Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

La última Orquídea
La última Orquídea
La última Orquídea
Libro electrónico466 páginas10 horas

La última Orquídea

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

La vida de Anthea Grage es aparentemente normal. Vive en Portown, un pequeño pueblo en Maine, tiene una familia amorosa y una inseparable mejor amiga, Lyv, la única que conoce su oscuro secreto. Nadie más sabe que al anochecer los sueños de Ant están poblados no por miedos y deseos, sino por las sombras de los eventos que aún tienen que suceder. Cuando uno de sus sueños premonitorios anuncia la llegada a la ciudad de un joven misterioso y hermoso, Noah Shane, su rutina aburrida se pone completamente patas arriba. La niña de repente se ve obligada a cuestionar todo en lo que siempre ha creído. Las partes oscuras de su pasado golpean fuertemente su puerta para volver a la superficie y Caleb Shane, el gruñón primo de Noah, es quien parece saber precisamente esos secretos que ignora y que desea aprender a toda costa. ¿Anthea podrá descubrir sus orígenes... y sobrevivir?

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento12 abr 2020
ISBN9781071540497
La última Orquídea

Relacionado con La última Orquídea

Libros electrónicos relacionados

Fantasía para jóvenes para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para La última Orquídea

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    La última Orquídea - Lavinia Vi

    La siguiente es una obra de fantasía. Nombres, personajes lugares y sucesos son fruto de la imaginación de la autora y son utilizados de forma ficticia. Cualquier semejanza con hechos, lugares o personas reales, existentes o desaparecidos, es pura coincidencia.

    PRÓLOGO

    Diecisiete años antes

    Era una noche serena. El hombre miró a su alrededor, circunspecto, pero no había nadie en aquel paraje. La luz de la luna daba un brillo plateado al panorama nocturno y hasta la copa de los árboles parecía brillar ligeramente. Los únicos sonidos eran los de la naturaleza: de tanto en tanto se podía sentir el sonido del viento que, suave, acariciaba la vegetación haciéndola silbar.

    El hombre solo lograba escuchar el latido frenético de su corazón. El contraste con la calma circundante hizo el sonido aún más tumultuoso.

    ¿Tal vez estaba loco? ¿Qué se le había metido en la cabeza? Nunca pises los pies de los poderosos había sido siempre su norma. Pero no podía, no quería hacerlo. Su vida siempre había sido una sucesión de acciones de las cuales no podía sentirse orgulloso. Algunas habían sido simplemente... discutibles. Otras decididamente despreciables. Pero nunca había pensado tener que cumplir con semejante atrocidad.

    Tal vez estaba preparando su suicidio. Pero mirando el bulto que apretaba entre los brazos no podía arrepentirse de lo que estaba por hacer y, en lo más hondo de su corazón, estaba feliz por haber tenido la fuerza de ir hasta el final y la audacia de salvar una vida de compromisos, aunque sea solo con una grande y única acción valiente. Podía finalmente sentirse orgulloso de sí mismo.

    Con la mente oprimida por tales pensamientos, el hombre se abrió camino entre la densa vegetación y encontró un sendero que lo habría conducido exactamente donde debía llegar. Nada había sido dejado al azar.

    Después de pocas decenas de metros, la vio. La casa, como todo lo que la rodeaba, estaba bien iluminada por la luz lunar. En el pórtico había una silla sobre la que había colocada una bikini, probablemente dejada a secar en el atardecer y luego olvidada; al lado, un par de sandalias de playa. Objetos normales que pertenecían a personas normales. Justo aquellas de las que la pequeña tenía necesidad: cortar puentes con sus propias raíces y construirse una vida segura, exenta de peligros. Una vida de la cual nunca nadie habría sabido nada.

    Repitiéndose aquellas palabras se acercó a la casa, subió dos escalones que llevaban al pórtico y apoyó con delicadeza a la niña dormida en la manta que había llevado con él.

    —Buena suerte, pequeña Anthea —le susurró en un acceso de inesperada ternura. Se detuvo unos instantes a mirarla.

    La pequeña continuaba durmiendo plácidamente, ignorante de lo que la esperaba al despertar. Después el hombre desapareció en la noche, como si nunca hubiese existido.

    CAPÍTULO 1

    Aquella noche tuve un sueño muy vívido. Me encontraba en un claro natural entre los árboles, un lugar bellísimo y escondido de ojos indiscretos. Los rayos del sol creaban una luminosidad deslumbrante justo en el centro, y era allí que yo descansaba, estirada sobre la hierba fresca y húmeda. Estaba quieta, con brazos y piernas extendidas formando una X colorida en el espacio verde brillante, los largos cabellos rubios esparcidos como un disco entorno a mi cabeza. Me estoy mojando toda la ropa, pensaba mi yo lúcido, pero esto no parecía preocupar mínimamente a la yo del sueño.

