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La mirada de la verdad
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Libro electrónico332 páginas4 horas

La mirada de la verdad

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Información de este libro electrónico

Ángel Zugasti, un avezado científico adelantado a su tiempo, es asesinado antes de alumbrar, lo que se presume, la solución al problema energético mundial. Victoria Martínez, una joven de un inconmensurable talento por descubrir, se verá involucrada en contra de su voluntad en la resolución del caso. Junto a los inspectores Ricardo Sandúa y Daniel García, la joven deberá desentrañar los misterios ocultos, ideados por la víctima, para que su trabajo vea la luz.
Misterio, ciencia, acción o poder son algunos de los ingredientes que muestra este thriller; con un ritmo trepidante y donde nada ni nadie es lo que aparenta ser. Tanto los personajes como el lector se embarcarán en una inolvidable aventura en aras de la verdad.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 jun 2022
ISBN9788411149259
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    La mirada de la verdad - Diego Herrero

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Diego Herrero

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1114-925-9

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    PRÓLOGO

    7 de noviembre; jueves

    «La verdad solo se presenta a quien está dispuesto a asumir sus consecuencias».

    Diego Herrero

    La luz había sucumbido a la lobreguez de las tinieblas y el reloj aventajado a la medianoche. Eran las tres de la madrugada en el centro penitenciario de Pamplona y Martín, un novel e inexperto funcionario de prisiones, con las heridas de la oposición todavía supurando, se disponía a realizar su rutinario y tedioso recorrido por las desoladoras instalaciones.

    Su misión era sencilla en primera instancia. Con el gesto torcido, se vio en la tesitura de interrumpir la partida de ajedrez online para atender a las obligaciones de su sueldo público. Su destreza sobre el tablero distaba de ser brillante, pero le era de utilidad para sobrellevar las horas de ardua vigilancia. Se incorporó de su vejada silla de oficina, a quien las mieles de la jubilación le eran esquivas, se ajustó sus escasas herramientas de trabajo y salió del habitáculo.

    Los corredores eran fríos y de lánguida iluminación. Apenas los indicadores de emergencia daban señales de vida. No obstante, la luna se encontraba en su fase plena, completa. La luz que reflejaba el satélite se escurría por las ventanas de las celdas proyectando en la pared opuesta del pasillo un prisma perfecto, perfilando con avidez la geometría del ventanuco de cada renovada mazmorra. La pared del corredor se llenó de figuras equidistantes, uniformes, de un relleno lunar inmaculado.

    Martín había recibido una sacra educación y recorría las instalaciones con sigilo, sin despertar a los huéspedes. Aquellas personas, aun estando en el otro lado del acero que delimitaba su libertad, no dejaban de irradiar esa aura de respeto e intimidación.

    La apacible velada se vio truncada al entrar en el último de los corredores y una sensación de paz quebrada invadió al benjamín de los centinelas. Observó la pared opuesta a las celdas donde se repetía el mismo patrón que en el resto de la prisión. Todo se disponía en la misma secuencia hasta que llegó con la mirada a la proyección que despedía la celda cuarenta y uno. El prisma ya no era límpido, uniforme. En su lugar, la escasa luminiscencia permitía vislumbrar borrones de diferentes tamaños que rompían la hegemonía de aquella composición. Si se miraba con detenimiento, parecía el difuso contorno de una… ¿mano?

    Martín aceleró el paso obviando todo aquello que se interponía entre él y aquella celda. Comenzó a hacer cábalas, intentando dar sentido a aquello, hasta que la peor de sus elucubraciones se tornó en realidad. El huésped de la suite cuarenta y uno se había cercenado las venas, no sin antes dejar un mensaje de su puño y letra en la pared, y utilizando como tinta la sangre que emanaba de sus muñecas. Mientras la vida se escapaba entre sus dedos y le humedecía las manos, pudo escribir en color carmesí:

    MI VIDA ES UN PRECIO JUSTO.

    VICTORIA, TIENES QUE CERRAR EL CÍRCULO.

