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El beso de la amapola
El beso de la amapola
El beso de la amapola
Libro electrónico252 páginas3 horas

El beso de la amapola

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El Beso de la Amapola es una novela que se sumerge en las profundidades del mar y las sombras de las drogas, desentrañando dos relatos entrelazados que exploran la cruda realidad y que a menudo preferimos ignorar.

En "Triste destino", seguimos la historia de Carmen y Nuno, quienes comparten el día de su nacimiento, pero sus vidas son radicalmente opuestas. Mientras Carmen crece en una familia humilde y muy unida, afrontando desafíos con una actitud positiva, Nuno es el resultado de un trágico despropósito, soportando la vida solo porque lleva aparejada la muerte. Sus actos desencadenan eventos impactantes que revelan la lucha entre la luz y la oscuridad en la condición humana. Los caminos de Carmen y Nuno van, vienen y se cruzan en un día tan especial como fatídico.

En "Regreso a ningún lugar", Saúl, marcado por una infancia de sufrimiento, se ve forzado a asumir responsabilidades de adulto sin experimentar una adolescencia plena. A pesar de su trabajo honesto, la vida conspira en su contra una y otra vez.

"¡Ya te tengo, Saúl, agárrate fuerte!" - mientras intenta elevar su carga, una ola errante lo arroja de nuevo al turbulento y oscuro mar.

A través de estos relatos, El Beso de la Amapola teje una trama que invita al lector a reflexionar sobre la complejidad de la existencia, utilizando el mar y las drogas como potentes metáforas que entrecruzan destinos, emociones y realidades desgarradoras. Una historia intensa que revela la lucha constante entre la luz y la oscuridad en el viaje humano.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 ene 2024
ISBN9788411815222
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    El beso de la amapola - Adrián Vivas Galán

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Adrián Vivas Galán

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: Elena Vivas

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-897-1

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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    .

    «En el viaje a través de la vida no existen

    caminos llanos; todo son subidas

    o bajadas».

    Arturo Graf

    .

    Gracias a Dios por ponerme en este camino

    y a los míos por transitarlo junto a mí.

    NOTA DEL AUTOR

    Ya de niño sentía fascinación por los oficios que los vecinos desempeñaban en las fábricas, tiendas y talleres próximos a la casa donde me crie, la casa de mis padres. Todas las mañanas cuando salía atropellado al colegio porque iba con el tiempo justo y no quería que me castigara don José María, pasaba por sus puertas y me quedaba embelesado viéndolos trabajar.

    Admiraba a José, el panadero, que tenía la tahona justo enfrente. ¡Con qué facilidad y delicadeza amasaba con sus manos la harina!, la troceaba y, después de dejarla en reposo, la horneaba con leña de encina. ¡Cómo olía la calle a pan recién hecho y a magdalenas! Unos metros más abajo había una carpintería serrando prácticamente todo el día. Recuerdo a los carpinteros rebozados en serrín de virutas, sobre todo la cabeza, los bigotes y los brazos, así como el olor a madera de pino. Algo similar me ocurría con Félix, el zapatero, y los olores a cola, cremas y otros potingues, el señor Fragoso, el carnicero, que estaba siempre rodeado de animales y aves, lo mismo mataba un cerdo que chuleteaba un cordero o desplumaba una perdiz. ¡Vaya destreza la suya! Podría seguir recordando a la señora Felisa y las verduras de su huerta, al herrero poniendo las herraduras al mulo de Damián, a Luciano, el carbonero, en su mundo oscuro y rodeado de una nube de polvo negro.

    Siempre fui una persona inquieta y observadora. Me interesaba todo y me faltaban horas del día. Las experiencias y aventuras las retenía en la memoria, no tenía tiempo para escribirlas y menos para ordenarlas. Desde niño tuve la sensación, y el tiempo me ha dado la razón, de que lo que hacen otros lo puedes hacer tú también, eso sí, desde la humildad y el respeto. Quizás esa haya sido una de las razones que me han movido a escribir esta novela.

    Aunque siempre me gustó la lectura y por mi profesión he pasado gran parte de mi vida estudiando y comentando textos literarios, jamás tuve vocación de escritor, más allá de algunos poemas de juventud, pequeños relatos y colaboraciones y artículos de opinión en prensa. Sin embargo, tras algunos años disfrutando y conviviendo con la gente y los parajes que conforman un espacio único y extraordinario de la costa de la luz, Isla Cristina, me he sentido empujado a escribir estos relatos que os presento y que se desarrollan en una ciudad de grandes ojos que miran al mar.

    En el segundo relato, Regreso a ningún lugar narro un tremendo y trágico naufragio de un buque de pesca con base en Isla Cristina en agosto de 1984.

    Por respeto a su intimidad, he cambiado el nombre de los tripulantes y del buque de pesca.

