El diablo de Sharpe: Napoleón y la independencia de Chile 1820 - 1821
Por Bernard Cornwell
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Don Blas de Vivar, capitán general de la colonia española de Chile y viejo amigo de Sharpe, ha desaparecido sin dejar rastro. Junto con el intrépido irlandés Patrick Harper, Sharpe se embarca en un arriesgado viaje que lo llevará primero a una entrevista inesperada con Napoleón, y luego a Chile, una tierra llena de corrupción y revuelta. Pero cuando la fortuna lo conduce a manos de Lord Cochrane, el legendario genio rebelde, comienza el verdadero combate. Por tierra y por mar, Sharpe se enfrenta a probabilidades imposibles: no sólo debe encontrar a Vivar, sino sobrevivir en un momento en que la tiranía gobierna, la injusticia abunda y Napoleón vuelve a acechar en el horizonte, ansioso por reavivar la guerra e incendiar la paz.
Bernard Cornwell
BERNARD CORNWELL is the author of over fifty novels, including the acclaimed New York Times bestselling Saxon Tales, which serve as the basis for the hit Netflix series The Last Kingdom. He lives with his wife on Cape Cod and in Charleston, South Carolina.
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El diablo de Sharpe - Bernard Cornwell
Primera parte
BAUTISTA
Capítulo I
La esposa del capitán general Blas Vivar, la condesa de Mouromorto, había nacido y se había criado en Inglaterra, pero Sharpe había conocido a la señorita Louisa Parker cuando, en 1809, y con otros miles de refugiados, huía de la invasión de Napoleón en el norte de España. La familia Parker, ajena al caos en el que se sumía el continente, sólo era capaz de llorar la pérdida de sus biblias protestantes, con las que habían albergado la vana esperanza de convertir a la papista España. En medio de la caótica confusión, de algún modo la señorita Louisa Parker había conocido a don Blas Vivar, quien, aquel mismo año, pasó a ser el conde de Mouromorto. Mientras tanto, la señorita Parker se había vuelto papista y, posteriormente, se había convertido en la esposa de Vivar. Sharpe no volvió a ver a ninguno de los dos hasta que, a finales del verano de 1819, doña Louisa Vivar, condesa de Mouromorto, llegó de manera inesperada y sin previo aviso al pueblo de Normandía en el que Sharpe tenía su hacienda.
En un primer momento, Sharpe no reconoció a la mujer alta y vestida de negro cuyo carruaje, atendido por postillones y escolta, se detuvo bajo el arco casi desmoronado del pequeño castillo. Él había imaginado que el suntuoso coche pertenecería a alguna persona rica que, mientras viajaba por Normandía, se había perdido en la verde maraña de caminos de la región y, al estar ya avanzada la tarde de aquel día de verano, había buscado la finca más grande del pueblo y había acudido allí para que le dieran indicaciones y, sin duda, también un refrigerio. El curtido fusilero, con semblante avinagrado y poco cordial, se había preparado para rechazar a los visitantes indicándoles que fueran a la posada de Seleglise, pero entonces vio que se apeaba del carruaje una mujer de aspecto digno que se retiró el velo del rostro.
–¿Señor Sharpe? –había dicho tras unos segundos incómodos, y de pronto Sharpe la reconoció, aunque incluso entonces le resultó difícil conciliar la apariencia reservada e imponente de aquella mujer con su recuerdo de una chica inglesa aventurera que, llevada por un impulso, había abandonado tanto su religión protestante como la aprobación de su familia para casarse con don Blas Vivar, conde de Mouromorto, católico devoto y soldado de España. Su marido, según doña Luisa informó entonces a Sharpe, había desaparecido. Blas Vivar se había esfumado.
Abrumado por lo repentino de la información y por la llegada de Louisa, Richard se quedó boquiabierto como un paleto idiota. Lucille insistió en que doña Louisa debía quedarse a cenar, lo cual implicaba quedarse a pasar la noche, y en tono imperioso envió a Sharpe a realizar algunos preparativos. No había ningún establo de más para los valiosos caballos de tiro de doña Louisa, por lo que Sharpe ordenó a un chico que sacara a los caballos de labor y los llevara a un prado, mientras Lucille organizaba camas para doña Louisa y sus doncellas, y unas mantas para sus cocheros. Hubo que desatar el equipaje del carruaje barnizado y llevarlo al piso de arriba, donde las dos sirvientas del castillo pusieron sábanas limpias en las camas. Trajeron vino de la húmeda bodega, y sacaron de su envoltura de hojas de ortiga un buen queso que, de otro modo, Lucille hubiera vendido en el mercado de Caen, dictaminándose que era una cena digna de la visitante. Dicha cena no sería muy distinta de cualquier otra de las comidas campesinas que se tomarían en el pueblo, porque el castillo sólo era pretencioso de nombre. En otro tiempo, el edificio había sido la casa señorial fortificada de un noble, pero entonces era poco más que una casa solariega descuidada y rodeada por un