Arde Madrid
Por Kiko Herrero
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Arde Madrid es la novela de un escritor francés al que la historia reciente de España despojó de su país y de su lengua, pero no de su memoria feroz, brutal, devastadora.
Kiko Herrero
KIKO HERRERO nació en Madrid en 1962. A principios de los años ochenta trabajó como programador en la sala de conciertos Rock-Ola, templo de la Movida (donde frecuentaba a Almodóvar, Alaska y García-Alix). En 1985 llegó a París. Trabajó en cine y teatro y realizó performances y espectáculos musicales. En 1996, con Serge Ramon, abrió éof, un espacio de exposiciones pluridisciplinario que se interesaba de forma transversal por las tendencias emergentes de la creación contemporánea y en la que ha trabajado con diversos artistas y escritores, entre ellos Roni Horn, David Wojnarowicz, Valérie Mréjen, Édouard Levé, Jacques Roubaud, Hélène Cixous y Jacques Derrida. Arde Madrid, su primera novela, ha sido finalista del Premio Goncourt.
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Arde Madrid - Kiko Herrero
Arde Madrid
Kiko Herrero
Traducción de Luis Núñez Díaz
con la colaboración del autor
Créditos
Todos los derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,
transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.
Título original
¡Sauve qui peut Madrid!
© p. o. l. éditeur, 2014
Primera edición: 2015
Traducción
© Luis Núñez Díaz
Imagen de portada
© María Eugenia Herrero, 1967
Copyright © Editorial Sexto Piso, S. A. de C. V., 2015
París 35-A
Colonia del Carmen, Coyoacán
04100, México D. F., México
Sexto Piso España, S. L.
C/ Los Madrazo, 24, semisótano izquierda
28014, Madrid, España.
www.sextopiso.com
Diseño
Estudio Joaquín Gallego
Impresión
Kadmos
ISBN: 978-84-16358-68-7
Este libro fue publicado en el marco del Programa de Apoyo a la publicación de la Embajada de Francia en México/ifal
Impreso en España
«Yo aprendí en el hogar en qué se fundala dicha más perfecta,
y para hacerla míaquise yo ser como mi padre eray busqué una
mujer como mi madreentre las hijas de mi hidalga tierra».
Gabriel y Galán, 1898
LA BALLENA
Veinte hombres y ocho bueyes gallegos de dos toneladas cada uno tiran de un remolque. Por la carretera de La Coruña, el convoy franquea el puerto de los Leones a 1600 metros de altitud. En bajada, la carga arrastra la caravana. Cubierto por una lona embreada, atado como un asado, el cadáver de una ballena de dieciocho metros se abre camino. El sol derrite el cetáceo. La Cruz de los Caídos asoma entre peñas de granito: Madrid, destino final, está cerca. La ballena quedó varada en la costa del Atlántico. Unos feriantes se la adueñaron y van a exhibirla a la capital. Jamás un animal de semejante tamaño había atravesado la estepa castellana para llegar a Madrid, ciudad sin río, ciudad sin puerto, ciudad absurda en mitad de la nada.
Por fin, el Arco del Triunfo franquista, entrada oeste de la ciudad. Después, un descampado. Los feriantes se instalan. A la derecha, el Ministerio del Aire. Frente a él, las primeras fachadas del barrio de la Moncloa. Cuando yo nací, mi familia se mudó a esta hilera de edificios. Encaramados al sexto piso, podremos contemplar la ballena muerta. Los feriantes levantan una cerca, montan graderíos, construyen un kiosco. El 15 de agosto, día de la Virgen de la Paloma, patrona de Madrid, revelarán la bestialidad inerte.
–¡Vengan! ¡Vengan a ver el monstruo marino! ¡Vengan a contemplar el mayor carnívoro de todos los tiempos! ¡No se pierdan el mastodonte que se tragó a Jonás, el cachalote que devoró a Pinocho!