    Tenía los ojos cerrados, pero sentía el sol golpear sobre la piel caliente del rostro. De pronto, supe que ya no estaba más sola. Entreabrí perezosamente los párpados y me di vuelta. Junto a mí había un muchacho, de más o menos mi edad, cuya belleza era deslumbrante como la luz que lo envolvía.

    Sus ojos eran del color del cielo de verano: no un simple celeste desteñido sino un real azul intenso que parecía absorber todo lo que había a su alrededor. Un color muy inquietante por su rareza. Nunca había visto ojos como aquellos.

    El rostro del joven rezumaba serenidad si bien no estaba sonriendo, no con la boca. Sonreía con los ojos. Con un gesto distraído se pasó una mano por el rubísimo cabello que relucía al sol como si hubiese sido forjado de puro oro finísimo. De cerca, sin embargo, se notaba que no eran tan claros. Todo su ser parecía irradiar luz propia.

    Solo entonces me di cuenta que estaba hablando. No sentía las palabras, pero veía sus labios moverse mientras la yo del sueño reía por algo que el joven había dicho.

    Me sentía muy bien, segura.

    La naturaleza plácida me envolvía y la compañía no estaba nada mal. ¡Nada mal en serio!

    Justo estaba pensando cuan satisfecha me sentía, cuando el maldito despertador sonó y arruinó el encanto.

    El pasaje del sueño a la realidad fue tan imprevisto que me senté y golpeé la cabeza contra el techo de mi habitación. Lo que habría sido extraño en condiciones normales. Pero años atrás, siendo apenas una niña cuando estuve en condiciones de dormir sola, mis padres habían decidido hacer más espaciosa mi habitación construyendo un desván de madera, lo suficientemente largo para colocar apenas una cama y una cómoda. Golpear mi cabeza contra el techo se había convertido en algo habitual, sin embargo la mayor parte de las veces era tranquilizador dormir arriba. Daba una sensación de invulnerabilidad, como si nadie pudiese hacerme mal en un espacio así tan pequeño y fuera del mundo.

    Masajeándome la coronilla de la cabeza con la mano, bajé la escalera y saqué la ropa del armario con más cuidado del habitual.

    Después de aquel tipo de sueño cualquier otro al despertar se hubiese sentido un poco deprimido por haber pensado, por un fugaz momento, estar viviendo una escena fantástica como aquella, con un muchacho hermoso como un dios.

    Yo no.

    Yo sabía que ese día iba a encontrarme con ese chico.

    Siempre había sido intuitiva. A menudo me sucedía saber cosas sin saber las razones, y muchas veces las informaciones por medio de sueños.

    No es que esto significase que en un cierto momento de aquella jornada me encontraría recostada en un prado hablando con un desconocido. No funcionaba así. Había algunos elementos, en el sueño, que atraían mi atención y que tendían en forma pavorosamente regular a presentarse en la vida real, al despertar. Sencillo.

    Tal vez estaba dotada de una notable sensibilidad que me permitía ver más allá de los hechos comunes. O, al menos, era lo que prefería pensar.

    Tomé una rápida ducha y después, con los cabellos aún húmedos, bajé a la cocina, donde una irresistible fragancia que señalaba la llegada de la comida hizo rugir sonoramente su estómago.

    Mi madre estaba en la cocina, la larga cabellera oscura recogida en una cola de caballo y un delantal blanco con un motivo de delicadas fresas rojas a modo de decoración. Ni bien me vio, se volvió con una gran sonrisa y me indicó con una seña de la cabeza la mesa preparada, donde ya había una montaña de panqueques listos para ser untados con jarabe de arce.

    No me hice rogar.

    Me senté y me serví una generosa porción.

    —¿A qué debo hoy este recibimiento fabuloso?

    Se dio vuelta hacia mí con una falsa expresión ofendida.

    —¡Siempre te reservo un recibimiento fabuloso! —dijo. Sacudió la cabeza con aire divertido e hizo ondear la cola.

    —Es verdad —repliqué—. Pero hoy más de lo habitual.

    Mamá me sonrió y se acercó para darme un beso sobre los cabellos.

    —No necesito un motivo para mimar a mi hija preferida.

    —Única hija, querrás decir —la corregí, apenas antes que sonase el celular. Perfectamente a tiempo. Lyv, leí en la pantalla. Suspiré. Mi mejor amiga, después de tantos años pasados juntas, se obstinaba aún en presentarse puntual a las citas.

