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El Misterio del aposentador
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El Misterio del aposentador
Libro electrónico156 páginas2 horas

El Misterio del aposentador

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En el libro El misterio del aposentador, el autor Gonzalo Ríos Araneda ha recreado la historia emocional, psicológica e ideológica que acompañó la ejecución de 15 piezas fundamentales de la pintura universal. Bajo la observación de obras de Rembrandt, Da Vinci, Picasso, Cézanne, Van Gogh, Siqueiros, Matta, Grant y otras no menos importantes, el autor es capaz de construir una galería de relatos de preciosa singularidad.

Un verdadero mosaico narrativo global, desde el hombre concreto de las cavernas, hasta el hombre moderno de todo el siglo XX, donde bajo la pincelada especulativa de su autor, neófitos y entendidos se sentirán cautivados por la agudeza de su mirada antropológica.

Nos enfrentamos de esta forma tanto a la pintura en su estado original como a los escenarios materiales y psicológicos que Ríos Araneda ha recreado para cada una de ellas, dando a entender en este gesto que el arte es un espacio abierto a la interpretación de quien se acerca a contemplarlo.

Editorial Forja
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jun 2016
ISBN9789563381856
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    El Misterio del aposentador - Gonzalo Ríos

    EL MISTERIO DEL APOSENTADOR

    15 narraciones de pintura ficción

    Autor: Gonzalo Ríos Araneda

    Ilustración de portada: Reproducción parcial del cuadro Las Meninas de Velázquez.

    Diseño y diagramación: Sergio Cruz

    email: iamsergiocruz@gmail.com

    Edición electrónica: Sergio Cruz

    Editorial Forja

    Ricardo Matte Pérez N° 448, Providencia, SantiagoChile.

    Fonos: +56224153230, 24153208.

    www.editorialforja.cl

    info@editorialforja.cl

    www.elatico.cl

    Primera edición: junio, 2016.

    Prohibida su reproducción total o parcial.

    Derechos reservados.

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

    Registro de Propiedad Intelectual: Nº 164.824

    ISBN: 978-956-338-242-6

    A mi madre, Graciela Araneda Bobadilla,

    un alma bella y buena que irradió sabiduría

    hasta que se puso su último sol.

    La incredulidad se había apoderado de los hombres de buena voluntad, mientras un silencio rebelde se mezclaba con el viento del cantábrico que, a esa hora, besaba con timidez los acantilados. Parecía que el tiempo se había detenido en sus bordes y dejaba perecer el movimiento. El Clan de todos los clanes había decretado que Inar debía morir en manos del sacerdote por no haber sabido preservar una cueva puesta bajo su custodia.

    La ley oral, transmitida de padres a hijos, ordenaba que las cavernas del Clan no podían ser ocupadas como albergues a partir de su consagración, la que se hacía realidad en el solo acto de iniciar los bocetos de cualquier proyecto familiar. El maestro había desatendido el peligro que representaban los buscamoradas, una organización de intermediarios que, amparados en el orden tribal, se apoderaba de toda cueva, caverna o cubil que no estuviera intervenida por la tribu. De este modo lucraba a costa de las familias que carecían de viviendas y se veían obligadas a vivir como allegados.

    Al recibir aquel mandato del Clan, Inar estaba cerrando un ciclo con las pinturas de la Gran Caverna, sagrario al que le había dedicado casi toda su vida, razón por la cual le había confiado a Akar, su amigo y segundo de obras, que nominase a los hombres que trabajarían con ellos en las nuevas tareas. No entendía cómo esos especuladores se le habían adelantado si solo él y Akar sabían de la caverna. Con un suspiro profundo pensó que no le quedaba más que acatar el arcaico mandamiento y someterse a su verdugo.

