignis abrieron fuego y lograron herir a un buen número de los hombres de Areon. Para sorpresa de Ignis, una de las miles de flechas disparadas consiguió herir a Areon en el hombro izquierdo. Ignis no dejó pasar esta excelente oportunidad para consumar de una vez esta batalla. Se dirigió al lugar donde Areon se lamentaba por su herida, se encontraba arrodillado, sintiendo el calor quemante del dolor perforar cada parte de su cuerpo. Al alzar la mirada y percatarse de tener a Ignis frente a él, la furia y el dolor consiguieron reanimarlo, arrancó la flecha de su hombro, con una expresión de odio se abalanzó sobre Ignis y ambos comenzaron a luchar, de manera limpia, desprovistos de armas.

    Ignis y Areon rodaron sobre la arena, cada uno deseando recuperar el control del uno sobre el otro, Areon consiguió propinar una patada sobre el pecho de Ignis, haciéndole tambalear hasta caer en la playa. Al estar tumbado, Ignis observó el desarrollo de la batalla: sus tropas flaqueaban, cientos de cadáveres de sus hombres flotaban en el agua, la cual sustituía poco a poco su color azul por un rojo vivo, la sangre de los soldados daba esa macabra apariencia al Mediterráneo. Areon seguía doblándose del dolor, a su lado, Iris lucía inerte su filo mortal. Ignis corrió hacia ella, la empuñó fuertemente y hundió su hoja en el abdomen de Areon. Éste cayó a la arena, Ignis se arrodilló sobre él al mismo tiempo que hundía más y más a Iris.

    —Mírame fijamente Ignis.

    —Hasta la muerte tiene un fin, Rey de Asesinos.

    —Mi cuerpo y mis huesos habrán de desintegrarse hasta confundirse con la arena, pero mi esencia trascenderá materia, espacio y tiempo. En el corazón de los corruptos y en todas las naciones encontraré a los deseosos de furia y muerte. Ignis observó que los ojos de Areon cambiaban del color verde a un blanco perla, con unas pupilas negras puntiformes. Aterrorizado, Ignis continuó clavando a Iris en el cuerpo de Areon. Gracias a sus últimas fuerzas, Areon logró exclamar un último mensaje:

    —En el risco más alto de ésta playa tus ojos contemplarán aquello que mis manos lograron forjar. Guerrero del Alba, tú y yo vagaremos de forma constante, en un sentido inmaterial hasta reencontrarnos de nuevo.

    La hoja de Iris comenzó a emitir un enorme resplandor, tan intenso que cegó y quemó a todos los soldados en la playa, de manera indiscriminada, sin importar si eran del bando de Areon o de Ignis. De alguna extraña manera, esa luz no logró lastimar en lo más mínimo a Ignis. Del cuerpo de Areon emergió un enorme rayo, el cual se elevó hasta el cielo hasta perderse con las nubes. Ignis notó que todo a su alrededor tomaba un extraño color blanco resplandeciente y poco a poco fue desvaneciéndose, hasta caer de bruces en la playa.

    Al despertar, Ignis contempló un paisaje totalmente desolado. Por donde él divisara, solo habían indicios de la batalla, armas en la arena sin dueño alguno, el agua del mar teñida de un rojo vívido gracias a la sangre de los caídos, el único sobreviviente al parecer, se trataba de él. Sorpresivamente, el cuerpo de Areon tampoco se hallaba ahí. Algo atrajo aún más su atención, Iris se encontraba clavada en la arena, exactamente en el sitio dónde pereciera su dueño anterior, con su hoja reflejando la luz del Sol. Meditabundo, Ignis se colocó frente a ella, contempló detenidamente cada detalle de esa joya mortífera, la empuñó y de un solo esfuerzo consiguió extraerla de la arena. A pesar de ser una espada de dimensiones considerables (medía aproximadamente más de ciento veinte centímetros), le sorprendió su extraordinaria ligereza, lo cual le facilitó maniobrar de manera ágil con ella. Más de una vez resonaban las últimas palabras de Areon dentro de su mente: «en el risco más alto de ésta playa tus ojos contemplarán aquello que mis manos lograron forjar. Guerrero del Alba, tú y yo vagaremos de forma constante, en un sentido inmaterial hasta reencontrarnos de nuevo». Aparentemente, pudiese haberse tratado de alguna clase de pista, una tormentosa visión de los sucesos por venir en tiempos no muy distantes o simplemente algo similar a una maldición. Del punto dónde Ignis se mantenía en pie hasta el risco más elevado, había de separación una distancia considerable: aproximadamente unos cinco kilómetros. Exhausto y atónito por la desolación, Ignis sacrificó gran parte de su energía restante al emprender esa travesía en la búsqueda de algo probablemente incierto. Herido, con el dolor acompañándole y a paso vacilante, comenzó su marcha a través de la playa. El bello espectáculo del atardecer mitigaba de forma mínima su pesar por la pérdida de todas sus tropas. Cada paso dado por la playa le imponía la condición de no echar la vista atrás, de lo contrario, eso le provocaría evocar los últimos instantes de la batalla lo cual le traería más tormento mental, mala combinación si la mezclaba con el dolor físico experimentado en el momento. Por algunos segundos, percibió sangre escurrir de su rostro y caer en forma de diminutas gotas a la arena, cosa no lo suficientemente fuerte para hacerlo flaquear. La brisa marina parecía frenarle la velocidad del paso, empeñándose más, más, más y más por mantenerse firme y con un andar constante. No imaginó que el recorrido de esos cinco kilómetros pudiera ser comparable a una jornada maratónica.

