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Gemagrís
Gemagrís
Gemagrís
Libro electrónico374 páginas5 horas

Gemagrís

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Victor Conde, uno de los escritores más consolidados en el panorama fantástico español de la actualidad, nos trae una apabullante fantasía épica con la emoción y la aventura de las mejores novelas juveniles. Nos adentraremos en la historia de los gemelos Ópalo y Gemagrís, hijos del mayor hechicero del reino de Xilde. En su camino para dominar la magia, ambos descubrirán el poder de adoptar la forma de un dragón y un águila gigante. Sin embargo, todo poder tiene un coste, y ningún don está exento de peligros...-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento30 abr 2021
ISBN9788726831832

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    Gemagrís - Víctor Conde

    Saga

    Gemagrís

    Copyright © 2021 Víctor Conde and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726831832

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    SINOPSIS

    Una novela juvenil de fantasía épica.

    Gemagrís y Ópalo son los hijos gemelos del gran hechicero Aryon, antiguo protector del reino de Xilde. Como herederos del enorme poder y la sabiduría de su padre, ambos han tratado de seguir sus pasos convirtiéndose en los maestros hechiceros que el reino necesita. Sin embargo, sus expresiones mágicas (Gemagrís puede convertirse en un águila gigante, un Roc, mientras que el verdadero aspecto de Ópalo es el de un formidable dragón cromático) podrían llegar a dominarlos si su voluntad flaqueara...

    Para Thais, mi pequeña soñadora.

    Cualquier época de ortodoxia represiva engendra rebeldes. Pero a veces estos

    surgen como un producto social sin condiciones ni motivos.

    Valerio, Calístenes

    Creación de Dante era su infierno.

    Cuando a él bajamos los ojos, yo le dije:

    «¿Comprendes ahora que un poema cabe en un verso?».

    Y ella respondió, encendida:

    «¡Ya lo comprendo!».

    Gustavo A. Bécquer, Rimas y Leyendas.

    1.EL SUEÑO

    Dormido, dando vueltas sobre el lecho, el muchacho al que llamaban Ópalo se colocó en una posición que iba a cortar el paso de la sangre a su brazo en breves minutos, convirtiéndolo en un peso de carne fría que le dolería al despertar, pero él ni siquiera se dio cuenta. La herida que había sufrido en la última batalla había cicatrizado. El dolor se convirtió en un huésped tolerable con el que se podía convivir, así que giró el torso hasta quedar boca abajo y siguió soñando con las águilas.

    Eran muchas, de alas blancas y majestuosas. Habitaban un risco inexpugnable, sin parangón en el mundo real, pero que él había visto dibujado una vez sobre la pared de una habitación, en uno de esos abrigos para casas que algunos locos usaban de lienzo y llamaban tapices. El cuadro estaba colmado de detalles, de esos que no sobreviven a la combustión de la vigilia: pétalos cayendo de almendros en flor, carpas doradas que disfrutan de su aterciopelado tacto, risas sofocadas que podrían surgir de la garganta de las mujeres... Todo le recordaba a algo que sabía que no había visto nunca, pero que sí había soñado varias veces. La visión destilaba paz, armonía, lunas amortajadas, flores que sin saberlo eran capaces de mitigar el dolor en los enfermos.

    Sobre su cabeza, en aquel campo de batalla que era una extensión del cielo impoluto, dos aves pugnaban por la supremacía. Como todos los seres que volaban, sus movimientos parecían gráciles, una suerte de danza cuyo fin no era el desplazamiento ni la alimentación, ni la lucha o la muerte, sino una oda a los milagros de la naturaleza, un canto al cielo infinito que los hombres condenados a la tierra jamás podrían disfrutar.

    Pero por majestuosa que fuera su silueta, por rotunda que un dios trazase su simetría, aquellos machos no bailaban. Estaban luchando, y era una pelea a muerte. Ópalo quería detenerlos, hacerles comprender de alguna manera que su don era demasiado precioso para malgastarlo en una disputa sin sentido, en un pulso de orgullo feroz. Pero no podía. Él no era capaz de volar, de invadir su territorio tiranizado por la gravedad... ¿O sí?

    Esta era la parte del sueño donde las cosas comenzaban a ponerse raras.