    Ya no tenía esperanza.

    Comí el último bocado de panqueque y corrí por la escalera para tomar al vuelo la cartera y el abrigo. Luego salí enviando un beso al pasar a mamá.

    Como estaba previsto, Lyv estaba sentada al volante de su escarabajo cabriolé rojo flamante y se estaba retocando el maquillaje mirándose con aire crítico en el espejito del auto. Apenas contuve un suspiro de envidia: parecía una modelo, con los largos cabellos rojos atados en una bohemia cola falsa – que yo sabía mucho más estudiada de lo que parecía –, grandes anteojos para el sol que resaltaban el óvalo perfecto de su rostro y los labios plenos, puestos en relieve por la tonalidad justa de lápiz labial, que atraían inmediatamente la mirada.

    Sintiéndome llegar, se volvió hacia mí.

    —¡Era hora! —exclamó, arqueando una ceja bien delineada.

    Alcé el dedo medio y comenzó a reír.

    —Tardé solo un minuto. ¡Eres una dictadora!

    Por toda respuesta, me sacó la lengua.

    Lyv y yo nos conocemos desde el jardín de infancia, y desde entonces nos volvimos inseparables. Nadie logró nunca entender cómo dos personas tan diferentes pudiesen incluso tolerarse, y mucho menos hacerse amigas. Pero la verdad es que nadie sabía cuan iguales éramos por dentro. Reíamos por los mismos chistes estúpidos, llorábamos por las películas sentimentales y éramos capaces de hablar por horas sin jamás agotar los temas. Éramos almas gemelas que se complementaban entre sí.

    Aquel día teníamos planeado hacer un poco de shopping y luego almorzar en el único restaurante decente de la zona, como hacíamos cada martes desde que la mamá de Lyv había comenzado a trabajar a tiempo completo, dejándola sola más a menudo de cuanto ella pudiese soportar.

    Normalmente me habría hecho sacar los ojos antes que permanecer dentro de un negocio de ropa por más de diez minutos seguidos, pero en verdad tenía necesidad de comprar ropa nueva para el inminente comienzo de la escuela y no podía de hecho contar con el buen gusto de mi madre. Lyv, aunque me pesara decirlo, era mi única esperanza.

    —Siempre supe que antes o después habrías cedido y te habrías rendido a mi increíble instinto para la moda y las compras —dijo con expresión complacida después de comenzar. Desde siempre soñaba con poder revolucionar mi guardarropa, un poco como el de aquellos programas televisivos de cuatro centavos amados por las jovencitas.

    O pobre de mí.

    —Lyv, ¿sabes que la modestia es el accesorio más atractivo en una muchacha? —contesté, alzando los ojos al cielo.

    Ella rió.

    —Como quieras. Pero sabes bien que tengo razón, de otro modo no estarías aquí conmigo.

    Lamentablemente para mí, no pude culparla.

    —Y, para el registro, el accesorio más atractivo en una muchacha son los zapatos. ¡Sobre todo aquellos con tacos altos! Pero no te preocupes... al final de esta jornada lo sabrás verdaderamente bien —agregó haciéndome un guiño.

    Suspiré. No habría comprado ningún maldito par de zapatos con taco. Ninguno.

    Dos horas después caminaba por la acera cargando tres bolsas repletas de remeras y jeans. Tuve éxito en convencer a Lyv de dejar pasar los vestidos largos de coktail – ¡¿cuándo me los habría puesto?! – pero había sido inconmovible respecto a las botas con taco. Cuando protesté, contestó con aire pedante:

    —¿Qué te pondrás cuando te inviten a una fiesta? Sabes que lo harán. Y si te presentases con tus horribles zapatillas de gimnasia violeta y amarillas, juro que haré de cuenta que no te conozco. —A pesar de la amenaza, sin embargo, me estaba divirtiendo.

    El shopping me distraía y el entusiasmo de mi mejor amiga resultaba contagioso. Si así no hubiese sido, la tensión me hubiese hecho morir. No había hecho otra cosa que mirar a cada persona que cruzábamos por la calle, atenta para no perderme el primer mágico encuentro con el chico rubio-y-hermoso-como-un-dios.

    ¡Esa chica sabía lo que estaba haciendo!

    Ella en una tienda era tan feliz como yo lo estaría en la fábrica de chocolate de Willy Wonka. Miraba aquella fila de vestidos y zapatos como habría hecho con la hierba de azúcar o la cascada de chocolate derretido. Con expresión famélica.