    A pesar de que la sentencia lo liberaba inmediatamente de sus obligaciones como artista, Inar se dirigió a cerrar la última etapa de sus sagradas tareas. Allí donde tantas veces arriesgó su salud y se olvidó de sí mismo. Quizá esa tos tan persistente que lo afligía hasta el agotamiento se debía a ese aire enrarecido que producían las piras de aceite encendidas en su interior. Pero él estaba listo para cumplir con su deber.

    Doce hombres premunidos de unas ollas de barro cocido llenas de sustancias aglutinantes se presentaron ante el maestro que esperaba en la entrada de la caverna. Un aire fresco recorría la selva, y el siseo de las hojas de los abedules gigantes envolvía la atmósfera de una rara inquietud. Si no hubiese mediado una circunstancia inesperada en el acceso al lugar, tal vez el maestro Inar habría recorrido con tranquilidad el espacio que lo separaba de su propia muerte; pero la noticia que le entregó el joven aprendiz Uzer, lo colmó de amargura. En voz baja, y evitando la cercanía de los demás, Uzer le comunicó que Akar estaba en connivencia con el jefe de los buscamoradas; que se los había visto juntos fraguando negocios. Inar recordó que el día anterior, en el soporte de tierra húmeda sito en la entrada de su residencia, había visto inscrito el símbolo de Akar, y que la lluvia nocturna se había encargado de borrar. Alguien quiso comunicárselo, pero no fue Uzer, porque así se lo indicó a Inar. Lo recordó estremecido por la traición. Miró a su alrededor y vio a Uzer, pero no encontró a Akar entre sus hombres, a la vez que sintió recrudecer esa fobia a las alturas que lo había inquietado desde pequeño. A pesar de eso, trepó a lo alto del andamio y permaneció trabajando largas dos horas, hasta que, con las manos embadurnadas de ocre y las comisuras de los labios sucias de hollín vegetal, dio por concluido el retoque de esas escenas animales que sostenían la continuidad de la vida.

    Nunca le dijo a nadie que un espíritu, tal vez un atavu, lo conducía todos los días al interior de la caverna y lo acompañaba mientras él dirigía las tareas de sus artistas en una atmósfera de libertad y exaltación esencial, cuya causa él ignoraba por completo; solo entendía que sus habilidades cobraban un ritmo y un sentido lineal que lo llevaban a él y a sus hombres a un estado de singularidad que no dudaba atribuir al carácter sagrado de la caverna. Inar sabía que se llevaría a la tumba el secreto de su ángel, el atavu que quizá acompañó también a sus antepasados. Él mismo se reconocía como un sencillo continuador de una tradición que se perdía en el tiempo y que se revalorizaba gracias a los gestos hábiles e intuitivos de todos quienes le secundaron hasta hoy en el trazado de sus objetos de veneración.

    Giró sobre su vientre y sintió un mareo, como esos que había venido sintiendo en las últimas horas. Pensó en el verdugo que acechaba en la entrada de la caverna y una sombra pareció estrecharlo en la oscuridad de una mortaja. Como el peso muerto de una roca lanzada al vacío, su cuerpo se fue de bruces sobre los barandales y la ligadura de lienza vegetal cedió en un instante. Inar cayó desde lo alto y quedó tendido sobre el piso áspero, apenas reblandecido por la humedad. Pero estaba consciente, porque vio cómo era llevado hasta la entrada, y lo acostaban en un lecho de hojas.

    Luego, un hombre le puso una compresa de barro en la frente mientras un canto melancólico se oía a la distancia. Permaneció así recogido en su silencio hasta que un acompasado golpear de palmas empezó a crecer en el lugar. Más y más palmas y cada vez más fuertes y regulares. Era el homenaje póstumo que le rendían sus hombres, todos comprometidos como artistas con la perpetuación de la especie humana, su convicción más profunda. Enseguida, una sensación de abandono inmaterial lo condujo a un estado de vacío elemental, el que, como una suerte de regeneración espontánea, empezó a llenarse de pulsos y vibraciones que ya no eran los suyos; hasta que un murmullo creciente se apoderó de los alrededores. El maestro Joseph Werner Rospigliossi avanzó unos pasos y se inclinó agradecido de la ciudad de París. Estaba en el centro mismo de la cultura occidental y era aplaudido por una multitud. De pie frente al estrado que el Ayuntamiento había instalado en un galpón del histórico edificio, recibía un reconocimiento a su labor como docente y maestro de las artes, luego de conducir la mayor exposición de destreza figurativa que se hiciera nunca; en parangón directo con el arte de las cavernas.