    Ópalo corrió por los campos en flor, agitando los brazos y alzando gritos mudos de desesperación. Uno nunca escucha su propia voz en sueños, de modo que aquellos pájaros jamás podrían atender su ruego. Se clavarían las zarpas y se despedazarían en una fiesta de sangre, en una orgía de sinsentidos. El joven alzó los brazos y descubrió que arrastraba una estela de carne: una membrana cartilaginosa como ala de murciélago que crecía al estilo de una vela de sus antebrazos y los hacía pesar. Se asustó. ¿Qué significaba aquello? ¿Quién era aquella sombra humana que lo miraba desde el horizonte, eternamente distante pero fraguada en su alma como un deseo arquetípico? ¿En qué se estaba convirtiendo él, vomitando dientes, escamas y una cola serpentina y aceitosa?

    Conocía la respuesta a esa pregunta. Una vocecilla tímida se la susurraba por dentro: el misterio no tenía origen, solo solución. Y era la que más temía en el mundo.

    Una de las águilas lo miró. Abandonó a su contrincante en un arrebato de orgullo y descendió en picado, pasando sobre la cabeza de Ópalo como un proyectil. Pasó tres, cuatro, cinco veces que eran el eco de una sola. Esa era otra cualidad innegable de los sueños: la repetición de los momentos, la ductilidad del tiempo. Si un instante no deja satisfecho al soñador, el reloj puede volver atrás cuantas veces sea necesario para disfrutar de sus detalles. Eso ocurrió con el ave: cruzó dejando una mancha desdibujada en su retina, pero ese latido, esa hebra de existencia, se dilató de manera desvergonzada. Pudo ver temblar sus plumas mientras lamían las corrientes, abrírsele la cola en un abanico de reflejos, curvar el pico para graznar de manera acusadora...

    El águila habló. Y le dijo, rotundamente:

    —Tú eres el culpable.

    Ópalo abrió la boca, pero su voz seguía sin abandonar la prisión de las cuerdas vocales. Quiso negarlo, declararse inocente de un crimen que desconocía, pero el águila sabía de lo que hablaba. En el largo latido en que se convirtió el sueño, su rostro adquirió los familiares rasgos de un ser humano. Nariz, boca, ojos, maldad contenida.

    Eres el culpable, grabado a fuego en la piel, a hielo en el viento.

    Pero lo más terrible de todo era que Ópalo conocía a la perfección al dueño de aquel rostro despiadado.

    El rostro de su hermano.

    Despertó bañado en sudor. Lo supo porque esta vez sí que pudo escuchar, con absoluta claridad, su propio alarido.

    2.EL EMISARIO

    El jinete descabalgó al rebasar la última hilera de árboles. Su agradecido caballo relinchó de alivio, y su cuello bajó a buscar la hierba. Cargar durante muchos kilómetros con el peso que suponía el enorme cuerpo del emisario, todo músculos y fibra, más la armadura que portaba como una segunda piel por debajo de sus túnicas y el añadido de las alforjas, era una tarea difícil hasta para un semental entrenado para la guerra.

    Dejándole comer, el emisario paseó la vista por el valle que se abría al pie de la colina. Divisó un grupo de infantes que corría en dirección norte, hacia el lado de Ulbián. El reflejo del sol sobre sus ropas delataba que al menos la mitad iban vestidos con armaduras ligeras. Su destino era una hilera de tiendas de campaña distribuida paralelamente a un riachuelo, todas pintadas del mismo color y con variantes de la misma bandera ondeando a media asta. En el lado contrario de la corriente, y expandiéndose a partir de la única construcción de madera que había en el valle —una vulgar choza para guardar enseres de labranza—, se levantaba otra línea de tiendas, de distinto color y con distinta enseña. En conjunto, parecía una versión en miniatura de un choque entre ejércitos, solo que no debía de haber más de ciento veinte o ciento cincuenta hombres en cada bando.

    Suficiente para arruinarnos el día, pensó el emisario, y tiró de las riendas de su corcel. Este abandonó con resignación su suave cadencia de mordiscos y lo siguió rumbo al campamento más cercano, el que había junto a la choza. Los vigías de ese bando —la casa de Albencys, cuyo escudo mostraba un crisantemo anudado por dos áspides— no tardaron en divisarlo. Mejor, así no tendría que vocear para señalar su presencia. Se alisó con una mano la túnica, en cuyo frente llevaba tatuado el emblema de la casa de Aryon, el sumo hechicero. Si los guardias no se amedrentaban nada más verlo, es que eran o muy valientes o muy estúpidos.

