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Los caballeros del dragón: Una historia de El Clan de los Imagineros
Los caballeros del dragón: Una historia de El Clan de los Imagineros
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Libro electrónico313 páginas4 horas

Los caballeros del dragón: Una historia de El Clan de los Imagineros

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Mateo es un joven que vive entre el pasado legado con su apellido y un presente en el que se siente perdido. Solo hace unos meses que descubrió la verdad que corre por sus venas, y la que aún le cuesta aceptar. Se prepara para asumir el cargo que le corresponde, pues Mateo de la Cruz está señalado para formar parte de una sociedad secreta que pocos conocen. Pero todo vuelve a torcerse en su realidad cuando es consciente de lo que encierra una de las reliquias que los templarios salvaguardaron hace siglos. El viaje que comenzó en Las Cabezas de San Juan, le llevará a través de caminos lejanos y decisiones imposibles que pondrán en peligro su vida y la de aquellos que le rodean. Perseguido. Desorientado. Trastornado. Con la única ayuda de un diario, Mateo deberá cumplir con su destino o todo lo que ha dejado atrás habrá sido en vano. El Clan de los imagineros depende de él. Todo está en sus manos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 nov 2018
ISBN9788416366316
Los caballeros del dragón: Una historia de El Clan de los Imagineros

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    Los caballeros del dragón - Antonio José Rojas López

    detrás

    Prólogo

    Corría el 16 de marzo de 1609 cuando un duro invierno, de esos que hacían fuertes a los fuertes y a los débiles más débiles, tocaba a su fin. Los primeros rayos señoriales de sol sevillano apuntaban en un cielo azul que presagiaba con sutileza la llegada de la primavera. El bullicio mermado durante los fríos días de invierno, se tornaba chisposo y alegre. Las atarazanas, los mercados, la puerta norte de la catedral. Todo cobraba vida y se contagiaba de alegría. Fue aquella mañana cuando solo el más presto podía haber presenciado cómo se unían dos genios; cómo el destino entrelazó la gubia y el pincel.

    Juan de Mesa, imaginero insigne en la posteridad, desconocido aún aquel día, cruzaba desde el arrabal de Triana por la Torre del Oro. En el bolsillo de su chaqueta se intuían papeles y trozos de madera que, en acto de equilibrismo, intentaban mantenerse enfundados entre las telas. A sus veintiséis años, la eclosión de su maestría no era aún evidente, pues una vida intensa y llena de arrebatos, ocasionados por la propia naturaleza irrepetible de su ser, había hecho que su virtud para plasmar la realidad en la madera no hubiese alumbrado en este mundo. Su maestro, que no amigo, Montañés, sabía que tarde o temprano la destreza del escultor cordobés pondría a prueba su consolidada y contrastada calidad. Para el de Alcalá la Real no había duda de que su alumno más aventajado tenía un don que aún se le antojaba único.

    En aquella mañana de pájaros cantarines, el despertar de la vida en la ciudad del Santo Rey Fernando, De Mesa consultaba atormentado legajos y notas en un viejo papel. Sentado junto a la vieja pasarela del puente, levantaba una y otra vez la mirada buscando respuestas que no llegaban. Mientras, desde la otra orilla, corría un chico de diez años huyendo, pareciese que del mismo demonio.

    Y no, no era el maligno, sino cuatro criaturas del arrabal, con más hambre en los ojos que barba en la cara, que vieron en aquel indefenso muchacho sustento para sus quehaceres de rufianes.

    Llegados a la altura de Juan de Mesa, este, altivo, puso en valor sus botas y, sacando la gubia, increpó a los perseguidores:

    —No será tanto lo que este joven posea, para que galloferos indecentes intenten darle matarile.

    Aquellos trúhanes, impresionados, retrocedieron en su carrera y decidieron volver por donde habían venido.

    Mientras, el perseguido gritó a su benefactor en voz viva:

    —Diego, Diego es mi nombre y Velázquez mi apellido. Será recordado por vos para siempre.

    Juan de Mesa no se decidía entre tildar a aquel joven de maleducado o perdonar su descaro. En tal tesitura se hallaba cuando vio caer algo del zurrón que aquel chico, en su huida agitada como corcel a galope tendido, perdió tras sus pasos.

