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El árbol del pintor de sueños
El árbol del pintor de sueños
El árbol del pintor de sueños
Libro electrónico429 páginas6 horas

El árbol del pintor de sueños

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Todos los libros ya existen, incluso los que no están escritos, solo debes ir a buscarlos.

Un chico con vocación de escritor tiene un extraño encuentro con una misteriosa muchacha que le informa que su libro, como todos, ya está escrito y que solo tiene que ir a buscarlo.

El protagonista decide emprender el viaje, siguiendo los indicios del libro que la muchacha le entrega, El sendero de los monosílabos centelleantes. Cuando se adentra por ese sendero, la realidad se desvanece para dar paso a un mundo donde predomina lo fantástico, lo onírico y lo absurdo. En este paisaje formado por textos, aparecen personajes y situaciones que son una alegoría sobre el mundo literario y el proceso de escritura. Pero el poder de la imaginación del Pintor de Sueños es un bien codiciado y hay quien no escatimará en medios para conseguirlo.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento30 may 2018
ISBN9788417426941
El árbol del pintor de sueños
Autor

Jesús Roche Valls

Jesús Roche nació en Gandia en 1962. En esta ciudad viene desarrollando su trabajo como arquitecto, alguna de cuyas obras han merecido el reconocimiento de premios y su publicación en libros especializados en arquitectura. Su inquietud le ha llevado también a desarrollar proyectos de innovación social en el ámbito de la arquitectura, la educación y el medio ambiente. Para Jesús Roche un papel en blanco ha representado siempre un desafío a su imaginación y creatividad, enfrentándolo bien mediante el lenguaje de las líneas o el de las palabras. Del primero, nacen sus proyectos de arquitectura y diseño gráfico. Fruto del segundo es su primera novela, El árbol del pintor de sueños.

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    El árbol del pintor de sueños - Jesús Roche Valls

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    El árbol del pintor de sueños

    Primera edición: mayo 2018

    ISBN: 9788417426248

    ISBN eBook: 9788417426941

    © del texto:

    Jesús Roche Valls

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A Àlex y Natàlia.

    A mis sueños pintados.

    «Caminar: leer un trozo de terreno, descifrar un pedazo de mundo. La lectura considerada como un camino hacia… El camino como una lectura».

    Octavio Paz.

    El mono gramático

    1.

    El libro que andaba buscando

    Era imposible que el banco pudiera moverse. Unos floreados soportes de fundición lo mantenían firmemente anclados al pavimento de piedra. Tampoco el suelo se movía, aunque ni de lo uno ni de lo otro estaba seguro el viejo, que se balanceaba intentando dejarse caer sobre el asiento de madera. No había logrado atar la correa del perro a la pata del banco y, lo que era aún peor, en el intento se le había derramado parte del vino barato del tetrabrik que sostenía con la otra mano. Algo que solía ocurrirle con frecuencia: lo del perro y lo del vino. De modo que blasfemó en voz tan alta como ininteligible y renegó de que ya no sirvieran vino barato en la botella de vidrio de toda la vida, sin recordar que también entonces se le vertía con frecuencia, pues pronto arrojaba el tapón, incapaz como era de volver a ponerlo en su lugar. ¡Eran tantas las cosas que ya no recordaba!

    Los viandantes que transitaban la calle lo esquivaban, procurando buscar el auxilio de la umbría que ofrecían los soportales y las estrechas callejuelas del casco viejo. También a resguardo del bullicio del tráfico, los muros de las viejas edificaciones mostraban, desvergonzados, su más íntima materialidad a través de unos desconchados en cuyos contornos se apreciaban, como en un dulce de hojaldre, las sucesivas láminas de revocos con que sus moradores habían ido engalanándolos y la pátina con la que el tiempo, ese estilista incansable, los había ido empolvando a diario con su maquillaje.

    El perro no se movió de su lado, fiel a quien le había rescatado de abandono similar al que desprendían aquellas callejas, repletas de solares escombrados y edificaciones apuntaladas, que amenazaban con perder su frágil equilibrio de castillo de naipes en cualquier instante. El animal giró varias veces sobre sí mismo para terminar tumbándose bajo el banco, apenas un instante antes de que el viejo acertara a dejarse caer sobre él, observando con indiferencia a un grupo de cuatro jóvenes estudiantes que pasaban por delante de ellos sin prestarles atención, enfrascados como estaban en una conversación que parecía hablar de literatura. Para ser más concretos, de mi expresado anhelo de escribir un libro.

