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Lejana y rosa
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Lejana y rosa

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La larga explotación minera por parte de una compañía británica en un pueblo del sur despierta la imaginación adolescente de Carmela Estévez, en contacto con un escritor comunista en la España inmediatamente posterior a Franco. Lo recuerda veinte años más tarde, en 1999, cuando la propia Carmela y el país parecen estar buscando todavía su identidad. Las décadas de los veinte, los setenta y los noventa se cruzan en las voces femeninas que transmiten la historia y sus hechos, sucedidos durante casi un siglo junto a la mina de cobre más productiva de Europa. El descubrimiento del sexo, la muerte y la política tiene lugar dentro de un triángulo sentimental que rompe espontáneamente las convenciones. Desde una lejanía de tiempos y de espacios, todo se funde con el paisaje áspero de la mina, dando lugar a un rosa más bien abstracto y sucio, sobre cuyo fondo los personajes habrán de asumir, inquietos, los cambios y las transiciones.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 feb 2021
ISBN9788412223248
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    Lejana y rosa - Rosario Izquierdo

    pintora

    11 de febrero de 1999

    Llegué a Tarsis anoche desde Madrid, atravesando tormentas que se hicieron continuas al cruzar Despeñaperros. No recordaba exactamente cuándo decidí hacer el viaje, conducir sola después del trabajo y varias horas más tarde aparecer sin previo aviso en el pueblo fantasmal, oscuro como siempre, para intentar dormir en el único hotel. Fueron actos realizados de manera mecánica, como si formaran parte de una costumbre que viniera repitiéndose con regularidad.

    Llovía tanto que todo parecía irreconocible.

    Han construido este hotel frente al valle moteado por la cal de los huertos y aldeas que a lo lejos, abajo, difumina la niebla. Veo al oeste el Monte Ácido. La tierra estéril se funde a lo largo de la ladera con los restos de la enorme Chimenea del Cobre, que deja en la cumbre su huella geométrica y ruinosa, visible desde los pueblos cercanos. Adivino a sus pies las escorias negras y anaranjadas exhalando un aliento de azufre sobre las ruinas de Lavadoras y otros departamentos abandonados de la antigua Compañía minera. Aunque los edificios dejaron de funcionar gradualmente, todo estará cubierto por la misma pátina de óxido y silencio. Hace frío. La niebla continúa el trabajo de erosión sobre los esqueletos industriales de ese cementerio, sedimentos arqueológicos cuya cercanía me aturde y me debilita.

    Mi equipaje contiene poca ropa, bolígrafos, un cuaderno usado y otro en blanco.

    Todo seguirá quieto, lejos de la continua actividad minera de la infancia, cuando en la escuela de niñas, cercana a la gran corta, sentíamos en medio de la clase diaria el impacto del barreno del mediodía. La escuela temblaba bajo la explosión y el cristo del crucifijo se agitaba. Más de una vez vimos saltar en pedazos las bombillas y romperse los cristales de alguna ventana mientras el suelo parecía querer abrirse bajo nuestros pies. Enfrente había un llano, donde hacíamos gimnasia, que cada día se iba resquebrajando un poco más y dejaba grietas abiertas entre la hierba, principios de abismos rojos que se hermanaban con la Corta Pirita en su naturaleza cambiante y precaria, violada por la acción de las explosiones. No fue hasta que dos niñas cayeron dentro de aquellas grietas, cuando se valló y se prohibió el acceso al llano. La rutina nos había acostumbrado a esa agitación diaria y difuminaba el temor de que la tierra cualquier día nos tragase, si es que antes no se nos caía el techo encima. Muy cerca de allí dormían, sepultadas en escombreras de mineral, bajo toneladas de escorias y polvo rosado, las ruinas del pueblo antiguo, que no habíamos conocido pero estaba presente en la memoria de nuestras abuelas. Entre la dinamita y el padrenuestro obligatorio de cada día, las niñas aprendimos a vivir en un pueblo rodeado por el vértigo y sometido a su propio subsuelo, que lo alimentaba y alguna vez podría llegar a terminar con él.

    Otros paisajes me esperan, sitios que no diferencié de mi propio cuerpo y que sólo a mí podrían deslumbrar ahora, tan llenos de motivos para volver como para fugarme y nunca regresar. No pueden verse desde esta ventana pero sé dónde se encuentran: conozco los carriles de tierra, perdidos entre pinares, que pueden conducirme al pantano y a la casa.