    Yo habría podido hurgar por horas en el mismo negocio sin encontrar nada apenas decente: en cambio Lyv entraba, miraba a su alrededor, y sacaba de quién sabe dónde algo que debía absolutamente probar y que me habría quedado absolutamente bien. Y... ¿qué le habría podido decir? Daba en el clavo todas las veces.

    Estaba así tan concentrada en su misión imposible – como ella amaba definirla – que ni siquiera había disfrutado de todas las cosas que había logrado hacerme comprar. Y disfrutar era propio de Lyv.

    Justo cuando la diversión estaba comenzando a disminuir y mi nivel de aguante había llegado al límite, mi mejor amiga decidió que era hora de ir a almorzar.

    Cuando entramos al restaurante Blaine, – el camarero que desde siempre estaba muy enamorado de Lyv – estaba ya tomando la orden de otro cliente, pero esto no le impidió sonreírnos y escoltarnos a nuestra mesa preferida rápidamente después de haberse liberado.

    —¿Desearían algo para beber mientras eligen qué ordenar? —nos preguntó, torturando el dobladillo de la chaqueta e intentando no mirar a mi amiga con demasiada insistencia.

    Pobre muchacho.

    Lyv rompía corazones dondequiera que fuese, pero parecía no darse cuenta. Continuaba sonriendo al desafortunado camarero poniéndolo más agitado de lo que ya estaba. Habría jurado sentir el sonido de su taquicardia.

    —Una botella de agua, por favor —intervine antes que el muchacho se auto incendiara. Le sonreí educadamente, pero como se esperaba ni siquiera estaba mirando en mi dirección.

    ¡Viva la invisibilidad!

    —Dios, ¿tienes intención de hacerlo morir de un infarto con todas esas sonrisas? —bromeé una vez que Blaine estaba fuera del alcance del oído.

    —Solo soy gentil. Deberías aprender de mí, ¿sabes? —contestó con una sacudida de espalda—. Y luego, tu teoría es estúpida. A él no le gusto —agregó, pero esta vez enrojeció ligeramente. Tomó el menú y comenzó a mirarlo con ostentación.

    Y con esto, el discurso estaba terminado.

    Recibido el mensaje, me concentré a mi vez en la comida – se me hacía bastante fácil – pero sabía ya que habría pedido una enorme hamburguesa con patatas fritas. La comida chatarra y yo nos entendíamos a lo grande.

    —Entonces, mi profetisa, ¿qué prevé mi horóscopo del día? —La voz de Lyv me arrancó de mis pensamientos. Resoplé en su dirección.

    Desde que éramos pequeñas ella sabía de mis intuiciones. En realidad ella había sido testigo directo de muchos episodios, algunos de ellos en verdad macabros. Un día por ejemplo, llegué a la escuela trastornada por haber soñado la muerte de mi conejito; naturalmente se lo conté. No es difícil adivinar cuál fue la hermosa sorpresa que me esperaba cuando ella y yo volvimos a mi casa para hacer las tareas juntas.

    Siempre fui muy sensible, y el episodio me torturó por años.

    Con la sucesión de hechos similares a aquel, fue Lyv quien desarrolló la teoría de la intuición. No paró de burlarse de mí llamándome profetisa y de pedirme que le prepare un horóscopo personalizado un día sí y el otro no. Y, según la tradición, fingía estar fastidiada. Pero ambas sabíamos que en realidad la adoraba, y me divertía inventando para ella las cosas más improbables.

    Para el registro, ninguno de mis horóscopos se había cumplido jamás.

    Bueno, casi ninguno.

    —Mmm... preveo que Nik hoy lavará la ropa, cocinará y que a tu regreso te dará un hermoso y gran regalo, hecho con amor para ti. —Nik era el hermano menor de Lyv: doce años de pura hosquedad y maldad concentrada en ciento cincuenta y cinco centímetros de altura. Y, a menos que el regalo en cuestión no fuese una caja de escarabajos o algo igualmente agradable, dudaba que mi profecía se pudiese cumplir.

    Ella torció los labios en una mueca graciosa.

    —¡Pero qué aburrida eres! ¿Qué te cuesta imaginar algo lindo, por una vez?

    —No me dejaste terminar. Tu hermano será un buen bebé y un guapo camarero con una camisa ajustada te pedirá salir antes de terminar nuestro almuerzo —agregué yo, ganándome una mirada hosca y un murmullo que se parecía mucho a una mala palabra.

    En respuesta, le devolví una sonrisa angelical.

    Justo entonces – con una puntualidad que definiría perfecta – Blaine volvió con nuestra botella de agua y el bloc de notas, listo para tomar nuestra orden. Pedí mi habitual hamburguesa, en cambio Lyv optó por una piza. Pero, mientras ella explicaba al joven que la quería sin tomate a causa de su alergia – como si él no hubiese ya memorizado todas sus costumbres alimentarias – noté un enrojecimiento sospechoso sobre sus mejillas. Hablar con él después de haber recibido recién burlas sobre ese tema siempre la inquietaba.