    RELATO PRIMERO

    TRISTE DESTINO

    TRAS LA SOBREMESA

    Después de hora y media de marcha, buscando abrigos y respirando pura naturaleza, Carmen llega con la garganta seca a la última curva del sendero que conduce al Tamboril. Durante la caminata, el viento ha bajado bastante en intensidad y el recorrido no le resulta desapacible.

    No ve a nadie por la zona y se aproxima al pozo almohade de pilares ojivales, coge el cubo de latón que descansa en el brocal y lo introduce en sus mismas entrañas. La carrucha comienza a rodar gritando hasta escucharse un golpe seco y un sonido fresco y gratificante. Carmen tira con más rapidez que maña de la soga, bebe del cubo con gusto y riega con el agua sobrante los blancos y reventones geranios, que se yerguen por encima de una jardinera embutida en un viejo macetero de madera de pino.

    Después de atravesar la leñosa manta de cantueso, romero y mejorana que conduce al Tamboril, se sacude con suavidad las piernas, saca del bolsillo del pantalón pirata blanco un llavero del Rocío con varias llaves y abre la caravana.

    Tras comprobar que está todo en orden en el interior, saca el chubasquero de la bolsa de deportes y lo lanza sobre el respaldo de una butaca, abre el pequeño frigorífico, situado a la izquierda de la puerta, debajo de un mueble de cocina con baldas repletas de latas de conservas y de bebidas, y saca un refresco. Después de correr las cortinas, abre las dos ventanas que dan a los porches, sale a las escaleras, se sienta y espera a ver si se deja caer por allí algún amigo.

    La jarana está garantizada siempre en torno al Tamboril y es una buena terapia para el grupo cuando por razones de amores, desamores o de cualquier otra índole están «depres» o simplemente bajos de ánimo.

    Carmen se saca una goma de la muñeca, se recoge el pelo en un simple pero bonito moño y se arranca, tocando las palmas, con un precioso y sentido fandango de Huelva.

    En mis sueños me encontraba

    en la linde de un camino,

    en la linde de un camino;

    en mis sueños me encontraba

    en la linde de un camino

    delante del Simpecado

    rodeá de peregrinos.

    Rodeá de peregrinos

    la Salve ellos cantaban

    entre el frescor de la hierba

    y al pasar el Simpecado

    era la hermandad de Huelva.

    Se echa la tarde y sobre el camino revolotean pequeños remolinos que ascienden en diagonal y depositan partículas de polvo sobre los naranjos.

    El viento está despertando y por las trazas que muestra va a tener un despertar terrible. Mira el reloj, que marca las cinco y diez y decide regresar a casa. Sube nuevamente para cerrar las ventanas y echar las cortinas, y cuando está corriendo el visillo de una de las ventanas, cree ver moverse algo entre los frutales, aunque no está segura. Un cosquilleo le recorre el cuerpo desde las tripas.

    Desde los naranjos hasta El Tamboril hay una zona espesa de jaguarzo, cantueso y romero, pero es una vegetación demasiado baja para esconderse alguien en ella sin ser visto desde la caravana. Permanece inmóvil detrás de la cortina sin quitar ojo a aquella zona durante un buen rato. No ve nada extraño, se tranquiliza y sale para emprender el regreso.

    Un relámpago ilumina el Campito y el posterior trueno anuncia la tormenta. Carmen se pone el chubasquero, se santigua y echa a andar apresuradamente, casi corriendo; solo un chorlitejo patinegro con el dorso pardo grisáceo y una franja central negra, consigue adelantarla.

    No ha recorrido quinientos metros cuando del cielo empieza a caer sangre, sí, lluvia de sangre. Ella nunca ha visto cosa igual, pues en la zona no es frecuente el fenómeno de lluvia roja, sin embargo, ha oído decir alguna vez a su hermana, a la que considera algo alarmista, que en ocasiones las gotas de lluvia roja se deben al polvo, que se eleva hasta mezclarse con las nubes para teñir las precipitaciones, sobre todo en caso de tormentas de arena del Sáhara. La sangría y la oscuridad, que envuelve la tarde en cuestión de segundos, la hacen regresar de nuevo al Tamboril, confiada en que antes o después su hermana avisará a algún amigo y vendrán a buscarla.

    Cuanto más llueve, mayor es su arrepentimiento por no haber atendido la recomendación de Mercedes, como tantas otras veces.

    El fuerte viento y el aguacero obligan a Carmen a agachar la cabeza y a cerrar con las dos manos las solapas del gorro del impermeable.

