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La corona del verdadero hijo
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Libro electrónico454 páginas6 horas

La corona del verdadero hijo

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Información de este libro electrónico

¿Qué queda cuando la oscuridad ya ha vencido? Huyendo de la devastación, Gaël y Nashua se embarcan hacia el norte, llevando consigo a los supervivientes de la matanza de Álberos. Allí, Áurea de Albián los conduce hacia un lugar protegido por una magia antigua que alberga un secreto oculto desde la caída de los tres grandes magos. Mientras tanto, en la otra punta de Allegaïa, un temible enemigo ha llegado al Palacio de Cristal siguiendo el rastro de Niopi. Con ella está también Jeorhos, consumido por el odio a causa de la muerte de su hermano.
¿Cómo aferrarse a una esperanza vacía? La salvación siempre ha estado ahí, en el verdadero hijo, pero ¿será ese gran elegido quien todos esperan? Y más importante aún, ¿cómo hará para derrotar a Illaki si su Sombra es invencible?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 mar 2024
ISBN9788419805454
La corona del verdadero hijo

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    Vista previa del libro

    La corona del verdadero hijo - J. J. Arevi

    ¿Qué queda cuando la oscuridad ya ha vencido? Huyendo de la devastación, Gaël y Nashua se embarcan hacia el norte, llevando consigo a los supervivientes de la matanza de Álberos. Allí, Áurea de Albián los conduce hacia un lugar protegido por una magia antigua que alberga un secreto oculto desde la caída de los tres grandes magos. Mientras tanto, en la otra punta de Allegaïa, un temible enemigo ha llegado al Palacio de Cristal siguiendo el rastro de Niopi. Con ella está también Jeorhos, consumido por el odio a causa de la muerte de su hermano.

    ¿Cómo aferrarse a una esperanza vacía? La salvación siempre ha estado ahí, en el verdadero hijo, pero ¿será ese gran elegido quien todos esperan? Y más importante aún, ¿cómo hará para derrotar a Illaki si su Sombra es invencible?

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    La corona del verdadero hijo. Los doce hijos 3ª parte

    J.J. Arevi

    www.edicionesoblicuas.com

    La corona del verdadero hijo. Los doce hijos 3ª parte

    © 2024, J.J. Arevi

    © 2024, Ediciones Oblicuas

    EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

    c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª

    08870 Sitges (Barcelona)

    info@edicionesoblicuas.com

    ISBN edición ebook: 978-84-19805-45-4

    ISBN edición papel: 978-84-19805-44-7

    Edición: 2024

    Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales

    Ilustración de portada: Pilar Orellana

    Mapa: José Javier Arenas Villafranca & Carla Cordorniú

    Escudos: Oscar Valencia Vergara

    Foto contraportada: Paula Gómez Vallés

    Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

    www.edicionesoblicuas.com

    Contenido

    Prólogo. Gran Desierto de Abdam, 28 años antes de la caída de Álberos

    Parte I. La casa del sirviente

    Nessain, 23 años antes de la caída de Álberos

    I. Un presente escrito

    II. El velo invisible

    III. El luto

    IV. Los lazos rotos

    V. Hijos de Stella

    VI. Lágrimas a la intemperie

    Parte II. Una profecía

    Taberna Pequeña Fenerell, 21 años antes de la caída de Álberos

    VII. El elegido

    VIII. Todo está oscuro

    IX. Traidor

    X. Palabra de Aramet

    XI. El pasado que trae el presente

    XII. La advertencia de la emperatriz

    XIII. Imperio

    XIV. Los despojados

    XV. Un camino difícil

    XVI. Estrella que nos guía

    XVII. Los secretos de la guerra

    XVIII. La leyenda de Len-Torz

    XIX. El Libro de Aramet

    Parte III. Un alma pura

    Ribera del lago Azafir, 13 años antes de la caída de Álberos

    XX. Limpiar las heridas

    XXI. Rabia, vacío y culpa

    XXII. Cónclave

    XXIII. El legado de los amos

    XXIV. Un poderoso artilugio

    XXV. Lo que trajo consigo el alba

    XXVI. Los herederos del sexto hijo

    XXVII. Sangre y caos

    XXVIII. Tres magos

    XXIX. Guerrero de Stella

    XXX. El precio de la salvación

    XXXI. La boca del infierno

    XXXII. Buganvilla de color azul

    Epílogo

    Agradecimientos

    Glosario

    Las doce casas

    Línea cronológica

    Lugares, ciudades y edificios emblemáticos

    Flora y Fauna

    Religión

    Lenguaje arcano

    El autor

    A mis padres

    «El chico estaba en la cima de una colina, bajo la luna, mirando lleno de horror a unas figuras de blanco rostro y a una espada gris, pero una oscura nube lo cubrió y lo hundió en las sombras.

