La hija del samurái de Sevilla
Por John J. Healey
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La hija del samurái de Sevilla es la autobiografía de Soledad, su extraordinaria historia contada por ella misma. También es la continuación de la historia de su padre, el protagonista de El Samurái de Sevilla. A Soledad le tocará vivir a caballo, o mejor dicho, a barco, entre Asia y Europa, y dos culturas que son suyas pero que no encajan fácilmente. Los temas de supervivencia e identidad destacados en La hija del samurái de Sevilla son tan relevantes hoy como fueron hace cuatro siglos.
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La hija del samurái de Sevilla - John J. Healey
John J. Healey
lA HIJA deL SAMURÁI DE SEVILLA
Traducción de aurora rice
© John J. Healey
© Traducción: Aurora Rice Derqui
© 2020. Ediciones Espuela de Plata
www.editorialrenacimiento.com
Polígono nave Expo, 17 • 41907 Valencina de la Concepción (Sevilla)
tel.: (+34) 955998232 • editorial@editorialrenacimiento.com
Diseño de cubierta: Alfonso Meléndez,
sobre una ilustración de Tsukioka Yoshitoshi, Tomoe onna, 1875-1876
isbn: 978-84-18153-25-9
Nota preliminar
El manuscrito que sigue fue descubierto el año pasado, durante las reformas realizadas en la última planta de la Ca’ da Mosto, uno de los palacios más antiguos de Venecia. Escrito en pergamino y encuadernado en piel, ha sido fidedignamente autentificado. La página final, firmada por la autora, está fechada en el año 1645 de nuestra era. Se trata de unas memorias escritas ostensiblemente por una mujer nacida en España en 1618. Su padre fue un samurái, del prestigioso clan Date del norte de Japón; su madre, una joven perteneciente a la ilustre familia Medinaceli de Soria, Guadalajara y Sevilla. Aparte de los numerosos viajes y aventuras que se relatan, las memorias se centran en gran parte en la relación entre la autora y su padre, llegado a España en 1614 con la primera delegación japonesa que visitó Europa.
La delegación, formada por veintidós guerreros samuráis, algunos marinos españoles, un sacerdote también español y numerosos comerciantes japoneses, salió de Japón en 1613 con la misión de establecer relaciones comerciales con las tierras de Nueva España, a cambio de la admisión de más misioneros al país oriental; llegó al sur de España en 1614. Fue recibida en Madrid por Felipe III,
y en Roma por el papa Pablo V. La misión fue un fracaso. Un conflicto acaecido en Osaka durante la ausencia de la delegación convenció al shogun de que debía expulsar de Japón a todos los cristianos sin excepción. La delegación emprendió el viaje de vuelta en 1616. Seis de los samuráis se quedaron en Coria del Río, un pueblo de pescadores al sur de Sevilla. Sus descendientes viven y prosperan allí hoy. Un séptimo samurái, conocido simplemente como Shiro, fue el que se enamoró de doña Guada, heredera de los Medinaceli, que murió al dar a luz a la autora de estas memorias.
Dedicato alla mia prozia, Soledad.
(Dedicado a mi tía abuela Soledad)
«Nada existe sino el momento presente».
Tsunetomo Yamamoto
Hagakure. El libro del samurái
«Mi buen señor, me habéis dado vida, crianza y cariño. Yo os correspondo como debo: obedezco, os quiero y os honro de verdad».
Cordelia, en El rey Lear
Los personajes principales
La familia Date
Shiro, samurái, hijo ilegítimo (o eso parece) de Katakura Kojuro y Mizuki, consejero y hermana, respectivamente, de Date Masamune.
Date Masamune, fiero, acaudalado y tuerto; señor y daimio de Sendai, la ciudad que él mismo fundó en Japón; constructor del castillo de Sendai; consejero mayor del shogun; tío y tutor de Shiro.
Megohime, su esposa.
Date Tadamune, su primogénito.
Mizuki, madre de Shiro y hermana de Date Masamune; mujer de gran belleza que se casó con un samurái que murió en el campo de batalla, y que luego tuvo un romance con Katakura Kojuro.
Soledad María Masako Date Benavides y de la Cerda, conocida como Soledad María o Masako, hija de Shiro y Guada, y narradora de esta obra.
La familia Medinaceli
Doña María Luisa Benavides Fernández de Córdoba y de la Cerda, conocida como Guada; se casó con Julián de Denia, que la violó, y dio a luz un hijo, Rodriguito. Luego tuvo un gran amor, Shiro el samurái, y murió al dar a luz a Soledad María Masako.