    Pronuncio su nombre en voz alta después de mucho tiempo sin hacerlo, arrinconado entre ensoñaciones y miedos nocturnos que nos despiertan en plena madrugada y son imposibles de entender para los otros. La casa de las palmeras. Lo he dicho y nada sucede, no se agitan los pinos ahí abajo con el aliento nervioso que sale de mi boca cuando la nombro. El pantano. La casa. Recuerdo en qué momento salí de ellos, pero no he conseguido en estos años que ellos salgan de mí.

    Podría comenzar por el valle herrumbroso de Zarandas y hacer el mismo juego que veinte años atrás, cuando imaginábamos cada uno de sus rincones en actividad permanente: vagonetas cargadas de mineral cruzando sin descanso las vías que ya en aquellos años estaban cerradas, la Chimenea del Cobre echando humo, cada hombre concentrado en su tarea, pieza de un engranaje gigantesco y puntual. Podría gritar que he vuelto y dejar que mi voz se estrellase contra las piedras del Monte Ácido, cerrar los ojos en la soledad amarilla del Llano del Cianuro, pronunciar su nombre. Todavía estoy a tiempo de escapar, nada lo impide, puedo subir al coche y marcharme, reconocer que ha sido un error venir; a nadie tendría que dar explicaciones, las personas que pudieran pedírmelas están amalgamadas con la tierra roja y no me necesitan o bien no viven aquí; hace ya tiempo que se fueron de Tarsis mi hermana, Rocío y Julián, quienes no saben que he pasado la noche en este hotel.

    Las ancianas de Tarsis la llamaban «La Mansión». Para llegar había que salir del pueblo por la carretera estrecha que ahora tengo a mis pies, dejar atrás este monte y seguir el carril que, a través de una masa apretada de pinos y jaras pringosas, conduce al «pantano», como se conoce aquí al dique construido a principios de siglo por los británicos. Antes de salvar la última cuesta que daba acceso al muro de contención, el carril se bifurcaba en un camino de tierra que llegaba a una cancela verde, con rejas de hierro coronadas por puntas de lanza, apenas visible desde el carril porque quedaba semioculta entre la vegetación que crecía desordenadamente a ambos lados y asfixiaba el alto muro de piedra en que se prolongaba la cancela, midiendo el tiempo que llevaba deshabitado aquel lugar.

    Debí de pasar por allí muchas veces con mis padres, pero no fue hasta los once años cuando hice con mis amigas el primer viaje largo en bicicleta, y desde ese día se convirtió en una costumbre detenernos frente a la cancela. Después de dejar las bicis junto al camino nos acercábamos andando, latiéndonos deprisa el corazón. Mientras nos comíamos las moras de los zarzales silvestres mirábamos en silencio lo que había más allá de las rejas de hierro: dos filas de palmeras, siete a cada lado, delimitando un corredor de losas que terminaba en uno de los porches laterales.

    Era señorial como las casas victorianas más grandes del Barrio Inglés, situado en los límites del pueblo. Miraba de frente el valle que se extendía a sus pies y se prolongaba en una masa de colinas poco elevadas tras las cuales, a lo lejos, se erguía el Monte Ácido. Todo en ella, cada piedra, cada detalle de la fachada y cada trozo de cristal de sus vidrieras rotas seguía devolviendo, a pesar del abandono, la altivez de los años de dominación británica. Sin embargo, los habitantes para quienes se construyó a principios de siglo no habían sido galeses, ingleses ni escoceses: fue un matrimonio danés la pareja que procuró a la casa esa sombra de dátiles y en los días de invierno contempló, junto al fuego de la chimenea, cómo más allá del ventanal iban creciendo los cultivos y árboles en estas tierras que la Compañía minera les encargó reforestar, antes esterilizadas por la calcinación de piritas al aire libre.

    Kristina y Peter Lomholt. Mi abuela me hablaba de Kristina Lomholt con un entusiasmo que se ensombrecía al recordar las circunstancias de su muerte, y aseguraba que desde entonces la casa estaba maldita, como si las dos supiéramos qué quería decir eso. Vagas leyendas y supersticiones dotaban al lugar de un poder de atracción que me hacía acudir allí sola o acompañada, a pesar de las prohibiciones de mi madre.

