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Días de luz
Días de luz
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Libro electrónico198 páginas3 horas

Días de luz

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El viaje como iniciación al conocimiento y la experiencia ha sido siempre el anhelo de muchos aventureros, poetas y filósofos. Esta novela refleja este deseo motivado por autores como Henry Miller Jack kerouac y otros al estilo marino como Malcom Lowry, Francis chichester, Bernard Moitessier y otros tantos geniales navegantes solitarios. Comenzar desde muy joven dejando lo poco aprendido atrás y preparar la mente para semejante proyecto es sin duda un gran un gran reto. Conocer y prever los cambios que depara el destino sin perder el rumbo no es tarea fácil, acechar los peligros y salir indemne tampoco es tarea fácil. Muchos años después el análisis y síntesis de tales experiencias reconfortan el espíritu y pueden servir de guía para otros tantos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 ago 2023
ISBN9788411812887
Días de luz

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    Días de luz - Gordon Lowell

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    DÍAS DE LUZ

    DÍAS DE LUZ

    Germán Seguy

    Dichosos aquellos que han sabido mantener intactos sus deseos…

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Germán Seguy

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-288-7

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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    .

    Vista desde la lejanía, nuestra juventud no es más que un punto difuso en el largo camino hacia ninguna parte. Traspasado el umbral de la madurez recelamos de las vanidades y huimos de los artificios; lo necesario y lo esencial caben en una minúscula copa y ello es poco más que unos buenos recuerdos...

    PRÓLOGO

    Llevo en mi corazón y en el recuerdo a todos los buenos compañeros conocidos a lo largo del camino; algunos fueron sabios, otros atrevidos navegantes y los demás simplemente maestros en el arte de la supervivencia. Siempre deseé vivir como Bernard Moitessier y parecerme a Marlow, corriendo tras la inquietante figura de Kurtz en El corazón de las tinieblas, o viajar en las calderas de un viejo carguero imitando a Malcom Lowry, por ello les rindo homenaje, al igual que a Jack Querouac, Henry Miller y tantos otros geniales aventureros cuyos relatos forjaron mi juventud. Recuerdo con especial cariño a Ben cuando perseguíamos a nuestra estrella brillando en lo alto, como un faro, y a su madre Pierrette y su curioso amigo Bernard, empujándonos a descubrir el mar y lo desconocido... Y a Marc, Christian Guillen y Julio Villar, cuyos sabios consejos nos motivaron a largarnos por ahí; tampoco puedo olvidar las apasionantes veladas junto a Thierry, Laure, Sylvain, los hermanos Van Haersel y un sinfín de insólitos personajes, cómodamente instalados en nuestros barcos, en la Pointe-Courte... Sin olvidar a mis amigos actuales, que me soportan estoicamente, porque saben que hay algo de verdad en mis palabras. A todos ellos les dedico mi novela.