    En lo que tardaron en llegar hasta él, el emisario alzó la vista al cielo. Aún había heridas en el manto de nubes por las que penetraban, aquilatados como si navegasen a través de cristal, los rayos del sol. Pero pronto se encapotaría. Y aún no había ni rastro de su amo.

    El cabecilla del pequeño destacamento de guardias era un individuo de rubias guedejas que solo tenía un brazo. Sus hombres se detuvieron tres pasos por detrás, pero él se plantó frente al emisario observando con recelo su túnica.

    —Excelencia. —Respetó el protocolo por si acaso no se trataba de un engaño.

    —Te saludo, soldado. Mi nombre es Glauron. He venido a estas tierras en son de paz, a hablar en representación de mi amo con el patriarca de la familia de Albencys.

    —El patriarca murió hace dos lunas llenas —informó el hombre, taciturno. Miraba con desconfianza el traje del emisario, el cual, para ser sinceros, no invitaba a la cortesía. La túnica estaba rematada por un velo sha’n, diseñado para ocultar la cabeza y el cuello de su portador. Lo único que quedaba a la vista, aparte de su insólita complexión hercúlea (impropia a todas luces de un diplomático) eran sus ojos fríos y distantes. Pero lo más perturbador del atuendo era el sombrero, una prolongación cuadrada del sha’n que se elevaba desde la frente hasta hacerle rebasar los dos metros de estatura. Con semejante armatoste en la cabeza, el emisario tenía un aspecto surrealista, casi de gran guiñol.

    —Lo lamento —mintió. En realidad aquella gente le traía sin cuidado—. ¿Quién gobierna ahora los asuntos de la casa mayor?

    —Sus hijos, Debek y Daniel. Ellos sí se encuentran presentes, en el campamento.

    Glauron trató de que no se le transparentara el hastío. Conocía a los caprichosos hermanos de una ocasión anterior, una calenda en la que su amo le había ordenado espiar los asuntos del patriarca, aunque ellos jamás le habían visto en persona. Eran como muchos otros aristócratas de Xilde: jóvenes, cultos, instruidos en el arte del engaño e insufriblemente arrogantes. Lidiar con ese tipo de gente sin partirles la cara era la peor parte de su trabajo, la que exigía mayor esfuerzo. Y había ocasiones en que se había ganado una reprimenda por no conseguirlo.

    —Llévame a presencia de los hermanos —ordenó con brusquedad, y sacó su carta de privilegios para que el soldado comprobara su identidad. No cabía duda; por anacrónico que fuese su aspecto, era a todos los efectos un enviado oficial del borok de Fallas.

    Los hermanos habían situado su cuartel general dentro de la choza de madera, probablemente para beneficiarse de la mayor robustez de sus paredes de cara a una lluvia de flechas. Ahora bien, si Glauron esperaba que hubiesen mantenido el ambiente espartano también en el interior, se llevó una sorpresa: atravesar aquel umbral era como entrar en otro mundo, una dimensión de sedas, cuadros, triclinios, candelabros de plata y estandartes de los que colgaban pendones con el árbol familiar de los Albencys inscrito en tinta de calamar. Eso sin contar los baúles llenos de ropa o los percheros barnizados, las alfombras o las linternas ciegas que aportaban una iluminación tenue. Cargar con todos aquellos enseres inútiles e instalarlos allí debió de haber costado mucho sudor, pensó el emisario... aunque no el de los hermanos, claro.

    —¿De veras sois un enviado del borok...? —preguntó una voz que sabía disfrazar el desprecio de finura. En cuanto Glauron vio a los hermanos, apoltronados en triclinios al fondo de la choza-palacete, los caló al instante: dedos finos, bigotes ralos, cuello recto y ojos entrenados para no parpadear. Dos niñatos de alta cuna, no cabía duda. Seguramente ya le habrían añadido cien adendas a pie de página a su figura encapuchada, pero no las comentarían hasta que estuvieran a solas.