    En el otoño de 1978 se supo que el escritor Álvaro G. acababa de comprar la casa a su propietaria, la Compañía, hasta entonces tan reacia a deshacerse de ella. Aquella noticia causó conmoción. El pueblo opinaba, había quienes consideraban injusto que alguien de fuera la hubiese comprado. Decían que debería haber sido cedida al ayuntamiento o vendida a cualquiera de las personas que antes lo habían intentado, y presagiaban sucesos oscuros, fantasmas, desgracias, suicidios. Conforme pasaron los meses, Tarsis se fue aburriendo de sus habladurías y la Mansión pasó a ser sencillamente «la casa del escritor».

    A los dieciséis años me parecía extraordinario que ese hombre hubiera elegido, de todos los países, ciudades y pueblos posibles, precisamente éste, y no otra cualquiera sino aquella casa. Empleaba mucho tiempo en imaginar sus posibles razones. Era considerado «el escritor de la Transición», en los institutos y universidades de todo el país se analizaban sus novelas y ensayos, todo el mundo sabía que había crecido en Francia, hijo de un abogado republicano expatriado. Sus escritos, prohibidos en España hasta unos años antes, tenían un componente político que encajaba en el ambiente de apertura y agitación social, y comenzaban a recibir premios y a ser leídos con interés. En los periódicos se le veneraba y odiaba por igual. A nadie dejaba indiferente su desaliño indumentario ni sus declaraciones políticas, tachadas de radicales. Yo acababa de hacer un comentario de texto sobre su novela El regreso, donde se reflejaba la vida de una familia española en el exilio y donde el escritor narraba, de forma autobiográfica, una trama de intrigas políticas que incluía su colaboración con los líderes comunistas españoles en París durante la dictadura.

    Pasé los primeros meses del año 79 estudiando y leyendo, sin salir apenas. En marzo hice intentos por regresar al pantano, pero las lluvias me lo impidieron. Fue el segundo sábado de abril por la mañana, con el aire muy limpio, cuando encontré la ocasión de coger la bici y enfilar el camino sola, tras decirle a mi madre que iba a casa de Rocío. La jara pringosa lo salpicaba todo con flores blancas, amarillentas. Como solía hacer cuando iba con mis amigas, me detuve junto al sendero de guijarros después de haber salvado la pendiente pronunciada que conducía hasta él. Si hay momentos e imágenes que no pueden olvidarse, ése es uno de mis momentos. La casa moribunda había resucitado: estaba abierta la cancela, habían desaparecido los zarzales que la ahogaban, y las palmeras recién podadas se abrían hacia el cielo, vigorosas. El tejado a dos aguas, antes hundido por varias partes, aparecía restaurado con tejas rojas planas, idénticas a las de la construcción original. Un pintor daba los últimos toques de cal en la fachada. Me alivió comprobar que no se hubiera alterado la estructura del edificio. Allí seguían las dos plantas en forma de cruz que la diferenciaba de las casas del Barrio Inglés, y el mirador acristalado del salón mirando al valle. Las marquesinas de los extremos laterales se habían restaurado y pintado del verde inglés de Tarsis. Las pérgolas habían sido recuperadas de la podredumbre, con nuevas celosías de madera que delimitaban los porches. Habían quitado las malas hierbas y sembrado enredaderas que escalaban por los pilares de piedra, hipnotizándome. Así habría sido la casa donde Kristina vivió.

    Recordé el rostro que yo había inventado a partir de las descripciones de mi abuela. Ojos muy claros, pómulos firmes, boca ligeramente carnosa y cejas finas bajo la espesura rojiza de una melena que enamoró a las niñas para siempre.

    Al avanzar sobre las losas del pasillo de palmeras sentí cómo los relojes se detenían de golpe justo antes de emprender una carrera hacia atrás, retrocediendo en el siglo y arrastrándome. ¿Qué haces tú aquí, Carmelita?, gritó desde la puerta una voz que rompió bruscamente el retroceso. Cuando tenía dieciséis años odiaba que me llamaran Carmelita. Me ruboricé como si acabaran de sorprenderme haciendo algo prohibido o vergonzoso. Era Dolores, la limpiadora del instituto, que a veces también ayudaba a mi madre a hacer limpieza general. Contesté que iba al pantano y le pedí un vaso de agua. Moviendo la cabeza, me invitó a entrar. Anda niña, pasa, pasa, si es que yo no sé cómo os ponéis a hacer este camino tan largo con las bicis, que sólo esa cuesta que acabas de subir deja sin fuerzas a cualquiera. Para que yo venciera las vacilaciones me hizo un guiño mientras se secaba las manos sobre el delantal de cuadros azules y blancos. Pasa, tonta, que don Álvaro no está ahora, dijo. Y en tono confidencial añadió que había ido al Club Inglés. Era muy amigo del director de la Compañía.