    Tan pronto como se fue, decidí que había llegado el momento de contar a Lyv mi sueño. Verdaderamente tenía necesidad de desahogarme.

    —Oh —exclamó ella, cuando hube terminado—. Pero fue un sueño, sueño, o un sueño del tipo ¿mis-inquietantes-poderes-están-buscando-decirme-algo?

    Le lancé una mirada.

    —Me haces sentir un fenómeno de barracas, ¡no eres una ayuda para nada!

    —Okay, okay, no te enojes, solo quería saber —respondió ella, levantando las manos en señal de rendición.

    —Sin embargo sí, había algo extraño en aquel sueño —reflexioné, mientras con el índice hacía círculos en el borde del vaso de vidrio—. Era muy vívido, yo estaba lúcida. Era como si lo viviese y al mismo tiempo lo viese desde afuera.

    Alcé finalmente la mirada y vi que Lyv me miraba, pensativa, mientras se enroscaba un mechón fino y perfecto de cabello alrededor de su dedo. Probablemente ya estaba analizando cada aspecto de mi sueño. Me la imaginaba tratando de adivinar cuando, y si, cada elemento del que le había hablado se cumpliría en la vida real.

    Mi mejor amiga estaba hecha así. Era atraída por los misterios como la abeja a la miel.

    De pronto, abrió sus ojos en una expresión de sorpresa.

    —¿Dijiste que el chico era rubio, bello y con los ojos azules, verdad?

    —Exacto. ¿Conoces a alguien que se le parezca?

    —No, no aún, pero el muchacho apoyado en el banco a tus espaldas corresponde perfectamente a tu descripción —dijo ella, haciendo una seña con el mentón en aquella dirección.

    Me volví con rapidez.

    En el banco, aparte del viejo Hank, que desde que tenía memoria nunca se había movido de la caja, estaba vacío.

    Posé nuevamente la mirada en Lyv, que apenas lograba contener la risa.

    —Es hilarante, en serio, ¿pensaste alguna vez en ser cómico? Tendrías el futuro asegurado —le dije, tirándole una servilleta que le cayó sobre la remera y terminó justo dentro de su vaso con agua.

    —¿Estamos susceptibles hoy, eh? —me provocó ella, alegre después del éxito de su broma. Tomó con dos dedos la servilleta empapada y la puso en una esquina de la mesa—. No entiendo por qué te calientas tanto. Siempre dijiste que no considerabas a los muchachos como una prioridad.

    Me apretó la espalda.

    En efecto si, lo había dicho, y también más de una vez. Pero había algo en aquel sueño que me hacía sentir aquel encuentro verdaderamente importante. Como si todo mi futuro dependiese de él. Era algo ridículo, pero no logaba sacarme de encima aquel presentimiento. Quizás una pequeña parte de mí tan escondida como para ser casi imperceptible esperaba que esta vez hubiese sido diferente. Que finalmente me enamoraría.

    Todas las chicas de mi edad habían perdido la cabeza, al menos una vez, por amor. En cambio todo aquello a lo que yo lograba llegar era un momento inicial de total euforia que cada vez me hacía engañar a mí misma de que había tenido éxito pero que, en el transcurso de dos semanas, se transformaba en un tibio afecto.

    La mayor parte de las veces estaba en verdad feliz de no terminar como las muchachas que entraveía en el baño llorando, con el corazón destrozado y a menudo también con una amiga que mientras abrazaba y consolaba a la desafortunada, ya pensaba en cómo quedarse con el muchacho que recién se había liberado.

    Otras veces, en cambio, sentía que en mí había algo profundamente errado e infinitamente triste.

    Blaine llegó con nuestras órdenes e interrumpió el hilo de mis pensamientos.

    Lyv y yo charlamos de lo más y lo menos por el resto del almuerzo y, cuando llegó el momento de irnos, junto a la cuenta, el camarero entregó a mi mejor amiga también un número de teléfono que ella se apuró a esconder de mis ojos.

    No fue para nada una sorpresa. Incluso si el discurso sobre mi sueño – o sobre mi vida amorosa en general – no fue tocado más, el peso en el estómago no me habría dejado aún por mucho tiempo.

    Al final del día, pregunté a Lyv que me deje en la librería en vez de en casa.

    —¿Estás segura? ¿No prefieres que me quede contigo? —me preguntó con expresión preocupada—. Ya está oscuro —me hizo notar. Dio una mirada fuera de la ventana.

