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¡Maldito Apocalipsis!: Todo son risas hasta que los muertos andan
¡Maldito Apocalipsis!: Todo son risas hasta que los muertos andan
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Libro electrónico405 páginas6 horas

¡Maldito Apocalipsis!: Todo son risas hasta que los muertos andan

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Información de este libro electrónico

Los zombis llegan a Madrid: ¡Buffet libre de cerebros!

Gabriel era un chico con suerte, con mucha suerte. De hecho, tenía tanta suerte que había conseguido sobrevivir a algo tan grave como un Apocalipsis zombi a escala mundial. Es lo que tienen los Apocalipsis, que le suceden a todo el mundo.Cuando ese pequeño problemilla epidémico sin importancia que es el virus zombi llega a Madrid y destruye su mundo, Gabriel se ve obligado a recurrir a la suerte para no acabar devorado como un pastelito de cerebro. Sin embargo, todo lo bueno se acaba y termina topándose con otra cosa bastante mala del Apocalipsis: los supervivientes. Gabriel tendrá que volver a encontrar su lugar en el mundo. Un mundo dominado por los no-muertos, americanos que disparan antes de pensar, una joven que sólo fantasea con la próxima cabeza podrida que rebanará con su katana... y un viaje que terminará con la salvación de todos ellos o la muerte. Nunca se sabe, después de todo esto es un Apocalipsis.
IdiomaEspañol
EditorialXinXii
Fecha de lanzamiento31 oct 2019
ISBN9781701610019
¡Maldito Apocalipsis!: Todo son risas hasta que los muertos andan

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    Vista previa del libro

    ¡Maldito Apocalipsis! - Tracia CMercurio

    Publicado en Octubre de 2019.

    Título original: ¡Maldito Apocalipsis!

    Autoras:

    María José Clemente Madrid

    Noemí Cambronero Castillo

    Diseño y maquetación:

    Noemí Cambronero Castillo

    Este libro está registrado en Safe Creative. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización del autor, con excepción de la prevista por la ley.

    Si deseas ponerte en contacto con las autoras puedes hacerlo a través de:

    E-mail: tracia.c.mercurio@gmail.com

    traciamercurio.com

    E-Book Distribution: XinXii

    www.xinxii.com

    ÍNDICE

    Prólogo

    1 Un pequeño problemilla epidémico sin importancia

    2 ¿Por qué decir fiebre rábica cuando queremos decir zombis?

    3 La Guardiana de Gran Vía

    4 JUEGO CON LA MUERTE

    5 El Apocalipsis va como un tiro

    6 Un humano vivo y perturbado

    7 Primero dispara

    8 Corre como si fuera el primer día de rebajas

    9 Jodete

    10 Demasiado guapa para morir

    11 Un carlino llamado Lorca

    12 Rubí Poderoso

    13 Los putos amos

    14 Lo importante es la actitud

    15 Carpintería quirúrgica

    16 Zombis, nazis y zombis nazis

    17 Elaborado con ingredientes aptos para el consumo humano

    18 Die hard

    19 Fiesta del Apocalipsis. Traed vuestros zombis. Barra libre

    20 El zombi es zombi para el zombi

    21 Zafiro

    22 Quedarse a comer o no quedarse

    23 Cosas sucias por agua caliente

    24 Cerebro de cerdo

    25 Llegar a Segovia

    26 #NotAllZombis

    27 La espera es la peor parte

    28 Solo quería ser granjero

    29 Más flechas

    30 La batalla del fin del mundo

    Agradecimientos

    Agradecimientos

    Disclaimer

    Para MJ,

    gracias por devolver a la vida

    mi faceta de escritora.

    Para Noe,

    que ha escrito todas las partes de

    este libro que hacen gracia y confió

    en la cabra desde el principio.

    Busca la Lista Oficial de reproducción

    del Apocalipsis en Spotify

    ¡Maldito Apocalipsis!

