Más Allá De Lágrimas De Luz
Por Rafael Marín
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Tras "Lágrimas de luz", Rafael Marín amplió su escenario de la Corporación con dos relatos de mediana extensión: «A tumba abierta» y «Ébano y acero». En ella, exploraba nuevos aspectos de su universo narrativo y nos mostraba nuevas zonas oscuras de la mente humana y de las sociedades que crea, usando como foco para la historia dos de los personajes secundarios de su novela.
Sportula los publica ahora en este volumen exclusivo acompañados del análisis que sobre ambos relatos realiza Mariela González y donde nos desvela algunas de las claves de la narrativa de Marín.
Un libro imprescindible para comprender la evolución de la ciencia ficción española y el adelanto perfecto para los próximos lanzamientos de Sportula:
"Lágrimas de luz", de Rafael Marín, la novela que marcó la mayoría de edad de la ciencia ficción española.
"«Lágrimas de luz»: posmodernidad y estilo en la ciencia ficción española", de Mariela González. Un detallado y profundo análisis de la novela de Marín.
Rafael Marín
Rafael Marín (Cádiz, 1959) es uno de los más destacados autores españoles de literatura fantástica. A principios de los ochenta se abre camino por varios fanzines y publica un puñado de relatos en la mítica revista Nueva Dimensión. En 1983 aparece su primera novela, Lágrimas de luz, que es recibida como un hito en la entonces incipiente ciencia ficción española. Con un cuidado casi exquisito en el manejo del lenguaje, Marín se ha movido como novelista por casi todos los géneros, no sólo la ciencia ficción o la fantasía, sino el policiaco o la novela histórica, por no mencionar el juvenil. También ha cultivado con fortuna el relato corto, en el que a menudo es capaz de aportar una perspectiva novedosa a elementos sumamente cotidianos. Enamorado de los comics como medio de expresión, a ellos ha dedicado algunos de sus mejores trabajos de divulgación, como W de Watchmen, Spider-Man: el superhéroe en nuestro reflejo o Hal Foster: una épica post-romántica. También ha sido guionista en ese medio con obras como Tríada Vértice e Iberia Inc. Junto a su amigo el dibujante Carlos Pacheco estuvo al frente de Fantastic Four para la americana Marvel.
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Más Allá De Lágrimas De Luz - Rafael Marín
Ya no daba más de sí. La lanzadera, literalmente, se les hacía pedazos entre las manos. Hilillos azules de electricidad fuera de control borboteaban desde una parte a otra de la consola de mandos, recorrían la superficie de todo el domo, ennegrecían el suave ritmo mecánico, lo torturaban con su amenaza nerviosa y ridícula, y por efecto del avance juguetón de aquella algarada sin conciencia el aire viciado del interior del puente comenzaba a teñirse del peculiar olor de los circuitos calcinados, ese que jamás presagia un desenlace agradable. No iban a conseguirlo. Esta vez, la certeza hacía presa común. Ninguno de los seis ocupantes de la astronave herida apostaría medio dracma a que fueran a escapar con bien de aquella tonta trampa que ellos mismos habían abierto a la muerte. Dos malos reveses de la fortuna los habían traído aquí, lejos de la batalla que durante semanas había centelleado contra la inmensidad del cielo, sólo para trocar finalmente la posibilidad de una muerte heroica que les ofrecía la Conquista por la seguridad anónima que ahora propiciaba su acto de deserción. La Corporación, entonces, no tardaría en divulgar a los cuatro puntos del Confín una historia inventada a la que no faltaría el final justiciero, como siempre corresponde y es norma que ocurra con los cobardes. D’Halmar Byrne, el único de los seis hombres a punto de morir que no era soldado, poeta hasta hacía pocos días a bordo del rompehielos Heymdall, casi adivinaba los primeros versos que su sucesor en la gran catedral de guerra tendría que empezar a componer. Los nombres serían celosamente ocultados, porque no entraba en los cálculos de Nueva York ensalzar de ninguna manera a aquella media docena de cobardes, pero Byrne conocía muy bien el esquema que habría de seguir a fijo pie el siguiente cantar de gesta: él mismo, entre sus esquemas, había dejado escrita la cantinela.
Al recordar lo que había sido, Byrne no pudo evitar una mueca. Había saboreado la gloria de la poesía, aunque no su prestigio, y después de siete años de componer gestas guerreras estaba aquí, del otro lado de sí mismo, a punto de entrar a formar parte de la historia anónima de los cobardes. Cobardes. Byrne observó uno por uno a sus compañeros y reconoció que ninguno de ellos, al menos ninguno de los otros cinco, merecía tal calificativo. Aun en los momentos finales, a pesar de la deserción, continuaban siendo soldados, hombres de pómulos de roca y mirada de ogro. Sentían en las entrañas las caricias de la segadora, junto al oído los susurros de la sin dientes, pero ninguna cara traslucía nada más allá de la ansiedad y la excitación de este quizás su último movimiento.