    Le sonreí.

    —Son solo la seis de la tarde, Lyv. Aún hay gente dando vueltas. Tendré que caminar solo por cinco minutos para llegar a casa. No te preocupes por mí —la tranquilicé.

    Como si algo sucediese en este agujero de ciudad. Siempre que fuese legal llamarla ciudad: Portown, en Maine, era un pequeño centro que reunía poco más de dos mil personas. Consistía en una zona central donde se encontraban todos los negocios y los lugares más frecuentados, y una zona más periférica en la cual estaban las viviendas, el pequeño parque ciudadano y un bosquecito no muy extenso que hospedaba un lago, la única cosa digna de contar.

    Lyv no pareció convencida.

    —Siempre podemos andar juntas, así apenas termines te acompaño a tu casa —reintentó, pero sacudí la cabeza. Necesitaba un poco de tiempo para mí misma, y la librería era el lugar que más me convenía. Siempre era poco frecuentada, e incluso si hubiese habido alguien más además de mí, habría estado mucho más concentrado en su libro que en mi presencia.

    Y además, la compañía de Lyv me habría incomodado. Seguro que ella no diría nada para que me apure, pero sabía que era más del tipo de negocio de ropa que de biblioteca. Viéndola aburrirse, no habría podido relajarme cuanto habría deseado. Por lo tanto, aunque apreciaba su buena voluntad, estaba decidida a ir sola.

    Al final ella cedió y me acompañó al negocio, si bien no antes que consintiese dejar las bolsas del shopping en su auto de modo que no me molestasen mientras volvía a casa. Me saludó con un beso en la mejilla, manchándome de rosado, y esperó que hubiese entrado antes de acelerar e irse.

    Miré alrededor y dejé escapar un suspiro de alivio: lo libros fueron los únicos que me devolvieron la mirada. Estaba sola, con excepción del dueño bigotudo de mediana edad a quien saludé educadamente antes de dedicarme a explorar.

    La sección dedicada a los libros fantásticos no estaba muy abastecida y, como era de esperarse, ya los había leído a todos. Entonces me dirigí hacia los clásicos: después de un día pasado mirando ropa y negocios deseaba cualquier cosa que me llevase fuera de esta realidad. No tardé mucho en elegir. Descarté todos los escritores rusos, a quienes no amaba particularmente, y todas las novelas que habría sabido recitar de memoria, y me dejé tentar por Notre-Dame de París de Víctor Hugo.

    Fantástico.

    Siempre había amado El Jorobado de Notre Dame de Disney.

    Empecé a tomar la última copia de la novela que había, pero mi mano fue precedida por otra que, más veloz, tomó el libro, dejándome con el brazo levantado y una expresión de perfecta idiota.

    Cuando me volví, lista para protestar, me perdí en dos ojos color azul.

    CAPÍTULO 2

    Por algunos segundos ni siquiera logré parpadear.

    Simplemente permanecí allí, con el brazo aún levantado y la boca abierta, como si nunca hubiese visto un hermoso muchacho en mi vida.

    —Ya no lo esperaba más —dije. Ni bien me di cuenta de lo que acababa de dejar escapar, fui invadida por el horror. Lo conocía desde hacía menos de diez segundos y ya me había ganado el premio de bicho raro de Portown.

    Grandioso.

    Pero él, en lugar de dirigirme una mirada avergonzada y desaparecer lo más velozmente posible – como habría hecho cualquier otro en su lugar – me sonrió. Ante eso, pensé que el sueño no le había hecho justicia: su rostro no solo era bellísimo, sino tan expresivo y gentil que dejaba casi en segundo plano sus formas perfectas.

    —No creía que en estos sitios se usase esperar que alguien te saque bajo tu nariz el libro que tenías intención de comprar —bromeó él, sin dejar de sonreír frente a mi expresión estúpida—. En mi defensa puedo decir que no me había dado cuenta que estabas por tomarlo hasta que te volviste hacia mí —agregó, obviamente avergonzado.

    No logré hacer otra cosa que mirarlo jadeando.

    —¡Debes haber pensado que soy un mal educado! Tienes todo el derecho de mirarme así —concluyó, entregándome nuevamente el libro en señal de paz.

    ¿Mirarlo así?

    ¿Tenía el derecho de mirarlo como si apenas hubiese visto un dios caído a la tierra?

    Solo después me di cuenta que mi expresión de sorpresa, una sorpresa agradable, podía ser tomada como una de indignación, y me apuré en aclarar el mal entendido.