    DE NIÑO

    Para ser capaz de resumir la complejidad de esta vida es necesario descifrar correctamente todos sus misterios. Lo descubrí con apenas catorce o quince años, atraído por una curiosa frase escrita en un grabado antiguo. Durante las vacaciones de verano mi padre nos llevaba hasta su vieja mina de plomo situada en un lugar perdido del priorato cuya explotación, en franca regresión, apenas le daba para cubrir gastos debido a la creciente sustitución del plomo por el cobre, en las tuberías, por razones obvias. La casa, construida sobre una enorme terrera, dominaba las instalaciones, y un valle escarpado que desembocaba en un río, el Ciurana, seco la mayoría del año. El pozo, coronado por una imponente estructura metálica, atraía fuertemente mi curiosidad; aquel enorme boquete cuadrado de unos seis metros de lado se hundía a más de cuatrocientos metros bajo la superficie y me sugería un sinfín de aventuras sin tregua, adentrándome en las galerías, al amparo de la oscuridad; había bajado hasta el fondo en numerosas ocasiones acompañando a los dinamiteros y era experiencia excitante caminar por las oscuras y húmedas galerías del pozo, a la luz de un simple candil de carburo, donde las vetas de cuarzo y plomo relucían como si fueran de plata y el agua rezumaba por las grietas; aquella agua estaba siempre fresca y la temperatura no pasaba de los once grados, lo cual era un auténtico alivio durante el verano. Aquel subsuelo representaba un mundo inquietante y peligroso a la vez cuando recorría las galerías de la mano de padre mientras retumbaban las explosiones de los barrenos. La parte de atrás de la casa daba directamente a una ladera cubierta por matorrales y arbustos espinosos; los montes cercanos, de escasa vegetación y cubiertos de piedra caliza marrón blanquecina, y de cortantes y agrestes pizarras guardaban aún las marcas de los antiguos caminos que conducían por los bancales hasta unas viñas, antaño generosas, pero en completo abandono y cubiertas por la maleza, por aquel entonces… En realidad, nos llevaba allí, casi a la fuerza, con el propósito de ponernos al día en las tareas del colegio; odiaba emprender aquel viaje más propio de un vía crucis que de unas agradables vacaciones veraniegas. No me gustaban las matemáticas, ni la física, ni la química, y me pasaba el día fisgoneando entre las terreras, disparándole a los postes de alta tensión, o curioseando en el hangar donde estaba instalado el enorme cabestrante del pozo. Algo tenía que haber más allá de aquellas desoladas tierras, refugio de cigarras y escorpiones, que mereciera ser descubierto, y deseaba con todas mis fuerzas volver a Barcelona, donde tenía mi universo a medio construir. Al atardecer, el zumbido de un avión de hélice cruzando el cielo a gran altura me devolvía la esperanza de volver a una vida llena de intrépidas aventuras más allá de aquellos montes desolados.

    Durante las vacaciones de verano mi padre nos llevaba hasta su vieja mina de plomo situada en medio de unos montes desolados y a unos cuantos kilómetros de cualquier lugar habitado. La explotación, en franca regresión, apenas daba para vivir; las nuevas leyes referentes a la toxicidad del plomo y la creciente implantación de las tuberías de cobre propiciaban su abandono; sin embargo, mi padre se empeñaba en mantenerla a flote por no despedir a los trabajadores, extrayendo la escasa plata que contenían las terreras. La casa que nos servía de vivienda escondía todo tipo de artilugios insólitos; complejos aparatos de medición, curiosos útiles de laboratorio, muestras geológicas multicolores y un gran número de libros polvorientos convivían en completo desorden encima de las mesas y las estanterías. Hurgando entre las pilas se podían encontrar viejas ediciones de novelas, publicaciones científicas y complejos tratados sobre la extracción de minerales entre un sinfín de hojas cubiertas de cálculos incomprensibles. De las paredes colgaban fotografías descoloridas de personajes relacionados con su familia y grabados antiguos, adornados con máximas filosóficas cuyo significado mantenía en vilo mi imaginación. Atraído por la curiosidad andaba siempre husmeando por los rincones como si buscara entre aquel desorden la respuesta a todas mis inquietudes.

    Jusqu’aux cheveux blancs je vous porterai. rezaba la curiosa frase, algo borrosa, caligrafiada bajo el grabado descolorido, colgado de la pared del comedor. En realidad, se trataba de una vieja litografía de la Dordogne de bordes octogonales, bastante descolorida, donde se apreciaba parte de su curso y cuyos perezosos meandros representan, para el país vecino, todo un símbolo de sabiduría y de paciencia. Pero no era la sinuosa configuración del río lo que atraía mi atención, sino la imposibilidad de descifrar su significado. Algo intuí, sin embargo, acerca de la relación que podía existir entre los meandros del río y la existencia del ser humano, pero fui incapaz de encontrarle la conexión, así que le pedí a mi padre, un ingeniero de minas dotado de una extensa cultura, que me lo explicara.