    Al cruzar una pequeña vereda distinta del camino de ida, que conduce al Campito, comprueba que hay unas pisadas recientes y que no son suyas. Agarrándose con las dos manos fuertemente a la húmeda barandilla de hierro, sube las escaleras de dos saltos, se echa mano al bolsillo para coger el llavero y por la precipitación, el miedo y las manos mojadas, este cae al suelo por el hueco de las escaleras. Baja y gatea un rato manoseando el empapado terreno hasta que consigue sacarlas de un pequeño charco embarrado. Vuelve a subir y abre la puerta casi con violencia, cerrando de un portazo y asegurándose de echar el cerrojo por dentro.

    Cae agua a chuzos y el interior del carro retumba como si lo estuvieran bombardeando. La tranquilidad de Carmen se va desvaneciendo como la llama de una vela en las últimas. Por instantes el olor a tierra mojada y a azahar queda enterrado en el légamo. Son las seis de la tarde y empieza a oscurecer.

    EL EDÉN

    1

    7 DE NOVIEMBRE DE 2008

    La noche ha resultado complicada en medio de una fuerte tormenta eléctrica y descomunales truenos que han sobresaltado a los higuereteros.

    Amanece la ciudad bajo un cielo gris oscuro y grandes ráfagas de viento que envuelven el muelle Marina y recorren la ría Carreras hasta las afueras de la ciudad, más allá del camping. Penetran por la Casita Azul, enfilan la playa Central y después de recrearse en el cordón dunar del Parque Litoral, sacuden la Punta del Caimán.

    «Gracias, Señor, por permitirme ver la luz de este nuevo día. Te pido que tengas a mis padres y a la abuela Gregoria junto a ti en el cielo, que nos cuides y protejas a Carmen y a mí, y nos ayudes a ser cada día mejores con los demás y con nosotras mismas».

    Son las siete y media de la mañana y Mercedes se levanta de la cama algo agitada por la noche de perros que ha hecho. Se calza las zapatillas de lana virgen a cuadros marrones, grises y rojos que le protegen los pies del frío, se acerca a la habitación de su hermana, abre con cuidado la puerta y ve que está dormida, pero no se aguanta y, sacudiéndola despacio por el hombro, le canta en voz muy baja, como susurrando, el cumpleaños feliz.

    —Muchas gracias, Merche, he pasado una noche regulera. El viento y los ruidos no me han dejado dormir, aunque lo importante es que seguimos juntitas un año más.

    —¡Y los que vendrán! Cuando menos mires, me alcanzas.

    —Creo que eso va a ser un poco difícil, aunque vete tú a saber —riéndose.

    En la oscuridad de la habitación y fundidas en un abrazo, se aprietan un largo rato y recuerdan a su madre, cada una por su lado, sin nombrarla, que era la que mejor sabía felicitarlas y abrirles de par en par las puertas de un día maravilloso, el día de sus cumpleaños.

    —No sé por qué cada vez que cumplimos años me acuerdo del día de mi séptimo cumpleaños y de lo que le pedí a mamá de regalo —dice Mercedes a su hermana entre recuerdos.

    —Ya, que Mario se viniera a vivir con nosotros, que fuera un hermano más. ¡Qué ocurrencia! ¡Qué susto se pegó la abuela Gregoria!

    —Éramos unas niñas y él estaba siempre tan triste… Claro que con la situación que tenía en su casa, no podía estar de otra manera —Apenada.

    —Siempre has sido una sensiblera —le dice Carmen con cariño.

    2

    Tres casas más abajo, vivía Andrés con su hijo Mario, que era el mejor amigo de Mercedes. Al crío le gustaban mucho los animales, sobre todo los pájaros, y mostraba una sensibilidad muy superior al resto de niños y niñas del barrio. Pasaba horas y horas observando a los vencejos, admiraba su vuelo eléctrico como flechas, con el pico abierto para tragar alguno de los miles de insectos que flotaban en el aire. Daría cualquier cosa por poder volar, aunque fuera de un modo más plácido y suave.

    Su madre, Elena, murió al nacer él, y ese trance nunca lo superó Andrés, que no supo convencerla de que abortar era lo procedente, como les recomendaron los médicos, para seguir adelante con sus vidas. «Por favor, Elena, somos jóvenes y podremos tener más hijos».

    Los médicos les advirtieron del grave riesgo que corría ella si seguía adelante con el embarazo, pues su estado era delicado y el tratamiento duro y peligroso. Ella no lo dudó ni un solo instante, quería salvar a su hijo por encima de todo y de ella misma.

    Falleció días después de dar a luz a Mario, pero no llegó a verlo ni a disfrutarlo, aunque fueran días. La angustia y la amargura por no poder ver a su hijo fue mayor, si cabe, que su propia muerte. Se sentía rota y no podía comprender ¿por qué el Señor le infligía un castigo tan grande, un dolor absolutamente desgarrador?