    Prólogo

    Gabriel era un chico con suerte, con mucha suerte. De hecho, tenía tanta suerte que había conseguido sobrevivir a algo tan grave como un Apocalipsis zombi a escala mundial. Es lo que tienen los Apocalipsis, que le suceden a todo el mundo.

    El suceso le pilló sentado en el sofá de su casa, viendo la tele y devorando una hamburguesa con patatas fritas que había estado esperando en el microondas a que algún irresponsable se acordara de ella. Gabriel se había acordado, sí, pero cuatro horas más tarde de la hora oficial de cena que sus padres imponían en casa. Más adelante, cuando los supervivientes se preguntaran los unos a los otros qué estaban haciendo en el momento en el que las noticias anunciaron el principio del fin, Gabriel contestaría que estaba reflexionando sobre lo fugaz de la vida, que era mucho más digno e interesante que decir estaba perdiendo el tiempo mientras cenaba a la una de la mañana.

    El asunto de la alimentación se hubiera hecho como es debido de haber estado sus padres en casa, pero desde que se habían ido de vacaciones los horarios de su amado hijo habían cambiado un poco. Y por un poco quería decir de forma radical. Se levantaba en el ocaso y se echaba a dormir a la misma hora que los vampiros. Dedicaba las noches a hacer cualquier cosa que lo entretuviera y estuviera disponible a esas horas. Y, teniendo en cuenta que tenía acceso a multitud de juegos online y varias plataformas de series en streaming, el límite era el desmayo. Por eso muchas veces comía mientras veía películas basura que echaban en la tele normal —cuanto más malas, más le gustaban—, como estaba haciendo en aquel momento.

    Entonces, justo cuando la guapa protagonista del largometraje estaba a punto de quitarse una de las prendas que cubría exiguamente su cuerpo, el sonido coñazo de los telediarios eliminó sus esperanzas de ver heroínas hollywoodianas sin ropa.

    Un poco de kétchup manchó la funda del sofá.

    Las imágenes eran confusas. La presentadora tenía una expresión entre somnolienta y acojonada. Solo ponían clips de vídeo sacados de una cadena estadounidense que Gabriel no reconocía, pero le daba igual. Su única respuesta posible al ver una noticia como la que estaban emitiendo en ese momento era decir en voz alta "WTF?, luego poner cara de bobalicón y después de nuevo el Pero, WTF?"

    Tras ver un par más de imágenes surrealistas sobre el hecho que se narraba, el espíritu incrédulo de Gabriel, que se había tragado demasiadas series de ficción norteamericanas y no aceptaba nada que tuviera cualquier posibilidad de convertirse en la próxima película de Spielberg como un hecho verosímil; empezaba a preguntarse cosas como ¿Será el día de los inocentes y no me he enterado? o ¿Algún graciosillo habrá pirateado la programación para poner sus chorradas y joderme a mí?.

    Lo primero era casi imposible, vale que había perdido un poco la noción del tiempo en las últimas semanas, pero todavía hacía calor. Ni siquiera había empezado el otoño, además, si hubiera empezado ya tendría que haber ido a la universidad, así que mucho menos podían estar a finales de diciembre. La segunda opción era más probable, aunque la presentadora era la habitual y tenía una cara de miedo que no dejaba lugar a dudas. En todo caso la situación era poco creíble.

    A grandes rasgos la noticia comunicaba que había ocurrido una especie de explosión en un laboratorio de Estados Unidos que llevaba a cabo investigaciones clasificadas. Una explosión más impresionante que las que se ven en las películas. Al parecer el área estaba en cuarentena y avisaban de que en las carreteras y aeropuertos cercanos cortarían las comunicaciones. Los medios todavía no disponían de muchos datos, de hecho, el vídeo que se emitía parecía grabado con la cámara de un teléfono móvil, así que todo era bastante confuso. Aun así, parecía importante. ¿Quién le iba a decir al chico que ese momento marcaría un antes y un después en la historia de la raza humana? Estos yanquis siempre liándolo todo. ¿Muerte?, ¿cuarentena?, ¿destrucción?, ¿sería una nueva cepa de gripe atacando de nuevo?