    Después de redactar sus últimas palabras, el preso apoyó su mano sobre la puerta para no dejar su cuerpo a merced de la gravedad. De forma inexorable, se dejó caer con suavidad hasta quedar sumido en las tinieblas.

    Dos semanas antes…

    El tiempo apremiaba al joven Ángel Zugasti, un físico brillante y adelantado a su tiempo; una mente preclara que vivía en un mundo que no estaba a la altura. Ángel estaba en peligro, lo sabía, pero no podía dejar sus últimas averiguaciones abandonadas a su suerte. Solo había una persona en el mundo a quien confiarle su secreto, la razón de su excelsa existencia y la herencia para la humanidad de su paso por la vida.

    Todo estaba dispuesto; si tenía que hacerle frente a la oscuridad perpetua, el testigo pasaría a Victoria Martínez. De alguna manera tenía que hacerla partícipe para que solo ella alcanzara la verdad. Marcar la senda a una aventajada discípula y que solo ella desentrañara los misterios de un camino incierto. De esta forma, en caso de ser interceptado el mensaje, el verdadero contenido seguiría a salvo, vivo, eterno.

    Inmersos en la era digital, utilizaría un método más arcaico, y bajo su prisma, el más seguro y efectivo. La vulnerabilidad de la información sigue el vertiginoso ascenso que le brinda la propulsión de la tecnología, donde la ciencia, una vez más, se convierte en moneda de dos caras.

    Después de horas de meditación, bajo la tenue luz del flexo de diseño que presidía el escritorio de su piso en la calle Sancho el Fuerte de Pamplona, el científico escribió:

    Victoria, si recibes este sobre es porque algo terrible me ha ocurrido. Para ti, capaz de ver lo que otros no saben ver.

    Con la llama del origen, quien en nosotros cree, prenderá el fuego de la historia. Para nosotros inalcanzable. Para ti, primera de una estirpe, verás la luz entre la oscuridad.

    P. S.: Encontrarás la llave en la mirada de la verdad.

    CAPÍTULO 1

    1 de noviembre; viernes

    El día despertaba con el despunte de los primeros rayos de sol, dando color a los extensos olivares que arropaban al pequeño pueblo cuyo nombre nadie quiere recordar, pero del que resulta imposible olvidarse. La obertura de multitud de aves, cada una interpretando su partitura, daba comienzo a una nueva jornada de supervivencia.

    Era uno de noviembre y los primeros zorzales habían llegado a la península desde el norte de Europa. Advertían el vuelo con su peculiar llamada breve y estridente, pero sin duda distintiva e inimitable para los paisanos del lugar; más aún, si practicaban la ancestral maestría de la caza.

    Estos ingenuos inmigrantes, en el ocaso del otoño, emprenden el viaje a nuestra hermosa piel de toro en busca de un lugar menos inhóspito que los gélidos páramos del norte. A eso, y a devastar de forma implacable el fruto del olivo. Sin embargo, con la salvedad de los más aventajados, gran parte de ellos pasarán de la batalla del frío a la guerra del plomo.

    Guzmán y su hijo Javier estaban impacientes por desenfundar sus semiautomáticas e inaugurar la desveda. Impacientes por tratarlo con la ingenuidad del profano en estas artes. Para ellos era todo un ritual, una tradición, una forma de entender la vida.

    La luz de los albores, convertida en dagas de fuego, comenzaba a lamer el acero de las armas que reclamaban los efluvios de una pólvora entregada al cielo, sus exhalaciones en volutas perfilando arabescos en el aire.

    Pasaban las siete de la mañana, todavía no se veía con claridad y la luna no había dicho su última palabra, pero ellos estaban en la senda del puesto acorde a sus expectativas.

    No habían avanzado ni doscientos metros cuando Javier se tropezó y cayó de bruces contra el suelo, un terreno que todavía conservaba los ecos de la tormenta del día anterior. No fue una tormenta de las que precipita escombro, pero suficiente para dejar parte de la silueta estampada y el uniforme recién estrenado cubierto de barro. Una vez que consiguió recomponerse y recuperar la verticalidad, ambos se miraron el uno al otro.

