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Sibila
Sibila
Sibila
Libro electrónico454 páginas7 horas

Sibila

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Aunque su aspecto sea humano, Sibila es algo más. Sin embargo, está a punto de perder para siempre al amor de su vida.

Cuando era niña perdió a sus padres, sacrificados para preservar el oscuro secreto de su especie, y ahora se enfrenta a ese mismo enigma. Quiere salvaguardarlo, pero su corazón se lo impide, pues late desbocado por un humano.

Siendo ya universitaria en el lluvioso Dublín, se halla totalmente inmersa en la física cuántica, a la par que obligada a ocultar sus sentimientos y su verdadera identidad. Todo para no desencadenar una nueva caza de brujas en Irlanda.

No obstante, ocurre lo inconcebible…

Ahora todo depende de una humana, Dafni, una camarera sin blanca que se las busca para seguir adelante con su vida y enfrentarse a la pérdida y la traición. A pesar de creer que las cosas no podían ir a peor, todo se tuerce desmesuradamente, cuando la caza de brujas da comienzo y el destino la encamina irremediablemente hacia el abismo. Es la única que puede detener el embrujo y salvar a Sibila. Salvarla de un amor maldito atado con un cordón rojo…

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento6 ene 2022
ISBN9781667412528
Sibila

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    Sibila - Demetria Mechaelou

    Sibila

    Dedicado a Maurizio

    Hay un hilo rojo invisible que une a todos aquellos que están destinados a encontrarse, sin importar el tiempo, el lugar o las circunstancias. El hilo puede tensarse o enredarse, pero nunca se rompe...

    Antigua leyenda china

    Introducción

    ––––––––

    Los deseos se someten al deber, al igual que el ser se adapta a la sociedad. Sin embargo, cuando se habla de las pasiones del corazón, dicha sumisión tiene un coste muy alto.

    No te atreves a soñar, pues cada vez que lo haces sientes como si te cayeras por las escaleras. Por desgracia, no hay ascensor; y, para más inri, cuando intentas poner en orden tus pensamientos, viene un temporal que arrecia con toda su fuerza.

    En realidad, el ser humano es incapaz de desprenderse de su deseo. En cambio, lo que hace es sustituir, encontrar un remedo. Dicha transmutación se manifiesta de múltiples maneras y, en la mayoría de los casos, resulta irreconocible a los ojos de quien la realiza. Es aquello que ves en los rostros de la gente, felices por lo general, pero con una profunda tristeza en sus miradas. Sin embargo, para verla has de tener buena intuición.

    Este es el mundo de los lógicos. El de los intuitivos es infinitamente más dichoso y auténtico.

    No obstante, llega un momento en el que ambas categorías se enfrentan a una misma cuestión: ¿es posible que la vida entera sea un plan trazado por un tercer elemento?

    Se habla de dioses, del destino, del azar... O, tal vez, de magia.

    La abismal sincronicidad del amor

    ––––––––

    «No es la necesidad, sino la casualidad, la que está llena de encantos. Si el amor debe ser inolvidable, las casualidades deben volar hacia él desde el primer momento».

    Milan Kundera

    En todo conjunto acotado de sucesos equivalentes hallamos desigualdades en las frecuencias que aparecen, es decir, que algunos sucesos se dan con mayor frecuencia que otros.

    Era ya casi mediodía y, sin embargo, aquella frase llevaba rondándome la cabeza desde la mañana; una frase que la escuché por vez primera hace cinco años en clase de Semiología, en el Trinity College de Dublín. Pero ¿por qué ahora? ¿Se trataba de una casualidad?

    El timbre del teléfono me sacó de aquellas cavilaciones y a regañadientes me levanté del escritorio, que estaba colocado justo bajo una ventana que daba a la calle más melancólica del a ciudad. Un Dublín gris el de aquella tarde, como casi siempre, pues el sol se hallaba perennemente perdido tras las espesas nubes, mientras que la neblina descendía cada vez más, lista para engullir todo a su paso.

    —¿Diga? —contesté mientras volvía a sentarme en la silla.

    —¿Es la señorita Butterfly? —Se oyó decir a una seria voz al otro lado de la línea.

    —Por supuesto —respondí con un toque de ironía.

    —Llamo del bufete de abogados Nelson y Charles. Hay un asunto que le atañe y del que desearíamos discutir con usted en persona —dijo con aún más seriedad y con un tono lo suficientemente profesional como para convencerme de que había algo importante que tenía que decirme.

    No me di por vencida.

    —¿Pero usted es Nelson o Charles? —pregunté esbozando una sonrisa.