    —Me llamo Glauron. Estas son mis credenciales. —Sacó de nuevo su carta, pero la mostró de lejos—. Mi amo llegará en breve, él será el auténtico negociador. Yo solo quiero tantear el terreno.

    —¿Glauron qué más? —preguntó Debek. ¿O fue Daniel? A veces costaba distinguirlos, y eso que no se parecían físicamente.

    —Solo Glauron.

    —Oh, carecéis de apellido. Interesante.

    El que parecía ser el hermano mayor se levantó en un movimiento que incluía agarrar una copa como de pasada. Un cáliz de vino con incrustaciones de pedrerías.

    —¿Por qué lleváis oculta la cabeza? ¿Y esa... cosa? —Apuntó con un dedo al sha’n.

    —Exigencias de mi religión.

    —Oh. —El joven no se molestó en ocultar lo burda que le parecía esa explicación, pero tampoco insistió en el asunto—. Está bien, vamos al grano si es lo que preferís. Llegáis demasiado pronto. Esperábamos un mediador de Fallas, pero creíamos que llegaría al anochecer. Esos idiotas de Ulbián ni siquiera han acabado de instalarse todavía en el prado. —Le ofreció la copa al emisario.

    —Me gustan las mañanas —dijo Glauron, declinando—. Las decepciones no suelen llegar hasta más tarde, bien entrado el día.

    —Sabias palabras. Nosotros estamos casi inmunizados contra las decepciones. Hemos tenido que soportar demasiadas.

    —Quiero que me expliquéis qué está pasando aquí. Por qué os habéis alzado en armas contra vuestro clan hermano.

    —¡No son nuestros hermanos! —estalló Debek. El otro asintió velozmente con la cabeza, como si ratificase o concediese más verosimilitud a sus palabras—. Por un desgraciado azar del destino, la misma sangre de los antepasados que nos engendraron corre por nuestras venas, pero catalogados de cualquier otra manera son nuestros enemigos. Llevan tratando de arrebatarnos las tierras útiles desde hace generaciones. Les hemos estado pagando con sobornos sustanciosos para que hicieran la vista gorda al paso de nuestras cabezas de ganado por algunas hectáreas que de otra forma reclamarían como suyas. Pero con la muerte de padre se les ha metido entre ceja y ceja que estábamos creciendo demasiado, en comparación a su pobre línea de casamientos, y ahora pretenden expropiar nuestras posesiones de los valles. No nos vamos a quedar de brazos cruzados.

    —La guerra entre clanes no está permitida en Xilde —dictó Glauron, tajante.

    —Los druidas no están aquí, viendo cómo languidece nuestro ganado, viendo las huellas de sus bastardos marcadas en nuestros campos de cultivo, destrozando los surcos que no han rapiñado con sus hoces. Ellos no están aquí.

    —¿Pero por qué no habéis llegado a un acuerdo pacífico? Ambos tenéis tierras suficientes para criar miles de cabezas de ganado. Estos valles constituyen una parte más que miserable de vuestro patrimonio. Si os enfrentáis directamente, además de haceros muchos enemigos en el borok, vais a desperdiciar vidas jóvenes que podrían estar arando la tierra.

    —Es una cuestión de supervivencia —explicó Debek con voz afectada—. Nuestra familia necesita de estos terrenos, así como de cualquier otro capaz de alimentar a nuestras reses sobre el que podamos demostrar derechos de herencia. Vivimos en una época adversa para nuestra economía, y si no reaccionamos y nos mostramos firmes ante los usurpadores y los miembros bastardos de nuestro linaje, será el fin. Pasaremos hambre.

    El emisario miró primero los sillones desnudos que había a cada lado de la choza, tapizados en cuero; luego a los estandartes de ébano con ribetes de oro, y por último a los nobles forrados de seda. Los jarrones caros y las cajitas de rapé con incrustaciones de gemas brillaban a la luz de las linternas. Y eso era solo una parte del equipaje que su condición les obligaba a llevar a todas partes, siempre que salieran del confortable nido de su castillo. Sin previo aviso, comenzó a reírse con una risa grave, cálida y vibrante, que retumbó en la choza.