Mis padres han invitado a amigos y vecinos para presenciar desde la terraza la exhibición del cetáceo. Todo el mundo está sofocado por los efluvios pútridos que brotan de la masa de carne. La fetidez es insoportable, pero la curiosidad del público es más fuerte. Las personalidades del municipio se han sentado en el centro de las gradas. Hay que tener cuidado de no resbalarse en el líquido grasiento y pestilente que rezuma del animal. A la una de la tarde destaparán la ballena. Por un duro, moneda de cinco pesetas, los espectadores tienen derecho a una entrada y a un pañuelo empapado en colonia. Se baila y se come. Se especula sobre el animal, su forma, su textura, sus mandíbulas. A las doce, el termómetro alcanza los cuarenta grados. Los feriantes tratan de enjugar los raudales de líquido que han transformado la tierra apisonada en barro. Instalan tablones de madera para facilitar el paso. El monstruo se cuece, literalmente, en su propia salsa. Empachada de olor a cadáver la gente se impacienta. Por fin, el maestro de ceremonias anuncia que mostrará la ballena. Redoble de tambores. Los feriantes cortan las sogas, tiran de la lona y destapan el animal. El pánico se apodera de la asistencia: el cetáceo está en plena descomposición. Arracimados, miles de gusanos bullen en las barbas de la ballena, brotan por todos sus orificios, boca, oídos, ano. El tufo nauseabundo se propaga como un gas tóxico. No hay ni una brizna de viento que se lleve la pestilencia. El público huye en desorganizado desfile. Los tejidos fermentados de la bestia se desvencijan y la masa viscosa de sus entrañas se desparrama en avalancha.
Aún oigo las notas difusas de la música, aquel clamor popular. Siento el calor sofocante. Veo de nuevo la masa de carne y al público diminuto. Pero dudo de estas visiones. Me pregunto si no las habré reconstruido a partir de las historias de mi padre. Una certeza: el olor. El olor a putrefacción, el olor a muerte.
YBIS
Cuando a los seis años, mi maestra, Madame Sévère –de verdad era su nombre–, me pregunta por la profesión de mi padre, me deja desconcertado. ¿A qué se dedica realmente mi padre? Después de mucho dudar y ante la presión de la maestra lo presento como raterista. Madame Sévère se burla de mí. Entonces digo que es ratero. «¿Rateroooo?». La clase entera estalla en carcajadas. Mis compañeros se ponen a imitar gestos y ruidos de roedores. Tengo que insistir: «Sí, mi padre tiene armarios grandísimos llenos de frascos con millones de ratas, familias de ratas, ratas solas o ratas recién nacidas. También tiene perros, a lo mejor doscientos perros, trescientos perros, y les ha cortado la lengua para que no molesten a los vecinos con los ladridos». Castigado, la profesora me encierra en la parte inferior de un armario. En la oscuridad, pienso en las ratas de mi padre.
Cierto que mi padre es médico, pero se dedica a la investigación en un laboratorio farmacéutico. Ybis es la prez de la industria química franquista. Está especializado en sueros y en la lucha contra epidemias y plagas.
*
Hoy es un gran día: mi madre nos lleva, a mis tres hermanas, a mi hermano y a mí, a ver a nuestro padre al trabajo. El conjunto de edificios industriales data de los años veinte. Piedra blanca, ladrillo rojo, hierro forjado. De joven, mi madre trabajó en este laboratorio, donde conoció a mi padre.
En el despacho de mi padre está Magdalena, la mejor dactilógrafa de Madrid. Nos encanta porque su hija trabaja en Cornejo, el modisto de todo el teatro y el cine españoles. En carnavales nos deja elegir disfraces gratis. Rodríguez es la mano derecha de mi padre, un señor grande y afable. Mariano, el segundo ayudante, se ha convertido en un ser siniestro desde que su hijo consiguió secuestrar un avión de línea con una pistola de plástico. El muy desgraciado ni siquiera tenía reivindicaciones. Tan sólo quería probar la eficacia de la copia del arma. El despacho de mi padre huele a química y a madera antigua. Podemos utilizar tantas hojas como queramos, y afilar lápices medio rojos, medio azules con el sacapuntas de manivela. Bajo una ventana, como una reliquia, el microscopio de Ramón y Cajal, el gran científico español de antes de la guerra. Observo una gota de sangre, una gota de agua, una lágrima de Tacita, mi hermana pequeña, que llora en brazos de mi madre.
