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Ceremonias negras
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Libro electrónico103 páginas1 hora

Ceremonias negras

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Una increíble aventura con el sabor clásico y la emocionante mezcla de magia y ciencia a la que Víctor Conde nos tiene acostumbrados. Las señales se suceden tanto en el plano místico como en el físico. Ha llegado el momento. Una experta en ocultismo y un desnortado profesor han de enfrentarse a una confluencia de fuerzas sobrenaturales que pronto chocarán en un lugar muy concreto de la tierra: las Islas Canarias. Un hito de la fantasía oscura de la mano de uno de los indiscutibles maestros del género.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento16 may 2022
ISBN9788726947694
Ceremonias negras

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    Ceremonias negras - Víctor Conde

    Ceremonias negras

    Copyright © 2022 Víctor Conde and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726947694

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    PRÓLOGO

    «Las Nueve Estancias primeras del puente al reino de Amz son conocidas como las Estancias de Erebus, pues fue a este espíritu ancestral a quien encomendaron su custodia. En su formulación alegórica, son el reflejo de otras nueve fórmulas geométricas cuyo resultado final es la expresión onírica de la Puerta, el conducto hacia una nueva dimensión.

    La Estancia Primera es una negación en sí misma, definiéndose por lo que no es antes que por lo que es. Negando obtenemos la razón. Negando aprendemos la verdad. Negando racionalizamos el vacío...».

    Corah Westerdhal, proemio a su Tratado sobre los Instantes Intercalares, o cómo aprendí a abrir las nueve puertas del infierno.

    UNA DELICADA TELARAÑA de bejuco crecía por los costados del círculo de piedras que coronaba la colina. Si uno acercaba la nariz a aquella planta, se sorprendía al detectar un huidizo aroma a rosas. Era uno de los misterios que circulaban a través y alrededor de la leyenda de aquella colina. No eran manos humanas las que habían dispuesto así las rocas, ni ahora ni antaño, ni tampoco tuvo el hombre nada que ver con los surcos que hendían la tierra y que solo podían apreciarse a vista de pájaro. Líneas maestras, esquemas neotéricos, símbolos naturalmente grabados por la acción del viento sin la participación de criaturas inteligentes. Misterios entrevistos a través de un catalejo como galaxias verdosas preservadas en botellas.

    El hombre que había subido a lo alto de la colina siguiendo el antiguo camino no conocía estos hechos de una manera explícita, pero, de algún modo, podía intuirlos en alguna parte de su cerebro, la que no dependía de la experiencia externa para aprender. Sabía que había algo ancestral, muy antiguo y verdadero, circundando aquella elevación que no se distinguía en nada de sus hermanas salvo por esas piedras. Cuando llegó con su bastón de senderista a lo alto del montículo, fue más consciente de esa diferencia que nunca. Sabía, pero seguía sin conocer.

    Miró al cielo, visible solo como jirones de un azul vacío entre las copas de los pinos. Cielos que parecían tejados húmedos en un lúgubre atardecer. El hombre alzó el bastón hacia el mayor fragmento que pudo ver y dibujó una forma con la punta. Ese símbolo llevaba apareciéndosele en sueños desde hacía más o menos un año. A veces estaba implícito dentro de otras formas del sueño, escondiéndose en el interior de los colores de un cuadro o en las hebras de una alfombra… y otras se veía a simple vista, como en aquella ocasión en que el rostro de una pordiosera asomó de improviso por detrás de una pared, y lo llevaba tatuado en la frente. La pordiosera le dijo:

    Crux.

    …Y él despertó con el cuerpo bañado en sudor. Las manifestaciones oníricas siempre lo cogían con la guardia baja. Y siempre lo atemorizaban, no sabía por qué. Los sueños en sí mismos no eran peligrosos, no podían hacerle daño. Otra cosa eran las conclusiones derivadas de ellos.