    —Yo soy Kramer, y hablo en nombre de los señores Nelson y Charles —dijo para ilustrarme.

    —Le escucho —dije esta vez un poco enfadada.

    —¿Podría acercarse mañana por nuestras oficinas? Como le dije, el asunto lo llevan los señores Nelson y Charles.

    —Mañana es sábado —protesté, pues no iba a estropear mis planes ni por todo el oro del mundo.

    —Estoy al corriente. —Una breve y torpe pausa me hizo pensar. Estos picapleitos... Cuando dejan de hablar, no es para bien—. Se trata de una cuestión delicada —se explicó.

    —¿En qué sentido? —insistí.

    —¿A las once le viene bien para informarle al respecto? —rehuyó Kramer para evitar mi pregunta.

    Me quedé pensativa unos instantes. El tipo parecía saber mantener el pico cerrado, así que daba igual lo que yo pudiera hacer; no soltaría prenda.

    —Me viene bien. —Claudiqué.

    —Entonces, nos veremos pronto —sentenció con profesionalidad y me colgó de sopetón.

    Yo me quedé con el auricular en la mano y con una despedida pegada a los labios.

    —Ya me verá, ya... —dije a la línea silente, tras lo que olvidé el asunto y me puse a prepararme para ir a la biblioteca.

    El posgrado que cursaba iba a toda velocidad, y me costaba horrores ponerme al día con bibliografías, investigaciones, plazos y profesores. Manzana en mano y ataviada con mis botas de agua e impermeable me lancé a las calles de la ciudad. Tráfico denso, dublineses corriendo de aquí para allá resguardados bajo sus paraguas e impermeables y luces que se reflejaban en el húmedo pavimento. Frente a mí se extendía la estampa de cada viernes, en la que los protagonistas eran el tedio y la humedad.

    A paso ligero y con la mente puesta en las vacaciones de verano en las playas del sur de Francia, junto al tórrido sol del Mediterráneo y a Dennis, mi mejor amigo desde hace años, llegué a la suntuosa entrada de la biblioteca del Trinity College.

    La reina Elizabeth I fue la fundadora del Trinity College, que se erigió en 1952 sobre un monasterio agustino. La sala central de la gran biblioteca tiene una longitud de 65 metros y alberga 200 000 volúmenes de los más antiguos libros en sus estanterías de roble. Era mi edificio favorito en toda la capital.

    Me despojé del impermeable y entré a la cálida estancia que olía a madera mezclada con papel, esfuerzo y conocimiento. Chelsea, una chica de unos treinta años y de pelo cobrizo que siempre llevaba recogido en dos trenzas, me miró por debajo de sus gafas y me lanzó una sonrisa.

    —¡Mira quién está aquí! —dijo dándome una afectuosa bienvenida. Después de tantos años allí dentro casi nos habíamos hecho amigas.

    —¿Qué tal estás, Chelsea? —Le devolví la sonrisa. Se inclinó hacia a mí y me habló en voz baja.

    —Esta noche tengo una cita —me reveló.

    —¿Doy por hecho que tendrás tiempo para cambiarte de ropa? —bromeé, pues conocía de sobra su apretada agenda.

    —Eso espero. —Suspiró.

    Le di las buenas noches y me dirigí hacia los pasillos, con el objetivo de hacerme con un par de tomos de física cuántica. De vuelta a una de las mesas en las que me solía sentar, mi mirada se posó sobre un tipo, simple y llanamente encantador, que me cautivó por un momento de manera que me hizo olvidar por qué motivo me encontraba en aquella biblioteca.

    Tenía rasgos marcados y una leve palidez en el rostro, por lo general anguloso, que se hallaba iluminado por un par de almendrados ojos grises de un tono tan inusual que recordaba a un mar embravecido. Sin embargo, mi mirada, o tal vez mi mente, dejó atrás ese atributo evidentemente atractivo para fijarse sin ningún pudor en sus carnosos labios. Sentí un pulso que se avivaba en mi interior y que no me permitía pensar en astronomía o cuantos.

    Mientras caminaba hacia mí, simplemente para pasar al lado de mi mesa y, habiéndose percatado claramente de la manera que me había quedado mirándolo, me lanzó una profunda pero rápida mirada.

    «¡Venga ya! ¿De verdad hacía falta encontrarme en la biblioteca con semejante tiarrón y que me mire de esa forma?».

    Sin pensármelo dos veces, cuando pasó por mi lado giré la cabeza hacia él y contemplé cómo se acercaba a una mesa vacía, donde dispuso unos cuantos libros frente a él y en los que se sumió a continuación.

