Fotos viejas
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Fotos viejas - Raúl Ariel Victoriano
Nota preliminar
Aunque algunos de estos relatos breves en prosa quedan huérfanos de clasificación literaria han sido incluidos en esta antología de cuentos.
Debido al intento de preservar la carga emotiva puesta en ellos, ha primado la incorporación sobre el descarte, y, además, en un segundo propósito, se ha pretendido ofrecer la oportunidad al lector de mirar por encima del hombro del autor.
Son escenas en las que el tiempo se queda en suspenso, apenas ocurren cosas, apenas se desarrolla una trama, simplemente están ahí para ser observadas como una pintura en el lienzo, dejando a quien los lee la libertad de interpretación que le pida su propia voz interior.
En el oficio de escribir, en ocasiones, se producen contenidos alejados de los bordes que la crítica ha establecido con esmerada precisión. Para hacer inteligible la literatura son necesarios, sin duda, pero al delimitar, también cercenan, excluyen, y dejan fuera de las fronteras a expresiones como las mencionadas.
Se trata, entonces, de rescatar estos textos a fin de no abandonarlos en el camino, de recuperarlos con la intención de que tal vez alguien pueda encontrar cierto interés en ellos.
El resto de los escritos se ciñen con mayor obediencia a las leyes estipuladas para el género.
R.A.V.
Bruma
Ayer Antonio soñó que se moría y al despertar se dio cuenta de que algo peor, mucho peor, estaba sucediendo: no era él quién se iba de este mundo, sino Juana, su mujer.
Atinó a tocarle el hombro. Los ojos excesivamente grandes y la cara hinchada no se veían bien. La cabellera revuelta contra la almohada y la mirada triste, muda y dolorosa no necesitaba de las palabras y Antonio entendió: se trataba de la despedida final.
Apartó las cortinas, acomodó las cobijas de la cama emparejando los bordes cerca del mentón de Juana y llamó a la ambulancia. Pero la muerte hizo con celeridad su trabajo. Entró por el ventanal abierto vestida de negro y con la calavera cubierta por una capucha. Y así tuvo su fiesta; y Juana, ni siquiera funeral.
Demorado por los trámites, Antonio llegó al entierro antes del cierre de los portones enrejados del cementerio. Solo el cavador se hallaba en el lugar, lo cual facilitó la rapidez del procedimiento. Los primeros cascotes golpearon con estruendo sobre la madera hueca. El hombre echó las últimas paladas tapando el cofre por completo y se quedó esperando algo, apoyado en el mango de la pala. Recién después de recibir el billete, el cavador se retiró.
Antonio aguardó un rato sin sacar la vista del rectángulo de tierra. Luego recapacitó. No tenía sentido permanecer mirando los terrones húmedos de ese suelo desprolijo donde hacía unos minutos un agujero profundo de rincones marrones había recibido un hermoso ataúd lustrado de manijas cromadas. Miró a un lado y a otro, corroborando la ausencia de gente en las cercanías del sendero del predio, y poco a poco, rodeado de un extraño silencio carente de pájaros, entre lápidas y tumbas, advirtió el tremendo peso de la soledad.
Restaba marcharse, salir de ahí.
Y se fue.
Caminó por los empedrados estrechos rastreando la salida. El crepúsculo dorado iluminaba con mezquindad el sector de sepulcros humildes. El cuerpo es pobre, un arañazo y se acaba todo. Así es la vida. Uno no se da cuenta de la fugacidad de las cosas hasta que su esposa se le muere de golpe.
Antonio recordó el lejano amanecer de primavera en el cual le prometió a su mujer un viaje de ensueño. Un día vamos a ir juntos al sur, a conocer el océano, le dijo. Pero a ella se le vaciaron de oxígeno los pulmones y él no llegó a cumplir con su promesa. No fue un engaño premeditado, ni una mentira o un simple descuido. En cualquier caso, ya carecía de importancia y era tarde para lamentos.
No bien ganó la vereda amplia, el ocaso se desangró en el cielo.
Con las manos en los bolsillos tomó por la cortada, desprovisto de un derrotero consciente. Sin embargo, una estela antigua labrada en las facetas de la memoria lo llevó a cruzar el pavimento roto de la avenida y, de inmediato, a entrar por calle Oyuela.
A mitad de cuadra se detuvo, bajo un mandato ajado por el tiempo, y contempló la fachada de la vivienda donde, apenas se pusieron de novios, venía a visitar a Juana. Porque Antonio era de hacer esas pavadas si andaba sombrío. Por eso solía buscar huellas, marcas, aromas o sonidos habituales, instantes, recuerdos, en el núcleo de su cerebro, con la esperanza de recuperar del olvido los mejores momentos vividos con su esposa. Pero en esta ocasión no funcionó nada de ese mecanismo infantil.
Hacía frío. Se levantó las solapas del saco y se alejó. Siguió andando hacia la terminal del ferrocarril, deseaba demorarse, elaborar un recorrido a pie lo más extenso posible, estirando la angustia de una decisión.