    Era cierto, una manifestación cultural así no se había realizado antes, que no fuera en la mente de algunos teóricos e investigadores interesados en desentrañar el misterio de unas habilidades del paleolítico magdaleniense que al arte moderno le había costado dos mil años alcanzar. Y uno de esos hombres era precisamente Werner Rospigliossi, a quien le habían encargado presentar en las amplias galerías del edificio, a los más significativos exponentes del diseño y la expresión en los tiempos modernos, y su deuda con Altamira y Lescaux. Su éxito concitó el interés de los expertos que, reunidos en la ciudad luz, pudieron admirar en sus representaciones la pureza de sus movimientos y la relevancia expresiva de sus acentos. Tales eran los comentarios que llenaban los espacios de la crítica al día siguiente de producido el evento. Entre los elegidos por Werner campeaban los nombres de Degas, Toulouse-Lautrec y Renoir, de quienes alguien dijo que la impronta de sus movimientos estaba misteriosamente ligada al gesto expresivo de las pinturas del cantábrico de hace catorce mil años.

    Sin duda, el maestro era el hombre del momento. También se había dado tiempo para dictar una charla sobre el enigma de las destrezas figurativas del rupestre y su impacto en el desenvolvimiento del arte moderno expresado en el aura arcaica de muchas de sus creaciones.

    En el hotel donde se hospedaba, el profesor Werner, que a la sazón se encontraba solo en Europa, recibió un telegrama de su mujer donde le decía lo orgullosa que estaba de él. Mi artista esencial, te amo con desesperación, había apuntado ella en la última línea; y en un aparte le aconsejaba que no olvidara sus pastillas para los bronquios. Te espero anhelante.

    Ese día viernes Werner salió del hotel en dirección al aeropuerto de Orly, cuando empezaba a oscurecer. Allí, de pie en el terminal oeste, concluidos todos los trámites de embarque y luego de despedirse de las autoridades, pensó en su mujer, en su asma y en el temor que le tenía a los aviones. Luego, decidido, avanzó en busca de su asiento en primera clase.

    Sin pensarlo dos veces, y antes de abrocharse el cinturón, sacó una pastilla del bolsillo de su camisa, la que luego deshizo debajo de la lengua, en tanto el monstruoso aparato se elevaba en busca del Atlántico. Hojeó un magazine y al poco rato estaba profundamente dormido. No sintió cuando un hombre recogió la revista que se le había deslizado por entre las piernas y se la volvió a colocar en el regazo; tampoco, que le había apagado piadosamente la bombilla individual de su asiento. Recién la bestia mecánica hacía sentir el rugir irregular de sus motores. Minutos después un estallido ensordecedor envolvió a la nave en una bola de fuego, la que rápidamente fue devorada por el océano.

    Después de que el avión desapareciera completamente bajo las aguas, debieron pasar más de veinte años para que un equipo avezado de buzos lo encontrara en el fondo del mar. Yacía hundido frente a las costas de Cantabria en la península ibérica.

    El joven Giotto di Bondone ha recibido el encargo de pintar la galería de la Basílica Superior de Asís, con escenas de la vida de su fundador. Ese día, en medio de una honda satisfacción por el reconocimiento público de su trabajo, sintió que tenía por delante una ardua tarea, la que no dejaba de llenarlo de preocupación por la enorme responsabilidad que había traído sobre sus hombros. Estaba consciente de que las pías tareas

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