    —En realidad se trata de una metáfora —me respondió en tono doctoral—. El movimiento lento pero constante del fluir de sus aguas te ayudará a alcanzar la madurez si tienes la paciencia de estar atento a los cambios que te depare la vida —me confesó muy seriamente, rascándose la barbilla.

    —¿La paciencia? —le pregunté extrañado—. ¿Qué tiene que ver la paciencia con la sabiduría?

    —Sí, hijo mío, el lento fluir de sus aguas te enseñará a ser paciente, y esta virtud, unida a tus inquietudes y a tu inteligencia, te ayudarán a alcanzar la madurez —me soltó, un tanto extrañado ante mi ignorancia.

    Aquella sabia explicación me dio que pensar, pero cuanto mas asociaba el lento fluir del agua a la idea que tenía de la existencia de ser humano más descubría cuánto me faltaba por conocer, así que me prometí descifrar los misterios de la naturaleza y ser capaz de entender su significado, algún día. Soñaba por aquel entonces con una vida llena de emociones intensas, de viajes sin tregua y de gente pendiente de mis historias. Á bout de soufflé, como suelen caracterizarla los franceses, y consideré la vejez como el momento más apropiado para conectar con aquel tipo de experiencias. Por aquel entonces tenía en mi cabeza demasiadas preguntas sin responder, y una vez hube alcanzado los diecisiete años, abandoné los aburridos estudios para irme a navegar junto a mi amigo Ben en el viejo velero que su madre nos había regalado, con el fin de encontrar todas las respuestas.

    DE CAMINO HACIA EL ARCOÍRIS

    Pasaron unos pocos años y la suerte de La Venture , un curioso fenómeno lleno de insólitas sorpresas, mezcla de vientos y aventuras, me había llevado, a la vuelta de unos cuantos desengaños, hasta la ribera de un canal apacible y sin ambiciones; de estos, lugares mágicos, ocultos a las miradas indiscretas, donde la vida revela sus secretos y nos ayuda a afianzar nuestros deseos y superar nuestros temores. Sin embargo, aquel conjunto de casitas bajas y enjalbegadas, con la ropa tendida en los balcones y sus calles estrechas, llenas de frescor en verano, lo descubrió Cristina durante alguna de sus misteriosas excursiones nocturnas, en busca de amores imposibles.

    —Puedes ir a la Pointe-Courte —me comentó la muchacha, aquella mañana, después de confesarle la necesidad de abandonar cuanto antes Méze.

    —¡Dónde está esto? —le pregunté, esperanzado.

    —¡Está del otro lado de la laguna! Es el lugar perfecto para ti, un muelle pegado al puente de la vía férrea con un montón de espacio libre delante donde guardar lo que no cabe en el barco, fuera de las miradas indiscretas! —me lanzó la muchacha, animada, mientras preparaba la comida—. Lo he visto viniendo desde Sète, me he metido en el camino que baja desde la carretera y lo he descubierto; hay allí un barco de cemento, bastante grande, de aspecto de vagabundo; creo que estarás allí perfectamente —añadió sonriente.

    —… ¡Vaya, no recuerdo el lugar! —le respondí desconcertado, haciendo esfuerzos por situar la entrada a la Pointe-Courte desde la carretera que conducía hasta Sète. Solía conducir mi desvencijado dos caballos a toda velocidad, colgado de mis delirios sin prestar demasiada atención a cuanto ocurría a ambos lados de la carretera salvo el estar pendiente de los polis en moto a los cuales no les gustaban demasiado los freekies de mi estilo conduciendo coches destartalados.

    Sentado ante la casita de una planta que nos servía de vivienda contemplé las viñas circundantes y los bosques cercanos, reverdecidos por la primavera, con la firme voluntad de guardarlos en algún lugar privilegiado de mi memoria. El aire olía a romero y a espliego en flor, a arbustos espinosos y a ginesta, a lentisco mezclado con agujas de pino, y me embriagaban; sin embargo, las cosas no iban muy bien en Mèze, el pueblecito donde tenía amarrada la Juba, mi viejo velero de madera; mi despreocupación por las reglas sociales y los desmanes relacionados con las visitas de amigos habían acabado por encender los ánimos de algunos pescadores.

