Días de revolución
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El Clan de los Imagineros le llevará a Roma, donde todo comenzó. Pero no será allí donde todo acabe, pues la revolución palpita en el lugar que siempre lo hizo: Las Cabezas De San Juan. La villa será testigo una vez más de la decisión que marcará un antes y un después en el mundo. El peligro acecha. La muerte aguarda. El final ya está aquí.
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Días de revolución - Antonio José Rojas López
Dominguez.
Capítulo 1
—Soy Mateo de la Cruz, senescal del antiguo Clan de los Imagineros, por gracia de…
—Mateo, la niña tiene dos meses. Te mira de una forma muy rara cuando le cuentas tus batallas —me replicaron al instante—. Además, no creo que sea recomendable. Acabará llamándote senescal antes que papá.
—Tienes razón. Debe saber que también soy Caballero del Dragón…
Las risas de unos padres sobre sus recién nacidos, aseguran los expertos, dotan de una empatía casi innata al bebé, y eso tratábamos María y yo, aunque más bien es una cualidad de la que ella me ha llenado. La de reir ante todo, la de pensar que no debemos hacer tantos planes porque solo hemos de intentar ser felices.
Ahora es más sencillo. La parte material está solventada, al menos eso dice Álvaro, el hijo de don Antonio, mi fiel escudero en la última andadura y de quien os hablaré luego. No nos falta salud. Tenemos una hija preciosa, que nació después de un parto… dejémoslo en «aparatoso». Mantenemos la conciencia limpia al haber actuado según exigían las circunstancias y, sobre todo, mis responsabilidades. Digamos que no nos va mal.
Decidimos quedarnos en el pueblo, en Las Cabezas, donde pasé los primeros meses tratando de aprenderme nombres de calles y vecinos. Incluso volví a correr por los caminos o «carriles», como los llaman aquí. Sin embargo, había un vacío que nada ha logrado llenar. Mi padre, don Antonio, sobre todo el profesor, y de vez en cuando Ana. Es curioso el mecanismo de la mente humana, que sigue queriendo y anhelando, o eso creo sentir en alguna ocasión que otra, a alguien que te hizo tanto daño. Alguien que vendió tu vida y a quien no le importó en absoluto poner en riesgo también a tu familia.
A veces vuelvo a leer aquella carta que me dejó y quiero pensar que hubo más de lo que he llegado a saber. Necesito creer que fue cierto que lo hizo por mi bien, pero me resulta poco menos que imposible. Son las dudas que siembran mis recuerdos, aquella infancia en la que fuimos verdaderamente felices.
No me detengo demasiado en Ana. Ella tiene quien le llora, como me acurre a mí con el capitán. Siempre el capitán. No puedo evitar verle sonriendo junto a mi madre cuando vamos a verla a Toledo, o en el brillo de la mirada de mi pequeña, quien ha heredado sus ojos. Me es imposible no verle con este precioso regalo en sus brazos.
De todo lo que aprendí en esos dos años, me quedo con la capacidad de otorgar valor a lo que tengo en esta vida hoy, porque mañana quizás no esté. Y era el momento de ellas, de María, de mi madre y de la pequeña Magdalena. Así continuó la historia, con un eco del pasado más verdadero que conozco. Además, no podía ser de otra manera; ella, su nombre, tenía que estar presente. Magdalena, como expresión máxima de aquello que se puede denominar destino. Unas circunstancias que han hecho aparecer tantas cosas impredecibles en mi existir. La cara amable de la teoría del caos. Me ha traído paz en medio de un mundo en guerra, porque aún estábamos en guerra. Más cruda, más miserable si puede y aún con la crueldad por llegar.
Si mirábamos atrás, solo unos meses que no llegan al año, cuando aquella noticia emergió del rincón de una iglesia de un pueblo diferente al resto de la comarca del bajo Guadalquivir e inundó las portadas de periódicos, cabeceras de noticiarios televisivos y emisoras radiofónicas, ninguno de los lectores, televidentes o radioyentes podría imaginar ni la más mínima de las partes de lo que acababa de revelarse al mundo.