    El mismo muchacho, ahora mayor, estaba delante de una gran torre blanca. Una luz dorada brillaba en su dedo, aunque él permanecía en una profunda y oscura sombra. Unas campanas repicaban y el techo había ardido…

    La oscuridad lo engullía, arrastrándolo hacia otros extraños lugares a los que no quería ir: no hasta que no recordase el nombre de aquella criatura, de aquel desgarbado joven que obraba en la ignorancia. No seguiría adelante; tenía que recordar…

    El nombre del muchacho era…, el nombre del muchacho era…».

    La roca del adiós

    (AÑORANZAS Y PESARES VOLUMEN II)

    Tad Williams

    Prólogo. Gran Desierto de Abdam, 28 años antes de la caída de Álberos

    Ya no era capaz de distinguir lo irreal de lo que no lo era.

    Estaba perdido y vagaba, a trompicones y sin rumbo fijo, sabiéndose abocado a una muerte, más que segura, en aquel lugar inhóspito.

    Su caminar errático le había hecho caer al suelo ya dos veces, sin duda por el agotamiento.

    Aún le quedaba un odre medio lleno de agua, pero el calor sofocante y la deshidratación que le acuciaba vaticinaban una futura sensación de sed lo suficientemente intensa como para vaciar su ánfora antes de que saliera siquiera la luna.

    Y, a partir de ahí, se dijo, sería el principio de su epitafio.

    Su orgullo le obligaba a seguir, a pesar de lo vacuo de su esfuerzo. No solo su orgullo, también su honor. Había jurado en voz alta y por el sagrado nombre de su casa que encontraría aquel lugar, aunque le fuese la vida en ello. Se permitió una leve sonrisa al reconocer que, tal vez no de la manera que él hubiera querido, cumpliría su promesa, pues no cabía duda de que la vida sería el precio que pondría fin a su aventura.

    Al sortear una de las dunas divisó de improviso la silueta yaciente de un hombre junto a un camello muerto. Se frotó los ojos un par de veces para borrar posibles visiones, y se acercó sin cautela ninguna, como era habitual en él.

    Gritó al hombre, pero no obtuvo respuesta. Al llegar hasta él se arrodilló para encontrarse frente a un nómada del desierto de aspecto muy anciano. El viejo se encontraba más cercano a las puertas del infierno de Illaki que él mismo.

    Aunque no podría jurarlo, creyó escuchar «agua» de labios del viejo. Su inclinación natural a la bondad le llevó a asir su odre con presteza, pero al descorcharlo para darle de beber, un pensamiento le detuvo: ¿Y si estaba más cerca de lo que pensaba del Palacio de Cristal? ¿Y si con esa agua pudiera, al menos, llegar y salvar su vida? Si daba de beber al anciano moribundo esa pequeña posibilidad desaparecería y él habría sellado definitivamente su propia muerte.

    Cerró el odre en un acto reflejo y se sentó junto al nómada que mantenía cerrados los ojos. Aquel anciano estaba a punto de morir, no le cabía duda. Se quedó mirándolo y valoró de nuevo sus posibilidades, reafirmándose durante unos minutos en su decisión de quedarse el agua para sí, la opción más práctica. Sin embargo, aquella decisión se le presentaba injusta, absolutamente impropia de él y de su linaje. En un arrebato de los suyos, que con el tiempo terminarían por hacerse célebres en todo Azra, destapó el odre y despabiló al anciano para darle de beber, cosa que este hizo con ansia.

    Tras vaciar la cantimplora, el anciano volvió a cerrar los ojos. Él se recostó a su lado, sobre el camello muerto, dejando que las tibias horas del atardecer, unidas al cansancio, le llevaran hasta un sueño inevitable.

    Despertó tiritando de frío, tendido sobre la arena. Asustado, palpó a su alrededor en busca del viejo nómada o de su camello, sin encontrar rastro de ellos.