    Con el rostro impregnado de cansancio y sus energías abatidas, consiguió llegar hasta el risco. Sus ojos presenciaban ante sí una formación rocosa en extremo escarpada, adornada por enormes salientes filosas. Observó con una expresión, mezcla de asombro y desconcierto, la ausencia total de caminos que lo condujeran de la base a la cima del risco. Esto suponía un nuevo reto: escalar hasta el punto más alto, extrayendo de cada célula de su cuerpo hasta el último aliento de energía para cumplir su meta. Los sentimientos de rabia y desesperación, lograron que se arrodillara frente al risco y al mismo tiempo la impotencia le obligaba a maldecirse. No hallaba manera de concretar su misión, mucho menos fuerza alguna que lo impulsara. Se dejó caer en la arena contemplando a ese enorme enemigo de rocas y peligrosas verticales; cerrando los ojos un momento decidió perderse unos segundos en ese extraño éxtasis proporcionado por la derrota y la fatiga. Despertó, una pequeña chispa de vida emergió de sus adentros. Erguido, puso una mano en la primera roca del risco y se impulsó para alcanzar una pequeña abertura en la pared. Rítmicamente, brazos y piernas ejercían su labor para escalar poco a poco hacia la cima. El viento hacía malas jugadas por ratos, deseándole a través de sus soplos veloces una vertiginosa y fatal caída. Ignis resistió las tempestivas adversidades eólicas, percatándose del hecho de que, las abundantes salientes del risco hacían de esa escalada una tarea hasta cierto punto, un poco amigable. El sudor le empañaba la visión pero a pesar de ello no tardó en vislumbrar la proximidad de la cima. Inhalando y exhalando fuertemente, colocó su mano derecha en el último boquete, la izquierda logró tocar suelo horizontal. Vigorosamente ejecutó el último impulso para ponerse de pie en la cima, jadeando de forma frenética gracias al esfuerzo sobrehumano. Cayó un instante sobre sus rodillas, en un afán por recuperar el aliento, pero al alzar su mirada, no logró concebir la reveladora visión frente a él: una enorme torre rodeada por innumerables construcciones, paisajes boscosos, y rematada por una extensa muralla en forma octagonal rodeando a esa ciudad oculta.