No era baladí poner rúbrica a una obra pictórica desconocida del que probablemente es el mayor genio de nuestra pintura. Sin embargo, todo lo que encerraba aquel hallazgo quedó relegado, por mucho que me empecinara en un principio en lo contrario. Es cierto que era inevitable, que el momento se acercaba, pero no era ni el momento ni el modo de hacerlo. Álvaro me lo dejó claro.
A sus cuarenta y dos años, el hijo de don Antonio se convirtió por herencia en mi custodio. En nuestros encuentros frente al café de aquel bar de ambiente cofrade, mezclados con el bullicio de los que allí se detienen para pasar un buen rato, testigos de la idiosincrasia de sus gentes, Álvaro siempre me decía: «Mateo, yo nací y fui educado para esto». Bromeaba cuando le soltaba que si su cometido era servirme a mí especialmente… Entonces, su semblante se volvía aún más tenaz si cabe. Su corte marcial, casi miliciano, me recordaba al capitán de joven. La seriedad de su rostro alcanzaba su cenit al aclararme que, si la historia me había escogido a mí, él sería lo que la historia me tuviese reservado. Y no creo que se equivocara. Su físico, de atleta o de luchador, acompañaba a una personalidad altamente mesurada, de pocas palabras, aunque con la curiosidad de un gato callejero. Incluso llegué a sentirme tan pardillo como en realidad soy a su lado, cuando observaba con detenimiento su sentido tan exclusivo del deber, un rasgo que mi padre siempre llevó por bandera.
Álvaro regentaba la tienda de su padre. Ya lo hacía cuando la senectud se tornó un mal compañero de viaje para don Antonio. Sabía que se formó en la Universidad de Sevilla, pero no por él, si no por Jaime, un trabajador de la tienda, algo mayor que Álvaro y quien llevaba casi treinta años al lado de la familia. De no ser por ese hombre, poco habría conocido de aquel que juró entregar su vida al mismo ideal que su padre: defender con su honor el Clan de los Imagineros y ser digno vasallo de los caballeros del Dragón. Su entrega a cada minuto era casi enfermiza. No importaba si paseamos sosegadamente por la calle, él siempre estaba atento a cada movimiento, vigilante. Era cierto lo que decía, aunque me costaba creerlo a esas alturas, eso de nacer y vivir para un cometido transcendental: yo.
¿Qué habría dicho mi madre de saber algo así? Ella seguía en Toledo, donde vivía con su hermana. Allí, alejada de todo lo que podía causarle dolor, intenté que solo fuese receptora de buenas noticias y de un amplio catálogo de fotografías de su nieta y la preciosa familia que su hijo había logrado crear. Mientras pudiese evitarlo, no conocería otra cosa. Me partiría el corazón haberla hecho partícipe de cualquier sufrimiento adicional, aunque creo que el tratamiento de la información que nos dispensábamos era recíproco, pues sospecho que mi madre sabía lo que se cocía en mi caldero y hacía oídos sordos para no preocuparme en demasía.
María, la niña y yo nos trasladamos a una zona residencial. Allí disfrutábamos junto al parque, con amplias calles y cerca del colegio, que algún día será necesario. María es quien debía desplazarse para acudir a su trabajo, pero no le importaba siempre que tuviésemos tranquilidad en casa. Soy yo quien tuvo que adaptarse a todo cambio, si bien de un modo rápido y sin complicaciones. Todo gracias a su gente. Puede que la grandeza de los hechos acontecidos por estos lares a lo largo de la historia le hayan otorgado un carácter especial. Al fin y al cabo, este lugar tiene un singular misticismo para recibir en cada época a un forastero crucial para hacer de Las Cabezas un enclave esencial para el resto de la humanidad.