    «En lugar de salir en una noche como esta, prefiere libros y bibliotecas... Y mis encantos no le hacen ningún efecto. Solo una mirada, si bien profunda e intensa, pero breve», pensé mientras observaba toda la escena, abstraída. Le vi levantar la cabeza y sus ojos se clavaron en los míos durante algunos segundos. Esta vez fui yo la primera en apartar la mirada y volver a mis libros. Tomé el que hablaba sobre la teoría de cuerdas y empecé a hojearlo con premura. A decir verdad, que un tipo de labios carnosos salga de la nada, te dispare las hormonas y te arranque de tu mundo cuántico no es lo mejor que te puede pasar, especialmente en medio de un proceso de documentación, investigación y redacción sobre gravedad cuántica.

    «Buenos días amooor, buenas noches amooor...», canturreaba entre susurros justo antes de concentrarme en caminos más conocidos y seguros.

    El amor dura poco, pero el conocimiento es para siempre, y yo era fanática de lo segundo. Una cosa era cierta, y es que no quería enamorarme para no distraerme por culpa de criaturas como él, que desde kilómetros gritan: «¡yo soy el amor, soy el dios Eros personificado!».

    Teniendo una aguda intuición desde ya muy pequeña, dentro de mí sentí que él funcionaba de una forma parecida. Kendra, la mujer que me crio, me contó que las almas gemelas se reconocen incluso después de muertas.

    Y muerta de cansancio me levanté varias horas después, habiéndome olvidado ya de los labios carnosos y de los ojos grises y embravecidos del tipo a un par de mesas de mí.

    En cuanto miré hacia él, inmediatamente alzó la vista y se quedó observando cómo me pertrechaba con mi abrigo e impermeable. Lo hizo de una forma que me dejó paralizada y que me hacía imposible apartar mis ojos de los suyos.

    «¿Pueden hablar los ojos? ¿¡Y cómo voy a saberlo!? Llevo toda la vida dedicándome a la física y, a excepción de sexo casual, no tenía tiempo para nada más estable».

    Se levantó de inmediato, recogió sus libros y me siguió hasta el mostrador de Chelsea, que hacía tiempo que se había marchado. Se detuvo a mi lado y esperó a que dejase mis libros para hacer lo propio. Sin decir nada, me siguió hasta salir de la biblioteca.

    Me detuve a pocos pasos de la entrada y jugueteé con los gruesos copos de nieve que caían gráciles como bailarinas en una calmada y sentida danza. Diecinueve de diciembre, y esa era la primera nieve que descendía sobre el suelo de Dublín, lo que anunciaba el descenso de Bóreas, la llegada del dios del invierno. Me gusta el invierno, el aire frío, las nubes que traen gélidas ventoleras y que extienden el frío por cielo, tierra y gente.

    Unos metros atrás, el hombre apareció de nuevo con la vista clavada en mí, y observé una ligera sonrisa en sus labios. Me quedé mirándolo, el invierno en persona con sus helados ojos grises, y la nieve parecía haber llegado para acompañarlo. Tan frío y ardiente al mismo tiempo. Caminó hacia mí y me quedé petrificada en el sitio, aguantando la respiración, a la vez que mis piernas deseaban echar a correr lejos de él. Se puso tan cerca que casi me rozaba con su ropa.

    —Te he visto dentro —confesó con un matiz en su voz, pero con un tono a la vez que me constató que se trataba del mismísimo invierno.

    —Yo también —respondí con la misma frialdad.

    Sonrió y apartó varios mechones de pelo castaño que se habían descolgado frente a sus ojos.

    —¿Posgrado? —preguntó.

    —Exacto —confirmé.

    Otra mirada penetrante, los labios sellados y el fuego seguía avivándose a pesar de la helada que cubría St. Stephen’s Green, el parque central de la ciudad, literalmente confinado entre edificios del siglo xviii y remodelado gracias a la donación de sir Arthur Edward Guinness en 1877.

    Dennis, casi a modo de deus ex machina, apareció de la nada para salvarme de un ahogamiento seguro, pues no quedaba duda de que, a cualquier movimiento que hiciese el frío Invierno, habría caído en sus brazos irremediablemente.

    —¡Sabía que te iba a encontrar aquí, Sibila! Solo tú podrías pasarte un viernes noche metida en la biblioteca —dijo, mofándose en mis propias narices.

    El hombre dio un paso atrás y se giró hacia Dennis, quien lo observaba con una expresión de sorpresa entremezclada con vacilación.