    —Todavía no nos has dicho de qué va a ir el libro.

    No pude satisfacer la curiosidad de Edu porque tampoco yo lo sabía.

    Verónica y Álvaro encabezan el animado cuarteto que en esos momentos enfilaba por una callejuela de gastado adoquín, mohoso por la falta de luz que ocasiona el irregular trazado del arrabal, cambiante a cada paso, en el que cada fachada se alza en contra del parecer de su convecina, hasta llegar a la Plaza Bohemia.

    —¡Yo también soy escritor! —vociferó el viejo, tetrabrik en mano.

    Sonreímos sin detener nuestra marcha, por lo que ya no pudimos escuchar el lamento que, en voz más templada, dirigía al fiel compañero que descansaba bajo el banco.

    —Por eso me di a la bebida, Chicho. Por eso.

    Porque a pesar de la bebida, ciertas cosas no había conseguido olvidarlas. Y se puso a canturrear.

    La Plaza Bohemia.

    Siempre he tenido una especial predilección por aquel rincón del casco viejo: un remanso mágico donde se dan cita todas las inquietudes vertidas desde otras calles, no menos caprichosas que aquella por la que habíamos desembocado; un lugar que presenta el encanto de los espacios construidos con materiales y pensares diversos en cada esquina; un tapiz multicolor, un collage de texturas, un conjunto hermoso por esa misma arbitrariedad y anarquía compositiva, muy distinto de las avenidas decimonónicas que atraviesan los centros históricos con la misma sutileza que las excavadoras abriendo carreteras en la selva amazónica.

    Bajo los soportales que flanqueaban la plaza nos refugiamos de un sol burlón que, contagiado del ambiente, se divertía trazando estrafalarias sombras a los personajes que deambulan por el centro del empedrado: sombras en forma de gaviota, de cuervos, brujas, caballeros andantes, enanos... Una sombra distinta, distinta incluso en cada momento para cada uno de sus extraños moradores, trashumantes de la palabra.

    Esa es la Plaza Bohemia. Una de esas plazas para viajeros, no para viajantes ni turistas; para bohemios y no para jerarcas; vacía de hieráticas estatuas y repleta de soñadores y charlatanes, aupados sobre cualquier improvisado púlpito desde el que ejercer su cátedra; un remanso libre para titiriteros, chiflados, tramposos, comediantes y faranduleros.

    —¡Eh, muchachos! ¡Acercaos! —nos interpeló un viejo feriante ya retirado, que se apoyaba en el desgastado brocal del pozo seco—. Venid al pozo a pedir un deseo.

    Nos asomamos para descubrir un fondo hormigonado e insólitamente limpio, pues parecía un sitio adecuado para ser impropiamente usado como papelera.

    —¿Y qué hacemos? ¿Echamos alguna moneda?

    —¿Moneda? ¡Claro que no! —respondió, extrañado—. Tirad los deseos que ya se os hayan cumplido para que los recojan otros.

    Plaza de mercadillo de viernes, de gitanos y churumbeles; de cuentistas trocadores de nonadas por sueños de agua; de chamarileros, mercachifles y juglares; de danzantes, borrachos sobrios, poetas durmientes y filósofos fatuos.

    —¡Venid! —nos reclamó a voz en grito otro habitual de la plaza—. Sumergíos en la verdadera fuente de la sabiduría.

    Esta vez se trataba de un jurista arrepentido que había pedido una excedencia de la vida y decía purgar sus pecados regalando máximas filosóficas a quien no se las pide, desde la fuente de piedra que adorna un rincón de la plaza. Su mirada se posó en la atractiva muchacha del grupo, como no podía ser de otra manera.

    —¿Cuánto conocimiento desearía adquirir, jovencita? —le interpeló.

    —Pues, a ser posible: todo —le contestó Verónica sin vacilar un instante.