    Pensando que el encuentro había sido en realidad un sueño, destapó el odre de agua y lo inclinó sobre sus labios para darse cuenta, con profundo pesar, de que estaba vacío. Lo volteó con insistencia, buscando el contacto de una última gota de agua sobre su garganta, cuando notó que algo se bamboleaba dentro del recipiente y caía sobre su pecho, rodando hacia el suelo. Era una esfera de cristal brillante, del tamaño de una nuez. Al asirla entre los dedos, emitió una luz blanca que le deslumbró, obligándole a soltarla en el suelo para protegerse la vista. Cuando abrió los ojos de nuevo, hubo de esperar unos segundos a que sus retinas se adaptaran a la oscuridad.

    Entonces la vio por primera vez, allí, sentada junto a él como una aparición divina, y supo que nunca, jamás, olvidaría aquella expresión tan serena y dulce.

    —¿Estoy soñando? —preguntó él con inocencia.

    Ella sonrió con amabilidad antes de responder.

    —Tal vez sea yo la que sueñe, pues estoy ante aquel que habrá de prepararnos para luchar contra la oscuridad que ha de venir.

    —¿Qué decís? Mi señora, yo no soy nadie. Nací siendo nadie, y seguramente muera bajo el mismo nombre.

    —Rey de los justos, en qué baja estima os tenéis… Vos sois Craiden de Karoth, el elegido por Allikas para llevar a cabo la más noble y alta de las empresas.

    —Sabéis mi nombre… ¿Qué es esto que me sucede, si no es un sueño? ¿He muerto, acaso?

    —Dejasteis vuestra pequeña casa junto a las minas y partisteis por tierras inhóspitas en pos del legado del sirviente, Aldeste de Maion, tratando de hallar la verdad sobre la caída de los tres magos. ¿Aún buscáis esas respuestas?

    —¡Oh, sí! —dijo Craiden embargado de emoción—. ¿Será posible que tengáis vos los diarios, que conozcáis vos las respuestas?

    —Estáis cerca de conseguirlos, mi querido Craiden, pero desgraciadamente no se hallan en mi poder. Sin embargo, te puedo decir dónde están y quién podrá ayudarte a llegar hasta ellos.

    —¿Dónde están?, os lo ruego.

    —Están en Izhara, la ciudad oculta.

    —¿Izhara? No la conozco…, y ¿quién me ayudará a llegar hasta allí?

    —Estáis cansado, Craiden, venid conmigo a palacio y hablaremos de las cosas que he de confiarte.

    Craiden la agarró del brazo, suplicante.

    —Por favor, ¿a quién he de buscar?

    Ella, posando sus manos sobre la suya, concedió.

    —Deberéis recuperar una vieja amistad que habéis perdido en la guerra. —Hizo una breve pausa y continuó—. Áurea de Albián te llevará hasta los diarios. Pero antes venid. Debéis descansar y son muchas las batallas que os quedan por librar.

    Parte I. La casa del sirviente

    Una vez el pacto de los tres magos se hubo sellado, habiendo Allikas bendecido la unión de sus tres primeros hijos, dadores y guardianes de paz en Allegaïa, hizo llamar a su sexto hijo.

    Maion, el que fue hecho de olivo, se presentó ante el trono de roca, temeroso, pues fue él y no otro, el primero que sucumbió a la tentación de Illaki. Arrepentido se postró a los pies de la Diosa, implorando el perdón.

    Allikas escuchó sus lamentos durante las largas horas que estos duraron y cuando el sexto hijo no tuvo más palabras que decir, su Divinidad se dirigió a él, diciéndole:

    —Maion, sangre de mi sangre, tu sufrimiento es mío también y puesto que tu arrepentimiento es sincero, compartiré contigo la carga de tus pecados. Sin embargo, el daño que has hecho a tus once hermanos ha sido elevado y has de compensar el dolor que esta guerra con mi hermano Illaki ha provocado.

    »Tu linaje cuidará por siempre de los que habrán de ser llamados a honrar el título de vednis. Seréis así los guardianes del pacto y sirvientes de vuestros hermanos hasta el fin de los días.

    Libro del Origen (Versión revisada por el Guardián

    de las almas, Sorrentino de Aramet.

    Año 80 después de la caída de los Tres Magos)

    Nessain, 23 años antes de la caída de Álberos

    —¿Y cómo se encuentra de salud?