    Gabriel ya estaba harto de todo eso de las pandemias.

    Qué exagerados.

    —Buah, me voy a jugar al Overwatch.

    Un pequeño problemilla

    epidémico sin importancia

    1

    Tras la propagación de lo que en un principio las autoridades habían llamado un pequeño problemilla epidémico sin importancia, las grandes ciudades españolas habían visto cómo su población era afectada por el reflejo de lo que estaba ocurriendo a escala internacional: la exterminación total.

    Así que, cuando al principio en el país vivían unos cincuenta millones de personas, al final quedó la invariable cifra científica de cuatro gatos. Los supervivientes decidieron adoptar esta expresión sobre todo porque ya no quedaban científicos para medir esas cosas y, al fin y al cabo, ¿qué más daba? No estaban para andar contando asuntos insignificantes cuando los problemas eran mucho mayores.

    Problemas. Sí, los problemas eran bastante numerosos. Estaba el hambre, la sed, la total falta de recursos como agua corriente o luz eléctrica, la soledad... Y, por supuesto, los zombis.

    La cuestión del fin de la humanidad tal y como la conocían hubiera tenido más seriedad si un virus terrible y mortal hubiera acabado con todos, o casi todos, y hubiera dejado a los demás vivir con tranquilidad en una especie de nuevo comienzo. Incluso el planeta lo hubiera agradecido: un respiro en la vorágine de contaminación y gases que habían sido emitidos a diario a la atmósfera en el último siglo.

    Pero ya se dice que las desgracias nunca vienen solas. En vez de la ideal utopía de volver a empezar, una horda de zombis fue transmitiendo su mal por toda la esfera terrestre en un periodo de tiempo relativamente corto. Sí, era terrorífico, era desgarrador y era brutal… Pero ¿por qué tuvieron que ser zombis? Lo malo de estos asuntos es que nadie se los toma en serio hasta que ocurre el contagio y, una vez pasado ese punto, ya no se puede hacer nada. La culpa la tenían los Resident Evil, las películas como El amanecer de los muertos o las series tipo The Walking Dead, que al principio habían hecho creer a la población en general que se trataba de una broma, de una acción de marketing o del rodaje de otra ficción. Luego pasaron a la fase de agresión y todo el mundo pensó que la culpa la tenían los gobiernos, sobre todo el de los Estados Unidos, que era de conocimiento general que tenía la mano metida en todo este tipo de fenómenos. Si no, ¿por qué siempre ocurrían en su país?

    Todo había empezado años atrás, después de una explosión accidental en un laboratorio experimental. Un extraño virus del que nadie parecía saber nada se expandió por las ciudades más cercanas, creando caos y destrucción allí por donde se contagiaba. Ya era bastante deprimente que un simple error humano hubiera sido el causante de semejante desastre, pero encima había sido en un laboratorio de altísima seguridad, donde se supone que se tiene cuidado para que estos incidentes no ocurran, que las fugas no se reparan con cinta americana y ese tipo de cosas de sentido común.

    Los intentos de cuarentena y aislamiento fallaron. Al principio parecía que la gente se moría sin más, cosa que ya por sí sola alarmaba bastante, pero nadie se esperaba lo que vendría después. Al cabo de un par de semanas, cuando ya estaba propagado por toda Norteamérica, los yanquis se llevaban las manos a la cabeza. Para solucionarlo las autoridades decidieron que solo hacía falta estudiar a algún individuo que hubiese muerto infectado para buscar un antídoto, pero esto también acabó en desastre pues resultó que los muertos no estaban muy muertos.