    El viejo alzó sus manos, como si invocara una plegaria, y, con el mismo gesto ampuloso, bajó los brazos de súbito apuntando a la fuente como si fuera a zambullirse en ella.

    —Entonces… —dijo con voz enfática acompañando al gesto—. ¡Sumérjase eternamente!

    Su movimiento dejó al descubierto unas manos de largos dedos de pianista, tan desprovistos de carne que más parecían flecos adornando la bocamanga de su hirsuto jersey de lana, excesivo para la época en la que andábamos, ya iniciada la primavera. Sus pies calzaban unas alpargatas de esparto deshilachado, semiocultas por las anchas perneras de un pantalón tejano, tan desvaído y con tantos rotos que pareciera de última moda si el armazón que lo sostenía no proclamara lo contrario. Un maniquí que ahora posaba con su dedo índice acusador apuntando hacia la dirección donde yo me encontraba.

    —¡Usted, que anda tan pensativo!

    Le miré, sorprendido por la interpelación, y me prendieron unos ojos que parecían más viejos que la piedra de aquella fuente, pero tan frescos como el agua que la bañaba.

    —¿Qué idea guarda en su cabeza?

    Antes de darme tiempo a despertar del breve estado hipnótico en que aquella mirada me había hecho caer, Edu se adelantó y contestó en mi nombre.

    —Anda pensando en escribir un libro. —Una respuesta bien distinta a la que yo hubiera dado.

    —No piense demasiado, muchacho. Escupa ya sus ideas. El cerebro está formado por intrincados pliegues: uno tras otro, infinitud de ellos —dijo mientras entrecruzaba sus dedos, formando una imbricada madeja que yo temía que no iba a poder desenlazar—. Cualquier idea que dormite en él durante demasiado tiempo ha de salir por fuerza retorcida. ¡Escúpala, muchacho! El cerebro y los intestinos tiene la misma forma y evacuan la misma materia, pues provocan que se pudra lo que por ellos discurre…

    Nos escabullimos en cuanto pareció encontrar otro grupo hacia el que dirigir su perorata, en quijotesco ademán, con el dedo acusador apuntando ahora hacia arriba, quién sabe hacia qué altura.

    Dicen algunas crónicas que bajo los soportales sobre los que dormitan las fachadas más vetustas de la Plaza Bohemia, cuando la forja de sus balcones aún vibraba por los golpes en la fragua y alguna madera mal curada de sus ventanas todavía supuraba resina, sestearon a la umbría los comercios más curiosos que se pueda imaginar: una botica donde vendían el jarabe que curaba la intolerancia, una cárcel a la que olvidaron hacerle la puerta de entrada, un zapatero remendón que reparaba viejos zapatos y discursos gastados por el mismo precio, tenderos que vendían sombreros impermeables a las ideas o abanicos que venteaban brisa de mar y cantos de sirena.

    Cuando dejamos de percibir la voz del viejo, mis amigos aún seguían riéndose y yo, si cabe, andaba aún más pensativo. Por el camino, retomamos nuestra charla sobre las preferencias literarias de cada cual. Todavía llevábamos prendidos en las ropas algunos restos de la sombra con que aquellos soportales nos había impregnado, cuando la callejuela que tomamos desembocó en una avenida mucho más amplia y abierta al tráfico, ribeteada de un ajetreado gentío sobre las aceras que, de manera continua e inevitable, volvía sus cabezas hacia los escaparates. Un gesto motivado más por la autocomplacencia de verse reflejados en ellos que por interés en apreciar lo que estos ofrecían.

    De pronto, como si de la acera hubiera manado un repentino semáforo, Álvaro se detuvo y nos obligó a parar a todos, atraído por el cartel que colgaba en el escaparate de unos almacenes dedicados a la venta de libros y música. Era un rótulo escrito a mano, más propio de una librería de viejo que dormitara en un rincón de la Plaza Bohemia que acabábamos de abandonar, y que advertía:

    Aquella librería ocupaba dos plantas enteras de un edificio de aspecto ecléctico y carecía, ciertamente, del encanto de una librería antigua. Mis amigos me introdujeron en ella casi a rastras, paseando entre expositores metálicos de libros perfectamente ordenados, bajo la luz blanca que emitían unas alineadas pantallas de tubos de neón que colgaban de un falso techo desmontable al que faltaban algunas placas y que no terminaba de ocultar las vigas originales de madera, con su entrevigado de revoltones cerámicos. Los carteles promocionales, los indicadores de las distintas secciones, los rótulos de advertencia y de evacuación en caso de incendio, las cámaras de seguridad, los difusores de la instalación de climatización, los altavoces del hilo musical, los detectores de humo, los rociadores automáticos, los adornos con motivo de las fiestas patronales y alguna cadenilla huérfana, daban al techo el aspecto de una extraña selva futurista.

    Conseguimos orientarnos a través de ese mundo suspendido hasta que llegamos a la sección de Narrativa.

    —Hola, buenos días. ¿Puedo ayudaros en algo?

    Quien esto nos preguntaba era una de las jóvenes dependientas de los almacenes, vestidas todas con idéntica sonrisa y similar indumentaria. O viceversa, no recuerdo bien. Mis dos amigos asumieron de inmediato el mando de la conversación, cuyo desarrollo ya empezaba a temer desde ese primer momento. También Verónica los vio venir, pues me abandonaba simulando verse atraída por un aparador de libros de poesía, dejándome así desamparado. Se lo reproché con la mirada más proterva de la que fui capaz, pero me devolvió la misma sonrisa con la que siempre nos desarmaba a todos.

    —Buenos días, señorita —empezó Álvaro, adoptando la educada presencia de un graduado de Oxford—. Verá, andamos buscando un libro.

    —Claro, por eso estáis aquí —contestó la muchacha con una frase en apariencia banal.

    La chica rio su propio comentario. Resultaba atractiva, hay que reconocerlo, pero su risa era similar a una especie de hipido compulsivo. Me pregunté si todas las dependientas también reirían igual. Edu y Álvaro mantenían la corrección inglesa con que se habían investido y rieron con efusión impostada la ocurrencia de la joven, al tiempo que me tomaban del brazo para abortar mi infructuosa tentativa de huida.

    —¿Alguno en concreto? —preguntó la joven.

    —Bueno. Sí, claro… —le repuso Edu simulando contrariedad—. Tendrá que ser uno en concreto.

    ¡Hi, hi, hi! —Ahora era ella quien le reía la supuesta gracia a mi amigo.

    Pero Edu, por su parte, no mostraba en su rostro el menor gesto de haber dicho nada gracioso, lo que contribuyó a iniciar el desconcierto de la joven, si bien mantuvo con profesionalidad su sonrisa.

    —Me refiero a que si sabéis el título —especificó la joven por si acaso hacía falta.

    —¡Ah! Ya te entiendo, perdona. —La actuación de Edu me recordaba que era uno de los integrantes del grupo de teatro del instituto—. Pues, no, la verdad es que no. Nuestro amigo todavía no tiene decidido el título. ¿No es así?

    Mis dos amigos se giraron al unísono hacia mí, haciéndole notar así a la chica que estaban en aquella empresa con el único y altruista fin de ayudarme, como si todo aquello hubiera sido idea mía. También le hizo notar, de paso, el rubor que sin duda empezaría a inundar mi rostro en esos momentos. Pero aunque el interés de la chica se dirigiera en esos instantes hacia mí —el interés profesional, se entiende—, me seguí negando a participar en aquella pantomima, lo que no pareció afectar en lo más mínimo a mis amigos, que prosiguieron con el juego.

    —Pero lo que le gustaría es que fuera de ficción, no sé… Aventuras, tal vez.

    —O un libro de viajes...

    —Mejor una mezcla de ambos géneros.

    —Bueno, de esos tenemos muchos donde elegir —dijo ella, recuperando su aplomo.

    —¡Vaya! ¡Qué sorpresa! No pensamos que sería tan fácil.

    «No pensamos que sería tan fácil». Sí, eso es lo que dijo mi amigo. Y aunque yo era un sujeto pasivo en aquella conversación, no podía imaginar lo poco premonitorias que iban a resultar sus palabras. Porque, justo a partir de ese instante, justo desde esa frase, empezó a complicarse todo.