    —¡Oh! —exclamé—. En realidad no estaba aún convencida de querer comprar este libro. Estaba indecisa entre Notre-Dame de París y este otro —continué, tomando al acaso un volumen del estante frente a mí. Mientras hablaba, traté de mirar el título. 152 historias de pasión, leí, y mi rostro se sonrojó como un tizón ardiente. Si hubiese habido una pala habría intentado cavar una fosa en la que esconderme, en el piso de la librería. ¿Qué hacía aquel libro en el estante de los clásicos?

    "¡No soy una pervertida!" habría deseado gritarle, pero ahora estaba hecho, así que bien podría haberme comportado con indiferencia. Me acomodé un mechón de pelo detrás de la oreja y aparté tímidamente la vista de su rostro.

    —¿Estás segura? —me preguntó el joven, dudoso. Envió una mirada interrogativa al libro que tenía en la mano.

    —¡Absolutamente! —dije con tono tan estridente que resultaba histérico. Bue, si fuera por eso, me sentía histérica.

    —Guarda el libro —agregué, viendo que continuaba dudando.

    —Mil gracias —respondió él, a pesar que era evidente que aún no estaba del todo convencido. Después de haberme dirigido una sonrisa de despedida se dirigió hacia la caja.

    ¿Eso es todo?

    ¿Había pasado la jornada en ascuas solo para una conversación de cinco minutos y para hacer el papel de estúpida? ¡Y pensar que también había renunciado a mi libro!

    Debería haber insistido mucho más, aunque más no fuera en nombre de la caballerosidad, de un buen amante de las novelas clásicas.

    Contrariada, repuse el estúpido libro erótico en el estante, el correcto, y después de haber saludado al propietario de la librería salí del negocio. Mi casa distaba solo unas pocas cuadras. Antes de encaminarme hacia ella, me incliné para atarme los cordones. Conociéndome a mí y a mi maldad, probablemente habría tropezado con mis propios pies para terminar boca abajo sobre la calle. Y luego, como la guinda del pastel, habría sido embestida por un gigantesco SUV.

    Estaba por levantarme cuando una mano tocó mi espalda.

    Me sobresalté.

    En aquel momento me pasaron por la cabeza diez mil pensamientos inconexos, entre ellos "Mierda, debería haber aceptado el pasaje de Lyv" y Moriré por una escapada a la librería en la que no compré nada.

    Tomé aliento para gritar más fuerte de cuanto lo habría hecho jamás en mi vida, cuando una voz familiar me detuvo.

    —Perdona, no quería asustarte.

    Alcé la mirada.

    Era el muchacho del sueño, otra vez.

    Exhalé ruidosamente, desinflándome como un globo, y luego tomé aire. Aún tenía las piernas débiles por el miedo. Cuando me levanté, temblaron ligeramente a causa de la descarga de adrenalina, haciéndome temer que no habría sido capaz de mantenerme en pie. Me sentía una cobarde.

    —Acercarse a las personas de súbito en una calle desierta y oscura por cierto no es la mejor forma para no querer asustar —rebatí, llevándome una mano al pecho. Parecía que al final no estaba teniendo un infarto.

    —Me disculpo —respondió el joven, mortificado—, Parece que hoy no puedo hacer nada bien —agregó en un murmullo, volviéndose a sí mismo.

    —No importa —lo tranquilicé—. Tómalo solo como una sugerencia para el futuro. Aunque estemos en una pequeña ciudad donde nunca pasa nada, la gente puede volverse en verdad paranoica.

    Y para demostrarle que no había sido tan malo, le sonreí.

    Me dolía la cara de tanto que me había esforzado en sonreír durante los últimos veinte minutos.

    Él me estudió el rostro y luego miró mi mano, que aún no había dejado de temblar. Traté de detenerla, y al mismo tiempo de esconderla, colocándola dentro del bolsillo del abrigo.

    —De algún modo —dijo, después de algunos segundos de silencio torpe—, solo deseaba darte esto.

    Me dio la bolsa de papel de la librería, que miré atónita por un instante. Lo tomé. Adentro, obviamente, estaba Notre-Dame de París.

    —No era necesario —susurré con la voz rota por la emoción. ¡Fantástico, para completar el encuentro más embarazoso del mundo solo faltaba que comenzase a llorar!

    —Tal vez no era necesario —admitió el muchacho, revolviéndose los claros cabellos con una mano—, pero lo deseaba. Y además no conozco aún a nadie en la ciudad. Considéralo como una forma de obtener tu amistad.

    Y me ofreció entonces su hermosa sonrisa.

    Solo podía corresponderle, esperando no asemejarme demasiado a un perrito meneando el rabo. Le tomé una mano.

    —Has encontrado con éxito tu primera amiga —bromeé—. Soy Anthea Grage.