    —Señor Damon... Buenas noches —le saludó con toda cortesía.

    «¿Se conocían? ¿Dennis conocía al dios Invierno?»

    —Hola, Dennis.

    —Bueno, Sibila, me da igual lo que digas, ¡vamos a celebrar tu cumpleaños! —dijo dirigiéndose a mí.

    El señor Damon volvió a clavar su mirada sobre mí.

    —Pues, Dennis, digas lo que digas, no creo que mi cumpleaños sea motivo suficiente para celebraciones —repliqué, enojada por obligarme a revelar tanto delante de un desconocido.

    —Bueno, señorita Sibila, creo que Dennis lleva razón. El cumpleaños es el día más importante en la vida de una persona por la mera razón de llegar a la vida. —«¿Estaba el señor Damon burlándose de mí?».

    —Quizá primero debería presentárseme antes de dar consejos —le espeté.

    Sus labios se descorrieron en una espléndida sonrisa y una blanca dentadura compuesta por dientes grandes y rectos resplandeció.

    —Damon Apple —se presentó finalmente.

    «Damon Apple... ¿Por qué había algo que me avisaba de que ese nombre me iba a perseguir toda la vida?».

    Me miró con paciencia y curiosidad a la vez y, cuando por fin desperté de la fantasía en la que me lo imaginaba ya desnudo y en mis brazos, con un leve rubor en mis mejillas, me presenté.

    —Sibila Butterfly.

    —Me alegro de conocerla —dijo, aunque me dio la sensación de se que se alegraba por otro motivo.

    Dennis, que llevaba todo este rato mirándonos confuso, carraspeó, quizá intuyendo la tensión entre nosotros, y nos trajo de vuelta a la realidad.

    —Pensaba que ya os conocíais... —murmuró.

    Damon volvió la cabeza hacia él, pero su cuerpo permanecía dirigido firmemente hacia mí, claro indicio de atracción amorosa.

    —¡No, Dennis! No habíamos empezado a intercambiar unas palabras cuando apareciste de pronto... —dijo como culpándolo por haber interrumpido.

    —Ah... —dijo Dennis con una de esas sonrisas que ponía cuando un pensamiento pícaro le pasaba por la mente.

    —Vamos a tomar algo a un pub para celebrar el cumpleaños de Sibila, como ya hemos dicho. ¿Qué dices, señor Damon? ¿No nos acompañas? Si aceptas, Sibila no podrá poner ninguna pega, solo por no pasar vergüenza. —Se apresuró a decir, quizá para tentarlo.

    «¡Dennis!».

    —¡Por supuesto! De todas formas, necesitaba tomar algo... más bien fuerte —confesó, y otra abrasadora mirada me prendió.

    Tanto si quería como si no, me vi obligada a aceptar. «Creo que yo también necesito beber algo... fuerte».

    Atravesamos el parque que, a pesar de la nieve que caía tenazmente y que había enmoquetado de blanco todo a su paso, estaba lleno de gente. La decoración navideña, la tenuidad de las luces de los semáforos, las ráfagas de aire gélido, los árboles y los edificios sobre los que el bello fenómeno meteorológico se espolvoreaba silenciosamente favorecían el agradable ambiente. Sin embargo, yo me notaba inquieta. Las constantes miradas, unas veces fogosas y otras frígidas, los pensamientos amorosos en torno a Damon y el ojo avizor de Dennis no me permitían disfrutar de la atmósfera dublinesa.

    Llegamos a un acogedor y céntrico pub, el Black Duck, uno de aquellos a los que Dennis solía traerme a rastras para agarrar una buena cogorza. Pero de eso hacía ya cinco años, cuando éramos estudiantes de la comunidad universitaria de Trinity.

    Dennis estudiaba en el Departamento de Medicina, y yo acababa de empezar mi Posgrado en Gravedad cuántica y Damon... No sabía nada sobre él. «Y ¿cuántos años tendrá? Parecía rondar la treintena, pero su actitud y porte le hacían parecer mayor».

    El pub estaba a reventar y nos apretujamos en una pequeña mesa.

    —¿Qué bebéis? —preguntó Dennis, que se ofreció a traer las primeras bebidas.

    —Güisqui —respondimos al unísono.

    —El mío con mucho hielo —aclaré.

    —Lo sé, Sibila —dijo entre risas y, tras escuchar las preferencias específicas de Damon, se alejó.

    —Estoy segura de que no eres de posgrado —le dije.

    —Soy profesor —manifestó.

    —¿Y qué enseñas? —pregunté.