    La joven dependienta empezó a sugerir a mis amigos géneros, títulos y autores, tratando, con sus preguntas selectivas, de acompañarles en la búsqueda del libro que, sin duda alguna, debía encontrarse al final de ese camino virtual al que se llegaría por simple eliminación. Eso al menos debían haberle inculcado en los cursillos de formación para ventas. Pero la postiza cara de contrariedad de ambos era tan manifiesta que, finalmente, detuvo ese interrogatorio para sustituirlo por otro en el que, resultaba evidente, se manejaba con menor aplomo.

    —¿Nos hemos equivocado en algún sitio? —preguntaba de la misma manera que si hubiera tomado la bifurcación equivocada en alguna encrucijada—. ¿Volvemos atrás… a la ciencia ficción, quizás?

    —No, no. Si no se trata de eso. —Mis amigos continuaban sin perder un ápice de su seriedad—. Verás, es que todos los libros que estás diciendo ya están escritos por otros autores.

    —Claro —tomaba Edu el relevo—. Y si compramos uno de esos, todos le dirán a nuestro amigo que lo ha copiado.

    Yo había conseguido escabullirme al fin de aquellos dos, más interesados ya en la cháchara con la muchacha que en seguir adelante con la broma. Ella, por su parte, tras los primeros instantes de desconcierto, parecía percatarse al fin de sus intenciones y decidió seguirles el juego.

    —Pero, entonces, ¿estáis buscando un libro escrito por vuestro amigo? No sabía que fuera escritor —dijo, dirigiéndome una última mirada.

    —Pues claro que no lo es. ¿Te parece que si tuviera escrito el libro lo andaríamos buscando?

    —Lo que buscamos para él es el libro que lleva meses queriendo escribir.

    Se marcharon continuando su cortejo entre los ordenados estantes metálicos mientras yo les perdía de vista, prometiéndome cumplida venganza. De paso, fui buscando a Verónica para reprocharle el desamparo en el que me había dejado.

    Bien pensado, a pesar del pomposo anuncio del escaparate, la verdad era que tampoco allí me habían sabido dar una solución a mi problema: ¿existe algún sitio donde ir a buscar ese libro que se desea escribir?

    —Yo sé dónde debes buscarlo.

    La voz que contestaba a la pregunta que yo mismo me acababa de hacer sonó a mis espaldas. Al volverme, observé a una chica que debía tener mi misma edad y que, subida a un pequeño taburete, restituía un libro a su posición original. Aunque era la única persona que se divisaba, me pareció que estaba demasiado apartada para lo cerca que había escuchado aquel comentario. Pero, de nuevo, la muchacha habló y esta vez se dirigía directamente a mí.

    —Disculpa que me haya entrometido, pero estaba aquí hojeando este libro y no he podido evitar escuchar vuestra… —Y añadió, con cierto tono de ironía, tras la pausa—. Conversación con la dependienta.

    No debía trabajar en la tienda, pues vestía de un modo informal: una chaquetilla de lino sobre una camisa con un estampado que reproducía textos con caracteres góticos y que fui siguiendo con la mirada hasta donde la chaqueta los ocultaba o el pudor me lo permitía al acercarme a los desprendidos botones que liberaban parte de su escote. Sobre unos pantalones de talle deportivo que dejaban adivinar unas largas piernas, tenía apoyado con extremo cuidado un libro que parecía haber estado hojeando. Lo cerró lentamente mientras yo me iba acercando y, aun así, una nubecilla de polvo difuminó su rostro risueño. Me llamó la atención aquel libro —aunque no tanto como el personaje que lo sostenía con sus dedos de porcelana—, por la sencillez de su encuadernación y del diseño de la portada, donde apenas destacaban los caracteres de un título que no alcanzaba a descifrar.

    Parecía difícil imaginar que aquella serena muchacha fuera a continuar con la broma que habían iniciado mis amigos y de la que yo había resultado el destinatario final, de modo que balbuceé algo atribulado una evasiva, a modo de disculpa, por la ocurrencia de mis ociosos amigos.

    —Entonces, ¿no deseas escribir ese libro? —me replicó.