Doña Soledad Medina y Pérez de Guzmán de la Cerda, la matriarca, la más rica de la familia, tía y tutora de Guada, y tía abuela de Soledad María Masako.
Don Carlos Bernal Fernández de Córdoba y de la Cerda, hermano mayor de doña Guada y tío de Soledad María Masako.
Don Rodrigo de la Cerda y Dávila, padre de doña Guada y don Carlos.
Doña María Inmaculada Benavides Spínola, madre de doña Guada y don Carlos; tanto ella como su esposo están emparentados con doña Soledad Medina.
La familia Medina Sidonia
Doña Rosario Martínez González de Pérez de Guzmán, última esposa de don Alonso Pérez de Guzmán, séptimo duque de Medina Sidonia; una aldeana de la que se enamoró el anciano duque poco antes de morir.
Don Francisco Alonso Pérez de Guzmán, conde de Bolonia, hijo de Rosario y el duque.
La familia O’Shea
Caitríona O’Shea, nacida en Galway, Irlanda; su padre era un próspero comerciante de whisky con negocios en España.
Patrick Date O’Shea, hijo de Caitríona y Shiro.
María Carlota Fernández de Córdoba y de la Cerda y O’Shea, hija de Caitríona y Carlos.
Parte primera
I
No llegué a conocer a mi madre. Cuando imagino mi nacimiento, veo mi piel arrugada, cubierta de mucosidad. Intuyo el amanecer, la oscuridad que se va desvaneciendo, el llanto de mi tía abuela. Oigo el clamor de la partera y los rezos murmurados del cura. El silencio estoico de mi padre. Huelo el olor metálico de la sangre de mi madre. Mis oídos diminutos captan el susurro rasposo de su último aliento. Nos rodean nuestras tierras inmensas de La Moratalla. La casona y los jardines. Los senderos empedrados. Las estatuas de dioses romanos. El césped, salpicado de flores de azahar. Al otro lado de la verja, el murmullo del Guadalquivir.
Los dos primeros años de mi vida los pasé entre la finca de La Moratalla y el palacio de mi tía abuela en Sevilla. Dos años en que mi padre intentaba recuperarse del golpe y decidir qué hacer conmigo. Mi tía, doña Soledad Medina, noble y de gran fortuna, deseaba que me quedara con ella, que creciera bajo su protección, que ocupara mi puesto en la sociedad sevillana y fuese recibida en la corte madrileña. Pero padre era un samurái, miembro principesco del poderoso clan Date que gobernaba el norte de Japón. Años antes había jurado lealtad a su tío Date Masamune, un guerrero legendario, y se sentía obligado a volver. Pese a las protestas de doña Soledad, se negó a dejarme con ella. Tras muchas discusiones y muchas lágrimas, le prometió que me volvería a traer a España cuando alcanzase la edad de la razón; así yo misma decidiría a qué cultura deseaba pertenecer.
Y así ocurrió que, en la primavera de 1620, nuestro barco zarpó de Sanlúcar de Barrameda, el mismo puerto al que había llegado mi padre con sus compañeros samuráis seis años antes. En sus brazos yo decía adiós con la manita a mi tía, inmóvil en el muelle, vestida de negro, entre su carruaje azul y oro y sus cocheros vestidos de librea. Padre lucía su mejor túnica de samurái. Las empuñaduras rígidas de sus espadas, la larga y la corta, se me clavaban en las piernas. Iba envuelta en una de las tocas de mi madre. Sobre nuestras cabezas se mecían las gaviotas. Todo lo bañaba la luz vespertina andaluza; las velas se hincharon y el barco se adentró en las corrientes del estuario.
A bordo viajaban muchos pasajeros: algunos iban a África, pero la mayoría se dirigía a las colonias españolas del Nuevo Mundo. El viaje se desarrollaba sin contratiempos hasta que aparecieron los piratas. Su capitán era un inglés afincado en Venecia. Él y su tripulación trabajaban para un sultán que gobernaba Argelia. Abordaron el barco como bestias famélicas. Padre blandía la espada, protegiéndome, hasta que lo reprimieron violentamente y lo ataron. El capitán obligó a Caitríona, otra pasajera, exquisita y con quince años recién cumplidos, a contemplar cómo su padre irlandés era atravesado por un chafarote inglés. En sueños a veces oigo sus gritos, y también las burlas de los hombres al reunir en la cubierta a las mujeres para divertirse con ellas. Todas, entre ellas la madre de Caitríona, fueron amarradas para luego ser vendidas como esclavas.