De las paredes cuelgan en desorden imágenes de múltiples formatos, fotografías, bocetos, planos. Algunos clichés muestran montículos de ratas muertas en descampados de periferias mutantes. Mi padre y otros técnicos, con cascos y batas de trabajo, posan como cazadores de elefantes. Otra serie detalla objetos deteriorados por los roedores: secciones de cañerías de plomo, cables eléctricos, tetillas de biberones. En otra aparecen curanderos de los tiempos de la peste. Unos van embozados con cabezas de pájaro y grandes picos; otros, con puntiagudos capirotes como los del Ku Klux Klan. El grabado con Los cuatro jinetes del Apocalipsis de Durero me hipnotiza y me espanta. Pero para mí, la pieza maestra de esta colección es el mapa de España que domina la mesa de mi padre: docenas de chinchetas multicolores señalan quién sabe qué batallas contra las ratas, qué focos de resistencia, qué estrategias pasadas o por experimentar. Mi padre, militar, médico y urbanista es el comandante en jefe del ejército de los hombres contra los roedores. En los años sesenta, el éxodo de los campesinos a las ciudades, el baby-boom, el desarrollo económico provocaron una situación desastrosa. No había infraestructuras, ni vertederos o los suficientes sistemas de alcantarillado. ¡Cinco ratas por cada español!
Lolita Canales, empleada del laboratorio e íntima amiga de mi madre, nos hace de guía. Es una mujer sencilla, sin maquillaje. Con más de cuarenta años, seguro que sigue virgen. Para empezar, el pabellón de los perros: en un patio trasero, varios cobertizos albergan decenas de perros de todos los tamaños y razas. Atados con cadenas y separados por pequeños tabiques, los animales se enfrentan en dos hileras paralelas. Un canalillo central recoge los orines. Los cachorros, rebozados en excrementos, deambulan como drogados por entre los adultos. Cuando entramos en los cobertizos, los perros se agitan, tiran de sus cadenas, tratan de ladrar. Imposible: les han seccionado las cuerdas vocales para evitar molestias sonoras. Sólo se oyen chirridos abortados.
En otra de las naves, el aire está impregnado del mismo tufo acre que el de la Casa de Fieras. No había mentido a mi maestra: en armarios de madera con puertas correderas, centenares, puede que miles de frascos cilíndricos de vidrio albergan a roedores vivos, ratones y ratas blancas de ojos rojos. Los recipientes se amontonan sobre anaqueles en varias columnas que llegan hasta el techo. Conejos, cobayas y gallináceos quedan enclaustrados en el suelo, en cuadriláteros de cemento.
–¡Queremos ver a los monos! ¡Los monos!
–¡No, los monos no! –Y Lolita Canales le dice a mi madre–: Por favor, los monos no. Yo es que no puedo, no puedo entrar ahí.
–¡Los monos, los monos, los monos!
–Voy a buscar al doctor Arias –dice Lolita.
Llega el doctor Arias. Está totalmente beodo. Su nariz parece un fresón gigante en estado de putrefacción. Su aliento despi-de un fuerte olor a coñac.
–Deja, deja… Si está que se cae… Bueno, os los enseñaré yo.
Los primates viven en una profunda cueva. Nos sumimos en un pasillo oscuro y húmedo. Un celador abre un portón de madera y acero. También huele a coñac. Lolita, aterrorizada, quiere echarse atrás. Mi madre la sujeta. Avanzamos entre jaulas superpuestas que forman estrechos pasillos. Los monos, con los ojos desorbitados, tienden sus brazos en medio de un jaleo ensordecedor.
–¡No os acerquéis! Pueden morderos un dedo o arrancaros el pelo… ¡Venga, ya está, vámonos de aquí!
–¿Y el gorila? ¡Queremos ver el gorila!
Seguimos hundiéndonos en el laberinto simiesco. Al fondo, una reja divide el sótano. Ahí está el gorila, con la cabeza hundida entre los hombros, inmóvil como una roca de antracita. Con los ojos aún cerrados, levanta lentamente la faz para husmear el aire. Sus párpados se abren dejando vislumbrar una mirada apagada y perdida, envuelta en un doble trazo rojo de sangre. Gira la cabeza y se queda mirando a Lolita.
–¡Ay, Dios mío! ¡Dios mío!
El gorila se abalanza, se aferra a los barrotes y despliega su enorme envergadura. Todo el mundo retrocede. El animal es descomunal. Aúlla de alegría. Tiende su brazo musculoso hacia Lolita, que se arreboza con las manos. El gorila ruge, berrea, implora. Su pene carmesí empieza a hincharse. Comienza a masturbarse como un humano. Lolita se va, llorando. Mi madre nos saca de allí bajo los alaridos de la bestia encarcelada. Me marcho del laboratorio con un regusto amargo. Pero ¿a qué se dedica mi padre?