    —Griego clásico.

    «O sea, que tienes en tu mano todo el conocimiento del mundo y lo compartes con toda generosidad».

    —¿Y tú? ¿De qué va tu investigación?

    —Campos cuánticos —le informé.

    —Así que una chica de ciencias, ¿no?

    «Bueno, de ciencias... Por decir algo».

    —Tan de ciencias como tú de letras —le respondí.

    —¿Y bien? ¿Has desentrañado el misterio de los cuantos? —continuó.

    —En eso estoy... Me imagino que tú ya dispones de las soluciones a todos los misterios de la vida.

    —A todos salvo uno —murmuró mirándome con intensidad.

    —¿Cuál? —pregunté desbordada por la curiosidad.

    «Yo creía que la antigua filosofía griega era la base de todas las cosas».

    —El amor —dijo, tras lo que sus labios se alzaron en una leve sonrisa.

    —Pues yo pensaba que Sócrates ya había dado con ello. El amor es el deseo por ser inmoral —dije para hacer gala de mis conocimientos, aunque no es que supiese mucho sobre los antiguos. La física cuántica no te deja tiempo ni para cepillarte el pelo, así que, ni hablar de leer a Platón. No obstante, lo había oído en alguna conversación y me aproveché para impresionarlo. «¿Y para qué quería yo impresionarlo?».

    —No estoy de acuerdo. —Su réplica me sorprendió.

    —Y, entonces, ¿qué piensas?

    —El amor es química. Química cuántica.

    «Excelente... Química cuántica. Está claro que sabe utilizar sus conocimientos».

    —Tal vez deberíamos colaborar —dije, riendo.

    —Lo mismo digo —respondió, lo que hizo que la sonrisa en mis labios se congelara.

    —Güisqui con mucho hielo para Sibila y solo para el profesor Damon —nos interrumpió Dennis.

    —Dennis, ya es hora de dejar las formalidades. Llámame Damon a secas.

    Me pregunté de qué se conocerían. Era imposible que Dennis fuese a clases de griego clásico en el departamento de Medicina. Mejor dicho, era imposible que Dennis tuviese alguna relación con el griego clásico.

    —¿De qué os conocéis?

    —Por Kelly. Fue su director de tesis —me informó Dennis.

    Kelly, su novia desde hace unos meses, la única relación duradera que tuvo en su vida.

    —Bueno, Sibila, ¿cuántos cumples hoy? —me preguntó.

    —A media noche, Sibila cumple sus veintitrés con todas las de la ley —intervino Dennis sonriente y contentísimo por el fiestorro que me había preparado.

    —Así que, nacida en vísperas del solsticio de invierno —apuntó Damon.

    ¿Cómo no iba a saber también de las creencias y fiestas en torno a los solsticios en el mundo antiguo?

    —Exactamente. Negra, oscura Sibila —dijo Dennis burlándose de mí.

    Black butterfly. Eres una mariposa negra que busca la luz en los campos cuánticos. Pero ¿estás segura de que es allí donde se encuentra la luz? —preguntó Damon, enigmático.

    —¿Qué quieres decir? —pregunté totalmente confundida.

    —Es una vieja historia —respondió.

    —¡Te escuchamos encantados! ¿A que sí, Dennis? —Busqué complicidad en mi amigo.

    —Sí, claro —dijo con un interés del todo falso.

    —¿Estás segura de que deseas escuchar mi historia? —Insistió, quizá buscando una negativa.

    —Por supuesto —dije para sacarle de dudas.

    —Una vez hubo una chica tan hermosa, que se decía que superaba incluso la belleza de Afrodita. Los hombres venían de todas partes y se congregaban para verla, por lo que los altares de Afrodita quedaron completamente abandonados, lo que no gustó a la diosa de la belleza. Por tanto, envió a su hijo, Eros, a que atravesara a dicha joven con sus flechas para que se enamorara del hombre más despreciable del mundo. Sin embargo, cuando se topó con la chica, Eros se maravilló tanto por su presencia que se equivocó y acabó clavándose su propia flecha, lo que causó que se enamorara perdidamente de ella. Cuando esto llegó a oídos de Afrodita, lo convocó y reprendió por su torpeza, y le impuso como castigo jamás volver a verla. Por otro lado, obligó a la chica a que descendiera al Hades para recibir una caja de manos de Perséfone, como condición para poder volver a estar junto a Eros, pues estaba segura de que nunca podría regresar. Sin embargo, la muchacha consiguió escapar, pero su curiosidad la derrotó. Abrió la caja y esta la hizo caer en un profundo sueño. Esta doncella se llamaba Psique, y fue Zeus quien la despertó[1]...