Me han contado que Caitríona fue enviada al camarote del capitán, conmigo en brazos. Él bajó detrás de nosotras, borracho y sucio. Intentó forzarla pero fue incapaz. Lívido de frustración, empezó a abofetearla. Amenazó con matarla. Caitríona juró por el cielo que jamás diría nada de su impotencia y le suplicó que le permitiera cuidar de mí, a sus órdenes. El pirata se distrajo entonces por la llegada de otro barco. Subió a bordo un representante del sultán, pagó por las mujeres y compró también a mi padre, para usarlo de gladiador en Argelia. Mientras lo empujaban al otro barco, mi padre miró al capitán pirata y juró venganza. El capitán rió con ganas:
—Si vives, que no vivirás, en Venecia nos vemos las caras.
A Caitríona y a mí nos dejaron tranquilas durante el resto del viaje. Llegamos a Venecia unos días después. Conservo algunos recuerdos, retazos apenas, del año que pasamos allí: la amante estéril del capitán, María Elena, en su triste palacio. Me abrazaba contra su pecho, dispuesta a perdonar los muchos vicios del capitán por el enorme regalo que le había traído. Del canal subía un olor agrio por la Giudecca, y se oían las campanas de la Chiesa del Santissimo Redentore. Recuerdo vagamente los baños con Caitríona, rodeadas de doncellas parlanchinas. Nuestra ropa nueva. La comida y los colchones de plumas. María Elena me mimaba, y Caitríona jamás me perdía de vista.
II
A padre lo metieron en una prisión argelina, en la misma celda donde languideció años atrás el autor español Cervantes. En verano empezaron los juegos, vestigio del dominio romano de hace siglos. Esclavos y prisioneros luchaban a muerte contra soldados curtidos que buscaban impresionar a sus señores. El público sediento de sangre apostaba con frenesí. Padre ganaba dinero para su captor, y durante la primera semana el público se volvía contra él, furioso de que un extranjero humillara y matara a tantos soldados de su fe. Se cambiaban las reglas en su contra. Lo ponían a luchar contra asesinos profesionales de dos en dos, y en una ocasión incluso se midió con tres. Todas las veces venció, y, obedeciendo el código del guerrero samurái, se inclinaba ante los restos de sus oponentes de una manera que hasta el bruto más inculto comprendería que era sincera.
Entonces lo pusieron a luchar contra las bestias. Un oso viejo, enorme, desorientado, con un pincho metálico clavado para irritarlo. Esa crueldad hizo que padre despreciara a aquellos que trataban así a tan noble animal. Le dio una muerte rápida e indolora. Al día siguiente entraron en liza dos gorilas. Uno consiguió agarrar a padre y tirarlo al suelo, dejándolo sin resuello. El anfiteatro enloqueció de alegría. Pero pronto cayeron las cabezas de ambas bestias, enfureciendo a su dueño y enloqueciendo al público aún más. Padre decía que jamás había visto criaturas semejantes. Al mirar sus cuerpos, le parecieron prácticamente humanos.
El último día, ataron a un poste a una mujer acusada de adulterio; solo padre podría salvarla de tres leones famélicos. Los mató, sufriendo un zarpazo en la espalda que sangraba profusamente; el gentío gritaba enloquecido. Había entendido que su victoria significaría el perdón para la mujer, pero a la mañana siguiente fue obligado a ver cómo moría lapidada. Su furia fue tal que, en el camino de vuelta a la cárcel, sometió a sus carceleros, robó un esquife y se echó a la mar. Dos días después, casi muerto de sed, arribó a Sicilia, cerca de Akragas; desde allí se encaminó hacia el norte.
En Roma buscó a Galileo Galilei, científico al que había conocido en un viaje anterior. Galileo lo acogió, le dio de comer y escuchó todo lo que había ocurrido desde que se vieron por última vez. Se horrorizó al saber lo que habían hecho los piratas, y estaba deseoso de ayudar a padre a recuperarme. Le dio dinero y llamó a un sastre para que arreglara su ropa y le hiciera prendas nuevas. Escribió una carta de presentación a un contacto influyente en Venecia, un tal Paolo Sarpi, prestigioso clérigo y abogado que, como Galileo, se había enemistado con el papa, y por ello había estado a punto de perder la vida.