    El hombre se dejó caer en una de las piedras planas para recuperar el aliento. El camino era difícil, y para colmo estaba sepultado bajo la maleza. Claro, como no sabían que estaba allí, nadie lo limpiaba. Ni siquiera serían capaces de verlo los guardas forestales, con su visión entrenada para la naturaleza. Uno tenía que saber que existía para poder verlo.

    Subir a la colina no de cualquier manera, sino de la forma adecuada, era el primer paso para completar el ritual.

    Sacó de su morral una carpeta, la abrió y extrajo de su interior un dibujo hecho por alguien. La interpretación de un artista de una antigua danza folclórica. Lo había copiado de un libro del Archivo Histórico Provincial, aunque después de examinarlo le pareció insultantemente falso. Había más licencia artística que veracidad en aquella ilustración, cosa lógica pues el artista solo había tenido como referencia las descripciones que los bisabuelos de los viejos aún podían recordar. Su recuerdo distorsionaba la realidad de cómo habían sido realmente aquellas danzas, pero el hombre, que las vio con sus propios ojos, sabía qué detalles sobraban y cuáles eran verídicos.

    El ser humano vivía en una época idílica para el comparativismo. Tenía libertad para tomar el conjunto de mitos que le pareciera más atractivo y darlo por válido, o para descartarlo en favor de otro. Incluso para mezclar cosas pescadas de aquí y de allá, de diferentes fuentes, y hacerse su propio collage de creencias místicas. Lo que menos le importaba a la gente del siglo XXI era la veracidad de aquello en lo que estuviesen creyendo; para ellos tenía mucho más peso su utilidad en la vida diaria. Era frecuente que a la pregunta: «¿Existió de verdad Jesús?», la mayor parte de la gente se limitara a responder con una sonrisa boba: «¿Importa, acaso?». Si la noción, la idea de Jesús de Nazaret o de cualquier otro gurú religioso les ayudaba en su vida diaria, eso les bastaba para no cuestionarse ni siquiera la veracidad del mito. Lo daban por válido, y punto.

    Qué gran regalo, pensó el hombre; qué inmenso tesoro para ser disfrutado, el de poseer tanta libertad. Recordaba épocas en las que no se le daba ni por asomo ese grado de libertad al pueblo llano. Épocas en las que solo había una verdad, y era impensable cuestionarla. Aquellos que lo hacían acababan en la hoguera. Tiempos en los que un mito —pongamos por caso, el cristiano— no caía en la trampa del comparativismo porque no había nada fuera de él con lo que compararlo. Oh, sí, la gente sabía que había otros países donde las personas rezaban a otras deidades, pero los únicos puntos de contacto con ellos se limitaban al filo de una espada.

    Y eso que el cristianismo, igual que el islam y otros credos semejantes, eran religiones muy jóvenes, casi en pañales, en comparación con las que el hombre del bastón recordaba.

    Examinó la ilustración. Del pincel del artista se habían derramado figuras sonrientes, llenas de júbilo, que parecían arrebatadamente felices dejándose llevar por una música abstracta. Las mujeres vestían togas ceñidas por cíngulos, como en la antigua Grecia, y los hombres trajes de dos piezas, parcos, funcionales, más parecidos a uniformes de enterrador que a coloridos atuendos de fiesta. Aunque había errores en la vestimenta, no eran muy graves: el artista había sacado los diseños de los trajes que llevaban los muertos descubiertos en una excavación. Ahí no estaba su principal error, sino en la expresión de felicidad de aquellos rostros. El hombre recordaba haber asistido a esas danzas cuando era joven, hacía mucho, mucho tiempo, y desde luego, en la expresión de sus bailarines había de todo menos alegría.

    La asociación baile-jolgorio, como si el acto de danzar fuera siempre divertido, era algo muy típico del siglo XXI. Era una idea nacida en el siglo anterior y que todavía perduraba. La gente creía que la única razón para bailar era divertirse. ¿Qué otro motivo podía tener la música? Qué gran error. Qué falacia. Las danzas antiguas no se realizaban con ese propósito, al menos, no todas: aquella en concreto se llamaba ikca-úrsiil, y podía recordar la gravedad en los rostros de los que

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