    Los nobles lo miraron sin comprender, y se sintieron traicionados por su reacción. Estuviera aquel mensajero de acuerdo o no con su política, era una falta de cortesía burlarse descaradamente de ella. Una frivolidad que las castas inferiores solían pagar cara.

    Enfurecido, Debek Albencys le plantó cara.

    —Eres un insolente, Sin Apellido —dijo con firmeza—. Me importa un rábano a quién representes y la misión que te hayan encomendado; te hallas en tierras de mi familia, por mucho que esos cerdos de Ulbián se opongan, y si continúas riéndote de nosotros en nuestras propias narices —enfatizó la frase con un gesto—, lo vas a pagar caro.

    Su hermano asintió con la cabeza, dando dos palmadas. Su guardia personal no tardaría más de unos segundos en personarse allí dentro. Ambos nobles contemplaban al emisario con un desprecio nada sutil, producto de una vida de educación en el seno de una familia poderosa, que trataba a los campesinos como un bien situado en su escalafón solo un par de escalones por encima del estiércol de los animales. Alguien así no iba a permitir que un vasallo le mostrase abiertamente su descrédito.

    Los guardias abrieron la puerta con las sicas ya desenvainadas. Uno de ellos portaba en su cinturón un látigo enrollado, que Glauron imaginó curtido en arrancar la piel a tiras a súbditos contestatarios.

    —¿Y bien? —se regodeó Debek—. ¿Sigues con ganas de reír, Sin Apellido?

    Lentamente, el emisario elevó sus brazos musculosos, aferró delicadamente los bordes de la capucha y la lanzó hacia atrás, descubriendo su rostro.

    Debek y su hermano retrocedieron, chocando contra los muebles. Sus esbirros también. Sus nueces temblaron intentando dejar pasar la saliva, pero lo único que consiguieron fue secarse aún más. Ambos tenían la vista clavada en los largos cuernos marfileños que surgían de la cabeza de aquella monstruosidad, y que habían permanecido ocultos por el paño. Vieron una cabeza animal, vacuna, unida al torso humanoide por un cuello lleno de venas y músculos gruesos como maromas. Ahora entendían por qué el sha’n tenía aquella cómica forma de carpa.

    El minotauro dilató sus ollares, bufó exhalando dos nubecillas de vapor blanco, y dijo:

    —Mi amo, Gemagrís hijo de Aryon, llegará en breve. Hasta entonces no daréis ninguna orden, ni entablaréis batalla alguna, y ni siquiera respiraréis o abriréis vuestra estúpida bocaza a menos que yo lo diga. ¿Ha quedado mínimamente claro?

    Los dos nobles, congelados por el terror, lograron en un prodigio de autocontrol mover de arriba abajo sus cabezas.

    El minotauro no tuvo que volver a repetirlo.

    3.EL CÍRCULO DE PIEDRA

    Alestes de Cálean era feliz con su trabajo.

    No todos los druidas de Xilde podía decir lo mismo. Pertenecer a la organización que salvaguardaba la magia natural del planeta era, la mayoría de las veces, una responsabilidad peligrosa. Pues no era solo la Naturaleza la que proveía con energía mágica el mundo. También existía la hechicería, una manipulación de la fuente cerval de la magia que algunos individuos dominaban instintivamente, sin intermediarios ni dioses —y, en la mayoría de los casos, sin leyes que pusieran coto a su poder, ni normas que no fueran las de su propia prudencia—. Y también estaba la nigromancia, el poder más perverso concebible procedente de los planos inferiores del Abismo, que también tenía sus adeptos y sus campeones.

    No; ser el líder de un borok, los cónclaves druídicos que se repartían por los países y los grandes bosques de Xilde, no era tarea fácil. Pero había individuos que parecían haber nacido para cargar sobre sus hombros con esa responsabilidad. Y Alestes, al igual que su padre el hierofante Ummón, Voz de la Piedra, antes que él, lo aceptaba con gusto.

    Terminó de vestirse con la ropa ceremonial, una capa verde de lana vegana cerrada con un nudo de fax, botas altas con pelusa de armiño, un brial de lino a modo de camisa, y adornos de metal en los brazos y el cuello tallados como lianas de filodendro. Su bastón ceremonial permaneció apoyado contra la pared en todo momento, siempre vertical como mandaba la antigua costumbre. No era el cayado que él personalmente había afilado, siendo niño, a partir del corazón de un roble blanco: ese lo llevaba siempre consigo cuando viajaba, y era su talismán, el focalizador de sus energías mágicas. Este, por el contrario, era simplemente un bastón adornado con tallas de runas y flores de irupé, que se empleaba solamente durante el culto a la tierra.

