Myriam Stefford: La mujer que quiso volar
Por José Frattini
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Myriam Stefford - José Frattini
Myriam Stefford: La mujer que quiso volar
Copyright © 2013, 2022 José Frattini and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726903348
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
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A Oreste y a Román.
A Anabella, Juana Elvira y Nei.
I
Conocí la emoción por las historias de misterio y aventuras fantásticas mucho antes de verlas en televisión o aun de leerlas.
Por aquellos tiempos, los micros que unían las ciudades de Córdoba y Alta Gracia tenían una parada técnica casi obligada a mitad de camino, donde se levanta ese colosal monumento que imita el ala gigante de un avión y se yergue solitario sobre la inmensa planicie, apenas cortada por alguna que otra elevación.
Era común que los pasajeros descendieran, no tanto para estirar las piernas, sino más bien para acercarse con curiosidad y asombro a esa mole de hierro y hormigón.
No recuerdo cuándo fue, pero uno de esos días mi padre me invitó a conocerla.
Desde la ruta se extendía una calle de pavimento de no más de cien metros, en un suave ascenso hacia la base escalonada del gigante. Caminé ese trecho con la cabeza erguida, la boca abierta por el asombro y los ojos tan redondos que, me parece recordar, ni siquiera pestañeé un instante. La imagen imponente ejercía una atracción poderosa, tanto que resultaba imposible desviar la mirada hacia otro lado.
Recién al llegar a la plataforma, bajé la vista y quedé tieso ante una enorme puerta de fundición que parecía el ingreso a los templos de civilizaciones antiguas.
Una mirada panorámica permitía apreciar con facilidad que el monumento tenía un diseño arquitectónico por demás interesante. La base era de una fuerza descomunal, la suficiente para pensar que esa belleza de ala no podría desprenderse jamás de la mole, como si estuviese sujeta a un imaginario fuselaje de granito sólido. Todo había sido trazado en líneas rectas, lo que indicaba una fuerte influencia del art decò, que —según supe mucho tiempo después— se correspondía con el estilo imperante en la época en que fue construido. Apenas un detalle en el extremo superior de su verticalidad rompía con la hegemonía de las líneas rectas. Esa punta cerraba en una media curva, reafirmando con claridad que se trataba de emular el ala de un avión. Definitivamente, una perfecta combinación de estética e ingeniería que le permitía mantenerse erguido aún con sus ochenta y dos metros de altura.
Consumido por la ansiedad, apuré los pasos hacia el ingreso. Cruzar el umbral fue transportarme a un mundo de fantasía. La penumbra envolvente obligaba a dilatar las pupilas, como en un intento de registrar lo insondable, lo misterioso que pudiese existir en medio de esa oscuridad.
Desde el exterior ingresaba un haz de luz sobre el que inmediatamente se detuvo la sombra de una persona, una figura de contornos tétricos que impresionaba con el ruido que hacía al arrastrar sus pasos sobre el piso de cemento. Apenas se hizo visible, advertí que rengueaba de una pierna. No sé si no pude o no quise verle la cara. Entre tímido y perplejo, me atrapó la imagen de la mano sosteniendo el farol, que en vez de aclarar su rostro profundizaba sus contornos fantasmagóricos. Se acercó a nosotros y lanzó con sequedad y aspereza la pregunta que seguramente formulaba varias veces al día:
―¿Van a subir?
Rogué con ferviente anhelo que mi padre aceptase lo que sonaba a desafío. Así lo hizo y recibió el farol de manos del hombre rengo. La idea del ascenso por el interior oscuro de la torre aumentaba la intriga por lo desconocido. ¡Tan sólida por fuera y tan hueca por dentro!
Mi padre me tomó de la mano y, ubicándome en su retaguardia, dimos por iniciado el ascenso.
Nuestros pasos reverberaban en cada uno de los más de cuatrocientos escalones de la estrecha escalera caracol de cemento. La luz del farol sólo alcanzaba para ver por dónde pisábamos. El resto, la negritud total.