    —¿A quién os referís, exactamente? —preguntó Craiden de Karoth, haciéndose deliberadamente el tonto.

    —Os pregunto por Eliana, la duquesa de Damariel —le dijo Tamir en tono sosegado.

    —¡Ah! Pues ahora podréis preguntarle a una amiga suya recién llegada de Baj-ra —le respondió, y para no dar opción a nuevas preguntas, apretó el paso.

    Tamir, que ya notaba sobre sus hombros el paso del tiempo, se encontraba especialmente fatigado tras su larguísimo viaje. Había cruzado prácticamente todo el continente desde Alea, donde tenía su tienda, hasta Nessain, la segunda ciudad más grande de la provincia de Assal. Allí las calles eran un auténtico pandemónium arquitectónico, con edificaciones tan estrafalarias que eran capaces de distraer a los caminantes hasta hacerlos tropezar. Craiden le había esperado en la frontera de Assal con la Comarca Sur, antiguo reino pre-imperial de su familia, y le había escoltado hasta la que también era conocida como la ciudad de los nigi.

    El yeorotí tenía órdenes expresas de guiar al hacedor Tamir hasta la casa donde se hospedaba ella, la mujer que le había rescatado del desierto. Era una propiedad que, casualmente, pertenecía a una pariente de los Karoth.

    La peculiar y estrecha fachada del inmueble no desentonaba en absoluto con el resto de las casas de aquella calle. Un edificio de tres plantas rodeado de un amplio jardín tropical daba la bienvenida al que debía de ser el hogar de un navegante, o al menos de una persona viajada, pues grandes boyas de cristal de distintos colores se integraban en las paredes junto a ventanas circulares, típicas de los navíos.

    —¿Y decís que esta vivienda pertenece a uno de vuestros parientes? —preguntó Tamir—. ¿Son terpselenos?

    Craiden se rio.

    —No, en absoluto, mis parientes son yeorotíes, pero digamos que están muy viajados, y su nueva propietaria aún más. Pero si lo decís por la decoración de la fachada, siento decepcionaros, pues las boyas de cristal no están ahí por la pasión marinera de la dueña, más bien tratan de evocar otra cosa… —Craiden miró deliberadamente la esfera que colgaba del cuello de Tamir, haciéndole entender.

    —¡Ah! ¡¿Vuestros parientes son hacedores?! —preguntó realmente sorprendido.

    —En efecto. La propietaria es la nieta de una tía lejana mía llamada Leonora, que tenía un negocio de pieles en Ciudad Última. Esta mujer adquirió el inmueble en su día y lo utilizaba para pernoctar cuando acudía a hacer negocio. En Nessain siempre ha habido buena clientela.

    Craiden mostraba una sonrisa chocante. Tamir, que acababa de conocer a aquel extraño noble de ademanes peculiares, no llegaba a comprender qué pretendía.

    Llamaron a la puerta con un par de toques. Tras unos segundos, que se hicieron un poco largos bajo el sol picante, unos pasos se adivinaron tras la puerta.

    —¿Quién es?

    El timbre de voz desconcertó a Tamir, pues algo había en él que le traía un grato y antiguo recuerdo. Al abrir la puerta, una dulce mujer de edad imprecisa le sonrió con tal calidez que el viejo hacedor sintió que su corazón refulgía de dicha.

    Tamir no tardó en reconocerla, a pesar de que estaba muy cambiada. Ya no era aquella muchacha totalmente perdida que había visitado su tienda de Alea hacía veinticinco años, cuando fue a buscar una solución para esconder su estrella-corazón de los incautos. Esa mujer era ahora algo más, se lo decía su alma, esa mujer era ahora la luz que había venido para guiarlos de nuevo bajo el brillo de la estrella de Stella.

    —Sigues teniendo el mismo aspecto, aunque no sabría decir si eso es bueno o malo, pues siempre me pareciste un poco anciano, aunque no lo fueses —dijo ella sin dejar de sonreír.

    —¿Alba? —dijo él, extendiendo la mano hacia su mejilla, pero sin atreverse a tocarla—. Estás… diferente.

    Ella cogió la mano de Tamir entre las suyas y la apoyó en su mejilla con cariño, cerrando los ojos.

    —Ven —le dijo—. Pasa, pues voy a necesitar pedirte que emprendas un viaje aún más largo que el que has hecho hoy.