    Países de todo el mundo tenían cuerpos en sus laboratorios intentando ser los primeros en atribuirse la vacuna contra aquella epidemia de muerte, así que habían ido recolectando cadáveres para experimentar. De pronto el virus pareció despertar y los muertos se levantaron para comerse a los científicos que intentaban realizar distintas autopsias en ellos. ¡Zombis! Muchos fanáticos del género de terror se emocionaron demasiado, saliendo a la calle con escopetas, pistolas, machetes… Decenas de fans de Tarantino con katanas por todas partes. Un auténtico desastre. La conclusión fue que todos acabaron muertos o, peor aún, transformados en esos zombis. Bueno, casi todos.

    Unos cuantos afortunados sobrevivieron.

    No había que cumplir ningún requisito para ser el elegido superviviente, solo había que ser un poco paranoico, tener un buen escondite y una suerte, hablando mal, cojonuda. Para sobrevivir, Gabriel salía de su refugio en ocasiones contadas, con el claro y único objetivo de conseguir bienes de primera e imperiosa necesidad. Entre esos bienes se encontraba la comida o pilas y juegos nuevos para la GameBoy. Esto último era muy importante, porque ya se había pasado el Super Mario Land unas cien mil veces y las videoconsolas de última generación solo funcionaban con una electricidad inexistente desde hacía meses. Su Xbox ONE yacía abandonada al lado de la tele, ambos aparatos habían quedado inservibles junto a su ordenador lleno de luces rojas de gamer, su smartphone y todo lo que tuviese enchufe, en resumen.

    Al menos, durante los veinte meses que tardó la epidemia en contagiar España entera, había vivido con los gastos pagados, gracias al acceso a las cuentas corrientes de sus padres. A ellos los habían obligado desde el principio a quedarse en Tenerife, donde se habían ido de vacaciones. Hacía un par de años que su padre se había prejubilado y como su madre odiaba el verano en Madrid se habían comprado una casa allí y se marchaban desde julio hasta finales de octubre. En ocasiones su madre había amenazado con no volver. Con lo bien que se está siempre con este tiempo, decía. Bueno, al final sus amenazas se habían visto cumplidas.

    En cuanto el virus empezó a correr, los gobiernos de las islas del mundo las clausuraron: nadie entraba ni salía. Cuba, Nueva Zelanda, Japón, las Canarias… Lo último que sabía de ellos era que tenían mucha escasez de suministros, pero estaban más o menos bien. En algunas había funcionado y a lo mejor toda esa gente todavía seguía a salvo. En otras como Japón o Australia el virus había terminado entrando sin que nadie supiera muy bien cómo, o eso decían. Las noticias dejaron de llegar de forma progresiva hasta que las redes cayeron del todo y los móviles se convirtieron en cajas inservibles. Más de uno se quedó con una caja inservible muy cara, eso sí.

    Vivir solo era muy duro, más de lo que había podido imaginar cuando vivía con sus padres. Cada día deseaba no haber tenido que independizarse de esa manera. Siempre había pensado que sería su padre el que lo echaría de casa a patadas con alguna frase del estilo: hijo, ya tienes edad para buscarte la vida tú solo. Sin embargo, esperaba que hubiera sido después de mucho tiempo de gorronear comida, luz, agua, techo y banda ancha. Si todavía no había acabado ni las prácticas de la carrera, ¿cómo se iba a independizar por voluntad propia? El exterminio de la raza humana había tomado esa decisión por él.

    Cuando la epidemia llegó a España se expandió de forma lenta, pero constante. Ya nada conseguía pararla, en Madrid solo el centro estuvo a salvo gracias al aislamiento llevado a cabo por los militares. Hubo quien pensó que era una tontería defender el centro de la ciudad, que había que volver al campo, en pequeños grupos de supervivientes y organizar la resistencia allí. Hubo muchos debates en el Congreso y en las noticias al respecto, pero al final todo el mundo se quedó aglutinado en sectores del centro de la capital, comunicados entre sí. A la mayor parte de la población le había parecido seguro, le gustaba sentir el calor humano a su alrededor y confiaban en los militares, ¿qué podía salir mal?

    Por supuesto, el centro también cayó, situación que ya se había repetido en el resto de ciudades del mundo. Todos cometieron los mismos errores.