FLORITA
Acaba de cumplir dieciocho años. Es de Tordesillas, el pueblo de Castilla en el que Juana la Loca, reina de España, hija de Isabel la Católica, madre de Carlos V, fue encerrada durante décadas en un castillo sin ventanas. Sus padres la han mandado a Madrid para que trabaje de sirvienta en mi casa. Es bajita, morena y guapa. Se alisa el pelo con una plancha. Los domingos se pasea con su novio, que está haciendo la mili en la capital. Se sientan en un banco y comen pipas. Dejan el suelo infestado de cáscaras.
Cuando tiene anginas, o la gripe, mi madre le pone inyecciones de antibiótico 3-2-1. A Florita le dan miedo las jeringuillas. No se deja pinchar. Se escabulle. Grita socorro. Corre por toda la casa para escapar al suplicio. Mis hermanas, mi hermano y yo nos aliamos con mi madre para inmovilizarla. Mi madre restriega la jeringuilla entre sus manos para agitar el líquido. El golpeteo rítmico del vidrio contra su anillo provoca un sonido aterrador.
–Venga, deprisa… ¡Que se cristaliza la inyección!
Esta frase congela a la muchacha, pero también a nosotros, habituales víctimas de la misma operación. ¿Qué quiere decir que una jeringuilla se cristaliza? Imagino que el líquido se convierte en una multitud de cristales microscópicos que, introduciéndose en la carne, se abren camino como miles de cuchillas para llegar al corazón.
Florita se agarra a una puerta. La jauría le salta encima. Unos le cogen un pie; otros, un hombro. Mi madre saca algunas gotas del líquido blanquecino y viscoso de la jeringuilla. ¡No se ha cristalizado! Le levantamos su delantal de finas rayas azules. Le arrancamos las bragas de algodón. La estocada es precisa. El grito de Florita nos paraliza la mente.
¡La muchacha se ha curado!
AL AZAR…
Francia me da miedo. La Francia de mi infancia, la Francia del general de Gaulle me aterra. Tengo que estudiar su idioma, su historia, su geografía. Su esencia se infiltra por mis venas, invade mi cerebro, me arrebata el corazón. El corazón y las entrañas. El mismo nombre de mi maestra, Madame Sévère, desata una sinfonía de pavor en mis intestinos:
Sévère= (é) – (è) – (e)
Tres sonidos distintos para una misma letra. Una maraña de combinaciones y posibles significados:
ces (é) verres (è)= esos vasos
ses (é) vers (è)= sus gusanos
c’est (é) vert (é)= es verde
Sévère= Severa
Y en francés hay tres veces más de e que de cualquier otra vocal. ¡Por favor, que cesen ya las e! ¡Que desaparezcan de una vez! Madame Sévère, ¡mira que hacerse maestra con ese nombre! ¿Y por qué no, Madame Cruel? ¿Y la profesora de mi hermano, Madame Shoderlow? Al parecer, durante la ocupación de Francia por los nazis, la señora denunció a varios niños judíos que acabaron en el Velódromo de Invierno, punto de partida hacia los campos de concentración. El viejo Liceo Fran-cés de Madrid acogió a varias Madame Shoderlow. ¿Dónde podían desvanecerse mejor que en la España de Franco?En el viejo Liceo Francés, muchos maestros y maestras han conservado sus antiguas costumbres: inocular el miedo, plantar la semilla de la denuncia. El alumno queda rebajado al rango de esclavo, al nivel de cosa.
«¡De dos en dos! ¡Brazos cruzados!
¡Silencio!»
El tono es marcial, pero sereno. Atonal, neutro. Todo está en la mirada del profesor, mirada que me petrifica. ¡Disciplina! Hay que domar al alumno, subyugarlo. En los libros, nada sobre la colaboración con los nazis. Parece que Francia es el país de la Resistencia y los cursos de historia acaban con la Liberación y con de Gaulle bajo el Arco del Triunfo, delante de la llama del Soldado Desconocido. Yo soy el alumno desconocido, como todos mis compañeros.
En mi casa, la tele está en el salón, territorio vedado. A veces mis padres nos dejan ver la película de la noche. Es toda una ceremonia: El verdugo, El ladrón de bicicletas, La pasión según San Mateo,