Subimos lentamente, aferrados al pasamano y ayudados por el tope de nuestros pies en cada escalón. No sé cuántas veces giré sobre el caracol de la escalera. Pero recuerdo que hacia el final se proyectaba una luz cada vez más clara. Era una pequeña ventana, el fabuloso mirador ubicado a más de ochenta metros de altura y desde donde, asomando la cabeza, podía verse la extensión de las Sierras de Paravachasca.
No había mucho más que mirar, así que bajamos. Antes de volver al exterior nos asomamos a un sepulcro, varios metros por debajo del nivel del suelo. Era una tumba construida con evidente esmero, sobre la que se proyectaba la luz del poniente a través de una delgada cruz calada, rellena con un tejido de finos hilos de acero.
Dos carteles en sendas placas precedían el ingreso. Uno de ellos era un pedido a los visitantes, a quienes se exhortaba a rendir homenaje a la mujer enterrada en el sepulcro. El otro, el que me hizo temblar por primera vez en toda la visita, era una amenaza inquietante: Maldito sea el que ose profanar esta tumba
.
A un costado había un enorme cuadro en tela, destacado por el ancho marco de yeso con molduras. Era una joven mujer vestida de overol. Cabellos rubios echados hacia atrás, empujados por el viento, coronando la cabeza ligeramente erguida. Rubia, hermosa, boca pequeña y acorazonada, la tez lozana. En suma, un rostro que denotaba cierta ingenuidad o inocencia. Pero lo más impactante eran sus ojos, tan profundos que se podía ver un brillo nítido, seguramente el reflejo del sol en el momento en que el artista la retrató. Su mirada, tierna y melancólica, parecía navegar por el cielo en busca de anhelos.
Después de un momento de contemplación, me di vuelta y vi a mi padre frente a una mesa donde el rengo exhibía una cantidad de postales y banderines alusivos para la venta. Compró uno de cada uno y finalmente salimos.
Aún evoco la intensidad de las emociones de ese día. De regreso al micro, como me resultaba impronunciable, le pedí a mi padre que me recordara el nombre de la mujer.
—Myriam Stefford —me dijo con impecable fonética.
—¿Y quién era?
—Una aviadora que se mató.
La respuesta me quedó en la cabeza para siempre. Fue una explicación tan simple como contundente, igual que la experiencia que acababa de vivir.
Con el vehículo otra vez en ruta, me apoyé en la ventanilla y no dejé de mirar hacia el predio que habíamos dejado atrás.
No hacía falta pensar mucho para darse cuenta de que, quien hizo construir la torre, deseó con profundo fervor que esa mujer fuese eterna.
VEINTISÉIS AÑOS DESPUÉS
La visita semanal a mi abuelo Román se había convertido en un compromiso tácito entre los dos. Para él, porque necesitaba descargar sus recuerdos en alguien que lo escuchara con paciencia y atención. Para mí, porque me fascinaba conocer sus inagotables historias y anécdotas de cuando era enfermero de la Fuerza Aérea.
Era su gran momento. La habitación espaciosa parecía más pequeña por el tamaño de los muebles que la poblaban. La biblioteca de roble que ocupaba dos paredes, la larga mesa debajo del ventanal por donde entraba un torrente de luz, su enorme sillón de respaldar alto y muchas cajas cuidadosamente apiladas en otro rincón. Siempre tenía abiertos al menos dos libros y el diario del día. Consumía todo género de lectura y se mantenía acabadamente informado. A su derecha, colgaba una impecable repisa que se ocupaba de mantener libre de polvo, y sobre sus estantes exhibía plaquetas, maquetas de aviones de todo tipo y tamaño, viejos banderines y varios portarretratos con fotografías en blanco y negro.
—¿Sabés qué día es hoy?
Habló como si continuáramos la conversación del jueves anterior. No lo iba a contradecir, de modo que le seguí la corriente y de paso evitamos los habituales saludos de cortesía.
—Sí, claro, 21 de marzo, del 91.
—Hace exactamente sesenta años que ingresé a la Fuerza Aérea —dijo con solemnidad—. Me acuerdo porque empezaba el otoño y llovió e hizo frío todo el día. ¡Llegué empapado a Palomar!, un pollo mojado.
En el momento en que me senté frente a su sillón, él se incorporó para ir a la repisa. Lo que seguía era uno de sus relatos, esos que me transportaban a escenas pasadas que me gustaba imaginar.