    El escritor debía de haber contratado a Dolores porque ella limpiaba en otras casas del Barrio Inglés y tenía fama de ser muy trabajadora, además de buena cocinera. Continuó hablando y la seguí sin escucharla, atravesando casi de puntillas esas habitaciones. Cierro los ojos para recuperar lo que retuve entonces: la chimenea de piedra, grande y profunda, el piano de pared cubierto por una sábana blanca junto a los ventanales, el olor a barniz de las contraventanas secándose al aire. Todo estaba abierto. Las paredes, recién pintadas de un blanco marfileño, eran más altas de lo que parecía desde fuera, y dotaban de vida propia el espacio y el aire interior, sin cuadros o adorno alguno.

    Apenas hay gente en la cafetería del hotel, sólo dos hombres que parecen ser ingenieros que hayan venido a las minas en viaje de trabajo, un matrimonio de jubilados británicos y yo. Al entrar doy los buenos días, antes de aislarme junto al ventanal. Sigue lloviendo. Una luminosidad gris entra y se detiene sobre las paredes blancas, la madera de los muebles, la vajilla dispuesta en una alacena antigua. Desayuno tostadas con aceite y tomate, zumo de naranjas dulces, café solo. Los cuadernos y bolígrafos han quedado arriba, encima de la mesa de la habitación. No sé si llegaré a usarlos.

    Recuerdo los primeros cafés con leche, cuando empecé a madrugar a la misma hora que mi padre y mi madre y los bebía deprisa, para no llegar tarde a mi primer curso de instituto. Solían mirarme con extrañeza, como si acabaran de descubrir que había crecido. Recuerdo el incesante ruido de los camiones trabajando en el agujero de la corta. La actividad era continua. En el silencio de la noche se escuchaba el rumor —tan familiar que apenas reparábamos en él— de los camiones gigantescos, monstruos lentos y pesados que recorrían en espiral el exterior de las galerías. Era la respiración que convertía a la mina en un ser vivo. Comencé a oírla con una nueva intensidad cuando salía de casa después del café con leche. El susurro industrial ocupaba todavía las calles oscuras, antes de fundirse en los sonidos cotidianos del amanecer.

    Ahora paladeo el café sin prisas. Las imágenes vienen sin que yo las convoque. Me sorprende que sea tan fácil recordar. El joven camarero me mira como si esperase una señal mía que no llega. Sus facciones me son familiares, debo de haber hecho un ademán de reconocimiento sin darme cuenta, pero no le quiero preguntar. Por el parecido debe de ser sobrino o incluso hijo de Pepi, una de las compañeras de clase de aquella Carmelita que bebió de un trago el agua y se despidió de Dolores, empujada por la sensación confusa de haber habitado antes la casa de las palmeras.

    En vez de continuar hacia el pantano retomé el camino de vuelta con un nudo en la garganta, como si algo fundamental acabara de suceder. Me detuve a mirar la Mansión cuando ésta ya quedaba medio oculta, más allá de los eucaliptos viejos que bordeaban el valle y la separaban del resto del mundo. Desde aquel recodo del carril tan sólo podía verse el espléndido tejado. Quise llorar. Una de las diferencias entre los dieciséis y los treinta y seis años es que en la primera edad se suele llorar sin saber por qué y en la otra casi siempre sabe una por qué está llorando, aunque a veces quisiera seguir sin saberlo. Bajé entonces de la bicicleta y corrí a refugiarme entre los pinos. A su sombra oriné y a la vez lloré, sintiéndome ridícula. Tuve que hacer esfuerzos para reponerme y salir de allí como una heroína rusa —acababa de leer Ana Karenina— arrastrando mi bici al carril polvoriento, con los ojos enrojecidos y una manga del jersey haciendo de pañuelo improvisado, cuando un Land Rover que venía de frente aminoró la marcha al descubrirme y el conductor me miró asombrado, paró e hizo ademán de querer decir algo mientras yo a duras penas erguía la cabeza, me montaba en la bicicleta y escapaba en dirección contraria, a través de la nube de tierra que había dejado él. Tocó el claxon llamándome a destiempo, pero no le di tregua: corría el peligro de volver a llorar sin poder contenerme, incapaz de mantener cualquier conversación. A pesar de todo pude ver su rostro castigado, los ojos claros, los hombros anchos, la fotografía viva de las contraportadas de los libros y de las entrevistas de los periódicos, aunque pareciera un ingeniero más, parapetado con un impermeable verde tras el cristal polvoriento de un vehículo de la Compañía.