    —No entiendo qué tiene que ver esa historia con que me hayas llamado mariposa negra —dije pidiendo una aclaración, pues me había despertado el interés.

    El tipo sabía hacer picar la curiosidad, y no solo por la manera en que movía sus mullidos y torneados labios, sino por como articulaba lo que decía. ¿Ese tipo de historias proviniendo de semejante pibonazo? Estaba perdida.

    Me miraba directamente a los ojos, tan profundamente que pensaba que me iba a atravesar con la mirada.

    —Al despertarla, Zeus la liberó de la muerte, pues Morfeo, hijo del dios del sueño, era hermano de Tánatos, la personificación de la muerte. Y quien visita a Tánatos porta a su vuelta su color negro, su sombra. En la antigua Grecia, a las mariposas se les decía ‘psiques’ o ‘almas’; las polillas, o mariposas nocturnas, se sienten atraídas por las llamas, y la llama que arde por ella es la del amor, Eros. Y, ya que te llamas Mariposa, llevas dicho mito en tu nombre. No está equivocado Dennis cuando te llama Sibila negra, pero creo que Mariposa negra te queda mejor, sobre todo si lo hilo con tu pelo azabache y tus ojos de ónice. Eres igual que Tánatos. —Me dejó sin habla y, antes de alcanzar a articular palabra, me ilustró en lo que respecta a mi nombre: —Los antiguos griegos creían que las mariposas eran las almas de los muertos.

    Lo miré boquiabierta y no podía creer lo que oía.

    —¿Ves como tengo razón cuando digo que eres oscura, Sibila? —dijo Dennis entre risas.

    —Aunque no he encontrado ninguna referencia que lo confirme, sospecho que la Psique-mariposa regresó de la muerte en la noche del solsticio de inverno, cuando Capricornio se encuentra en el grado 0, justo cuando se abren las puertas de los dioses, las puertas de la encarnación. La noche más larga del año preludia el abismo de la muerte, de la que regresa el dios Helios para volver a insuflar la vida, justo cuando el alma regresa del averno para dar aliento al amor. De hecho, la primera referencia a la palabra psique la encontramos en Homero, y proviene del verbo psū́khō, es decir, respirar. Por tanto, psique significa ‘hálito’ y, por consiguiente, ‘vida’, pues no puede existir vida sin hálito. De algún modo, la mariposa negra del solsticio de invierno es la que porta y atrae la luz, la que trae las ensoñaciones al sueño de los hombres. En México, mucha gente cree que las mariposas negras anuncian la muerte cuando se posan en las puertas de las casas. Allí, a estas mariposas se las conoce como micpapalotl, de la palabra miquitzli, que significa ‘muerte’. Además, hay una conexión muy interesante entre el comportamiento de los insectos y la sexualidad humana, y la encontramos en la una leyenda de los navajos, cuya protagonista es la mariposa. Según dicho mito, hay un dios andrógino, Begochidi, jefe del pueblo de la mariposa y que satisfacía las necesidades sexuales de los hombres y mujeres-mariposa. Cuando Begochidi decidió abandonar aquella tierra, el pueblo-mariposa se negó a mezclarse con extranjeros y se volvió incestuoso. A causa de estas prácticas, enloquecieron, de ahí su tendencia a arrojarse a las llamas[2]. Una mariposa negra como tú, Sibila, que te lanzas a la luz de los cuantos; pero ¿estás segura de que allí está la llama que arde para ti? —preguntó por segunda vez.

    —Bueno, Sibila, creo que deberíamos invitar a Damon a la fiesta —propuso Dennis visiblemente entusiasmado. Yo le lancé una mirada asesina.

    —¿Qué fiesta? —preguntó Damon mirándonos a ambos.

    —A la del solsticio de invierno. Pasado mañana por la mañana nos volvemos a casa, así que nos dará tiempo a darnos un paseo por la costa.

    Cuando Dennis se percató que Damon lo miraba con expresión interrogante, decidió explicarse.

    —En Cork, todos los años por estas fechas celebramos por todo lo alto la muerte y resurrección del dios Sol. Si te apetece, estoy dispuesto a alojarte en mi casa. Salvo que, claro, Sibila te reclame para ella sola.

    «¡¡¡Dennis!!!».

    —Pues, hasta ahora no he visitado Cork —dijo con una sonrisa y sus ojos se estrecharon en una expresión que revelaba más de lo que se atrevían a contar sus labios.