—Mirá, esta fue la primera foto que me sacaron como aspirante; para el carné. Fijate la cara de susto que tenía. ¡Ja, qué momento!
—La verdad es que acá no pintabas para enfermero abnegado de los aviadores.
—Bueno, es que todavía no tenía claro qué iba a hacer. Lo de enfermero me surgió algunos meses después.
—Bastante rápido dentro de todo.
—Sí, fue un piloto el que me entusiasmó... Cambaceres.
Quedó sumergido en sus recuerdos durante un instante, como queriendo ordenar sus pensamientos y luego continuó con vivacidad renovada.
—Ese año hubo un accidente terrible. Una chica, una chica hermosísima, piloteaba un pequeño avión para cumplir una aventura. Quería unir las provincias. Y en San Juan se cayó. Ella y su copiloto quedaron destrozados. El avión, un manojo de madera y tela desparramado en la tierra. Mandaron un mayor, Olivero, para que hiciera una investigación. Cambaceres lo acompañó y cuando volvió de San Juan se pasó semanas hablando de lo que había visto. Contó todo, con lujo de detalles. A mí me impactó tanto su experiencia que cada vez que me cruzaba con él le repreguntaba cosas que ya había contado hasta el cansancio. Sus relatos me provocaron sensaciones contradictorias. Por un lado me daba escalofríos lo que parecía ser un escenario de horror; por otra parte me lamentaba profundamente por no haber estado presente en ese lugar. Hasta que el lamento se convirtió en una decisión: no podía ya estudiar Medicina, pero al menos dentro de la Fuerza podía llegar a ser enfermero. Con eso me bastaba para participar de esas expediciones donde había que juntar cuerpos desmembrados en algunos casos y en otros, con rara suerte, ayudarlos a sobrevivir. No de morboso, claro. Se trataba de estar en lugares vedados a la mayoría de la gente, lo que para mí serían lugares comunes. Sí, esa tragedia me dio un empujón para tomar decisiones...
La pausa me alcanzó para decirle:
—Pero abuelo, es increíble. Recibiste la historia de primera mano. ¡Un testigo presencial del accidente de Myriam Stefford!
—¡Ah!, veo que se agitan tus recuerdos.
—Pero claro, cómo olvidarme de cuando papá me llevó a conocer ese sepulcro que está ahí, como un santuario, tan llamativo, tan imponente.
—Sí, esa ala monumental. La mandó a construir su esposo, Raúl Barón Biza. Bueno, si es que era su esposo.
—¿Por qué? ¿No es seguro que lo fuera?
—Nada de ese asunto es seguro que haya sido como lo cuentan. Ni siquiera el accidente.
—Cierto, dijiste que hubo una investigación. ¿Qué pasó con eso?
—No lo sé. Apenas un informe. De la investigación, ni la menor idea. Por supuesto hubo un montón de opiniones. Fue noticia durante mucho tiempo. Mirá, alcanzame la tercera caja de esa pila.
Prolijo como era, la caja estaba rotulada con letra clara. Sólo decía CHINGOLO
, así, con mayúsculas. No era pesada pero sí voluminosa. Me apuré a entregársela pero él negó con la cabeza y con las manos extendidas hacia adelante.
—No, no me la des. Quiero que la lleves a tu casa para examinarla.
—Pero, ¿qué hay adentro?
—Recortes de diarios y revistas, fotografías y otros papeles. Todo lo que se publicó sobre la caída del avión de la Stefford, el Chingolo.
—Gracias, creo que me interesará hojear esto, pero no entiendo cómo te desprendés tan fácil de archivos tan valiosos.
—Sólo te los presto por unas semanas. Siempre me acuerdo de tu entusiasmo para contarme esa experiencia, cuando conociste el monumento. Me lo relataste como si hubieses vivido una película. Así que pensé que, ahora que estás de vacaciones forzosas, mientras se ocupan de las refacciones de tu local, leer esos recortes te serviría para entretenerte un tiempo.
Él sabía muy bien que mi negocio de antigüedades lo había montado desde la pasión por esos objetos. Y era cierto que las obras de ampliación en el local demandarían unas tres semanas, por lo que disponía de tiempo más que