    Descubrió una escalera, la cual parecía conducir de la punta del risco hacía la entrada de la ciudad. Inició su andar en la escalinata, las paredes del risco le imprimían un toque monumental a ese descenso. Mentalmente llevó la cuenta de cada escalón que bajaba, el resultado le dejó de más sorprendido, parecía haber bajado cientos de metros en ese recorrido. Al llegar a la base de la escalera, una extraña niebla bloqueaba su visión, no podía distinguir más de 10 metros en cualquier dirección. De igual manera, esa niebla borró de forma paulatina la escalera detrás de él. No sabía a dónde dirigirse, aunque la intuición brotó espontáneamente en su mente, guiándolo en línea recta hacia un punto, por desgracia inespecífico. Caminó unos 50 metros aproximadamente hacia enfrente y algo lo hizo detenerse, un objeto macizo, de consistencia rugosa, poco a poco sus manos fueron habituándose a la forma de aquel obstáculo, buscando dejar atrás su naturaleza desconocida. Arriba, abajo, a ambos lados, palpó con avidez, deslizó sus manos en todas direcciones y algo llamó su atención, una hendidura vertical que parecía prolongarse más allá del alcance de sus brazos. Sorpresivamente, la extraña niebla comenzó a disiparse, dejando a la vista de que se trataba ese extraño obstáculo: era la división de las dos hojas de una enorme puerta, al parecer, el acceso principal a la ciudad. Cuando la niebla se hubo esfumado por completo y le permitió a Ignis tener vista total de lo que tenía frente a si, contempló que la puerta media aproximadamente unos 15 metros de alto, con una anchura de 5 metros. La unión de ambas hojas dejaba ver el grabado que en ella se mantenía: un ángel con las alas desplegadas, con la envergadura abarcando todo el ancho de la puerta, con la mirada apuntando hacia el cielo y en la mano derecha una lanza, con la punta dirigida a la misma dirección. A ambos lados de la entrada principal, se erguían las murallas de la ciudad. Decidido, deseó abrir la puerta, pero la ciudad parecía tener vida y se mantenía alerta ante la presencia de cualquier criatura ajena al interior de sus muros. Empujó, pateó, arrojó su cuerpo contra la entrada, todo esfuerzo era inútil, la puerta jamás se abriría. Se dejó caer de bruces en el piso, la textura de la roca pulida daba un confort que le pareció inusual. Cerró los ojos, exhausto, nuevamente el sueño lo invadió y se dejó abrazar por la quietud que la escena ofrecía, pues se encontraba sólo, sin ningún otro humano o bestia a la vista. Despertó, parecía que esos minutos de sueño hubieran sido horas, miró la puerta una vez más, optó por no continuar su intento de abrirla. Algo cayó a su izquierda, un pequeño fragmento de la muralla, no prestó suficiente atención a ese detalle, pues la imagen del ángel grabado en la puerta lo terminaba cautivando. Otro fragmento desapercibido, uno más, pero ahora caía en el lado contrario del primero, otro más, pero esta vez más grande y lejano de dónde él se ubicaba. Creía que la tierra se había cimbrado bajo sus pies, aunque espabiló y posteriormente se dio cuenta de que se estaba iniciando un sismo, y al no encontrar escapatoria alguna de ese lugar, corrió presurosamente a la escalera, pero de forma súbita, la escalera, hasta hace unos momentos oculta por la niebla, estaba a la vista, pero poco a poco fue quedando sepultada por las rocas que se desprendían de las paredes que la flanqueaban. La puerta comenzó a crujir, pero se mantenía sin una sola grieta, las murallas lo hacían de la misma manera. Más sorprendido quedó aun al percatarse de que las murallas parecían desprenderse de sus cimientos, como si una fuerza sobrenatural e invisible las succionara hacia el cielo. Y no solo los muros se deshacían del piso, cada torre y edificación hacían despedida de su prisión terrenal: la ciudad se rehusaba a seguir atada a una tierra sin amo, Ignis no tenía posibilidad alguna de supervivencia, sería transportado junto con la ciudad hacía un lugar desconocido, o en el peor de los casos, sucumbiría aplastado por los montones de rocas que caían en todas direcciones. Solo había una alternativa: la muerte, esa siempre se mantenía asegurada en la existencia de cada entidad que pisara este planeta y en el caso de Ignis, no se haría una excepción. Así pereció Ignis, hallando su sepultura entre miles de rocas, sin poder presenciar ese espectáculo dantesco que se desarrollaba: Acropolion, la gran capital fundada en secreto por Areon, ascendía hacia los cielos, renegada tras la partida de su amo, aunque no se elevaba sola, de entre los escombros que dejaba tras de sí, Iris se abría paso de entre los centenares de roca que sepultaban a Ignis, elevándose junto con Acropolion. Nada concerniente a Areon o Acropolion tenían cabida en la Tierra, por los siglos venideros.