    Unos nudillos pidieron permiso para entrar, sucintos. Alestes consintió con un mmm-mmh mientras terminaba de atarse los cordones de las botas.

    Otro hombre entró en la choza, un druida más alto y delgado que él, ligeramente encorvado por culpa de una desviación de la columna. Era Gybren, su hermano de círculo, uno de los sabios a los que Alestes profesaba más cariño y estima en todo el borok.

    —¿Ya estás guapo, podemos pasar a asuntos más importantes? —se burló al entrar.

    —Sabes perfectamente que detesto esta parte del ceremonial tanto como tú, Gybren, así que por favor, ten compasión.

    —La tengo, todavía no me he reído a carcajada limpia de las pintas que tienes —sonrió, sentándose en un taburete—. Ahí fuera está todo preparado, junto al estanque de agua pura. Los árboles ya han empezado a susurrar, y los druidas están nerviosos.

    —¿Ya se oye susurrar a la foresta? Qué raro… —Alestes sabía que esa fase llegaba cuando el ritual estaba muy avanzado, por eso le extrañó tanto oír que los árboles estaban tan ansiosos por hablar. Era como si tuvieran prisa por decirles algo importante—. Bueno, en breve empezaremos. El conjuro que vamos a intentar esta noche, en el cambio de estación, es peligroso. Más nos vale estar preparados.

    —Mi señor, Voz de la Piedra —la elección del título era cuidadosa y admonitoria—, cualquier otro druida con menos experiencia que vos tendría derecho a estar preocupado. Pero si hay una persona capaz de entrar en comunión con la foresta y dominar el conjuro del Espejo de las Aguas, la tengo delante.

    —No me llames así, todavía no soy Voz. Ese es mi padre. Aún no estoy preparado para heredar el título. Además, estoy en territorio extranjero: este no es mi borok. Estamos en el círculo del borok de Drasnyr, y aquí quien manda es el venerable anciano Amnadórix. Yo solo seré el que conduzca la ceremonia.

    Gybren se encogió de hombros con su habitual aire cínico, mientras se acercaba a la mesa donde reposaban las viandas que serían usadas como ofrendas. Era un tipo verdaderamente inquietante cuando se lo proponía, pues su cuerpo parecía demasiado débil como para sostenerse en pie por sí solo a menos que hiciera alguna treta con la gravedad. Pero Alestes sabía que esa debilidad solo era aparente: su amigo podía ser escuálido y crespo como una rama de sauce llorón, y su piel cerúlea como el pabilo poco tramado de sus alpargatas, pero en realidad tenía mucha fuerza, no toda ella extraída de su vínculo con la magia.

    —A mí me parece bien que hayamos elegido como gran sortilegio de cambio de estación el de la visión en el estanque —opinó Gybren, inclinándose sobre una hornacina y sirviéndose un poco del vino sagrado (intocable) en una copa ceremonial—. Si los rumores de que se han abierto nuevas puertas entre los infiernos y nuestro mundo, y que las están atravesando legiones de criaturas malignas, son ciertos… debemos cerciorarnos de ello cuanto antes. Para que podamos empezar a preparar nuestras defensas. Puede que un nuevo poder esté despertando en Xilde.

    —A mí lo que más me preocupa es encontrar al culpable de que se hayan abierto esas puertas, Gybren, más que el hecho en sí de que se puedan cruzar. —Alestes se miró en el espejo de azogue que había en la pared para asegurarse de que las runas de henna que tenía pintadas en la cara estaban correctamente dibujadas. Era el toque final—. Tiene que haber sido un nigromante que ha surgido de algún pozo infecto de ponzoña, en alguna parte. Mi padre creyó haber matado al último hace décadas, pero se ve que no es así.