A principios de otoño, padre llegó a La Serenísima. Paolo Sarpi lo acogió. Jugaban al ajedrez, y Sarpi se enteró de dónde vivía el pirata. Conocido y respetado en la ciudad, consiguió una invitación para el baile de máscaras que celebraba María Elena cada año, y se la cedió a mi padre.
Como en Venecia nadie sabía qué era un samurái, padre asistió al baile sin disfrazarse. La kami-shimo aumentaba el ancho de sus hombros. Las espadas lucían un brillo cegador. Llevaba el cabello recogido con una cinta negra. La túnica era negra también, con hilos de oro que dibujaban los símbolos de la casa Date: el castillo de Sendai, una espada, una grulla alzando el vuelo. Los únicos elementos venecianos de su vestimenta eran unas zapatillas de terciopelo y la máscara negra, de tipo arlequín. Pasó el canal en un sàndolo da barcariòl, manejado por uno de los barqueros de Sarpi.
La terraza superior, que daba al canal, estaba repleta de gente. Cada esquina estaba iluminada con antorchas, y los invitados al llegar escuchaban dulces melodías de Gioseffo Zarlino y Giovanni Croce. Contaba padre que al acercarse en la barca se le aceleraba el corazón, viendo el palacio iluminado como un templo. Años más tarde lo obligaría a repetirme los pensamientos que se le pasaron por la mente en aquel momento, el momento en que comprendió que allí dentro estaba su hija, carne de su carne, la niña en cuyas venas corría la sangre de señores samuráis y reyes españoles. Para llegar allí había dado muerte a más de treinta hombres, y estaba dispuesto a matar a sesenta más para rescatarme.
Caitríona recuerda la admiración que despertó el atuendo de padre, sobre todo en las signorinas, que cuchicheaban, intrigadas por la identidad del extranjero. Ricas en dinero pero pobres en imaginación, muchas jovencitas iban vestidas de princesa, que es lo que ellas se consideraban. Los vestidos eran de seda, en tonos brillantes: verde bosque, ciruela, rojo fuego. Las costuras, festoneadas de encajes o diminutas perlas, reflejaban la luz de antorchas y velas. Los cabellos alcanzaban alturas insospechadas, y las manos enguantadas sostenían máscaras de colombina, máscaras emplumadas como aves tropicales, aves de las marismas saladas de la Laguna, aves de presa. Los caballeros se pavoneaban, gallitos, con tricornios y calzones de satén, excitados por sus exagerados antifaces de Bauta y Zanni, diseñados como homenaje a la tumescencia varonil. Muchas chaquetas y capas parodiaban motivos militares. Caitríona recordaba a un hombre que iba vestido de César, y a otro, de piernecillas delgaduchas, de Alejandro Magno, con una faldita escandalosamente corta.
Pasaban las horas; el vino corría a raudales. Las mujeres bailaban con otras mujeres; los hombres, con otros hombres; las esposas, con los maridos de otras. Padre se abstenía. Se le acercaban grupos de personas audaces, curiosas, incluida la propia María Elena; él respondía simplemente que era huésped de Paolo Sarpi. Dada el aura de controversia eclesial que rodeaba aún a Sarpi, su renombrado intelecto y su firme lealtad a la ciudad, esta respuesta no hacía más que inflamar la atracción del misterioso desconocido. Que era extranjero se notaba, pero ¿de dónde? Él solo se dignaba responder:
—De muy lejos.
Nos encontró en una sala, la de paredes enteladas de seda rosa, iluminada con candeleros dorados. Caitríona y yo estábamos vestidas de ángeles, con túnicas blancas, diáfanas, y elaboradas alas de plumas, sujetas con tiras entrecruzadas. Estábamos sentadas con la madre de María Elena, a quien recuerda Caitríona como elegante y severa, una señora inmune a las locuras de la fiesta. Padre se nos acercó, enmascarado aún. Imaginando que la italiana no entendería inglés, hizo una reverencia y se dirigió en esa lengua a Caitríona.
—Nos conocemos.
—No lo sé –respondió ella, suponiendo que sería uno de los amigos sátiros de María Elena–. Ocultáis el rostro.
—Con razón. No os alarméis por lo que voy a decir. No permitáis que se desvanezca la sonrisa de vuestros labios.
—¿Por qué iba a hacerlo, señor?
—Nos conocimos en la mar.
—En la mar.
—Ya basta –intervino la señora en italiano–. No permitiré que sigáis hablando con esta joven en esa lengua bárbara.
Yo lo miraba, intrigada por el antifaz. Me dicen que incluso quise tocarlo.
—¿Qué