    Empezaba a apurarme la incomodidad de la conversación, temeroso como estaba de que ella retomara la broma de mis amigos, pero colocándome a mí como objetivo. Pensé que no me quedaba más remedio que seguir adelante .

    —Sí, claro que sí. Ya hace algún tiempo que ando con esa idea. Incluso he escrito alguna cosa suelta: pequeños cuentos, pensamientos, poesía..., pero un libro se me antoja mucho más complicado.

    —Bueno. Todo es cuestión de saber buscar.

    —¿Buscar? —pregunté, incrédulo.

    —Claro. Buscar el libro que se pretende escribir. ¿No era eso lo que andabais buscando al entrar aquí?

    Me sonrojé de nuevo. Así que se trataba de eso: de reprobarme por la broma que le habíamos gastado a la dependienta. Sin embargo, la franqueza de su sonrisa y la limpieza que le adivinaba en su mirada parecían invitarme a que le siguiera el juego. Y en esos momentos, como mi curiosidad pudo más que el sentido del ridículo que me embargaría si al final aquello resultaba el merecido castigo por la broma iniciada, decidí aceptar el reto.

    —Nos llamó la atención el cartel del escaparate. Pero, ya ves, al final tampoco la dependienta pudo decirnos dónde encontrar el libro.

    —Bueno, ellas no tienen todas las respuestas —dijo, mirando hacia donde estaban un grupo de dependientas despachando—. Para encontrar el libro debes saber dónde buscar y a quién preguntar.

    —¿Y tú sabes dónde puedo encontrar el libro que busco? —le pregunté ya abiertamente desafiante.

    Definitivamente, aunque se tratara de una broma, aquella conversación me había enganchado.

    —No exactamente. —Se acercó con su libro hacia donde yo me encontraba, saliendo así de la media penumbra en la que se había metido y me golpeteó con él en el pecho—. Te he dicho que sé dónde puedes buscar, pero el encontrarlo o no dependerá de ti, claro. No todo el mundo tiene esa capacidad, pero en ti aprecio buenos augurios.

    Y mientras decía estas últimas palabras, me escudriñaba de un modo muy especial, mirándome a los ojos o, más bien, mirándome a través de ellos. Unos ojos cuya tonalidad resultaba difícil discernir, capaz de variar según la incidencia de la luz y el ambiente, tal como hacían las fachadas recubiertas de placas de titanio del Guggenheim. La sentí asomarse al interior de mi mente con esos ojos, tanteando rincones ocultos en los que ni siquiera yo me había atrevido a adentrarme. Y como a través de un extraño espejo asimétrico, pude mirar en ese instante, también yo, a través de los ojos de esa persona que me sonreía abiertamente. Al principio, fue como si me asomara a un oscuro pozo sin fondo. Pero, como si de repente se iluminara su mirada, sus ojos me mostraron una ventana que se abría a unas extensas praderas barridas por el viento, en las que el pasto se movía en un continuo oleaje que, de pronto, se transformaba en un océano de rompientes olas marinas en el que me sumergía y, así, sus ojos se convertían ahora en la escotilla acristalada de un sumergible suspendido sobre un fondo de coral.

    —¿Y qué es lo que hace falta? —pregunté de forma automática, pues aún permanecía hipnotizado por esa ensoñación.

    —Imaginación.

    Y su voz fue apenas un susurro inaudible que sus labios pronunciaron a escasos centímetros de mi oído, dejándome aspirar el embriagador aroma de sirena que arrastraba a su paso y que terminó de hechizarme.

    —Pero ¿estás segura de que allí estará mi libro?

    Empezó a caminar hacia la salida por el pasillo mientras su dedo se deslizaba por el lomo de los libros apilados en las estanterías que enfilaban nuestro paseo. Giraba su rostro para que yo pudiera apreciar —admirar más bien— su hermoso perfil dibujado al contraluz de la claridad que entraba por las cristaleras de los escaparates de la entrada.

    —¡Oh! Sí, por supuesto. Allí están todos los libros.

    —¿Incluso los que no se han escrito?

    —Sí, incluso esos —dijo con voz amable. Y añadió—: Infinidad de ellos.