Una vez concluido el trayecto, en medio de la muchedumbre, lo acorraló el miedo, miedo de volver y toparse con la ropa desordenada, la cama desierta, la Biblia, la caja de medicamentos, las fotos, el tic tac del reloj contando los segundos del tiempo estancado en el dormitorio. Y lo peor: el vacío, la soledad, el silencio pesado de un futuro al cual no le encontraba ningún rumbo.
Al llegar a la plaza, frente a la estación, se metió en un bar y la noche lo sorprendió tomando café, bloqueado por la incertidumbre. Varado aún a mitad de camino, no se atrevía a tomar el tren.
Pagó y, al salir, le pareció ver el fondo del callejón taponado por la bruma. Pensó en que ya no vería ondear la falda del vestido de su mujer alterando la intimidad de las habitaciones y lo asaltó un repentino terror de regresar a la casa vacía.
La savia de la existencia corría naturalmente alrededor de Antonio. La muerte no resultaba un suceso curioso. Un adulto cualquiera con quien se cruzase, podría sonreírle sin dificultad. Las tinieblas bajaban lentamente de las azoteas, el aire se agitaba en la boca de la gente. Se oían voces. Muchas voces.
En ese tramo fatal tuvo un impulso de rebeldía y se negó a sacar el boleto de retorno. No podía actuar de modo tan simple, con el objeto de ser previsible, y continuar así nomás con la vida. Las cosas no podían ser tan sencillas. De improviso, quiso saber qué estaría pasando con Juana. Por primera vez no dormiría en la misma cama con ella.
Entonces, regresó al cementerio por la larga acera de los paredones. Inquieto, se dio vuelta varias veces, tenía una sensación desagradable: una bruma densa, con sigilo, parecía seguir sus pasos.
No había luces encendidas en la portería, el personal se había retirado y no le fue posible saltar la reja y entrar. Era muy alta y él estaba demasiado viejo, casi un anciano. A su edad ni pensar en escalarla. En cambio, recurrió al auxilio de una grieta abierta entre los ladrillos, se agachó ligeramente y de costado atravesó el muro.
Mientras las pupilas de Antonio se acostumbraban a navegar en la negrura, la aparición paulatina de la luna bañó la ciudad de los muertos. En el predio ocupado por los enterrados se derramó en leche recortando sombras pálidas por encima de las lápidas. Los senderos repentinamente se cruzaron confundidos en un solo delirio, se marchitaron las fresias en los floreros diminutos, las placas funerarias rotaron, fuera de sí, aturdidas por el reflejo de los bronces. Entretanto, una certeza: tres o cuatro faroles a lo lejos. Amarillos. Olores acres en el pasto ralo. Quietud en las sepulturas y huecos dispuestos a albergar nuevos difuntos.
Ceremoniosamente, algo blanquecino se asomó en el límite del terreno. Una nube gorda como un planeta se tragaba la tapia, con los vapores en la nariz, resuelta a entregarse a su tarea con empeño.
Era la bruma.
Antonio, ya adecuado a la oscuridad, pasó por delante de la capilla. Por la ventana de la administración le pareció ser visto por alguien, quien atorado por una mueca emitió un sonido de pájaro, alguien sin importancia. Un ave negra alzó vuelo y se refugió en la copa del eucaliptus. Una vez recuperado del susto siguió avanzando en busca de la tumba de Juana. Un trecho adelante distinguió la tierra removida con anterioridad por el cavador.
A cada minuto, la bruma progresaba en su avance indiscutible. Como un bulto aerostático se atragantaba con la comida de la necrópolis, devorando cristos, vírgenes y santos, y avanzaba arrastrándose, reptando, comiéndose con facilidad cada lápida.
De pronto, Antonio, vio un hoyo abierto en espera de otro difunto, al lado de Juana, y no lo dudó: se tendió en la base de la fosa y se tapó la cara con las manos.
En seguida, bajo la luz de las estrellas y a pesar del frío se despojó de la ropa. La dispuso doblada a su costado, en el breve espacio admitido por las dimensiones del pozo, y sintió brotar el perfume cercano de la cabellera de Juana livianamente agitado por una brisa rasante, en el murmullo silencioso, en medio de la madrugada, lejos todavía del despertar del alba.
Acorralado, Antonio supo escuchar el rumor en la neblina. Y sin responder, logró percibir la voz vaga y tersa de Juana, quien aparentaba aludir al reposo anhelado, a la posibilidad de encontrar la tranquilidad cuando no parecía haber sitio disponible. Entonces, guardó silencio y volvió a escuchar atentamente lo que la bruma decía, incluso las cosas tontas y faltas de sentido.
El tabique de tierra compacta entre ambas tumbas, adelgazado por el desgaste de la niebla, acercó los espacios a punto de fundirlos en uno solo, y Antonio, casi ahogado por la nube vaporosa, creyó sentir la proximidad del cuerpo de Juana, ese cuerpo aún tibio, con su aroma sutil y sus ojos redondos, quizás ahora a salvo de la corrupción de la enfermedad, liberado de la labor de la agonía.
Antonio imaginó la aventura factible de un abrazo, y se acobijó, empoderado por