    Solía pasar que algún listo quería ser el salvador del mundo y salía fuera a la caza del zombi, hazaña durante la cual terminaba infectado, volvía a despedirse de su familia por melancolía y los infectaba a todos. Era difícil resistirse a la tierna carne familiar, el virus actuaba cada vez más deprisa, cambiaba. Lo que le había costado dos semanas de hacer al principio, había pasado a hacerlo en unas pocas horas.

    La gente siempre se ha caracterizado por ser sumamente lista y ante una situación de pánico global eso no iba a cambiar. Las autoridades ya lo habían avisado: nada de tener contacto con otros seres humanos si te infectabas. Pero claro, a nuestra sociedad nunca le había convencido del todo el tema del firme acato de las normas, y menos las emitidas por unos medicuchos que llevan estúpidas batas blancas. Otros tíos con bata -los primeros en morir, por cierto, lo que no decía mucho de ellos- habían infectado al mundo, así que nadie pensaba hacerles caso a partir de entonces.

    A pesar de todo, Gabriel sí había seguido las normas anti-contagio desde el principio y había establecido su refugio en pleno centro de Madrid, en una azotea de la Gran Vía que le permitía observar un gran tramo del desolado paisaje urbano de la ciudad. Se trataba de la casa de sus padres, el mismo sitio donde había empezado y donde seguía tanto tiempo después. A pesar de todo, el chico no salía mucho a la terraza de su vivienda porque, aunque no se había puesto a probar si los zombis tenían sentido del olfato, más valía no tentar a la suerte.

    No obstante, los zombis no paseaban mucho por la Gran Vía, a lo mejor recordaban que antes aquella calle había sido zona de peligro para ellos cuando todavía había un pequeño reducto de resistencia. Gabriel también la había evitado por aquel entonces, trasladándose a casa de unos parientes en un barrio un poco menos céntrico, porque tanta concentración de gente sana representaba un apetitoso bocado para el paladar zombi y si se infectaba un solo individuo se terminaban infectando todos

    Al final el tiempo le había dado la razón.

    Después de que se interrumpieran las noticias, de que ya no hubiera electricidad ni agua corriente, Gabriel había ido vagabundeando día tras día hasta volver a su actual refugio y se lo había encontrado bastante apañado. Ventanas inferiores tapiadas, puertas atrancadas, casi ningún zombi ni cadáver en el interior del edificio... Ahí fue cuando supo que con ese lugar había gastado toda la suerte del resto de su vida y debía aprovecharlo quedándose allí. El viaje, además, había sido aterrador. Nada en el mundo iba a obligarlo a salir de nuevo y marcharse a la aventura. O eso creía.

    Por lo demás, hacía meses que no veía a ningún ser humano vivo y, aunque nunca se había considerado una persona muy sociable, estaba empezando a desesperar. Sin embargo, en su fuero interno sabía que no estaba solo. Podía intuir que había más gente sana oculta en algún lugar de Madrid, pero nunca los había visto, tal vez se estuvieran escondiendo como él y no salieran así por las buenas. Una noche había jurado oír una guitarra en la lejanía, pero al intentar detectar de dónde venía el sonido, éste se había acallado. Como si el autor de aquellos acordes se hubiese dado cuenta de repente de que era peligroso hacer saber a los zombis donde estaba. O puede que se lo hubieran comido.

    En otra ocasión se le ocurrió la idea de colgar carteles por la ciudad para reunir a los pocos supervivientes que pudiesen quedar. Pero, ¿eran analfabetos los zombis? La gran mayoría parecía serlo, por lo visto sus funciones cerebrales estaban limitadas a las necesarias para la supervivencia. Sin embargo, algunos no parecían del todo muertos y podían correr algo más rápido y articular palabras, algo más elaborado que el típico aaaaaahh. Así que no podía arriesgarse tanto. No era muy partidario de creer en versiones cinematográficas del típico virus que los convertía a todos en organismos simples, su sentido común le decía que era muy probable que el grado de infección no fuese el mismo para todos. Tenía lógica.