    Él asintió extasiado. Haría cualquier cosa que ella le pidiese.

    I. Un presente escrito

    Abrió los ojos a la oscuridad.

    No fue un sobresalto, simplemente había llegado el momento que tanto había temido, pero llegaba, eso sí, demasiado pronto. Ella maldijo fugazmente el poco tiempo del que había dispuesto. La chica aún estaba lejos de estar preparada, pero no podía hacer ya nada. A partir de aquella noche, habría de volar sola.

    Se irguió en la cama, decidida, y lo primero que vio fue a él, que no le quitaba los ojos de encima. Los ojos vidriosos que apenas pestañeaban de un hombre cuyas manos abrochaban un uniforme con movimientos automáticos y ajustaban sus armas a la cintura. Ya estaba preparado para plantar cara al enemigo.

    Alba le devolvió el amago de una sonrisa, inevitablemente llena de tristeza, y mantuvo la mirada de su amado con férrea determinación. Su guerrero de Stella, el amor de su vida, su estrella-corazón. Güiro había aceptado aquel destino con sufrimiento al principio, pero la fuerza que ella desprendía le había ayudado a afrontar, de entre todas, la posibilidad más oscura, desechando la esperanza por improbable. Alba había visualizado los cientos de futuros posibles y, de ellos, había apostado por el mejor para Allegaïa. Él lo comprendía.

    Güiro salió por la puerta para avisar a Reikad, dejándola sola en la habitación, una estancia que habían compartido durante décadas y en la que ya nunca más habitarían. Alba respiró hondo un par de veces y se preparó.

    Antes de abandonar aquel pequeño templo consagrado a su amor, se acercó a la mesita y tomó unas cuantas esferas vacías de cristal, estrellas aún sin luz. Las acercó a su boca, llena de arrugas, y susurró unas palabras tan antiguas como la magia que emanó de ellas. Las esferas brillaron al instante en distintos tonos de rojo y naranja, creándose diversos vórtices de colorida niebla en su interior. Sin cambiar el gesto, Alba cerró la mano y las depositó en los bolsillos de su túnica de stellati, preparada para representar su papel en aquella obra de teatro amarga, llamada destino.

    ***

    Dos cráneos sin ojos, que hacían las veces de máscara, dejaron al descubierto su tétrica silueta contra el horizonte de dunas del Gran Desierto de Abdam. Se deslizaron por la arena, ligeros y sinuosos, sin apenas rozamiento. Acechantes, notaron como el olor de su presa impregnaba hasta el más mínimo rincón de aquel oasis, haciéndose más nítido al llegar a las puertas de la imponente estructura de cuarzo. La puerta estaba abierta, pero aquella ventura que simplificaba su tarea no despertó en ellos ninguna emoción. Porque ellos no sentían nada, solamente cumplían órdenes; cuando terminasen aquella misión regresarían junto a su amo a por más, así de simple.

    Empujaron con tal suavidad el cristal de la entrada que no emitió sonido alguno y sus pasos, inaudibles, aterrizaron sobre el frío suelo sagrado del Palacio de Cristal.

    ***

    La puerta se abrió de golpe y la tenue luz de luna, que llegaba desde el pasillo, se desplegó sobre la cama de Tòmme que se levantó como un resorte. Con la boca pastosa, tardó unos segundos en orientarse, pues había estado dominado por sueños densos y confusos.

    La figura de una chica se recortaba contra la puerta. Vestía una túnica sobre la que llevaba un amplio abrigo sin mangas y con capucha. Estaba más alta y su figura se había estilizado desde que Tòmme la conociera dos años atrás.

    —Nos marchamos —dijo ella en tono neutro.

    La determinación de su voz también le recordó que la pequeña Niopi ya no era tan pequeña. El mes y medio escaso junto a Alba la había hecho madurar de golpe y porrazo, mucho más que las terribles y largas vivencias acaecidas desde que habían dejado Jabharia y se habían perdido por el desierto de Abdam hasta llegar a la antigua ciudad de Baj-ra.

    —Reikad se ha llevado a Amäne a la sala dorada. Os espero allí.

    Antes de girarse y perderse en el pasillo, Tòmme percibió la mirada de Niopi dirigiéndose sutilmente hacia Jeorhos, que roncaba en la cama de al lado.