    Acercándose, pudo ver un pequeño lienzo y, en este, el rostro de una joven hermosa que pasó inadvertida para De Mesa, pues quedó absorto con la brillante ejecución de aquel crucificado al reverso del tejido, firmado, para su increíble asombro, por Diego Velázquez. Por un momento, el malhumorado escultor apartó su silencio y dejó de fruncir el ceño al mismo tiempo que su mente y su genialidad quedaron aislados de la ruidosa marabunta que acechaba la ribera del Guadalquivir en aquellas horas.

    La noche se tornó oscura. La luna llena hacía despertar la otra vida de la ciudad milenaria, que resucitaba al amparo de la oscuridad en lo más profundo de su interior y volvía a morir con cada amanecer, en esa Sevilla donde damas de la noche, borrachos y señores sin «don» avivaban cada calle y cada esquina de un aire casi indescriptible. Aún absorto por lo ocurrido a media mañana con aquel muchacho, De Mesa no podía parar de mirar el dibujo que le prendía el alma. Aquella imagen se tornaba efigie en su mente de tal modo que, entre el postigo y la catedral, fue incapaz de levantar la mirada del pliego.

    Llevaba imaginando casi desde niño la obra perfecta, el rostro que hiciese enmudecer a quien lo presenciase y que provocara el llanto de los más sensibles devotos, pero era incapaz de darle forma, y un simple chulamillo le había mostrado, con un lápiz de carboncillo, aquella forma más que sagrada.

    Todo se cumplió como estaba escrito no solo por designio divino, sino por voluntad de un hombre que, tal vez, con su maestría y buen hacer, rozara lo celestial. Juan de Mesa, el escultor, el corazón y la mente del Clan de los Imagineros, el senescal que logró urdir un soberbio plan. Todo quedó bajo el amparo de la portentosa escultura de Jesús Crucificado de la cofradía de la Vera Cruz en la villa de Cabeças.

    Pero no todo resultó tan providencial como aquel choque de artes. Para llegar a cumplir lo que anhelaba desde siempre, acontecieron hechos no sabidos hasta hoy que fueron sumamente valiosos. Pedazos de la historia de una nación que vivía entre la vorágine del Nuevo Mundo y el misticismo secreto, aunque jamás tan público, de los pasos que marcaban el ritmo del devenir de sus gentes.

    En la corteza de la sociedad sevillana era más importante la obra dejada atrás por el maestro Juan de Mesa que el ejercicio de poder realizado durante años, a niveles que pocos eran capaces de llegar siquiera a concebir. Había una herida abierta, una lucha entre aquellos que juraron defender hasta su última gota de sangre al Clan de los Imagineros y los que propiciaron la muerte del senescal e intentaron a toda costa cambiar lo ya enraizado en su seno.

    La ciudad cambiaba día a día. Un momento de plenitud bañaba cada estamento, cada plaza, cada barrio. Un instante álgido que jamás volvería a sobrepasar. Tras París y Nápoles, Sevilla se había convertido en la tercera localidad más importante de Europa. Pero es trágico estar hablando del esplendor de una urbe y casi desencadenar o profetizar su decadencia. Y eso era Sevilla, cima y sima al mismo tiempo.

    Mucho se habló durante largos periodos de cómo Juan de Mesa desapareció para más tarde fallecer tras una enérgica tuberculosis que sesgó su vida y se llevó su pericia. Pero cuídense de las mentiras, que las verdades ya lo hacen por sí solas. La lucha interna por el poder dentro del clan seguía más viva que nunca, pues un Martínez Montañés se hallaba enfurecido e interpelaba en todas las instancias que le era posible de la vida administrativa de la ciudad, de la cúpula católica y del mismísimo poder militar. Unidos todos, eran incapaces de dar con las raíces de lo que ya era considerado por muchos como una leyenda y por otros un delirio de un escultor sobrepasado por la habilidad de su discípulo.

    Juan de Mesa murió en una cama, postrado a causa de unas calenturas mortales que ni mucho menos provenían de lo que fue la epidemia mortal en la Sevilla de 1627. Otros factores intervinieron para desencadenar el final ya anunciado por el de Alcalá la Real: «Vos no seréis más que un escultor que, ante la ira de Dios y para los ojos de todos, sus días terminará pronto».

    Un epitafio cumplido.

    Una sentencia ejecutada.

