Nunca digas buenas noches a un extraño
Por Rafael Marín
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En una Amsterdam de un futuro cercano (tanto que casi podría ser una versión ligeramente desviada de nuestro presente), con Holanda en manos de una dictadura controlada por ordenador, Ebenezer Steel sobrevive ganándose la vida como investigador privado. Poco supone, cuando acepta un nuevo caso, adónde le llevará y qué le hará descubrir.
Con «Nunca digas buenas noches a un extraño» Rafael Marín dio un primer toque de atención a los aficionados españoles a la ciencia ficción.
Tras un par de relatos cortos de buena factura, fue esta novela corta (en la que se combinaban la novela negra y la ciencia ficción) la primera obra importante que Marín daría al género fantástico español.
«"Nunca digas buenas noches a un extraño" me descubrió un escritor que superaba en interés y calidad a casi toda la ciencia ficción anglosajona que había leído hasta entonces. Pero, sobre todo, me demostró que dedicarse al género en español no era una locura y me dio el estímulo que necesitaba para seguir adelante con mi sueño de publicar una novela.»
Juan Miguel Aguilera
Rafael Marín
Rafael Marín (Cádiz, 1959) es uno de los más destacados autores españoles de literatura fantástica. A principios de los ochenta se abre camino por varios fanzines y publica un puñado de relatos en la mítica revista Nueva Dimensión. En 1983 aparece su primera novela, Lágrimas de luz, que es recibida como un hito en la entonces incipiente ciencia ficción española. Con un cuidado casi exquisito en el manejo del lenguaje, Marín se ha movido como novelista por casi todos los géneros, no sólo la ciencia ficción o la fantasía, sino el policiaco o la novela histórica, por no mencionar el juvenil. También ha cultivado con fortuna el relato corto, en el que a menudo es capaz de aportar una perspectiva novedosa a elementos sumamente cotidianos. Enamorado de los comics como medio de expresión, a ellos ha dedicado algunos de sus mejores trabajos de divulgación, como W de Watchmen, Spider-Man: el superhéroe en nuestro reflejo o Hal Foster: una épica post-romántica. También ha sido guionista en ese medio con obras como Tríada Vértice e Iberia Inc. Junto a su amigo el dibujante Carlos Pacheco estuvo al frente de Fantastic Four para la americana Marvel.
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Nunca digas buenas noches a un extraño - Rafael Marín
Era una monada de criatura. Toda una belleza. Y podéis creerme. Entiendo mucho de mujeres, aunque no sea capaz de comprender a ninguna de ellas en concreto. Aquella preciosidad era una de las chicas más bonitas que yo había visto nunca. En serio. Era magnífica. Tenía el pelo de color rubio, cortado milimétricamente a la altura de la barbilla, y las guedejas doradas le caían graciosamente a un lado y a otro de una cara perfecta de niña. Los ojos brillaban con el azul más claro que pueda imaginarse, y eran enormes. Curiosamente, no estaban desprovistos de pasión. Los ojos azules, ya se sabe, son unos ojos extraños. Al carecer de pigmentación no permiten leer en ellos. Son de ese tipo de ojos que refractan tu mirada y no te dejan saber qué hay oculto detrás de ellos. Los de aquella chica eran distintos. Tenían un deje angelical, un brillo de algo inocente y puro. Eran los ojos de una niña en la cara de una niña, y todo combinado con un espigado cuerpo de mujer. El resultado era francamente encantador. Parecía una obra hecha para ser contemplada en cualquier momento, a cualquier hora del día o de la noche, pero preferentemente con el mínimo de ropa posible. Yo estaba tan entusiasmado mirándola de arriba a abajo que ni siquiera escuchaba lo que estaba diciendo. Cuando quise volver a captar la onda, ella había terminado de hablar. Escasamente pude apreciar que tenía una voz maravillosa, muy parecida a la de las locutoras de televisión.
La miré a los ojos y meneé la cabeza afirmativamente. Un largo historial como investigador por cuenta ajena me había enseñado que los clientes empiezan preguntando si tu nombre es el que ellos creen y si eres en realidad un héroe de alquiler dispuesto a meter la nariz en sus vidas privadas y echarles un cable cuando es necesario. Afirmé otra vez con la cabeza mientras me inclinaba hacia adelante, apoyando la barbilla sobre las manos para tratar de ver mejor las piernas de la chica.
—¿Y...? —pregunté levantado un ojo. Las piernas eran larguísimas y estaban forradas hasta las rodillas por una falda de seda sintética de un maravilloso color rosa. No sé si la chica se dio cuenta de lo que yo estaba mirando, pero el caso es que cruzó las piernas. El efecto fue bárbaro, pero me obligué a no mirar más y a concentrarme en lo que seguramente iba a ser un nuevo caso. Costó trabajo, porque las piernas eran realmente increíbles.
—Es... Es por cosa de mi novio —titubeó ella por fin, alisándose una manga del vestido y fijando la mirada en la punta de charol de sus zapatos.
Ah, el novio, claro. No podía faltar. Debí haber supuesto que semejante monumento no andaría por el mundo sin su gorilita de ojos tiernos. Sobre todo ahora que había tanta escasez de mujeres. ¿Y qué esperaba yo? ¿Que viniera buscándome por mi hermoso rostro? Era lógico pensar que no, y esto siempre duele un poco, especialmente para una mente paranoica como la mía. Así que me encontraba de nuevo en el caso del novio perdido, descarriado y metido en líos. Lo de siempre. La variante estaba en que algunas veces la oveja descarriada era una esposa, una hija o un padre alcohólico o drogadicto, y que el cliente era un marido, un hermano o un amante desesperado que temía, con razón, que todo el asunto fuera a terminar de mala manera. Al menos, esta vez el cliente era una chica guapa. Con un poco de suerte podía incluso ser una chica liberal a la que no le importara demasiado aliviar los bajos instintos del coyote que quería contratar como redentor de adolescentes estúpidos que piensan que es igual de fácil salirse que meterse en un lío. Todavía no sabía en qué jaleo se había metido el novio de aquella belleza, pero fuera cual fuese, no tenía perdón por lo que había hecho. Un tipo que se dedica a jugarse el pellejo y no se da cuenta del bombón que puede tener en sus manos se merece de sobra terminar hecho puré por obra y gracia de los cyborgs de la Guardia de Seguridad. Y estoy hablando en serio.