    El mago negro apenas hablaba durante la vigilia y se había vuelto solitario y taciturno. Por suerte para todos, pensó Tòmme, casi nunca lo veían, pues Jeorhos solía escabullirse quién sabía adónde a pasar las horas practicando su magia. Sin embargo, los escasos momentos en los que coincidían con él, el príncipe nerio se mostraba hosco, irascible y desagradable.

    Para el joven cazador, que nunca había apreciado demasiado al vednis de Nerulam, era un suplicio tener que, además, compartir habitación con él.

    Se calzó las botas y resopló, molesto de tener que acercarse a Jeorhos y sacudirle el hombro para despertarlo. El vednis emitía sonidos guturales similares a los de un oso cavernario y tenía un hilillo de baba que le caía sobre la almohada. Además de practicar la magia, debía de estar haciendo ejercicio de algún tipo, pues Tòmme notó un brazo mucho más grueso que el que él recordaba y unos hombros notablemente más anchos.

    Tuvo que zarandearlo un par de veces hasta que aquel ruidoso tronco de árbol se transformó en persona.

    —¿Qué pasa…? —dijo Jeorhos con un deje airado en su voz.

    —Nos esperan, debemos marcharnos ya.

    Jeorhos se activó y miró a Tòmme un segundo, chasqueó la lengua con malestar y se concentró automáticamente en vestirse.

    —Reikad, Amäne y Niopi están en la sala de los portales. Te espero y vamos juntos —informó susurrando Tòmme, terminando de prepararse.

    —No entiendo que tengamos que irnos ahora, en plena noche —dijo Jeorhos poniéndose un chaleco negro bordado con el emblema de su casa.

    Un sonido muy sutil captó la atención del entrenado oído de Tòmme.

    —Algo pasa —dijo con voz queda.

    ***

    Niopi llegó a la sala dorada donde Reikad, el hijo de su antiguo amo Craiden, esperaba de pie. Sostenía en brazos a la ya no tan pequeña Amäne, que había vuelto a dormirse.

    —Ya pesa demasiado… —dijo el caballero de la casa de Karoth en susurros y con una leve sonrisa.

    La pequeña hacedora de estrellas sonrió a su vez y recorrió la sala con la mirada. El espacio rectangular, sin ningún mobiliario ni ventana, estaba decorado por bajorrelieves que representaban a los hijos de Stella en las distintas etapas de su historia, desde el inicio del culto hasta los mal llamados «hacedores de estrellas». Las esculturas componían diez escenas que recordaban los grandes milagros obrados por los stellati a lo largo de los once reinos y que ya nadie recordaba, ni remotamente, en el imperio de Azra.

    Cubierto cada palmo de las paredes con oro, el suelo de piedra exquisitamente pulida color noche y hecho de una sola pieza, asemejaba a un abismo bajo los pies del visitante. Al fondo de la estancia unas escaleras semicirculares, también bañadas en oro, descendían hacia un estanque con la misma forma de media luna, del que brotaba una niebla blanca y espesa.

    Junto a Reikad, Niopi distinguió un pequeño petate lleno de libros.

    —El resto está en camino —dijo ella—. No entiendo por qué Alba y Güiro han escogido este momento.

    Reikad se encogió de hombros y no dijo nada, desviando la mirada. Ella se agachó y revisó el petate. Eran manuscritos sobre la creación de estrellas. Nada más. Un poco confusa, ató el cierre y sopesó el bulto.

    —Yo lo llevaré.

    —Gracias —respondió Reikad—. Se me están durmiendo los brazos —añadió con un gesto elocuente refiriéndose a la pequeña sirvienta.

    Niopi sonrió de nuevo.

    ***

    La luz de luna inundaba de claridad el salón exterior del palacio a través de sus cristales. Alba miraba a Güiro, que se mantenía en alerta con sus dos espadas desenvainadas.

    El guerrero podía escuchar un grano de arena desplazarse por una duna a doscientos metros de distancia gracias a los prodigios de la esfera blanca que colgaba de su cuello. Cerrando los ojos, recorría con los oídos cada esquina de aquel oasis esperando el momento de atacar o defenderse. No lo tenía claro.

    Alba sabía que la amenaza que se cernía sobre ellos iba a poner a prueba a Güiro y le había guiado hasta el punto exacto donde las estrellas le habían dicho que el peligro tomaría forma. La anciana stellati contenía el aliento sin moverse apenas, tratando de no interferir en la concentración del guerrero.