    Había entrado en aquella tienda arrastrado por una ocurrencia de mis amigos y ahora parecía estar a punto de conseguir respuestas que nunca soñé que pudieran existir.

    —¿Quieres decir que existen libros que nadie ha decidido escribir, que los libros se escriben por sí solos?

    —Bueno, no sé si la palabra escribir sería la más adecuada... Pero digamos que mucha gente ha creado algún libro, lo ha hecho crecer, solo que no ha tenido la capacidad o la decisión de ir a buscarlo y recoger el fruto de su trabajo.

    —No lo entiendo. ¿Cómo se puede escribir un libro y no saberlo?

    —Ya te he dicho que escribir no es el término más adecuado. Verás... —dijo pensativa, al tiempo que detenía su paseo y se giraba hacia mí de nuevo—. ¿No te has encontrado nunca con una persona que te cuenta las peripecias de su último viaje o las vivencias de su niñez o los problemas que ha tenido que superar?

    —Sí, claro, muchas veces.

    —¿Y no has pensado que esa historia podría ser el argumento de una interesante novela?

    Asentí con la cabeza mientras me venían a la memoria varias de esas historias y pensé que realmente quedarían bien en un libro.

    —Bien, pues todas esas historias habitan en algún sitio creciendo de un modo… salvaje. Todos esos libros están... —Y se detuvo, como pensando qué nombre dar a ese lugar para decir finalmente—. Allí, en ese Mundo Imaginario, esperando que alguien los encuentre y les dé su, digamos, toque personal. Nada se inventa, todo ha ocurrido ya alguna vez: solo debes contarlo a tu manera.

    Sonreía porque era evidente que sabía el efecto que su conversación estaba provocando en mi desbocada imaginación. Durante unos instantes, sin apenas pensarlo, había viajado al siglo anterior, al fondo del océano, había volado como un halcón sobre un mar de hierba… ¿Quién era aquella persona?

    —Bueno, ¿quieres o no quieres que te diga dónde buscar tu libro?

    —¡Eh! Sí… —Medio desperté de mi pasajera ensoñación—. Claro que quiero saberlo.

    Entonces, me tendió el libro que había estado llevando en su mano y que yo recibí casi con devoción, sin saber exactamente si aquel gesto era la respuesta a su pregunta o si es que el libro le estorbaba para darme la explicación.

    —Puede que aquí encuentres la respuesta. —Una contestación que me pareció excesivamente vaga para lo que yo esperaba. Tal vez se dio cuenta y a continuación matizó—: Si eres quien yo creo que eres… estoy segura que la encontrarás.

    Ya de cerca pude leer con claridad el curioso título de aquel ejemplar: El sendero de los monosílabos centelleantes, bajo el cual únicamente aparecía el nombre de su autor, I. CAROLL, impreso con una tipografía de menor tamaño. Sin levantar la mirada de aquel libro, le pregunté cómo se suponía que debía encontrar la respuesta, pero al alzar la vista ante su silencio, comprobé que la muchacha ya había desaparecido. Giré la cabeza en todas direcciones, pero al no lograr vislumbrarla en ningún rincón de la tienda, me dirigí hacia la caja.

    —Este libro no es de la tienda —me respondió la cajera al examinar el artículo que le había pasado—, debe habérselo dejado olvidado alguien.

    Abrió el libro por la mitad y aparecieron dos páginas en blanco. Empezó a hojear algunas más y, para mi sorpresa, pude comprobar que no aparecía nada escrito en ellas.

    —Algún bromista lo habrá dejado por ahí —dijo mientras se disponía a tirarlo a la papelera.

    —Perdone —le interrumpí el gesto—. Si no le importa, ¿me lo podría quedar?

    —¡Claro! Si quiere garabatear en él —dijo mientras me lo pasaba.

    Y añadiendo a su rostro maduro la misma sonrisa estándar de las jóvenes dependientas, bromeó diciendo que era el primer cliente al que le permitían salir con un libro sin pagarlo.

    Cuando salí de la tienda hice un último e infructuoso intento por localizar a la misteriosa muchacha entre el gentío que desfilaba por la calle.

    Nada. Ni rastro de ella.