«El muchacho del cuadro», me llaman por aquí. Todos sabían que fui partícipe de aquel hecho que volvió a colocar la localidad en el mapa, y más público que nunca. Si conocieran los secretos anónimos que han bañado sus calles, casas y templos, seguro que dejarían el cuadro de lado para llamarme «el muchacho de los misterios», aunque eso, me temo, nunca ocurrirá. Así que seguiré siendo «el muchacho del cuadro» por mucho tiempo. Y es que fueron muchos quienes me vieron revoloteando por el pueblo, siempre cerca de la iglesia, preguntando, indagando, sospechando… De repente, el tipo raro aparece en titulares. Esa fue la decisión del profesor Pepe López, en contra de mis intenciones. El catedrático, un absoluto desconocedor del trasfondo real de todo, se encargó de que mi nombre estuviera junto al suyo en cualquier documento, archivo o noticia sobre el hallazgo de la obra de Velázquez. Aún me envía mensajes desde los lugares más singulares del mundo, allá donde viaja para exponer aquel hito de la historia del arte. Y del verdadero legado de cristo, aunque eso él no lo sabe.
Pero igual que me veía la panadera, el chico del bar o el policía municipal del pueblo, a aquellos que me siguen, que nos han seguido desde hace setecientos años, no les fue demasiado complicado el encontrarme. Solo tenían que echar un vistazo a las noticias nacionales para conocer mi paradero. Y para estos no hay secreto alguno. Conocen la verdad tras el marco, lo que encerraba esa pintura que la comunidad internacional consideró el mayor acontecimiento del arte español. Lejos de la maravilla, el encanto o el romanticismo de haber encontrado la pintura de Velázquez más polémica de su brillante carrera, el clan se preparaba para su última batalla. Aquella en la que discernir qué bando triunfaría en la guerra de las revelaciones al mundo. Es en esos momentos, los más oscuros de mis pensamientos, en los que abrazo la soledad en su mayor plenitud. Álvaro tenía su propia lucha, la de un soldado que tiene clara su misión en la vida. María, mi mujer y compañera en todo lo ocurrido por entonces, es madre de nuestra hija, su cometido más vital e importante y del que no pienso distraerla. Sin embargo, yo solo tenía mis dudas, incertidumbre y una obligación que en ocasiones se me antojaba imposible.
Era demasiado lo andado para rendirme entonces.
Son demasiadas las vidas que han sucumbido en el camino.
Los que se sacrificaron por este legado, por esta estirpe… Felipe de la Cruz, Juan de Mesa, Sako, Velázquez, mi padre, don Antonio, Valdivieso… Si ellos no vieron más salida que entregar su vida a la causa para la que fui marcado, no era digno de mí hacer lo contrario con la mía. Hasta entonces, solo había sabido continuar a base de tropiezos, como un animal indefenso que temía la realidad que no dejaba de golpearle, salvaje, torpe y asustado. Tras lo ocurrido en La Mesa, al final de aquel tormentoso Camino de Santiago, el Mateo que era, el físico teórico que aspiraba a su propio despacho en la universidad, ya no existía. Todo cambió al enfrentar la muerte de manera tan cercana. Después de aquello, con todo lo que tenía que perder, debía dejar atrás al joven que soñaba con ser un tipo corriente. Tenía que estar preparado para presentar resistencia, aunar conocimientos y destreza en una lucha sin precedentes para alguien como yo. Y en ello estaba, preparando mi cuerpo y mi mente, haciendo acopio de fuerzas de las que no sabía que disponía, al menos de modo consciente. Temer no ha de ser una opción; el valor sí. Pues no queda más que el valor de aquellos que antes que yo ostentaron el honor de mi cargo: senescal del Clan de los Imagineros.
Pero no todo en mi pasado es inútil para mi futuro. Ese joven físico, escéptico y ateo por norma, ahora usa el nombre de Dios para rendir cuentas con el destino. Al fin y al cabo, la vida me ha traído hasta aquí. Una vida en la que siempre he realizado todo de manera empírica, formulada, teorizada, lo que me ha ayudado a conocer a Dios de un modo que jamás había imaginado. Así comenzaría el final de mi viaje, asumiendo que la ciencia que tanto amo forma parte de toda su creación.
La benevolencia de lo que ofrece el clan es increíble. He ido aprendiendo las bondades de ser alguien diferente, y no comparo mi dedicación con la de un rey o un presidente de nación. Ellos nunca comprenderían la singularidad de desempeñar un cargo más exclusivo que el suyo. No obstante, la despreocupación laboral es un alivio, aunque no fui de los que trabajaban por dinero, lo mío era la vocación. Sí bien, nadie vive del aire. Aún menos ahora que la leche de almidón y los pañales entran en casa en cantidades industriales.