    Güiro seguía concentrado. Había escuchado el cese de los ronquidos de Jeorhos e incluso percibió el malestar del chico en la manera brusca con la que se había vestido; había sentido la impaciencia de Tòmme esperando al mago negro traducida en pequeños golpes sobre el marco de la puerta, la respiración profunda y pausada de una inocente Amäne dormida o el pulso acelerado de Reikad por aguantar en brazos a la pequeña. Incluso a Niopi asiendo la bolsa de viaje que Alba había dejado para ella. Pero nada más, ningún otro sonido que indicara la presencia de extraños en el palacio.

    Una sombra entró en la sala, justo por donde Alba dijo que lo haría. Vestía una harapienta túnica negra, bastante ligera, de la que asomaban unos brazos y unas piernas oscuras. Un cráneo vacío de animal le cubría la cabeza. La oscuridad no dejaba percibir el blanco de los ojos, si es que aquella criatura los tenía. Güiro se tensó, preparado para atacar. Entonces el ruido de una puerta chirriante en la lejanía le desconcertó, venía del acceso a las habitaciones, pero no lo había provocado ninguno de los otros cuatro inquilinos que estaban despiertos.

    Se giró hacia Alba instintivamente, era imposible que ella hubiera percibido aquel ruido extraño. Sin embargo, su cara denotaba preocupación y alarma.

    —Güiro, son dos los asesinos, ¿dónde está el otro? —La voz sonó crispada.

    El guerrero cerró los ojos con pesadumbre y sentenció su destino. El suyo y el de ella.

    —Ha entrado a las habitaciones.

    Alba no dijo nada más. Se dio la vuelta y abandonó la sala dejando a su corazón atrás, armado hasta los dientes, preparado para dar muerte a aquella bestia que se aproximaba hacia él, sigilosamente.

    ***

    Tòmme salió al pasillo harto de esperar, dejando a Jeorhos atrás. El mago negro terminó de vestirse y cogió su bastón de poder, hecho de ónice, y un hacha de doble filo que se había convertido en su nueva e inseparable amiga.

    El vednis negro pasaba largas horas practicando magia elemental, hasta la extenuación de su mismísima alma. Pero necesitaba más. Había encontrado el hacha en la armería de Güiro y había comenzado a ejercitarse físicamente para descargar tanta rabia y tanto dolor amargo por el asesinato de su hermano a manos de la persona a la que creía haber amado, por primera vez en su vida. De ese amor ya no quedaba nada, se decía a diario, el odio se lo había tragado.

    Alcanzó al cazador jábharo que permanecía quieto en mitad del laberíntico pasillo en el que se ubicaban las estancias de los antiguos stellati, los hacedores que una vez llenaron de vida y magia aquel palacio místico.

    Tòmme aguzó el oído y Jeorhos permaneció quieto a su lado. No se escuchaba ni el ulular del viento y la visibilidad era la justa, la que proporcionaba la luna a través de varios tragaluces y claraboyas. El pelo de la nuca de ambos se erizó de repente. Había alguien más allí.

    Miraron en derredor, nerviosos, sin saber ubicar el origen de su amenaza. A lo lejos, una respiración lenta y pausada se dejó escuchar. Tòmme avanzó hacia allí con su espada desenvainada mientras el mago negro apretaba su hacha con las dos manos. Era un lugar demasiado estrecho para convocar la magia sin que su compañero de habitación saliera herido.

    La respiración se podía sentir cada vez más nítida conforme ellos avanzaban por el pasillo, despacio y sin hacer ruido. El corredor torcía hacia la izquierda y ahí parecía estar esperándoles su atacante.

    Un chasquido que Tòmme asemejó al de un eriok, pero con una tonalidad algo distinta, delató al agresor definitivamente. Tòmme embistió como un loco hacia el final del corredor, pero al llegar allí no encontró nada, estaba vacío.

    Súbitamente volvió a escucharse el chasquido que inexplicablemente provenía del extremo opuesto. En concreto se escuchaba dentro de la habitación donde ellos dormían y que acababan de dejar atrás. Los jóvenes cruzaron miradas de estupor y Tòmme decidió volver sobre sus pasos. Esta vez Jeorhos guiaba la marcha de nuevo al origen.