    Miré el extraño regalo que me había confiado y lo abrí por la primera página. Esta sí que estaba impresa. Empecé a leerlo allí mismo:

    «Todo el mundo sabe que los sauces mienten, pero a mí no me quedó más remedio que preguntarles a ellos. Hay quien diría que podría haber consultado a un guardia urbano. Pero en los bosques se hace difícil encontrarlos. Los pobres, como no tienen tráfico al que dirigir, se aburren y acaban cubiertos de líquenes, musgos y enredaderas. Incluso hay algunos que llegan a confundirse con los sauces, pero los sauces son más altos y hablan con voz más ronca. Y siempre mienten, claro. Así que…

    Primera advertencia: no os fieis de los sauces».

    Decidí no continuar con la lectura y comencé a pasar rápidamente las hojas, por ver si se me había confiado algún libro con poderes mágicos, cuyos caracteres se manifestaran únicamente ante mi presencia…, pero me llevé un gran chasco: el libro aparecía escrito en sus primeras páginas, pero después el texto se diluía, como si se hubiera ido acabando la tinta de la impresora, para terminar amontonando un gran fajo de páginas inmaculadas.

    Iba ya a cerrarlo cuando, al pasar una de sus muchas páginas en blanco, se deslizó de entre ellas una hoja suelta. Se trataba de una tarjeta postal con la foto en blanco y negro de una vieja masía de piedra rodeada de un campo nevado. En el dorso habían garabateado una serie de líneas y palabras sueltas, como dibujando una especie de plano. Volví a darle la vuelta para proceder a leer el nombre de aquel establecimiento: «FONDA DEL GENERAL».

    2.

    Un viaje en tren

    Verónica cerró el libro de golpe, dando por finalizada la lectura de aquel texto del que apenas resultaban legibles unas pocas páginas. Estábamos sentados en la terraza de un bar, acompañando con un granizado de café los comentarios sobre mi encuentro en la librería que había tenido lugar dos días antes.

    Yo había iniciado mis averiguaciones, preguntado en varias librerías por el título del libro que Verónica acababa de leer, pero en ninguna tenían referencias de él ni de su autor. Tampoco en la biblioteca había tenido éxito. Ni siquiera preguntando al que todo lo sabe, Google, había encontrado nada. Alguna coincidencia en los apellidos, pero los nombres no correspondían con la inicial del autor del libro. De modo que la única pista a seguir era la tarjeta de la fonda, que ahora Vero escudriñaba con cierto escepticismo.

    —Y se supone que vas a ir tú solo allí, a buscar un libro que ya está escrito.

    Verónica era una de esas amigas que siempre te apoyaba, incluso en los proyectos más disparatados, y te ayudaba a poner en marcha las ideas más peregrinas. Su lema siempre ha sido: «Si no lo intentas, nunca sabrás si era posible». Pero, esta vez, parecía ponerse del lado racional en mi decisión de seguir adelante con aquella aventura. Por ello, me resultaba incómodo, al tratarse de una situación novedosa e inusual, intentar argumentar para convencerla.

    —Lo que pasa es que te has colado por esa preciosidad —me dijo con sorna.

    —Tampoco era tan guapa —le mentí sin mucha convicción.

    —¡Anda ya! Ja, ja. —Y adoptó un tono burlón mientras añadía, sonriendo maliciosamente—. Si estuve a punto de llevarte un pañuelo para que te limpiaras la baba que te caía.

    Hubiera jurado que esa burla encubría un brote de celos por su parte, pero me martirizaba pensando que era de nuevo mi esperanzada imaginación dibujando caprichosos espejismos. Porque hacía tiempo que yo estaba enamorado de Vero, pero nunca me había atrevido a traspasar el umbral de la amistad por miedo a atravesar una puerta equivocada para penetrar al interior de un recinto donde me estaba vedado el paso, una morada a la que estaba invitado a llamar siempre que quisiera, pero ante cuyo quicio debía aguardar la salida de su dueña. En verdad, mi miedo no era a entrar, era siquiera a golpear tímidamente la aldaba, por temor a no recibir respuesta o, aún peor, a que esta fuera de rechazo. Y es que Verónica estaba dotada de un singular encanto para desembarazarse con

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