    —Aquello es precioso, y la noche del solsticio parece que el sitio está encantado —insistió Dennis.

    —¿Y qué opina Sibila? —dijo, clavando su mirada en mí.

    —Creo que es la ocasión perfecta para que busques la magia tanto de Cork como del solsticio —dije, dándome por vencida y aceptando que no me podría escapar de su presencia.

    —Espero que los cuantos de la química me lleven a encontrarme con una bruja... una bruja negra —dijo riendo.

    —¿Crees en las brujas, Damon? —pregunté.

    —Solo en las morenas —me espetó, tras lo que tomó su vaso y empezó a mecerlo lentamente.

    —¿Y en las pelirrojas no? Después de que tantas hayan ardido en hogueras a causa de su cabello cobrizo... —expuse para evitar responder a su comentario.

    —Es que la que conozco tiene pelo negro —dijo, poniendo énfasis en sus dos últimas palabras, lo que me dejó claro a qué se refería.

    —¿Y estás seguro de que es una bruja? —Le lancé otra mirada fulminante.

    —¡Por supuesto!

    —¿Y tú, Dennis? ¿Crees en las brujas? —me giré risueña hacia Dennis.

    —¡Pues claro! —Me guiñó el ojo.

    —Bueno, me tengo que ir ya. ¿A qué hora quedamos? —nos preguntó y se levantó a la vez que se bebió de un trago el contenido del vaso.

    —Pasaremos a recogerte a las nueve de la mañana. ¿Quedamos en la biblioteca? —propuso Dennis.

    —¿Por qué no? La biblioteca es un buen sitio —apuntó y me miró.

    —Buenas noches —le dije con una sonrisa.

    —¡Feliz cumpleaños, Sibila! —me deseó y sacó un par de billetes para pagar y que devolví hacia su parte de la mesa.

    —Las bebidas corren de mi parte —afirmé.

    —Gracias. —Aceptó de buen grado y se alejó de la mesa, dejándonos solos.

    Dennis esperó pacientemente hasta que salió del local para hablar, como si fuera posible que pudiese oírnos. Su rictus desbordaba incertidumbre.

    —Cuenta —me ordenó.

    —No tengo nada que decir. —Sonreí.

    Alzó una ceja y puso una mueca de desaprobación.

    —Sibila, ¡desembucha! ¿Qué acaba de pasar?

    —No tengo ni idea. —Decía la verdad, aunque a medias.

    —Va, Sibila. Si al final me lo vas a contar, no juegues conmigo —me rogó. Di un sorbo a mi bebida.

    —Lo acabo de conocer en la biblioteca. Lo miré, me miró y cuando salimos se puso a hablar conmigo. El resto lo has visto y oído tú mismo, así que saca tus propias conclusiones.

    —Sibila, no estoy hablando de él, sino de ti. ¿Desde cuándo vas por ahí charlando con profesores de griego clásico?

    —¿Y tú desde cuándo invitas a profesores de griego clásico a que celebren conmigo mi cumpleaños?

    —¡Ja! Pero si te lo estabas comiendo con los ojos. Además, si te hubiera dejado sola con él lo habrías mandado por donde vino.

    —¡Y habría hecho bien!

    —¡Ajá! ¿Ves? Admites que te ha gustado —me acusó—. Es todo un logro. Al final ha aparecido un tío que te engatusa, Sibila Butterfly o tal vez ¿tal vez Mariposa Negra? —dijo prorrumpiendo en carcajadas.

    —A ver, dime, ¿por qué lo has invitado a venir a Cork?

    —¡Porque tú nunca te habrías atrevido! Además, supuse que querrías verlo en tu casa, ¿o acaso me equivoco?

    —Dennis, déjame en paz —dije enfadada.

    —Venga, Sibila, celébralo. Te pasas el día entre cuantos, ¡vive un poco! —me animó con su sempiterna delicadeza.

    —¿Y qué le vamos a decir al resto cuando vean al famoso profesor Damon, tío listo? —dije para restregarle por la cara sus payasadas.

    —Pues que es un amigo. Amigo tuyo y mío. ¡Tranqui, que es inofensivo! —propuso de un modo totalmente infantil.

    —¿Inofensivo un profesor de griego clásico? ¿De verdad no te has dado cuenta de lo mucho que sabe sobre mitos y leyendas? ¿Te crees que no tiene ni idea de lo que va a pasar esa noche?

    —Sabe lo que sabe la mayoría. Ni se lo imagina —insistió Dennis.

    —Dennis, el tipo es un cerebrito. Como se dé cuenta de que algo no va bien, podemos darnos por acabados —dije exponiendo mis reticencias.