    —Hijo, ¿estás bien? ¿Te has hecho daño? —preguntó Guzmán.

    —En principio no —dijo Javier en un primer diagnóstico.

    —Tienes que mirar dónde pisas, que pareces nuevo.

    —¿Pero con qué narices me he tropezado? —dijo Javier mirando en derredor, ya que había atravesado aquellos parajes infinidad de veces.

    Ambos giraron la cabeza a cámara lenta y al mismo tiempo, como si hubiesen estado ensayando la escena en la intimidad. Comenzaron a recorrer con la mirada, en la penumbra del amanecer, el suelo que acababan de dejar atrás.

    El horror enmudeció a la pareja de cazadores cuando llegaron hasta un bulto que sobresalía del terreno. A primera vista, ambos intuyeron el cadáver de algún animal con mala fortuna. Con la claridad de una distancia cada vez más próxima, padre e hijo comprendieron que lo que había allí tendido, abandonado a su suerte, era el cuerpo sin vida de un hombre brutalmente asesinado. Guzmán, presa del horror, cogió instintivamente el teléfono de uno de los bolsillos de su recién investido chaleco de caza y llamó a la policía. Envió su ubicación y esperaron a que los agentes se desplazaran hasta aquel lugar a una distancia moderada de cualquier rescoldo de civilización.

    El terror fue en aumento cuando al escrutar los rasgos del cadáver descubrieron a un joven vecino del pueblo. Un hombre lleno de vida al que habían visto crecer y con el que habían compartido momentos de convivencia.

    Guzmán dirigió la mirada hacia su hijo, que observaba la escena con el rostro desencajado.

    —Hijo, creo que por hoy ya hemos cazado —terminó por decir el padre.

    CAPÍTULO 2

    A las ocho de la mañana, aquel solitario paraje se había convertido en un aquelarre de uniformes escarlata. Toda una horda de policía foral se había desplazado desde el cuartel más cercano. Estaba localizado en la periferia de Tudela, a escasos veinte minutos del lugar donde Guzmán y su hijo habían encontrado el cuerpo sin vida del joven Ángel.

    Además de los agentes correspondientes, se encontraba en el lugar el personal forense; que escrutaba cada milímetro de la escena intentando recabar toda la información posible que fuera de utilidad.

    Apenas hora y media más tarde, el inspector de homicidios Ricardo Sandúa y el subinspector Daniel García hacían su aparición en la escena. Ambos acababan de llegar desde el cuartel general de la Policía Foral, y eran los comisionados de las fuerzas y cuerpos de seguridad para descubrir quién había alentado y perpetrado el crimen que había privado de la vida a aquel joven.

    El primero en intervenir fue el inspector, haciendo honor a esos tres ángulos blancos en la chaqueta, histórico símbolo de virilidad masculina que, en esta ocasión, indicaba que era el agente de mayor rango en el lugar.

    —Buenos días, agentes, soy el inspector Ricardo Sandúa, de homicidios. Este es mi compañero, el subinspector Daniel García. Ambos nos haremos cargo de este caso —introdujo el inspector con el peso de la autoridad que ostentaba—. ¿Tenemos algo de información? —preguntó.

    El agente que había tomado declaración a la pareja de cazadores se aproximó hasta donde se encontraba el inspector, se cuadró delante de él, y relató los hechos de forma sucinta.

    —La víctima era un varón de treinta y dos años y vecino del pueblo, según afirma la pareja de cazadores que ha descubierto el cuerpo. Se llamaba Ángel Zugasti y había venido a pasar unos días con su madre y su hermano aprovechando la festividad de Todos los Santos. Su padre murió hace varios años de un fallo cardiovascular y viene siempre sin falta con motivo de este aniversario.

    Justo después de que el agente terminara su intervención, el subinspector García se quedó mirando el cuerpo con el rostro gélido, inerte, varado en la repulsión. Sintió una punzada que le traspasó el pecho y el estómago invirtió su polaridad. Con el gesto consumido por el horror gritó:

    —¡No puede ser!… ¡Es Ángel!