    Desde que tomó la decisión de dar a luz, Elena no dejó de pensar en la muerte, mejor dicho, en el instante anterior al término. Se preguntaba si lo que estaba por llegar sería un momento amargo o por el contrario sería un momento de paz y de consuelo. Hasta el último hálito permaneció llorando en silencio para no entristecer más a Andrés, que debería estar fuerte para sacar adelante a su hijo.

    Elena padecía una enfermedad muy infecciosa que requería aislamiento absoluto. Sus inflamados pulmones se ahogaban en mares de pus y la escasez de oxígeno llegaba lentamente a su sangre, no pudiendo frenar la infección, que anegó su frágil cuerpo.

    La infancia de Mario fue difícil, con graves carencias afectivas, sobre todo los primeros años de su vida. Tuvo un rival poderoso e implacable, el mar, que le robó la mayor parte del tiempo de su padre.

    Andrés mantenía una lucha encarnizada con su mente, a la que quería acorralar y amordazar sin conseguirlo. No era capaz de apartar de su cabeza el hecho de culpabilizar a Mario del infausto destino de Elena. La tristeza lo iba consumiendo poco a poco y lo iba separando de todo y de todos.

    Las noches eran íntegras para su mujer; pensamientos íntimos no compartidos, recriminaciones sin respuesta y mares de lágrimas de hiel y de sal. Su pensamiento no seguía una dirección lineal en busca de una explicación a la muerte de Elena, era zigzagueante, con culpabilidades, resignaciones, desdenes y arrepentimientos. Le abatía pensar las pocas veces que le había dicho «te quiero», a pesar de ser lo más preciado que siempre tuvo; algo que en vida de ella le parecía una solemne cursilería y que ahora, desde su ausencia, cobraba un valor sublime.

    Andrés nunca fue rácano en el amor con Elena, aunque le faltaron muestras. Un día, siendo novios, ella le echó en cara que era poco cariñoso, a lo que él le contestó que se confundía si pensaba eso. «Debes saber que el amor no es ilimitado, cada persona, al ser engendrada, recibe su dote de amor, que debe administrar a lo largo de la vida. Al igual que hay ricos y pobres, sanos y enfermos, tontos y listos, guapos y feos, hay quien hereda mucho amor y quien recibe muy poco o ninguno». Ella lo observaba sorprendida, pues solía ser bastante reservado, pero callaba y miraba atenta e interesada. «Cuanto más amor gastamos en los demás, menos nos queda para nosotros, de ahí que haya gente que se quiera tan poco que decida quitarse del medio. Normalmente es gente que ha querido mucho a los demás, tanto que ha invertido todo su capital amoroso en ellos». Después de la lección sobre el amor, ella lo cogió de la mano y lo besó con admiración, pidiéndole perdón. «No seas tonta, claro que tienes razón. Procuraré ser más cariñoso a partir de ahora».

    La luna, laminada por efecto de las olas, se reflejaba en el inestable piélago abisal y trazaba el camino que seguiría Elena hasta descansar en el lecho de algas, anémonas y lirios marinos. Las azogadas manos de Andrés, fijaban la urna con una fina y aplomada cadena que deslizaba suavemente por la proa de la embarcación, tratando de acomodar suavemente los restos de su esposa en las profundidades del mar de la luz, que se iba apagando a medida que descendía hasta el fondo. Quiso imaginarse el lecho donde descansaría Elena eternamente, y recordó unas palabras que escuchó al patrón de un barco portugués: «Existen mesetas marinas más grandes que continentes, y montañas más altas que las de la tierra. La isla de Hawái es la cumbre de una montaña que tiene cerca de diez mil metros de altura». Andrés solo pensaba en tenerla en el mar, pero cerca, de ahí que fuera midiendo los metros de cadena que soltaba esperando encontrar la cúspide de alguna montaña.

    Con los ojos húmedos se sentó en cubierta, se limpió la fría y roja nariz con el puño de la raída cazadora y sacó de su cuello la cadena de ella con la Virgen de la Soledad, le dio un beso, guardó la gorra anclada en el bolsillo de la trenca y a la luz de la afligida luna recitó, trémulo, sin quitar la vista de las oscuras escamas marinas que conducían al lecho de muerte, y futuro tálamo, unos versos de José Hierro que gustaban a su mujer, a su vida.

    Si muero, que me pongan desnudo,

    desnudo junto al mar.

    Serán las aguas grises mi escudo

    y no habrá que luchar.

    Si muero que me dejen a solas.

    El mar es mi jardín.

    No puede, quien amaba las olas,

    desear otro fin.

    Oiré la melodía del viento,

    la misteriosa voz.

    Será por fin vencido el momento

    que siega como hoz.

    Que siega pesadumbres, y cuando

    la noche empiece a arder,

    soñando, sollozando, cantando,

    yo volveré a nacer.

    3

    Mario empezó a

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