    Sucedió que la historia de la Tierra y de los hombres continuó plagada por cientos de batallas y conflagraciones, por desgracia, muchas de ellas con pérdidas irreparables. Aunque nunca se encontró explicación alguna o motivo para darles inicio y fin, mucho menos se supo quién o quienes, de manera precisa, se encargaban de iniciarlas. Los hombres, en su eterno deseo de poder y dominación jamás estuvieron solos, la sombra de Areon, errante desde su caída en la Batalla del Mediterráneo de 1609, se mantuvo invadiendo el cuerpo y la mente de cada líder bélico, sembrando de manera irracional la venganza y la muerte, insatisfecho siempre al fin y al cabo. A través de las edades del planeta, nunca sintió un acoplamiento perpetuo entre sus víctimas, por lo que vagó por todos los rincones del mismo, buscando no sólo un vehículo de ambiciones, sino un verdadero ente hecho de carne y huesos capaz de establecer con él la simbiosis más mortífera jamás descrita o cantada por los hombres, pues sabía que su próxima oleada de muerte y caos estaba cerca, y dichos eventos serían dignos de ser remembrados por la raza humana, hasta el final de sus días.

    Cercano estaba el momento del resurgimiento de Areon, y vagó por Europa, hasta centrar su mirada en los bosques de los Montes Apeninos en Italia. De forma inconsciente, alguien ahí lo esperaba.

    II

    El despertar del que espera entre los bosques

    425 años después de la Batalla del Mediterráneo, Apeninos Meridionales, Italia.

    Se escuchaban de forma incesante en los bosques choques de hojas de espadas, exclamaciones y palabras de ánimo y valor. Un par de hermanos entrenaban con un ahínco envidiable para muchos guerreros que pululaban de forma clandestina a lo largo y ancho de los Montes Apeninos. Para aquellos que de forma voluntaria se toman la molestia de leer estos relatos, se les hará inevitable el planteamiento de la pregunta: ¿guerreros en estos tiempos modernos? He aquí una breve explicación a manera de respuesta: cinco años atrás acaeció una gran guerra, involucrando a naciones de todos los continentes, la cual duró tres años. Innumerables bajas se calcularon, resultado de las sanguinarias batallas, sumando a la vez incontables pérdidas materiales, las cuales, por razones de estricto apego a la moralidad del hombre, jamás han de superponerse a la extinción humana. El número de naciones caídas era incontable, acompañándose además de escasos sobrevivientes. Tras la desaparición en masa de ciudades, pueblos y múltiples conglomerados aislados de habitantes, dispersos aquí y allá en cada esquina del mundo, los contados habitantes que aún moraban en los vestigios de lo que alguna vez fue una prodigiosa y fértil Madre Tierra, juraron solemnemente no levantar contra sí mismos ningún artefacto capaz de arrebatar vida alguna, una tregua por el bien de todos, una promesa pacífica por así llamarlo. Cada arma y vehículo bélico fue despojado de sus dueños y orillado a su destrucción inmediata, consumando así la idea, hasta cierto grado aborrecible y nefasta de matar por necesidad e instinto, pero desgraciadamente en el corazón del hombre, no solo de uno, sino de miles, aún se encontraba cimentada la idea de arrebatar vida por el mero y vacío placer de hacerlo. Sin contar a estos seres desprovistos de sensatez, el resto no sintió necesidad de obligar a los dedos a acariciar botones y gatillos, dando un paso atrás a la idea de la supervivencia, recurriendo a armamento rudimentario para obtener ese privilegio que en estos días se llama alimento. Los aun poseídos por el pacifismo, no veían necesidad alguna de entablar relaciones guerreras con otros semejantes, eligieron el camino de la paz y la hermandad, impuestas de manera obligada por el holocausto, transcurrido hace ya algunos años. El empuñar una espada o un cuchillo, no meramente trascendía como una señal de muerte anticipada, el uso de las armas era visto con fines de entrenamiento, pues es sabido que, dentro del espíritu del hombre, siempre es latente un despertar oscuro, que llama a una nueva hecatombe.

    Los dos hermanos, de manera ficticia reñían frenéticamente. Ambos blandían las espadas con singularidad mortífera, sin olvidar la peculiaridad fingida de ese encuentro, un entrenamiento al fin de cuentas.

    —Mi insoportable hermano menor, aún flaquean esas piernas ante mí. Las gacelas podrían envidiarte por tu rapidez, pero un guerrero recriminaría tu mano inexperta —dijo Elisius, el mayor de los dos hermanos.

    —En cierta medida, mis ideas pueden dirigir mis manos y la espada hermano, y esas, siempre han sido mejores que las tuyas —respondió Tarsius.