    El policía tuvo que hacer un ejercicio de autocontención para no derrumbarse en medio de la escena del crimen.

    Daniel García era un hombre joven para haber alcanzado el rango de subinspector, pero tenía grandes cualidades que no habían pasado desapercibidas para sus superiores. Estas cualidades eran inversamente proporcionales a su atractivo, a pesar de ser una persona atlética que contaba con un cuerpo esculpido a base de horas de gimnasio. La causa eran las partes que no acostumbramos a cubrir. Tenía el pelo ralo, dejando intuir una incipiente alopecia de herencia paterna. Se encontraba en el determinante desencuentro con la vida de todo hombre en el que hay que tomar la ineludible decisión de raparse la cabeza o acudir a un centro especializado en las artes del injerto capilar. La piel era de un lechoso enfermizo, donde el sol parecía un privilegio fuera de su alcance. Tenía un año menos que la víctima. Formaban parte del mismo grupo de amistades, aunque desde los dieciocho años cada uno voló del nido y siguió su camino. Esto no era óbice para juntarse en puentes, vacaciones o fiestas señaladas. Además, vivían actualmente en Pamplona por cuestiones de trabajo, y de vez en cuando, se permitían el disfrute de una merecida cerveza aderezada de batallas laborales bajo el embrujo de la parte vieja de la ciudad. De hecho, disponían de la suscripción al gimnasio local, donde continuaban sus entrenamientos cuando no estaban en la capital. Les atraía la idea, ya que contaba con todo lo necesario en un ambiente más tranquilo e íntimo.

    —Lo siento, subinspector, desconocía su proximidad con la víctima —el tono del inspector Sandúa pasó de la autoridad al respeto, en consideración a su compañero.

    —Así es, inspector. Éramos amigos desde la infancia —añadió Daniel con los ojos tornados en cristal de bohemia.

    —¿Creé que será capaz de enfrentarse a este caso? Le necesito al completo, como siempre —adujo el inspector en tono comprensivo.

    —Sí, señor, no le quepa ninguna duda. Vamos a meter entre rejas a quien haya acabado con la vida de Ángel —terminó por decir visiblemente abatido.

    —De acuerdo, subinspector, comencemos entonces; confío en usted. Veamos qué nos cuenta la científica. Luego hablamos más tranquilamente y en profundidad. Necesito que me diga lo que sepa acerca de la víctima.

    Ambos se acercaron con paso inquebrantable hasta donde se encontraba el cuerpo sin vida de Ángel. La instantánea que encontraron fue aterradora. Entre la maleza, se encontraba el rostro lívido y exánime de un joven con la parte posterior del cráneo desquebrajado. Los golpes habían desdibujado cualquier resquicio de forma humana, y podía verse a simple vista los restos de lo que un día fue baluarte de su cerebro. El cuerpo reposaba sobre un lecho que la naturaleza había construido con los exiguos restos de hojarasca que había dejado la tormenta; mientras, su extinta voz pedía auxilio por conservar los rasgos que permitieran su reconocimiento. Todavía podía sentirse la brutalidad y el odio que volcaron sobre aquella cabeza observándolos desde la distancia. Las extremidades, que un día mantuvieron aquel cuerpo erguido, se encontraban en una posición antinatural, resultado de la barbarie.

    El primero en hablar fue el inspector Sandúa, como no podía ser de otra manera.

    —¡Buenos días! ¿Qué tenemos por ahora?

    La pregunta del inspector tardó unos segundos en encontrar respuesta. Una voz honda y gutural emergió desde las profundidades del silencio, hablando a mitad de velocidad. El rostro del que se proyectaban aquellas palabras presentaba un aspecto inquietante. La piel había perdido su pigmento y sus ojos se encontraban soterrados en dos cráteres violáceos, dando un aspecto mortecino a aquel hombre. Debajo de aquella bata podía intuirse una anatomía famélica y alejada de los placeres de la vida, que, unido a su profesión, hacían del doctor Ignacio Ferrer un personaje de novela de terror. Sin mediar saludo, comenzó a esputar información separada por puntos y comas.