    —Yo prefiero llamarlos heresiarcas, más que nigromantes. —Gybren agitó la copa y olió el buqué del vino. Era afrutado—. Es su título correcto. Y sí, son el subproducto de la proliferación del mal en el mundo. Xilde no es un lugar paradisíaco y lleno de bondad, como los típicos reinos de los cuentos de hadas, amigo mío. También tiene sus regiones oscuras llenas de sufrimiento y miseria. Y cuando el mal prolifera, de él surgen espontáneamente esta clase de personas de alma negra.

    —Y nuestro deber es acabar con ellas, por el bien de los reinos —concluyó Alestes, tajante. Se volvió hacia su amigo para que este le diera su aprobación—. ¿Cómo estoy?

    —Hecho una flor de pitiminí. Anda, figurín, vamos a sacar el gran báculo de poder de su caja, que te están esperando.

    —Vale. Mientras yo anulo los hechizos de protección del cofre, avisa al venerable Amnadórix de que estoy a punto de salir. Que los druidas se preparen para dar comienzo al ritual. Y deja en paz de una vez el vino de las ofrendas, idiota, ¿no ves que es sagrado?

    —A sus órdenes, mi señor —fue la respuesta, sorprendentemente dócil. El resto de su disculpa quedó sepultada por el torrente de licor que cayó en su garganta—. Cuando veo un ánfora llena de esto, es que no me puedo resistir —explicó innecesariamente, y abandonó la choza.

    Alestes se quedó solo con sus pensamientos. Gybren tenía razón, y era de tontos negarlo: el mundo estaba lleno de lugares mágicos, paradisíacos, era bien cierto… pero cada luz arrojaba una sombra, y en la fría oscuridad de esas sombras medraban el sufrimiento y el rencor, y la angustia de un pueblo que no sabía qué hacer para salir de la pobreza. No todo eran campos de cultivo prósperos en Xilde: en muchas zonas, los campesinos arañaban la seca desolación de los trigales para intentar salvar aunque fuera una miserable cuarta de grano. Los grandes líderes, tanto si eran reyes como archimagos o druidas, no eran seres puros y sin mácula, dedicados siempre a la defensa del bien. También tenían su lado oscuro, sus rencillas y sus disputas. No era descabellado pensar que alguno de ellos, habiendo sufrido mucho en la vida, o simplemente por pura ambición desmedida y una falta total de ética, hiciera un pacto con los poderes oscuros para atajar su camino hacia el poder. Alestes solía mandar a su protegido, Gemagrís, y al hermano de este, Ópalo, a luchar contra esa clase de gente. Y todas las veces, temía que alguno de ellos no regresara con vida del encuentro.

    Al pensar en Gemagrís, un destello de esperanza iluminó su corazón. El joven, veinteañero ya, estaba ligado a una antigua profecía de esas que cantaban los árboles. Y su hermano pudiera ser que también, aunque no se especificara en las estrofas que cantaban las hojas. Lo que Alestes sabía era que Gemagrís era hijo del difunto gran druida Aryon, uno de los seres más poderosos que habían pisado la faz del mundo desde que se tenían registros, y que había heredado de él una conexión intensa con el icor de la magia: Gemagrís era un hechicero, no un druida, pues el poder crudo hervía con furia en sus venas. La conexión directa con la fuente de la magia. Ópalo también, aunque de otro modo, de una manera más… incontrolada. Ambos gemelos poseían, entre otras cosas, la facultad de cambiar de forma a voluntad: Gemagrís en un enorme pájaro Roc, un águila gigante, y Ópalo en un ser demasiado parecido a un dragón como para que Alestes durmiera tranquilo. Pero los dos eran buenos chicos. Y desde que su padre los puso al servicio del Círculo de Piedra, con doce años, se habían hecho hombres y se habían convertido en agentes que iban allá donde el cónclave los enviara, normalmente a resolver disputas que podrían desembocar a la larga en guerras. Pero también los mandaban a investigar los casos de apariciones de heresiarcas, o de demonios y otras criaturas del Abismo, y ahí era donde Alestes se ponía nervioso de verdad.

    En fin, la existencia misma de los dos muchachos era una bendición para Xilde. El as en la manga que Alestes siempre se guardaba para un caso especial. Pero si las imágenes que el estanque de agua clara iba a enseñarles esa tarde eran ciertas, y se correspondían con los temores de Gybren… entonces podría ser

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