    El chasquido volvió a oírse una vez más. Tòmme estaba seguro de que aquello no era un eriok, había escuchado demasiadas veces aquel sonido gutural de pesadilla y sabían distinguirlo sin equivocaciones. Aquel chasquido tenía algo…, algo de humano.

    Con zancadas cada vez más imprecisas e inquietud creciente, deshicieron el camino. A dos pasos de la puerta de su habitación, un silencio demasiado plomizo heló sus corazones, que latían desbocados. No se habían dado cuenta de cuán acelerada estaba su respiración hasta aquel momento en el que todo sonido cesó y se miraron conscientes de que no se escuchaba nada más que sus propios jadeos.

    Sintieron entonces una ráfaga de viento que les atravesaba sin que nada la originase y sus jóvenes nervios, aún sin templar por la experiencia, comenzaron a aflorar. Tòmme y Jeorhos miraban en derredor de manera compulsiva. A veces tenían la sensación de percibir una sombra, una túnica oscura y rasgada, a veces ruido de pasos, de nuevo los chasquidos. Los estímulos venían de todas las direcciones y de ninguna, y ellos se iban desplazando sin sentido por los pasillos, a veces cautos, a veces imprudentes.

    —¡Ahí! —gritó Tòmme.

    Señalaba al fondo del pasillo. La mera visión de aquella calavera vacía, que daba la sensación de levitar sobre la nada, generaba una sensación de enorme turbación. Con un grito, cuyo objetivo principal fue liberar la tensión, Tòmme se lanzó al ataque. El asesino detuvo su estocada y mantuvo la mirada del joven a través de las cuencas vacías del cráneo de animal que le tapaba el rostro.

    Con una fuerza sobrehumana empujó al joven jábharo hacia atrás, estampándolo sobre Jeorhos y haciendo que este último se desestabilizase y cayera de espaldas. Tras la confusión del golpe, el asesino volvió a desaparecer, para materializarse a espaldas de Jeorhos.

    —A la mierda —dijo.

    Girándose sobre sí mismo, el mago convocó una ráfaga de fuego que brotó de su mano derecha calcinando el pasillo y todo lo que en él se encontraba. Era imposible escapar de aquello.

    Pero nada hallaron tras el cese de las llamas. Aquel ser se había esfumado por segunda vez de manera inquietante.

    Entonces el grito desgarrado de Tòmme hizo volverse a Jeorhos sobre su espalda. Tòmme lo miraba desconcertado y con la boca muy abierta. Una punta afilada de hueso le asomaba del estómago. Tras él, el asesino sostenía el arma que le ensartaba.

    En un movimiento imperceptible retiró la espada de la barriga del muchacho y dejó que se desplomara vomitando sangre. Jeorhos le vio caer y se agachó a recogerlo de forma instintiva. Cuando alzó la vista de nuevo, el pasillo volvía a estar vacío.

    ***

    Nunca, jamás, en toda su existencia, Güiro había encontrado un contrincante tan formidable y a la vez tan temible.

    El asesino se movía, como él, con una agilidad inusitada, imperceptible al ojo humano. Cuando sus armas chocaban, Güiro sentía la fuerza brutal de su envite, que le obligaba a retroceder en ocasiones, a pesar de su resistencia sobrehumana.

    Recorrían el espacio desplazándose a tal velocidad que solo se podía distinguir un reflejo borroso y fugaz que recorría errático aquella enorme estancia. En el transcurso del enfrentamiento, Güiro trataba de identificar algún rasgo de su enemigo que le permitiera saber a qué se enfrentaban. Parecía humano, al menos la complexión y la figura eran similares, sin embargo, la fuerza, la energía y la velocidad, eran las de un eriok. No había duda. ¿Qué era aquel extraño ser? Y más misterioso aún, ¿de dónde había salido? Él, que había recorrido Allegaïa entera, que conocía cada aldea y cada raza, que se había enfrentado a miles de engendros de Illaki, no sabía ubicarlo.

    A pesar de la destreza del asesino, Güiro empezó a ganarle terreno. Aquel maldito bicho era bueno, pero no tanto como un guerrero de Stella, se dijo. Güiro acabó tomando el control del enfrentamiento y alcanzó a su víctima en varias ocasiones, en la pierna un par de veces y en el brazo derecho con el que sujetaba una especie de espada hecha de hueso. Pero, a pesar de las heridas, el ser no cejaba en su empeño, ni siquiera soltaba el arma.

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