    El Clan de los Imagineros no moriría con su senescal. De Mesa había estructurado a la perfección la pervivencia del misterioso gremio, custodiada por Felipe de la Cruz y Francisco de Gámez, pero sobre todo por el genio y talento de un prodigio que comenzaba a iluminar el panorama pictórico con luz propia: Diego Velázquez. Aquel niño que huyendo del infortunio se dio de bruces con el destino en forma de súbito encuentro a media distancia entre el arrabal de Triana y Sevilla, el lugar donde le esperaban sus futuras andaduras de la mano del maestro cordobés Juan de Mesa, aquella mañana de 1609 en la que se unieron por siempre sus caminos, por fortuna para ellos y, aún más, para todos nosotros.

    Capítulo 1

    El tiempo es el infinito juez que todo lo puede. Sobre todo, en lo humano, y a veces en lo divino que, por acción u omisión, pudiendo quedar aislado de la propia existencia, siempre encuentra un final.

    El bullicio del Siglo de Oro español era palpable a todos los niveles. Había un florecimiento generalizado que recorría cada calle de cada ciudad del Sacro Imperio, dominante en cualquier confín que tocaba. Todo crecía. Cada segmento de una España que se alzaba poderosa y altiva ofrecía un abanico amplio de posibilidades que recorría la política, la religión y la cultura. El auge económico, producido a través del comercio con el Nuevo Mundo, hizo emerger en Sevilla un nuevo tipo de sociedad, compuesta por una paleta enorme de colores pintados, procedentes de diversas partes de Europa.

    El anhelo de hacerse acreedores de riquezas soñadas hizo que muchos vieran a la ciudad del Guadalquivir como al centro del mundo. Religiosa, cultural y artísticamente así lo fue. Pero hay una historia rota entre el mito y la leyenda, entre la veracidad y la falacia, entre lo que la oficialidad quiso contar y lo que el pueblo pudo legar, que hace que todo esto sea explicable.

    Recorrer la ciudad de Sevilla a principios del siglo xvii, desde Triana a la Puerta de Carmona, era hacer un viaje, a veces peligroso, en el que todos tenían cabida. Italianos, napolitanos, genoveses, vascos, flamencos y alemanes se unían a la fauna autóctona. El Clan de los Imagineros surgió al amparo de una noche trescientos años atrás, cuando un proscrito para la realeza francesa y la curia vaticana encontró paz en la que por entonces era la ciudad del rey Fernando.

    Perpiñán y Delacroix, junto a sus hombres, huyeron en 1314 a bordo de trece naves que zarparon del puerto de La Rochelle buscando cobijo, con la posibilidad de legar un pasado bajo la cruz paté. Los caballeros pobres del templo de Salomón, o templarios, que antaño infundieran temor y respeto a partes iguales, habían decidido abandonar toda similitud con una vida pasada, desaparecer y reinventarse poniendo mar, tierra y honor de por medio. De todas aquellas naves solo una tocó tierra, en la desembocadura del río Guadalquivir, conocida mucho tiempo más tarde, pues la leyenda lo es por lo inaudito e imposible de algunas hazañas. El cabo de San Vicente, dicen, presenció el hundimiento del resto en una noche de tormenta de tal intensidad que el propio Poseidón temblaría al echarse a la mar. Aunque hubo información fehaciente, ahora perdida, de la llegada a tierras americanas de La Madeleine, el gran buque insignia templario. Pero eso es otra historia.

    Sea como fuere, la primera misión con la que los templarios partieron de Francia muy pronto fue convertida en realidad: poner a salvo aquello que custodiaban desde hacía siglos. No solo fueron el rey francés o el papa de Roma quienes obligaron a acelerar la partida. Una lucha interna se había desatado en lo más profundo del Temple. Una lucha de poder que tomaba dos vertientes totalmente diferentes y en la que una decisión harto difícil debía designar el futuro de la orden.

    Nadie era ya de fiar. Grandes maestres y senescales convivían sin la armonía de antaño. La unidad y el honor habían dejado de tener sentido en una parte importante de la estructura ideada por Jacques de Molay siglos atrás. Con aquella salida de La Rochelle, el gran maestre, dejándose llevar por la intuición y como último recurso, acudió a Perpiñán y Delacroix, los últimos garantes del honor y la fidelidad a unos principios.