—Temo que esté metido en problemas —estaba diciendo la muchacha. Yo, como siempre, me asombré de la cantidad de cosas que se pueden pensar en un segundo. Pegué oído a sus palabras y traté de no mirar lo bien que movía la boca. No lo conseguí, claro. Era pedirme demasiado.
—¿Seguro que está metido en problemas? —pregunté yo. Deseaba de todo corazón que el lío fuera bien gordo, porque así tendría ocasión de conocer mejor a la muchacha—. ¿No habrá decidido abandonarte? ¿No tendrá otra chica por ahí?
Ella negó rotundamente con la cabeza. No pareció importarle que la tutease.
—No. Seguro que no. Sólo que... Sólo que él... Me hizo un gesto con el índice señalando hacia arriba. Temía que hubiera micrófonos ocultos o cámaras de video-tape por alguna parte. Negué con la cabeza y la insté a que continuara hablando. Aunque no siempre nado en dinero, sí soy un investigador eficiente, con una licencia escrupulosamente puesta al día. Los malditos «seguris» nunca habían tenido oportunidad de recelar de mí. Si hubiera cometido alguna vez el más ligero desliz, ya estaría frito hace tiempo.
—Johann, mi novio. Es traficante.
—¿Quieres decir traficante de drogas? ¿Heroína?
Ella dijo que sí con la cabeza. Yo me llevé las manos a la mía y resoplé. Pipiolos de mierda metiéndose en líos. ¿No sabían que los «seguris» son únicos en su estilo detectando cualquier clase de porquería para envenenar a la gente? Cada «seguri» es por sí solo un auténtico laboratorio con piernas. Basta una mota de opio en una habitación relativamente grande para que sus órganos sensores la detecten en menos de lo que se tarda en contarlo. La media era de treinta segundos. Y no son tipos que se anden con chiquitas a la hora de aplicar la Ley. Todo resulta asquerosamente sencillo: Pena de muerte para cualquier delito. Aplicación inmediata, bang. Solamente el homicidio tiene la oportunidad de un juicio imparcial, sin la ayuda tecnificada del ordenador.
—En realidad no sé por qué lo hace. De verdad —dijo ella, con la voz quebrada, casi a punto de llorar. Lo que me faltaba era hacer de pañuelo a una chiquilla nerviosa que iba a perder los nervios de un momento a otro. Una posterior mirada a las piernas de la chiquilla nerviosa hizo que no deseara otra cosa sino poder consolarla al viejo estilo Hollywood.
—No somos pobres —continuó—. Tenemos una renta bastante cuantiosa, soy químico, que nos permite incluso ahorrar unos miles de florines cada año. Pero Johann prefiere demostrar que un hombre puede ser más astuto que un cyborg y sus malditos ordenadores. Por eso se metió en esto. Él ni siquiera es adicto. Ni yo.
Yo tampoco había probado nada en mi vida. Y eso que la droga es legal en todo Ámsterdam. La droga comprada al Estado, naturalmente, a un precio bastante elevado. La otra, la que vendían los traficantes, era ilegal, pero se vendía a más bajo precio (era más refinada: auguraba varios días de placer) y la demanda era mucha. Ni siquiera los cyborgs podían contener a todos los traficantes de Ámsterdam. Se reproducían como ratas. Esto hacía que niños pijoteros como el tal Johann se metieran en el lío de su vida tratando de conseguir unos cuantos billetes extra y la emoción suficiente como para detener un tren en marcha. En cierto modo, lo comprendía. Yo hacía lo mismo en otro estilo. Si me dedicaba a esta locura del investigador a sueldo era más por jorobar a los «seguris» y su maldito tecnicismo que por ganar un dinero que en realidad casi no compensaba los riesgos de una profesión tan estúpida.
—Hace casi dos meses que está metido en esto. Y ahora no sabe cómo salir.
No pude por menos que felicitar al tal Johann por su habilidad. Diablos, dos meses es mucho tiempo funcionando. Los «seguris» habían desintegrado a traficantes con menos de dos semanas de carrera a las espaldas. Se presentaban de noche o de día, con los ojos metálicos analizándolo todo alrededor y disparando sus pistolas láser sin preguntar siquiera. Si la endiñaban espectadores inocentes, tanto peor para ellos, por supuesto. Dos meses es mucho tiempo.
—Alguien llevó el soplo a la Guardia de Seguridad hace dos días. Era drogadicto y había tenido problemas con su dosis o algo por el estilo. No lo sé.
Tendría que estar desesperado al intentar una locura así. Un desequilibrado mental, probablemente. El infeliz creería que los «seguris» irían a proporcionarle una nueva dosis y lo único que le hicieron, conociéndolos, fue descerrajarle un tiro entre los ojos. Puro estilo cyborg.
—Ni creo que sepas nunca qué ha sido de él —dije yo—. A esta hora, tu amigo el delator no abultará más que un montón de excrementos. Dios mío, los «seguris» debieron sentenciarlo en el justo momento en que se convencieron de que hablaba en serio y de que no tenía nada más que decir.
Ella afirmó con la cabeza. Estaba