    La primera conclusión irrefutable a la que había llegado era que los riesgos debían ser mínimos o, a ser posible, inexistentes. Por eso siempre hacía sus pequeñas escapadas a la misma hora: después de comer, cuando el sol estaba en lo más alto del cielo. Había observado que los nuevos habitantes de la ciudad parecían evitar ese momento. Tampoco era tan extraño, al fin y al cabo eran zombis españoles y un español, zombi o no, respeta la hora de la siesta.

    Gabriel se reprendió a sí mismo. Chistes sobre zombis, menuda ironía. Se asomó con cuidado por la terraza para echar un primer vistazo a la calle con unos viejos prismáticos. No parecía haber nadie por allí abajo, como de costumbre, pero tras tanto tiempo de aislamiento, toda precaución —o paranoia— era poca.

    Con calma y concentración recogió todo lo que le iba a hacer falta en su escapada. No era ningún experto en estos temas, pero tampoco creía que nadie tuviera experiencia previa real en enfrentamientos contra muertos devoradores de carne, así que cada uno hacía lo que podía. Se calzó sus botas de montaña de toda la vida, las cuales nunca habían pisado el monte, y metió en una mochila enorme una linterna, barritas energéticas (por si acaso) y una cantimplora llena de agua.

    Bastante satisfecho con su preparación para la supervivencia se dirigió hacia la puerta y cogió un paraguas gigantesco de punta afilada y una raqueta de pádel que había pertenecido a su madre. Sabía que tenía que procurarse mejores armas para defenderse, como una pistola, pero como tampoco sabía cómo utilizarla o dónde hacerse con una, había improvisado con lo que tenía por casa. Y tampoco le había ido tan mal.

    Justo antes de salir, Gabriel echó un vistazo por la mirilla, la luz se colaba discretamente por las ventanas iluminando la escalera, que parecía vacía. Poco a poco fue retirando los muebles que utilizaba para bloquear la puerta con más ahínco, por suerte sus padres habían sido bastante precavidos así que tenían una puerta blindada con tres cerrojos, si a eso le sumabas el peso de los muebles era casi imposible de abrir. O de eso se había autoconvencido Gabriel.

    Cuando acabó de apartar lo que podía considerarse su muro de contención, salió lentamente de casa, pisando casi de puntillas para no hacer ruido, con el paraguas y la raqueta bien preparados para dar mamporros a diestro y siniestro. Tenía los nervios a flor de piel, como siempre que pisaba la calle, donde cualquier ruidito se podía convertir en una seria amenaza. Cuando se había atrincherado en su casa había comprobado que no quedaba nadie en el edificio, le había llevado mucho tiempo asegurar la finca, pero por suerte, la mayor parte de sus vecinos se habían largado al búnker antizombis que los militares habían montado en Sol y lo más probable era que en ese momento andasen por ahí convertidos en devoradores de carne.

    Nunca se había encontrado en verdaderos problemas. Lo máximo un par de zombis de los que poder salir corriendo, pero estos no se habían colado en su edificio ni nada por el estilo. No tenía aventuras que contar, aunque tampoco deseaba encontrarlas. A pesar de considerarse preparado si llegara el momento, jamás había tenido que defenderse de un no muerto, solo correr como alma que lleva el diablo. Había descubierto demasiado tarde que podría haberse dedicado a ser velocista, tenía un talento natural.

    Cuando llegó a la planta baja se acercó a la puerta de salida, también bloqueada por numerosos muebles. Las ventanas de todo el portal estaban tapiadas, a veces con simples cartones, otras veces con listones de madera. Habría sido más sencillo retirar el cartón de una de las ventanas, pero esto suponía un riesgo considerable de filtración de zombis en el edificio. Optó por la opción de siempre, salir por la puerta apartando los objetos que la bloqueaban. Toda precaución era poca y Gabriel era la precaución personificada.