    Sevilla recogía el testigo de otras grandes ciudades de la historia. En aquel momento, se erigió como la ciudad estandarte de una Europa convulsa por la reforma protestante, que encontró en los grandes imagineros sevillanos la horma de su zapato. ¿Cómo podemos mirar atrás en el tiempo y querer entender cada acontecimiento sin conocer la madeja tejida al alcance de unos pocos elegidos? ¿Cómo una ciudad devastada tras la conquista del rey Fernando III pudo alzarse como adalid de una tierra que, durante años, combatió contra el aún presente enemigo? Se levantaron catedrales, se construyeron grandes edificios y se estableció el puerto que abría las rutas al Nuevo Mundo. Todo ocurrió sin que nadie reparara en cómo, cuándo y quiénes.

    El Clan de los Imagineros nació de la propia naturaleza del hombre sobre la justicia, la verdad y la honradez en aquel tiempo perdidas. Nada ocurrió por azar del destino, sino por convicción. Sevilla se convirtió en la entrada del Nuevo Mundo, inundando cada calle con rarezas y riquezas incomparables, quizás debido al almirante genovés más universal, mientras un grupo de hombres extraordinarios influía en todo lo que ocurrió en la ciudad desde 1314.

    A lo largo de trescientos años, los herederos del clan alcanzaron cada estamento de la ciudad, cada administración, cada barrio. Todo entorno donde se organizase algo de importancia giraba bajo el amparo de un poder oculto, presto a resurgir en el momento preciso y volver a dar un golpe de timón al mundo.

    Pero la historia del hombre es conocida por reiterar en el error, y este no es un caso diferente. El poder, causa de las mayores tragedias conocidas, siempre hace acto de presencia para intentar cambiar el curso de los acontecimientos. El clan, como ya sucediera con el temple y antes que ellos con otros, se vería inmerso en una guerra clandestina capaz de fagocitar lo construido.

    A principios del siglo xvii, Juan de Mesa comenzó a hacerse un nombre entre los grandes maestros de la época, y cada vez eran más los encargos recibidos para su taller, aunque era incapaz de concluir aquella escultura que le rondase cada noche en vela y cada día en sueños.

    En la primavera de 1609, en el taller de Montañés, conoció al gran don Francisco Pacheco, quien tenía como aprendiz al pequeño rufián que libró de una buena refriega unas semanas atrás en el puente que unía el arrabal de Triana con la ciudad. Desde aquel momento, sin saberlo siquiera, y aunque Velázquez fuese el aprendiz oficial de Pacheco, De Mesa se convirtió en el protector del joven. Le inició en otras enseñanzas algo más alejadas de las artes y durante años mantuvo una estrecha relación con el aspirante a pintor.

    El 14 de marzo del año 1617, Pacheco invitó al insigne cordobés a formar parte de un jurado muy especial. En el palacio arzobispal se daban cita todas las artes plásticas con sus representantes más dignos y sobresalientes, encargados de examinar y dar licencia a jóvenes aprendices para que estos pudiesen ejercer como maestros en sus respectivos oficios: pintura, escultura, orfebrería o policromía entre otras.

    Con Martínez Montañés enfermo, Juan de Mesa se postuló como elegido del jurado, dado que estaba más que listo para desempeñar y ocupar su puesto. Casi al alba, y por tradición, todos los miembros estaban citados en los patios del palacio para llevar a buen concierto el examen de aquellos aprendices.

    Fueron pasando uno a uno, consumiendo horas y horas, y, sobre todo, el buen juicio para la declaración de aquellos que fueran aptos. Era costumbre que la familia de cada aspirante pudiese permanecer en aquel patio mientras su vástago se hacía digno del gran premio, del gran honor que suponía ser maestro en aquel tiempo. Entre las decenas de aspirantes que se presentaban muy pocos eran los elegidos, quedando, en ocasiones, incluso exento de vencedor aquel «juicio». De ahí que, además de los maestros presentes, los examinados y su familia, fuera imprescindible la presencia de la autoridad encargada del orden, es decir, la guardia del propio obispo, quien era mecenas del tribunal, velando por el buen transcurrir del mismo.

    A eso de las tres de la tarde, el susurro de la gente se hizo más evidente.

    —Ese es…

    —El niño prodigio…

    —Velázquez…

    De pie, frente a Pacheco y Juan de Mesa entre otros, el joven Velázquez permanecía inmóvil, observando cada rostro, cada reacción, ávido de poder mostrar su valía.