    Elisius era un hombre de piel extremadamente blanca, alto y con una corpulencia imponente, una larga cabellera negra caía hasta la mitad de su espalda. Acostumbraba el entrenamiento solo vistiendo únicamente pantalón y botas negras. Tarsius, era de estatura más baja, un poco menos corpulento que Elisius. Podríamos decir, que es un poco recatado en cuanto a indumentaria, a la hora de practicar el arte de la espada junto a su hermano. Vestía siempre camisa blanca y pantalones oscuros, las botas se le figuraban algo ostentoso y pesado, además de culparlas siempre en restarle velocidad a sus movimientos.

    «Testarudo, aunque noble». Así solía describir a su hermano Elisius. Y nunca dudaba de esas aseveraciones. Tarsius siempre mostraba su admiración a Elisius por esas dos cuestiones. En los profundos ojos negros de Elisius se veía esa chispa de vida y humanidad, muy escasa entre los hombres. Tarsius, menos aguerrido, fue la contraparte perfecta de Elisius. Noble de alma y corazón, guerrero por naturaleza, en menor proporción a su hermano Elisius, pero siempre demostrando mayor sensatez y raciocinio antes de propinar un golpe. Una dupla perfecta si bien puede analizarse de esa forma.

    No estaban solos en ese entrenamiento. Una mujer alta y de piel blanca los veía, sentada junto a un árbol. Poseía un rostro adornado con ojos verdes y a través de una mirada cándida los contemplaba. El viento hacía, a manera de efecto, agitar su cabello negro. Ahí estaba Alina, vigía y compañera de Elisius, cómplices de encuentros, derrotas e intimidades. Ambos se manifestaban un profundo amor, siendo Tarsius fiel testigo de ello.

    El ocaso anunciaba el final del entrenamiento de ese día. La delicada luz del atardecer se filtraba discretamente por las copas de los árboles, iluminando de manera vívida el sendero que frecuentaban recorrer para el regreso a casa. Elisius se acercó al árbol donde se encontraba Alina, la ayudó a incorporarse y junto con Tarsius, se disponían a tomar el camino de regreso. Elisius creía escuchar algo, una vocecilla, aguda, suave, con decibeles dentro de lo apenas perceptible. No prestó atención y continúo andando junto con Alina y Tarsius. Una vez más, alguien lo llamaba, una presencia inadvertida lo invocaba, su nombre resonó en su cabeza, pues Tarsius y Alina no parecían percatarse de ello. Eligió dar marcha atrás, ordenó a su hermano y Alina continuar sin él a casa, provocando en gran medida el desconcierto de ésta última. Habiendo adelantado ellos un tramo considerable y tras haberlos perdidos de vista, Elisius se internó de nueva cuenta entre los árboles, no sintió la necesidad de desenvainar la espada. Con la guardia baja caminó, no sin paso vacilante, escudriñando cada árbol y arbusto esperando encontrar el origen de esa voz, apresuradamente metió las manos en cada arbusto, nada. Veía a las copas de los árboles, las ramas mostraban solo un discreto movimiento, resultado del viento, nuevamente nada a la vista o al acecho. «Elisiussssssssss,» la voz parecía más insistente, «Elisiussssssssss», parecía dirigirse a él con más fuerza, «Elisiussssssssssssssssssssssssss». Era una voz, ya no aguda como al inicio, ahora tomaba un aire más grave y varonil, estremecedor, escalofriante, pero mezcla de amenaza y amabilidad. Elisius volvió la vista atrás, arriba, abajo, derecha e izquierda. Nada ni nadie lo acompañaba, sólo se encontraba con la vigilancia inmóvil de los árboles. Caminó un poco mas, hasta llegar a una zona desprovista de matorrales, demarcada en forma de círculo por los árboles. Se plantó en el punto central del círculo y la voz hizo presencia de nuevo. En esta ocasión, la voz era tan clara y audible como la de una persona rozándole los hombros. El temor comenzó a invadirlo, estuvo más de un momento tentado a gritar, pero la plena certeza de llamar la atención y preocupación de Alina y Tarsius lo detuvo, pues seguro estaba de algo, ellos no se hallaban aun lo suficientemente lejos de ahí. Esa intrigante sensación llamada escalofrío lo recorrió de pies a cabeza, bajó la mirada y por un instante deseó imaginar algo: lo que recorría el suelo era meramente producto de su mente asustada. Una extraña mancha negra, hacía un recorrido lento bajo sus pies y tomaba forma de una línea serpenteante entre las hojas. Se acercaba poco a poco a él, haciéndolo retroceder hasta caer de forma abrupta sobre el follaje. Con la mirada horrorizada, admiró esa extraña entidad negruzca, acercándose a él de manera amenazante. Como originada de manera sobrenatural, una extraña mudez pareció originarse en él, impidiéndole gritar o exclamar cualquier señal de auxilio. Cerró sus ojos, perdiéndose en esa oscuridad que únicamente el contacto estrecho de los párpados es capaz de provocar.