    No sin esfuerzo, consiguió salir a la calle que no pisaba desde hacía un par de meses. Gracias a la gran cantidad de alimentos en conserva que había recolectado, y al pequeño huerto que había cultivado en la azotea, no pasaba hambre, pero echaba de menos un buen filete de vez en cuando. Hacía dos años que no probaba pollo, desde que se había comido a Caponata, una gallina que había rescatado de las calles. ¿Cómo había llegado la gallina hasta la plaza de Callao? Gabriel no se lo preguntaba, solo agradecía su presencia y los huevos y carne que le habían proporcionado en su momento.

    La calle estaba desierta, tal y como su vista de águila le había anticipado desde la terraza. A pesar de todo no podía evitar sobresaltarse con cada pequeño ruido, cada ráfaga de aire, cada ratón correteando a su libre albedrío por esta gran ciudad, que ahora era de su propiedad. Y de la propiedad de los zombis.

    A su izquierda, Gran Vía llegaba hasta la Plaza de Callao. Gabriel se había planteado a menudo visitar El Corte Inglés, o la Fnac, pero no se atrevía a entrar en edificios tan grandes. Por ello le daba la espalda a esa opción, y giraba hacia la derecha, bajando hacia Plaza España. Sin embargo, nunca llegaba tan lejos. A la altura de San Bernardo sus piernas empezaban a temblar, su respiración y su pulso se disparaban, mientras su mente entraba en estado de shock. Era incapaz de pensar, de moverse, de reaccionar. Le daba demasiado miedo encontrar alguna sorpresa desagradable. Creía que la epidemia zombi le había hecho desarrollar una especie de agorafobia.

    Por eso había reducido su círculo de interacción a este cuadrante: desde su portal hasta la Calle San Bernardo, y vuelta atrás. Por suerte, una de las callejuelas que partían de la acera de enfrente tenía varias tiendas de alimentación y todo a cien bastante grandes. Como los que habían sido propietarios de la tienda eran chinos, el local estaba lleno de botes de fideos instantáneos, comida deshidratada, barritas energéticas y ese tipo de cosas. Otras de las cosas que solía recolectar eran cuadernos y libretas. No es que tuviese mucho que escribir o que plasmar en papel, sino que los usaba como combustible, ante la ausencia de calefacción, gas o cualquier forma de electricidad. En la cocina de su piso se encontraba una papelera de Pokémon que había encontrado en la misma tienda. Era de un material metálico, como de chapa, nunca lo había sabido exactamente. La cuestión se resumía en que el invento funcionaba: la papelera contenía el fuego dentro, y los papeles de los cuadernos lo alimentaban para calentar agua, cocinar o caldear el ambiente.

    Intentando no hacer ruido, Gabriel cerró la puerta de su portal. Llevaba las llaves con el mismo llavero de Dragon Ball que usaba antes del fin de la sociedad normal metidas en el bolsillo del pantalón, a punto para ser cogidas a la velocidad de la luz y abrir en caso de ataque repentino. Ya no llevaba la llave del buzón, ni la del trastero del sótano, solo la del portal y la de su piso. Para no tener que perder tiempo buscando si ocurría alguna emergencia. Lo tenía todo muy medido.

    Echó un vistazo de reconocimiento. Cuando comprobó que estaba todo despejado se aferró a su arma-paraguas y comenzó a caminar. Había calculado que llegar a su lugar de provisiones le costaba menos de diez minutos, pero una vez allí no sabía cuánto iba a tardar en hacerse con lo que necesitaba.

    Cuando todo eso del Apocalipsis comenzó, la gente fue desapareciendo poco a poco hasta convertir Madrid en una ciudad fantasma. Bueno, para ser exactos en una ciudad para zombis. Gabriel salía a por provisiones corriendo como alma que lleva al diablo sin fijarse en nada, solo pensando en llegar a su destino. Al cabo del tiempo comprendió que era mucho más seguro andar con precaución mirando a su alrededor en vez de ir en plan kamikaze.