    Era imposible que entre el jurado todos se pusiesen de acuerdo. Unos pedían que pintase una virgen y otros al propio obispo. Cada opinión parecía la última y la más acertada. Y así, entre dimes y diretes, el tiempo pasaba y todos los presentes solo vociferaban. Excepto dos: De Mesa y el joven aspirante, que cruzaban las miradas. Sus rostros parecían cómplices, recordando la desventura de aquella pasarela a orillas del Guadalquivir.

    De repente, Juan de Mesa, con ese aire de confrontación que a veces mostraba, se dirigió a él en voz alta:

    —Pintaréis a Dios.

    El silenció invadió la sala y solo el aire era capaz de romper aquella situación con tintes de tragedia. Se inició un murmullo que dejó de serlo para convertirse en voces. El emisario, y hombre de confianza del obispo, salió despavorido. Los maestros del tribunal se hablaban al oído y, en esas, De Mesa aseveró:

    —Sí, joven Velázquez. Deleitadnos y mostradnos a Dios.

    La prueba consistía en hacer con carboncillo un dibujo donde se analizaría técnica, plasticidad, verosimilitud y perspectiva. Ante aquella petición Velázquez permaneció inmóvil. Algunos creían que renunciaría, pero pasados unos segundos, y con sonrisa sincera, dijo:

    —Como vuestra merced mande.

    Comenzó a mover la mano con una velocidad inusitada, como guiado por una fuerza divina, y nunca mejor dicho.

    Tras casi una hora, en la que se palpó la tensión, tanto de los que creían que no superaría la prueba como de los pocos que con admiración y entusiasmo aguardaban el fin de tan inaudita circunstancia, el joven Velázquez soltó el carboncillo, metió sus negras manos en la tinaja con agua que estaba a su lado y pidió a su primo que le acercase algo con lo que secarse. Alzó el rostro y, desafiante, miró al tribunal:

    —Aquí está. Es vuestro.

    Y abrochándose su chaqueta abandonó el patio por la puerta oeste.

    No hubo tiempo para que los integrantes del tribunal llegasen antes que los curiosos allí citados. Todos intentaban meter la cabeza por donde pudieran y ver aquella divina blasfemia, según la mayoría. Todos, salvo Juan de Mesa, quien hieráticamente permanecía en su asiento, reflexionando sobre lo ocurrido.

    Comenzaron a oírse voces de alabanza. «Genio», decían algunos. «Que lo conozca el obispo». «A Madrid», decían otros.

    Tras abandonar la mayoría de la muchedumbre aquel vetusto patio, Juan de Mesa recogía sus pertenencias y una voz joven lo asaltó:

    —¿Le he sorprendido, maestro?

    —Muchacho, no he visto tu dibujo. No necesito verlo. Aquella tarde, en cierto puente que bien recuerdas, cambiaste mi vida, cambiaste el sentido a la forma que hasta entonces tenía de entender mi escultura. Un día, ese crucificado que salió de tu zurrón, y que hoy has vuelto a pintar, saldrá de mis manos. Tu pincel y acuarela le darán condición de eterno —replicó el cordobés sin mirar atrás.

    —Dios dispone, maestro De Mesa, Dios dispone —dijo el joven pintor.

    Muchos se preguntan qué fue de aquel dibujo con el que el joven Velázquez se convirtió en maestro y deslumbró a toda una ciudad. Dicen que la familia de Pedro Roldán se lo quedó en posesión, siendo el nieto de este quien lo heredase. Desde entonces, comenzó a oírse que aquel rostro pintado descansaría algún día en las manos de una Dolorosa.

    Pero el arte y la escultura solo eran aristas de la realidad, una parte de ese foco que desde hacía trescientos años el Clan de los Imagineros intentaba dirigir a su antojo para velar por los designios de la ciudad y, más tarde, del mundo. La estirpe del clan estaba a punto de ver la luz.

    —Hoy es el día, Diego. Hoy es el día que marcaste aquella mañana en mi corazón cuando cayó al suelo aquel boceto. Hoy te has convertido para todos, pues para mí ya lo eras, en la esperanza de nuestra ciudad. Llenarás el mundo con tu visión diferente de lo que te rodea y, aunque aún no lo sepas, serás portador de responsabilidades de las que estoy convencido podrás ser legítimo estandarte.