    —¡Buenos días, inspector! Por ahora no tenemos mucho. Lo que se ve: la víctima murió de un fuerte traumatismo en la cabeza; no hay restos de sangre fuera del cuerpo, luego no murió aquí; no hay signos de que lo hayan arrastrado en esta zona, así que murió en otro lugar y lo abandonaron; por la posición, diría que lo han dejado caer y se han marchado. Sin embargo, tiene la piel de manos y brazos hecha jirones. Es un hombre corpulento, así que lo arrastrarían en el lugar donde realmente murió.

    —Veo que también hay restos de huellas de zapatillas deportivas —apuntó el subinspector García.

    —Sí, correcto. Un cuarenta y dos. El asesino las ha borrado casi por completo salvo una. La tapó la víctima al caer y el asesino no llegó a descubrirla antes de huir. No puedo decirles nada más hasta que llevemos el cuerpo y las pruebas a analizar. Lo que sí puedo decirles es que el cuerpo lo dejaron aquí después de que cesaran las inclemencias del tiempo.

    Según los partes meteorológicos, estuvo lloviendo hasta la madrugada del día anterior. Por lo tanto, ambos inspectores tenían un buen punto de partida para situar la hora en la que el cadáver fue abandonado a su suerte en aquel lugar.

    El subinspector intervino en la conversación y añadió:

    —Eso lo afirma porque los restos de sangre de la cara y ropa están intactos, ¿verdad?

    —Exacto. El agua los hubiera limpiado, o al menos difuminado. Además, la sangre ya estaba seca cuando dejaron aquí el cuerpo, ya que la trayectoria de las gotas no se corresponde con la posición en la que está el cadáver. La gravedad, ya saben. Eso… y porque el móvil está en perfectas condiciones.

    —¿Llevaba el teléfono? —preguntó con incredulidad el inspector.

    —Sí.

    Tras la sorpresa de que el asesino no se hubiera deshecho del dispositivo, el subinspector volvió a fijar su atención en los ecos de las pisadas.

    —No obstante, cuando tenga los resultados me pondré en contacto con ustedes y les reportaré mis conclusiones —dijo finalmente el forense tratando de no alargar aquella escena.

    Los dos agentes se encontraban en la senda del coche oficial para dirigirse al cuartel de la Policía Foral de Tudela, vestirse de paisanos y comenzar con la investigación de campo cuando un grito hizo que se detuvieran y dieran media vuelta.

    —¡Inspector! —Era el forense—. Una cosa más. Su teléfono móvil no deja de sonar desde las ocho de la mañana con un recordatorio del Outlook.

    El forense mostró el teléfono al inspector a través de la bolsa de plástico que lo encumbraba a la categoría de prueba. No obstante, podía verse la pantalla con total nitidez. Un recordatorio llevaba repitiéndose desde las ocho de la mañana, cada cinco minutos, con un rótulo en rojo que indicaba, insistentemente, «importancia alta». Un mensaje que rezaba: «Hablar con Victoria Martínez. Contar secreto».

    Y la fecha de aquel día: uno de noviembre.

    —Subinspector, ¿conoce a esta tal Victoria?

    —Sí —dijo aún sorprendido—. Es una vecina del pueblo. Es amiga común de la víctima y mía.

    Estaba claro que este crimen involucraba al subinspector más allá de lo estrictamente profesional, quizás demasiado; que ya imaginaba cómo abordar la conversación con Victoria sin hacerla parecer sospechosa. No era un caso más. Era el brutal asesinato de un amigo.

    —Verá, inspector, Victoria es una chica un tanto…

    —¿Un tanto qué, subinspector?

    Tras unos segundos de silencio…

    —Un tanto especial —dijo finalmente Daniel, después de buscar en todo su diccionario mental algún adjetivo que se aproximara ligeramente a describirla; no lo encontró.

    —Pues ya tenemos por dónde empezar —sentenció el inspector Sandúa.