—Un poco más, bastarda. Solamente un poquito más —murmuró el más viejo del grupo, Reyes Kirby, la mirada fija en el visor, los nudillos al rojo blanco, con el mismo gesto contenido de desesperación que había exhibido durante un juego de dados en el último prostíbulo de Lágrima—. Tienes que aguantar, maldita sea. No hemos escapado de una masacre para terminar de esta manera. Menea el culo, montón de hojalata. Tienes que llevarnos ahí abajo, venga.
Sus compañeros no comentaron nada. Sólo el más extraño de ellos, medio cuerpo de androide que alguna vez había poseído el cuerpo de un hombre entero, calculó la trayectoria posible de llegada en alguna clave oculta de su cerebro. No era hermoso el brillo de sus ojos. Nada en él lo era. Desde su reconstrucción, ni siquiera él mismo soportaba su compañía. Y nueve años de odiar lo que queda de ti es mucho tiempo. Demasiado tiempo, en verdad. Si los otros hubieran visto el garabato de sonrisa que esbozaba su cara, o si hubieran prestado atención a la película de humedad que empañaba sus pupilas, tal vez habrían podido descifrar sus oscuros pensamientos. Pero los otros nunca lo habían mirado fijamente. A ninguno le gustaba tratar con Borgie.
Recibieron la aparición de la primera capa de nubes con un impulsivo y coordinado movimiento conjunto: sin apenas advertirlo, como por mímesis, todos ensancharon los pulmones y contuvieron el aire en su interior bastante más tiempo de lo que se hubieran creído capaces bajo otras circunstancias menos exasperantes. Shooter Darco suspiró. Un largo minuto se desgranó delante de ellos, convirtiendo en inconmensurables sus sesenta segundos de slomo. Luego, la luz rosácea del planetoide en su amanecer se les ofreció a los ojos abierta como una manzana, signo de una ensoñación de vida que posiblemente no iban a conseguir alcanzar nunca. Llevado por la costumbre, intuitivamente, con el cerebro en blanco, D’Halmar Byrne bautizó como Edén Rosa al infierno que se adivinaba bajo el manto gaseoso. Entonces, coincidiendo con la entrada del navío en la atmósfera, algo indeterminado le reventó a popa, y tras este estallido la lanzadera perdió ya por completo su vuelo regular. Sin control alguno, ardiendo como una flecha, envuelto en una niebla de azufre azul, el aparato se precipitó hacia abajo, cabriolando, crepitando, ensuciando de ceniza y ruido la monotonía deshabitada de este mundo.
—¡El mar! —Crespi, vana lucha por recuperar el mando, señalaba la lejana presencia de la plataforma de tierra con el mismo dedo índice que apenas cuarenta y ocho horas más tarde habría de ser amputado a su cadáver—. ¡Mierda, vamos a estrellarnos en el mar!
Apenas tuvieron tiempo para observar las olas golpeando un disperso puñado de rocas. En un fogonazo consciente, quizá en una ilusión, Lee Austin creyó percibir los reflejos de la arena, la existencia de una playa más allá de la superficie de color de jade. Pero cuando la panza del buque estelar golpeó el agua con violencia, rebotó de plano sobre ella, giró contra sí misma en un claro motivo de agonía y quedó encallada entre los espigados dientes del arrecife, todo lo que Austin pudo pensar, mientras se hundía en la nada, fue que aquello que había contemplado sería el último espejismo grabado a fuego en sus pupilas de cadáver seco.