Existe una cuenta privada en una entidad bancaria que, de manera rutinaria, no deja de recibir ingresos en tal cantidad que hace que me sonroje. Don Antonio no quiso darme detalles. Cuando le pregunté al respecto, solo me habló de la compartimentación del clan. «Esos, Mateo, son cometidos de otros hermanos de nuestra sociedad», fue su respuesta. En mis devaneos mentales, supongo que la mayoría de los ingresos provienen de herencias y donaciones con los que benefactores y miembros siguen en la lucha. No toda acción para mantener vivo el clan ha de ser física. Incluso las guerras precisan de ayuda económica para sustentarlas y, en el mejor de los casos, ganarlas. Que se lo digan si no a los americanos y sus bonos de guerra durante la Segunda Guerra Mundial. Algo así me imagino cuando pienso en ello. Aunque tengo presente la advertencia de don Antonio: «No gastes más de lo que necesites ni realices ostentación alguna de esos bienes».
Lo que echaba de menos en sus recomendaciones era una cláusula sobre la peligrosidad del cargo. Esa letra pequeña se omitió en el contrato que nunca firmé. Pero, la verdad, ya no imagino mi vida de otro modo. Además, toda profesión tiene su riesgo, o eso me digo para convencerme.
Y así cambió mi realidad. Cuando quise darme cuenta, era padre, llevaba una vida anodina al cuidado de mi preciosa hija. La rutina la completaba con mi entrenamiento y algún que otro café. Defensa personal, correr por los caminos, galería de tiro… Sobre todo, los miedos. Despojarme de ellos era vital.
Mi segundo hogar, la parroquia de San Juan Bautista, se convirtió para mí en uno de mis lugares favoritos en el mundo. Por mediación de María, la concejala de Cultura, me proporcionó la oportunidad de participar en algunas de las visitas guiadas para desvelar sus secretos. ¡Todos no, por supuesto! Don Marco, el párroco de Las Cabezas, nunca dejaba de recordarme la importancia de aquel descubrimiento, lo que llenó las arcas de la iglesia de manera desorbitada junto con el turismo artístico y religioso. Allí dentro me sentía en paz. El ambiente fresco de sus muros, las bóvedas, retablos, el aroma del incienso sempiterno… Ya formaba parte de mí.
Entre visitas, aprovechaba la ocasión para navegar por el conocimiento disponible. Los archivos eclesiásticos, la mayoría sobre defunciones y bautismos, me hacían seguir las huellas de una historia borrada, perdida. El clan y los caballeros del Dragón parecían haber desaparecido de la faz de la tierra, como si jamás hubiesen existido. El evangelio de María Magdalena había sido trasladado a la antigua parroquia. Debí haber sospechado lo que había ocurrido para que algo así sucediese.
Era una tarde de octubre. Nunca había bajado a los subterráneos de la parroquia de San Juan Bautista, o las bóvedas, como los llaman allí. Sabía que las habían restaurado para darle algún uso, pero no imaginaba que pensaban hacer un museo ahí abajo. Recuerdo que la escasa luz, amarillenta y tintineante, iluminaba los materiales sobrantes de la restauración y sus nuevas paredes encaladas, si puede llamarse nuevo a algo hecho hacía unos trece años. La secretaria de la hermandad de la Vera Cruz me ilustró con palabras como lucía aquel lugar antes de ser transformado. Por supuesto, no tenía nada que ver con el espacio que me rodeaba. La estancia diáfana de suelo enladrillado no daba lugar a imaginarse los vestigios de un emplazamiento eterno, con el que soñé en más de una ocasión poder encontrar algo de una época ya olvidada. A simple vista, calculé unos ciento ochenta metros cuadrados de sala, de la que había oído historias sobre túneles secretos que servían de ruta de huida de un extinto castillo. Pero allí abajo no había rastro alguno que no fuese