    Apretó mi mano, ni muy delicadamente ni demasiado fuerte, y se presentó a su vez.

    —Noah. Noah Shane.

    Noah Shane.

    Sonaba muy bien.

    —Gusto en conocerte, Noah Shane —exclamé, remarcando a propósito su nombre—. Pero ahora debo irme. Los míos me esperan en casa y ya está oscuro.

    —Entiendo. ¿Quieres que te lleve? Mi auto está estacionado aquí cerca —se ofreció. Indicó con un gesto el lado opuesto de la calle.

    Dudé. Podía ser un asesino serial o algo parecido. No tenía un aspecto amenazador, a decir verdad, ¿pero quién era yo para juzgar la predisposición al homicidio de un desconocido? Después de todo nunca lo había visto antes.

    Mi rostro debió ser una respuesta suficiente, porque Noah comenzó a reír.

    —Está bien, ningún paseo. Pero permíteme darte mi número de teléfono —sugirió, sacando una birome quizás de dónde y escribiendo una serie de números en el sobre de papel—. Habría preferido pedir el tuyo, el número, pero alguien aquí tiene problemas para confiar en un desconocido amigable —bromeó con un gesto divertido de los labios.

    —Nunca se es demasiado prudente —respondí, apretando contra el pecho mi nuevo libro.

    En ese momento lo saludé con un movimiento de la mano y me alejé en la oscuridad, hasta que Noah fue solo un punto indistinguible en la noche de Portown.

    Cuando llegué a la calle de casa, me di cuenta que mis padres no estaban solos. Estacionado en la calle, de hecho, estaba un pequeño utilitario polvoriento y un Mercedes gris claro, brillante como si recién hubiese salido del concesionario. El auto de las tías.

    Ni bien puse la llave en la cerradura, sentí una alegre conmoción proviniendo de dentro de casa. Ya sabía lo que sucedería después.

    Ni siquiera tuve tiempo de abrir la puerta que alguien se adelantó, haciéndome casi perder el equilibrio.

    Casi. Habría sido imposible para mí caer, apretada en el abrazo sofocante de tía Ella.

    Tía Ella era la hermana menor de mi madre; en la familia era conocida como el bicho raro de las hermanas Hooper y sin error alguno: ya en su mirada distraída, sus cabellos de corte alegre teñido por mitades de color naranja y su piercing en la nariz, en completo estilo toro, no podía más que hacer llamar la atención hacia ella.

    Era absolutamente fantástica. Para mí era como la hermana mayor y un poco loca que nunca había tenido, pero lamentablemente a los dieciocho años se había marchado a Pensylvania y no tenía ocasión de verla a menudo. Era un espíritu libre.

    —¡Ant, estoy muy feliz de verte! —me susurró al oído tía Ella, apretándome aún más en su abrazo corta-aliento.

    —¡Y yo también, mucho! ¿Cuándo volviste a la ciudad? —le pregunté con una sonrisa de oreja a oreja.

    Ella hizo una mueca. La palabra ciudad referida a Portown siempre la hacía reaccionar de aquella forma. No era un misterio el motivo por el cual se había ido a toda velocidad ni bien le fue posible.

    —Volví a este lugar olvidado por Dios hace apenas dos horas —respondió con un bufido—. Ya me siento sofocar. ¡Pero mira cuanto has crecido!

    Enrojecí mientras me observaba de la cabeza a los pies. Dudaba haber cambiado mucho desde Navidad pero, a pesar que nunca me resultaba agradable ser observada con tanta atención, la dejé hacer.

    —¿Anthea, eres tú?

    La voz de mamá, llegando desde la cocina, justo me dio el pretexto para escapar al embarazo del chequeo completo. Seguí la suave voz – y el perfume de cosas exquisitas – hasta encontrarla. Había comenzado a cocinar: ¡la segunda vez en pocas horas! Sin dudas era mi día de la suerte.

    Inspiré profundamente. La habitación olía como una confitería y, luego de haber besado en la mejilla a mamá y a tía Sibil, me acerqué para servirme un trozo de torta aún humeante.

    —¿Dónde está papá? —pregunté a mamá mientras ocupaba un lugar.

    —Aún en el trabajo —respondió—. Sibil, ¡toma también tú un poco de torta, vamos!

    Tía sibil era la mayor de las hermanas Hooper y también la más seria, como bien se esperaba de una hermana mayor. A veces podía parecer muy severa y dura, pero quien la conocía sabía que no lo hacía a propósito. La mayor parte de las veces su reserva era confundida con frialdad, y era por esto que cuando era más pequeña me inspiraba cierto temor

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1