    Muchas veces me ha gustado recordarlo con esa mirada virgen. En Madrid es más difícil, pero aquí puedo hurgar en rincones de tiempo cuyas imágenes acuden en tromba mientras apuro el café: el espacio de aire limpio entre paredes altas y desnudas, recién pintadas, el camisón rosa de mi abuela, los carriles de tierra. La muerte de mi padre.

    El supuesto hijo o sobrino de Pepi se dirige a la pareja de jubilados británicos hablando en voz muy alta, casi a voces, haciendo extrañas muecas mientras mueve los brazos y remarca cada sílaba, tos-ta-das, pan-tos-tao, con-ja-món, a pesar de que la mujer sabe el español suficiente como para comprenderlo y hacerse comprender sin aspavientos. Los ingenieros se van. Llamo al camarero y pido otro café. Me detengo en las noticias de los periódicos. El diario de la provincia recoge en titulares los estertores de la minería metálica. Parece que la empresa sufre una crisis peor que la de los años ochenta: agoniza entre un barullo sindical que no va a ninguna parte y una pésima gestión.

    La línea del cobre tiene los días contados.

    Se anuncia tiempo lluvioso para los próximos días.

    Fin de curso

    A finales del mes de abril de 1979, último trimestre del curso de tercero de BUP, el coche de mi padre fue arrollado por un camión cargado de mineral que iba en dirección a las refinerías de Huelva. Llegaba la época de la evaluación final y conseguí que me permitieran asistir al instituto sólo para examinarme. Rocío me llevaba los apuntes y yo no salía de casa. No quería ver a nadie, hablar ni recibir más muestras de condolencia.

    Ahí comenzó el insomnio, que empecé a distraer acompañando a mi abuela Concha. Ella afirmaba no haber dormido ni dos horas seguidas desde que acabó la guerra. La escasa sensibilidad de doña Concha, como la llamábamos, apenas se conmovió por la muerte del yerno. Me iba a su dormitorio de madrugada a pedirle que me contara historias de los británicos, que para ella siempre fueron «los ingleses». Me recibía sin agrado, mostrando resignación ante mis visitas. Solía sentarme en una silla baja junto a su mesa de noche, a la altura del platito de cerámica cubierto con un pañuelo húmedo, lleno de jazmines que ella renovaba cada mañana.

    Lo único que esperaba doña Concha para el futuro era que sus nietas nunca se enamorasen de hombres ingleses. Se atusaba el pelo y movía mucho los brazos mientras me hablaba de ellos con su fuerte acento andaluz. Solía repetir que eran unos canallas y que lo sabía mejor que nadie porque su tía Manuela había «servido» toda la vida en el Barrio Inglés, en casa de «Miste Broni», pero «no como una criada normal», sino como ama de llaves que gobernó la casa y tuvo que velar el lugar de la dueña desde que Míster Browne se quedó viudo. Manuela tenía a su cargo una criada y una cocinera, dos muchachas del pueblo a quienes mi abuela siempre nombraba con nombres y apellidos que he olvidado. Contaba que su tía aprendió a hablar inglés porque fueron muchos años trabajando para ellos, y se quedó también con los vestidos de la difunta, quien «había dejado dicho que le dieran su ropa a la Manuela». Decía que su tía nunca conoció novio ni quiso casarse y por eso la trataba a ella como a una hija. Se la llevaba de niña muchas veces a la casa del Barrio Inglés donde trabajaba y allí la sentaba a la mesa de la cocina, le decía que se estuviera calladita y le daba pedazos de «caques» con vasos de leche, porque a «esa gente» no les faltaba la buena comida.

    Me gustaba provocarla cuestionando la supuesta maldad de los británicos. Si fueron tan amables con vosotras no serían tan malos, le decía. Y entonces abría el abanico y se golpeaba el pecho con mal genio, diciendo tú qué sabes niña, tú no sabes nada de ellos, si yo te digo que eran canallas es porque eran canallas, nada más que tienes que ver las casas que tenían ellos, las que teníamos nosotros y la cantidad de españoles que murieron en la mina, mientras que casi todos ellos han vuelto a su país vivos y coleando, y con muy buenas jubilaciones.

    Sólo era capaz

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