    El espectáculo de la Gran Vía siempre era el mismo: calles vacías, un par de coches tirados por ahí y papelitos mecidos por el viento al estilo película de Hollywood. Hubiera quedado más auténtico con un par de plantas rodadoras, pero siendo estrictamente realistas aquello sí que era imposible. No obstante, después de una invasión zombi el concepto de realista se quedaba un poco desfasado.

    Cuando Gabriel vivía con sus padres tranquilamente en el ático de su bloque, el bullicio continuo de la calle le parecía lo más normal del mundo, algo tan inevitable como el acto de respirar. Ahora que hacía un par de años que las cosas habían cambiado y ya ni se fijaba en que todo estaba vacío, se había adaptado forzosamente al silencio que lo llenaba todo y a las corrientes de aire continuas que corrían por la alargada Gran Vía. Le hacía gracia imaginarse que si lo atacaba un zombi podría abrir su paraguas y salir volando como Mary Poppins.

    Poco a poco se decidió a empezar a caminar. Iba pegado a los escaparates de las tiendas, antes adornados con vivos colores para atraer clientes, pero habían pasado a estar tapiados con vallas metálicas, maderos o cartones. En el otro lado de la calle una rata corría buscando un hueco por donde meterse. Con ese pequeño detalle el escenario ya parecía apocalíptico por completo.

    Gabriel cruzó nervioso, todavía conservaba la costumbre de cruzar la Gran Vía por los pasos de cebra a pesar de que ya no había ningún conductor enloquecido¹ que pudiera llevárselo por delante.

    ¹ O madrileño, lo que venía a ser más o menos lo mismo.

    Al fin llegó a la callejuela que buscaba. El final de la calle San Bernardo con la Plaza de Santo Domingo llevaba bastante tiempo siendo su almacén de reservas de comida y trastos variados, contaba con un establecimiento de productos orientales y una tienda de alimentación. Todo lo que un chico solitario en medio de un holocausto zombi podía necesitar. Bueno quizás todo lo que se dice todo... no.

    Apartando ciertos pensamientos poco limpios de su mente se dirigió con toda la cautela que pudo hacia la puerta de la tienda. Él mismo la había tapado con un gran cartón que había confeccionado con cinta americana (el único pegamento que tenía en su poder) y trozos de cartones más pequeños. Era como una puerta de parches, pero según había entendido Gabriel al cabo del tiempo, los zombis evitaban entrar en cualquier parte, siempre que no hubiera una abertura claramente diferenciada y no hubiera nada comestible dentro, entendiendo comestible como cualquier ser humano vivo. Su sencilla puerta casera le había funcionado todo ese tiempo.

    Al apartar el cartón se dio cuenta de que algo no iba como siempre. Estaba del revés, lo que significaba que alguien lo había retirado y vuelto a colocar. Lo sabía gracias a una mugrienta pegatina que decía frágil, pegada en uno de los lados. Gabriel siempre la colocaba en la esquina superior izquierda, para comprobar que nadie entraba en la tienda. Pero ese día estaba colocada en la parte de abajo. Estaba seguro de haber tenido cuidado la última vez que abandonó el lugar de seguir su costumbre, por lo que se le encogió el estómago y se le pusieron los nervios de punta.

    ¿Quién había pasado por allí? Dudaba mucho que un zombi se hubiese molestado siquiera en recolocar el cartón tapando la puerta. De hecho, estaba bastante bien colocado. Imposible, un monstruo tan corto de luces no se iba dedicando a cuidar de los locales que invadía.

    Convenciéndose a sí mismo hasta con los argumentos más estúpidos, decidió entrar en la tienda.

    Seguía oliendo a comida caducada, como la última vez. Si en vez de zombis hubiésemos tenido un holocausto de una especie más evolucionada, ya estaría muerto pensaba Gabriel ante el ruido que hacía su respiración. Pero allí no había nadie, sin contar a las cucarachas.

    En la sociedad en la que vivía, por llamarlo de alguna manera, las cucarachas eran parte muy

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