El cantar del romero
Por José Zorrilla
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El cantar del romero - José Zorrilla
Saga
El cantar del romero
Cover image: Shutterstock
Copyright © 1886, 2020 José Zorrilla and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726561623
1. e-book edition, 2020
Format: EPUB 3.0
All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com
Esta obra es propiedad de su autor, cuyos derechos representa la Sociedad de Crédito Intelectual.
Queda hecho el depósito que marca la ley.
Tipografia La Academia, de E. Ullastres; Ronda-universidad, 6— Barcelona
***
El 27 de Setiembre de 1882, harto de andar en Madrid tras de mi todavía no acordada y prometida pensión; harto de zarzuelas sin música y sin poesía, de toros muertos á volapié después de diez pases de pecho, diez de telón, diez arrastrados y diez y siete incalificables, por celebridades taurómacas, para quienes fueron niños de teta desde Romero y Costillares hasta Montes y el Chiclanero; harto de los berridos de gañotillo, los meneos de lupanar y los salvajes pataleos de lo que se llama cante y baile flamenco; harto de todo el gárrulo ruido de discursos, y guitarreos y del ardillesco movimiento y bárbaro tecnicismo de lo chulo que hoy priva, y harto en fin de timadores, espadistas y rateros sueltos, todo lo cual compone la espuma del vicio tolerado por la justicia y mimado y celebrado y caído en gracia por los que creen que la gracia constituye la base del carácter de nuestro pueblo y que los españoles somos el más gracioso del universo, me acordé de una invitación que de tiempo atrás me tenía hecha mi amigo Manuel Madrid, de ir á pasar unas semanas en su casa solariega de Asturias, me salí de Madrid sin decir esta boca es mía, y del tren de Santander descendí en Torrelavega, donde atrapé la vetusta diligencia de Santander á Oviedo, y en el pescante de tan desvencijado vehículo dí conmigo en Vidiago; lugarejo que por mitad divide el camino real pocos kilometros antes de cruzar á Llanes.
En vidiago tenía mi amigo su casa; y desde el primer día de mi estancia en ella, comenzó á gustarme la pintoresca situación del pueblecito de Vidiago, entre las montañas y el mar, cuyo móvil y azulado lomo, cuya espuma y cuyo rumor se percibían desde los balcones de mi aposento. En cuanto el tiempo nos lo permitió, comenzó mi amigo á darse el placer de enseñarme su tierra, y yo á encantarme recorriendo aquellos montes cuajados de seculares encinas y robustísimos castaños, aquellos maizales sonorosos, tendidos como tapices en las hondonadas de los valles, aquellas rocas escarpadas y cortadas á pico sobre aquel mar rara vez en calma, y aquellos horizontes rematados por un lado en el círculo del agua y por el otro en apilados montes cuyas espaldas parece que guarden los embreñados Picos de Europa. Desde lo alto de aquellos derrumbaderos, veíamos el puertecito en miniatura de Llanes, patria y solar de los Posada Herrera, los peñascos de Covadonga, las avanzadas rocas que resguardan la regenerada Comillas, hoy viuda de su opulento regenerador, y hasta la punta en que se destaca el faro de Santander sobre el gigantesco mogote de Santoña, envuelta en la bruma, último término de tan inmenso cuadro.
Allí respiré á pleno pulmón, un aire vivificador , perfumado con el olor de las agrias manzanas, los acres nogales y los frescos castaños, y cargado de las salinas emanaciones del mar. Comenzó mi amigo á mostrarme los fenómenos geológicos de aquellos peñascos cuajados con hierro y carbón de piedra, aquellos páramos de riquísimos pastos, y aquellos pueblecillos metidos entre árboles, cuyas casas blancas diseminadas sin orden entre su verdura parecen desde lejos palomas anidadas y corderos recostados entre la yerba. Aquella paz tranquila de la campesina vida, sin robos y sin quimeras, aquel continuo y pausado paso de las carretas chirrionas de ruedas sin rayos, aquellos cantares melancólicos de los pastores y las labradoras que limpian los maizales y recogen las mazorcas, aquellas frescas y rollizas muchachas, coloradas como las ma nzanas de sus pomares, aquellos vie jos con sus monteras de pico y con sus ruidosas almadreñas, aquella gente franca y cordial que me saludaba sonriendo, sin asombrarse de mi legendaria perilla ni de mi facha tan diferente de su pintoresco traje, me trajo más de una vez á los ojos lágrimas de envidia á su vida pacífica y patriarcal.
Poco á poco fuí sondando aquella capa de poesía y al apercibirme de la realidad que bajo de ella fermentaba, lamenté que el error, la preocupación y la rutinaria costumbre les impidieran convertir su pintoresca tierruca en el más rico paraíso. Si el progreso y el confort modernos hiciesen de Asturias una Suiza española, y aquellos sombríos y opulentos hijos de Albion pudieran, como lo desean , venir á ella como vienen sus barcos á sus puertos seguros de hallar albergue cómodo, sería aquella una deliciosa gira de veraneo; y allí se quedaran tal vez y á la larga, á pesar de la moda y de la ruleta los centenes españoles que se quedan en Biarritz y en Spa en compañía de las inglesas esterlinas.
Pero dos manías tiene aquella buena gente que contribuyen á su pobreza y despoblación. Una es la de ser cosecheros de un maiz que les cuesta doble del que les costara el importado de América, en lugar de volver á ser ganaderos como sus abuelos; y otra la de enviar á sus hijos á hacerse millonarios á Cuba y á Méjico; de donde vuelven tales, uno de cada diez mil, ricos, tres ó cuatro, y los demás, ó se casan allá, ó mueren víctimas del trabajo ó de los vicios, en aquel país del oro y de las fiebres, de las locas especulaciones y los desatinados, inútiles é inconcebibles despilfarros.
El ejemplo de algunos, cuyo trabajo coronó allá de oro la fortuna, hace que cuantos tienen hijos allá les envíen casi niños y en ellos funden la esperanza de una riqueza que rara vez logran. ¡Cuántas madres ya viejas se me han lamentado de que sus ingratos hijos no las envían ya ni lo suficiente para vivir en la más sórdida estrechez! Pero ¿saben acaso aquellas madres si viven los hijos de cuya