    CAPÍTULO 3

    Eran las tres de la tarde del Día de Todos los Santos, día festivo en todo el territorio nacional. El festín culinario que se estila en estos días dio paso a la elaboración de la más preciada de las pócimas para Victoria, una mezcolanza de poleo con un ligero agregado de anís. Una confluencia de sabores que le hacía relajarse, trascender al codiciado estado de paz espiritual y despejar de su mente los malos augurios. Los efluvios que emanaban de la porcelana ascendían en volutas de vapor impregnando la estancia de alquimia y sosiego.

    Taza en mano, se colocó junto a su sofá de lectura y se dejó a merced de la gravedad. El tiempo había arañado la piel de aquel mueble de época, pero acogió en su infinita misericordia las curvas de la joven presagiando una dilatada jornada de disfrute con la palabra escrita.

    Acto seguido, se desprendió de sus calcetines como quien consigue zafarse de la camisa de fuerza después de una década de opresión miliciana, asió a su presa, su nueva novela que pensaba devorar durante el puente, y comenzó con una de sus actividades predilectas: leer.

    Acarició el lomo por estrenar del thriller que le habían aconsejado en uno de los múltiples foros de lectura como quien amansa a una fiera, se conectó por bluetooth a su torre de sonido y seleccionó una de sus interminables listas de reproducción de jazz. Hoy tocaba el genuino e irrepetible Wynton Marsalis. Todo parecía indicar que las agujas del reloj darían varias vueltas al compás de intrincados misterios y desgarradores personajes.

    Victoria tenía cierta obsesión por el género del suspense. Cualquier thriller se acomodaba a su sed de intriga para comerle las horas al cronógrafo que pendía de la pared, y no solo en formato impreso, el cual ostentaba la primera posición, sino también audiovisual. Por su mente y sus ojos habían desfilado infinidad de títulos, escritos en cualquier momento del tiempo.

    En esta ocasión, optó por seguir disfrutando con la delicada prosa de una de las plumas más insignes de la novela negra nacional.

    Su pulgar apenas había dejado resbalar las hojas del prólogo cuando una enorme cabeza negra y peluda aterrizó sobre su muslo. Ahí permanecería impertérrita hasta que el tiempo o Victoria decidiesen que la sesión literaria había satisfecho su sed de argumentos arcanos. Era algo habitual y a lo que ambas estaban acostumbradas.

    Arya era su perra, una preciosa labradora retriever de pelaje azabache que había acogido cinco años atrás. Un animal extraordinario, pero, sobre todo, era un miembro más de la familia. Todavía recordaba deshaciéndose en ternura la tarde en que fue a recogerla. Estaba sola, alejada de la manada. Deambulaba meditabunda por los rincones del jardín, ajena al estrepitoso espectáculo circense que preparaban sus seis hermanos, descubriendo el mundo a su manera mientras las saetas que lanzaba un sol tardío rasgaban el manto que cubría al animal, creando surcos de cobre. Siempre le asalta el recuerdo de haberla escogido porque le resultó cómica, pero en el fondo le recordó un poco a ella misma.

    Victoria nunca conoció a su padre y era hija única. Así que cuando Arya apareció en su vida casi sin quererlo, se convirtió en lo más parecido a una hermana.

    Era una joven de inteligencia sesgada al alza respecto a la media, quizás demasiado. Un talento y aptitudes a las que no sacaba ningún provecho. Quizás se había cansado de buscar oportunidades y de luchar en un mundo profundamente injusto, de hacerse valer incansablemente hasta darse cuenta de que no era garantía de recompensa, de intentar zafarse de las arenas movedizas de una realidad en la que, además de dejarse la vida en lo que hacía, entraba en juego el factor suerte; y esto estaba fuera de su control. Quizás, su forma de ser y entender la vida eran las responsables del estado mental en el que se encontraba.

    Victoria era una misántropa de manual, cuyos fracasos sociales solo eran superados por los laborales. Quizás nació así o, quizás, los embates de la vida le hicieron transformarse. No obstante, resulta indescifrable cómo un ser de esta índole goce de una empatía suprema y la capacidad para entender y ahondar en las personas como lo hace Victoria. Este

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