    —No se va a dar cuenta de nada. Festejaremos todos juntos, tú te lo pasarás bien con él y después volveremos a Dublín y a tus cuantos.

    Resoplé. Quizá estaba siendo una exagerada. Tal vez Dennis estaba en lo cierto.

    —En fin. Ahora que lo has invitado ya no sería elegante que lo cancelases... Esta mañana me llamaron de un bufete de abogados, Nelson y Charles, ¿los conoces?

    —Son unos ases de la abogacía, ¿qué querían?

    —Me han dicho que era un asunto que tenía que ver conmigo, y que quieren que hablemos en persona. ¿Te animas a venirte mañana conmigo y me haces compañía?

    —¿A qué hora?

    —A las once.

    —Vale, voy a recogerte.

    Apuramos nuestras copas y nos fuimos juntos. Dennis me dio las buenas noches con un beso de feliz cumpleaños en la entrada de mi casa, a la vez que se sacaba un paquetito del bolsillo de su grueso abrigo.

    —Y que cumplas muchos más, Mariposa Negra.

    —Dennis, corta el rollo.

    Abrí el envoltorio de inmediato.

    —¿Cumbres borrascosas? —dije un tanto confundida.

    —Sí, para que aprendas a enamorarte. Estoy seguro de que la física cuántica, por muy importante que sea, no te enseña nada sobre el amor.

    —¿Y esto sí?

    —Eso dice una amiga mía.

    En diferido

    ––––––––

    «Todas las verdades son fácilmente comprensibles una vez que se descubren; la cuestión es si llegan a descubrirse».

    Galileo

    —¡Venga, Dafni, otra toma! —gritó Just desde su silla, de la que rara vez se separaba. Tuve que centrar la vista en los detalles de su asiento para no mandarlo a freír espárragos. «Respira hondo... Uno, dos... y diez», me dije y le sonreí con todo mi encanto.

    Me coloqué junto a Steven y, desde el principio, volví a comenzar la escena de la declaración de amor del teniente Pierce hacia Dana, la prometida de su mejor amigo y que supuso el motivo de una fuerte enemistad entre ambos jóvenes.

    —¡Quiero más pasión, Dafni! ¡Más dramatismo! ¡El hombre del que estás locamente enamorada y al que te prohibían ver te está declarando un amor oculto durante muchos años! —dijo Just dando las últimas indicaciones antes de acomodarse en su silla y encenderse un cigarro.

    Me percaté de que Tessa, su ayudante, le acercaba una botella de agua y se esfumaba un segundo después. Nadie quería estar alrededor cuando trabajaba, pues se volvía tan exigente e intratable que todos evitaban incluso mirarlo.

    Miré a Steven en un intento por convencerme de que me había enamorado perdidamente de él y, al cerrar los ojos, di rienda suelta a mi imaginación y vislumbré la silueta de otra persona, llegada desde mi pasado más lejano. Sus ojos, sus labios, lo que me dijo y lo que no me dijo... No hicieron falta más de cinco minutos para que salieran a la superficie los recuerdos de un amor que nunca fue, recuerdos tan profundamente sepultados en un abismo oscuro, en días sombríos; y cuando abrí los ojos el que estaba frente a mí ya no era Steven o el teniente Pierce, sino alguien que desde hace quince años me empeñaba desesperadamente en olvidar.

    Mientras le oía hablarme y confesarme su pasión, fingí con gran destreza que quien me hablaba era aquel otro y, a la vez, me rendí ante la tristeza, porque nunca encontró el valor ni la fuerza para hacérmelo saber. Las lágrimas que se derramaban de mis ojos eran de todo menos falsas, sino que eran lágrimas que contuve con tesón y empeño durante años, y que sepulté junto a mi pensamiento, mi amor, el mal que me descubrió o que yo misma me procuré, solo para concluir aquella maldita escena que ensayábamos una y otra vez desde la mañana. Fue una breve concesión hacia mis sentimientos; un privilegio que le di a mi yo para que sucumbiera ante el dolor que un día adormecí y creía que despertándolo simplemente actuaba con una profesionalidad inefable.

    —¡Corten! —Oí la voz de Just y vi que los ojos le brillaban, a la vez que una majestuosa sonrisa de satisfacción se entronaba en su rostro.

    «Después de haber conseguido hacer sonreír de esa manera al director más exigente de todo Hollywood, ¡fijo que voy para los Óscar!».

    —Tenemos dos horas de descanso. —Fue lo siguiente que dijo antes

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