    «Echaré en falta estos campos», pensé con algo de tristeza, mirando con nostalgia aquella campiña, típicamente mediterránea, repleta de colores y de olores familiares. La silueta del velero de Cristina, a medio construir, en la semioscuridad del hangar situado ante la casa, abierto durante el día, me recordó los días felices pasados a trabajar codo con codo, ayudándola, junto a su compañero Jean, a fijar la tercera capa de caoba encolada, en el forro existente, con la ayuda de más de cien mil grapas. Sin embargo, Cristina y Jean habían roto, en gran parte por mi culpa y por sus desavenencias también, aunque por aquel entonces no andaba muy seguro. Por aquel entonces su construcción se hallaba detenida y era una auténtica lástima, aquel casco de caoba, en cuanto a forma, era una auténtica maravilla. Los mejores años de mi vida estaban pasando y era plenamente consciente de ello, gozando de una libertad absoluta y de un amor verdadero, y a veces sentía temor por ser tan feliz y ver desvanecerse aquel sueño. La casita de Cristina, alquilada a un viticultor cercano, era el lugar idóneo donde digerir los primeros reveses y diseñar un futuro lleno de luz y esperanza.

    Aquel insólito viaje había empezado unos cuantos años antes mientras Ben y yo huíamos del acoso de los grises escuchando boquiabiertos a Bernard, un excomando de vuelta de sus aventuras en África, contarnos las primeras verdades, cómodamente sentados alrededor de una botella de vino blanco en el comedor de su viejo yate de madera. Teníamos diecisiete años y la cabeza llena de relatos firmados por los grandes navegantes solitarios, como Bernard Moitessier y Julio Villar, de los cuales pudimos conocer en Barcelona a Cheecchester, Miles Smeeton y unos cuantos más. Dos años después, sin embargo, una vez nuestro velero estuvo suficientemente navegable, mi amigo cambió repentinamente de idea y, una mañana temprano, tras varios meses de borracheras y de peleas zarpamos con la Juba en dirección a Francia en lugar de dirigirnos hacia el Caribe, tal como lo teníamos planeado.

    —¿No habíamos decidido ir hacia el sur? ¡Cabrón! —le lancé enfurecido una tarde, poco antes de zarpar—. ¿Por qué demonios te echas atrás, ahora? —le pregunté, al descubrir su repentino cambio de idea.

    —¡Ya sabes que Pierrette está enferma!

    —No es por tu madre y lo sabes, mentiroso; tenemos toda nuestra vida por delante, es nuestra gran oportunidad, ¿de qué nos sirvió soñar con vivir como los grandes marinos solitarios?

    Mi amigo evitó responder y unos días después, al doblar el faro de la bocana del puerto, giraba el timón de la Juba hacia el noreste con el alma en un puño y despidiéndome de mi primer gran sueño. Creo que nunca le perdoné y sin duda Ben encabezó una larga lista de «poco recomendables» personajes que no dudaron en jugar con mis esfuerzos y dejarme tirado como una colilla. Pero aquella desilusión había afianzado, sin embargo, mis propósitos; un par de años después, harto de discusiones estériles, nos separamos y desde el norte de Francia, una tarde oscura y lluviosa de otoño, abandoné a Ben en sus fantasías, y volví en autostop a Mèze, a reanudar con mis sueños, solito y a mi aire.

    Vivir a toda velocidad, tener los sueños al alcance de los dedos y el amor por bandera eran mis prioridades por aquel entonces, pero siempre había alguien molesto por tantas libertades. Recordé a Ben una vez más y a pesar de las dudas acepté haber actuado correctamente, pero todo aquel onírico edificio construido con esfuerzo y sacrificio podía venirse abajo sin previo aviso si no medía, meticulosamente, mi relación con los demás, pero como utilizar la razón cuando la vida se abre a diario, ante uno, repleta de tentaciones, como una consecución de aventuras

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