    Abrió los ojos, el paisaje parecía despejado de nueva cuenta y se reconfortó al descubrir la ausencia de la mancha negra, pero de forma súbita, como si una catapulta invisible lo proyectara desde el suelo, se precipitó de forma brusca e imprevista contra uno de los árboles que tenía frente a él, y de ahí al del lado izquierdo, al de la derecha, contra el que se encontraba al frente. Así permaneció durante varios segundos, impactando su cuerpo contra los árboles, disparado por una presencia invisible, hasta que nuevamente cayó sobre las hojas. El dolor por los huesos y la carne golpeados punzaba en todas partes, pero esos no fueron sus principales puntos de atención, pues repentinamente su cuerpo comenzó a levitar sobre el follaje. La mancha negra se había manifestado nuevamente, esta vez no solo con la forma de la línea serpenteante que había presenciado en un inicio, ahora se trataba de un viento negro que parecía emitir numerosas ramificaciones a la manera de brazos en todas direcciones, deseando envolver el cuerpo de Elisius. El viento negro se metía de forma inexplicable en el cuerpo de Elisius, provocándole una sensación quemante, no pudo mantener la boca cerrada, debido al miedo y al asombro, el viento negro se abrió paso por ahi de la misma forma. La voz se hacia presente.

    —Has respondido mi invocación de manera voluntaria, siendo tus pasos guiados por la curiosidad y el asombro, al mismo tiempo por el sometimiento y la lealtad. Gracias a ti, mi semilla habrá de esparcirse como en los tiempos ancestrales— manifestó la voz.

    Oscuridad otra vez, la privación involuntaria de la vigilia lo invadió de nuevo. Al despertar, se percató de que se encontraba totalmente desnudo, pero eso no fue el hecho relevante, ahora, a su vista todo había perdido color: los árboles, matorrales, objetos, todo dejó su escala cromática original, ahora todo era color rojo, en diferentes tonos, predominando ese que semejaba al tono de la sangre. Se frotó ambos ojos, sin obtener resultado. Ahora todo para su visión era rojo, hasta la luz del atardecer, colándose entre los árboles, dejó su cálido tono amarillo para convertirse en una proyección rojiza del Sol. Tambaleándose, poniendo a manera de sostén sus manos en los árboles, caminó hasta alcanzar nuevamente el sendero que conducía a casa. Lo perturbaba su extraña visión de las cosas, ahora nueva para él; todo era rojo, como si la sangre hubiera sido colocada a pinceladas sobre cada objeto y criatura viviente, dándosele este color a manera de atavío. Al llegar al sendero, cayó de bruces, jadeando, pero reunió fuerzas y se sintió capaz de andar de nuevo. Caminó, se encorvaba en ocasiones, sosteniendo su brazo izquierdo. Apesadumbrado, marchaba a su hogar, sin mostrar remordimiento alguno por mostrarse desnudo ante la naturaleza. Confiaba que sus únicos compañeros de viaje eran los árboles y las criaturas habitantes del bosque, dando esto por asumido, prosiguió su andanza con paso vacilante hacia Salerno, lugar de su morada.

    Bajaba lentamente de las colinas y el aire del bosque poco a poco resultó sustituido por el fresco de la brisa marina. No prestó atención al paisaje del atardecer que ofrecía la Costa Amalfitana y continuó la caminata hasta el centro de Salerno sin titubear. A excepción de su catedral y el Castillo de Arechi, no permanecía en pie edificación alguna representativa de Salerno. Contando unas cuantas viviendas con sus escasos habitantes, no había nada más, salvo la presencia perpetua de la Costa Amalfitana. Elisius subió por la avenida que conducía hacia la catedral, la cual fue, alguna vez, una de las construcciones mas atrayentes de la ciudad. A trescientos metros a

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