Kirby escupió saliva verde y miró el suelo. Se frotó la oreja rota y maldijo en un murmullo, sin decir en realidad ninguna palabra, la mala fortuna que le había hecho encontrarse aquí, en este montón de nada, con los otros cuatro inútiles y el medio hombre. Estaba ya viejo, reconoció, y haberse resfriado justo ahora no le hacía gracia precisamente. Estaba viejo, aunque todavía se consideraba un buen soldado. Pero había desertado, sí. Era un tío mierda. Malditas mujeres y maldita la hora en que se mal metió en el lío con aquella Ámbar que los Infiernos confundan. Le faltaban dos años para licenciarse con honores. Veintiséis meses, en realidad. La Corporación no olvidaba a los héroes, si los había, y en su modo de observar las cosas Reyes Kirby se consideraba uno de ellos, vaya que sí, o de otro modo no habría sobrevivido dieciocho años revolviendo las entrañas de los nors y abriéndoles a los yuetshes y a los áscaris la tapa de los sesos. Dieciocho años ya, quién lo diría. Mierda, seguía siendo un tipo duro. La sentía tiesa y a punto en cada momento. Esa era su desgracia. Le tiraba demasiado el olor a coño. Escupió otra vez. La saliva seguía siendo espesa, extraña y verde. Lo había cogido bien. Un resfriado justo ahora, por culpa del maldito chapuzón. Sacó una tableta del bolsillo del pecho y se la metió en la boca y la masticó. Seguía sabiendo a rayos, pero al menos era un consuelo saber que en un par de horas se sentiría otra vez en forma. Miró a los otros cuatro y, como siempre, casi sin darse cuenta, torció la vista cuando se dio cuenta de que el medio máquina lo observaba con aquel horrible ojo mecánico. «Mierda, Borgie —pensó—. Métete el telescopio en el sobaco.» Ya tenía bastante con sus problemas. No le había hecho gracia tener que desertar. Sólo le faltaban dos años. Pero era la corte marcial, viejo. El penal bajo Bambú, o las minas de especias en Ojo Dorado o en Carraca. No por ser más veterano iba a verse con mejores derechos. Un asesinato es un asesinato, lo mires como lo mires. Y el cuello roto de Sanderson hablaba por sí mismo. «Mierda de mujeres —recordó—. Si no hubiera sido por Ámbar ahora no estaría aquí, sudando y escupiendo, sino en la batalla.» Tycho Heraklon y los demás capitanes de los rompehielos en lucha necesitarían la ayuda de veteranos expertos. Una nueva medalla y un ascenso. Eso era fácil de conseguir. Pero no. Tuvo que dejarse meter en aquel maldito lío. Puñetera Ámbar. Si no hubiera hecho caso a sus antojos, ahora no estaría metido hasta las cejas en esta mierda de asteroide. Pero Sanderson era un cabrito y se lo merecía. Hasta sintió como el latigazo de un orgasmo cuando le quebró el cuello. Lástima que Ámbar no lo hubiera visto. Se habría lanzado contra él y habrían jodido sobre su cadáver de violador asqueroso. Le gustaba aquella mujer, sí, claro. Era una experta. Y tan joven todavía. Bueno, mejor no seguir pensando en ella. No tenía sentido. Ya no era un muchachito, pero sabía lo que les esperaba. Si salían de aquí, la Corporación se encargaría de ajustarles las cuentas. Tendrían que pasar el resto de sus vidas como proscritos. Pero eso era pensar demasiado felizmente. Estaban tirados en este asqueroso mundo rosa. Y había oído demasiados relatos de náufragos como para saber que jamás iban a salir de aquí. Estaban aislados del resto de la galaxia. Ninguno de los seis iba a salir vivo, lo sabía. Volvió a escupir. La saliva era verde todavía. No se había vuelto ni una pizca menos densa. Inspeccionó con un dedo y observó el goterón rojo en medio de la mugre. No hizo falta que utilizara el escáner para que reconociera el borbotón de sangre.
Borgie observó a los cuatro monstruos de carne y al poeta. Si hubiera estado de humor, habría hecho un estudio valorativo de sus posibilidades de supervivencia. ¿Cuál de los cinco sería el vencedor? Sintió una pizca de curiosidad, pero fue un detalle demasiado humano para que su cerebro lo registrara como algo de importancia. Tal vez uno de ellos lograra verse libre. Tal vez ninguno lo consiguiera. ¿Quién sabía? No le llamaba demasiado la atención saber quién iba a ser. De todas formas, estaba claro que él ya no podría estar allí para verlo. Tenía muy asumido que su medio cuerpo de carne y hueso no iba a continuar con vida.
Shooter estiró las piernas y se acomodó como mejor supo contra el tocón del árbol. Le dolían todas las articulaciones, y durante un buen rato se estuvo preguntando si no se habría roto algún hueso. Las rodillas y los codos le escocían, pero podía mover bastante bien los brazos y las piernas. El impacto contra el agua había sido duro, y todavía más trabajo había costado preparar los salvavidas y salir nadando. Había arrecifes en la maldita playa, y el pobre de Austin se había estampado de cara contra ellos. Ahí estaba ahora, amoratado y sanguinolento. Pero él no se encontraba mejor. El dolor lo atravesaba de parte a parte. Hacía siglos que no sentía algo así. Odiaba el dolor. No le gustaba tampoco hacer daño. Miró a Byrne y vio que el poeta trataba de adivinar dónde estaban por la posición de las estrellas. Casi lo envidió. Era débil y pasaba la mayor parte de los días asustado e indefenso, pero al menos no se veía cargado con la responsabilidad de matar. Shooter tosió. Notó un picor en la garganta y por un instante se preocupó. Sólo le faltaba ahora haber pillado un resfriado. Era lógico, claro. Había tragado agua y algún bicho minúsculo podría estar construyéndose su nido justo en medio de su tripa. Apartó el pensamiento y volvió a mirar al pelirrojo. Lo envidiaba, sí. Estaba seguro. A él le habría gustado ser poeta, no soldado. Era un oficio hermoso. Aquello sí