    —Maestro, desde el día en que os conocí he admirado vuestra peculiar forma de hablarme. Cada palabra, cada frase, cada lección que me habéis dado parece un acertijo. Hoy es un día para disfrutarlo.

    —¿De verdad crees que se necesitaba una prueba para medir tus capacidades? Diego, tienes que empezar a saber lo que contamos, por qué queremos hacerlo y qué evitamos cuando lo hacemos. Bien es cierto que es día para otros menesteres y no debemos convertirlo en otra cosa.

    —Maestro, algún día me explicaréis qué beneficio para mi pintura hacen esas enseñanzas de las que tanto me habéis hablado, y de las que aún me habláis, y cuán verdaderamente difícil es ver su resultado. Mas antes me gustaría saber por qué habéis sido vos el tribunal de mi examen.

    —Pacheco me lo pidió al no poder asistir Montañés. Pero eso no ha influido en la decisión. Ya has visto cómo has causado la euforia entre los asistentes. El paso del tiempo no debe recordar al tribunal, solo al que los hizo enloquecer.

    —Maestro, estaré siempre agradecido por aquella mañana y por…

    —Diego, aquella mañana aconteció lo debido. Y ahora despídete de esos palmeros que quieren felicitarte. Te veré después en el taller.

    Toda la sociedad sevillana y la curia catedralicia conocía el desapego del maestro De Mesa por la vida social, así como su carácter, a veces agrio, lleno de malas contestaciones a preguntas impertinentes.

    Tras salir del examen de Diego Velázquez para el acceso al gremio de pintores, iba, como casi siempre, divagando en un mundo difícil de entender cuando, a pocas varas de la catedral, se topó con su maestro y otrora amigo Juan Martínez Montañés. Este se hacía acompañar siempre de dos hombres en la distancia mínima velando por su integridad, máxime con la poca pericia que el de Alcalá la Real poseía con la espada, totalmente opuesta a quien desde hacía algún tiempo era poco menos que su enemigo.

    —El agradecimiento es lo único que creía que no fueseis a perder después de traicionarme. Desde aquel día que entrasteis en mi taller supe, como por arte de alguna magia extraña o intuición fatídica, que no erais de fiar.

    Juan de Mesa mantuvo la mirada profunda que Montañés le dedicaba. Tampoco perdía de vista a su guardia personal, la que no dudaría ni un solo segundo en poner a buen recaudo a su enemigo, si pudiesen, claro. Desde que De Mesa se convirtiese en senescal de la orden el 16 de julio de 1609, solo en otra ocasión se habían visto las caras frente a frente. Que ocurriese algún desenlace en plena calle era complicado. Dos personajes ilustres batiéndose, o a la sazón con sus esbirros, no procedía como algo cabal.

    —Algún día, señor Montañés, las cuentas las daréis donde es debido. Mis agradecimientos a vuestra persona hacen débil una respuesta que ni tan solo vos sabríais dar. Si me disculpáis, he de proseguir.

    —Diego. Diego Velázquez. Así se llama el joven al que habéis tutelado y hoy habéis presentado y, evidentemente, acreditado como nuevo prodigio y pintor, ¿cierto?

    —No os resultaría agradable entrometeros entre él y yo, y menos aún usar algún tipo de argucia contra su integridad. Aquel día, en el anfiteatro, mi espada quedó ávida de encontrarse con vuestra sangre. No me pongáis a prueba, sobre todo con Diego como excusa. Primera y última advertencia.

    —¿Me amenazáis?

    —No, os insto a valorar vuestra vida. No tengo más que hacer aquí. Si me disculpáis…

    —Recordad siempre, señor De Mesa, que el acero es ruidoso y la serpiente sigilosa.

    La escena sería difícil de olvidar para los que presenciaron a un Juan de Mesa, enfundado en capa de terciopelo negro cortar entre Montañés y su guardia. Aquella tarde, su antiguo maestro Juan Martínez Montañés lo sentenció a muerte.

    Capítulo 2

    Derivadas, funciones, algoritmos, teorías de cuerdas y teoremas varios para intentar explicar parte del universo, del que no conocemos ni un uno por ciento. Sin embargo, nos empeñamos en querer explicar algo aún más complejo con facilidad: los sentimientos, las emociones y las decisiones que tomamos en función de comportamientos empíricos que nos hacen fluctuar entre mil cosas.

    Queremos dar una respuesta racional a lo que se rige desde otro prisma, desde

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