BESOS CON ARTE
Los latinos lo llamaban . Señalaba un propósito muy concreto: el de acortar al máximo la distancia, ser partícipe de territorios a los que otros no tienen acceso y anunciar que una interacción sexual es pretendida. Escribió Maupassant: “El beso es la manera más verdadera de callarse diciéndolo todo”. Nunca una declaración de amor requiere menos palabras ni habla más de uno que cuando se besa apasionadamente. El no era el , el beso de respeto que se entregaba a la autoridad o a las reliquias; ni el , ese beso afectivo, fraternal, amistoso o familiar que se podía otorgar públicamente en las calles de Roma sin despertar recelo. El era otra cosa. Exigía, por su finalidad de intimidad y recato, una función de análisis olfativo y del gusto de la carne de la que iban a participar los besados. Con su atavismo antropofágico, es quizá el mejor sistema que han ideado algunas culturas (no es universal) para valorar la idoneidad de la persona con la que vamos a compartir una situación afectiva y salutífera comprometida y de riesgo. Imaginemos que al llegar a casa y rastrear en la nevera no recordamos cuánto hace que abrimos esa botella de leche y nos entra la duda de si estará en condiciones de ser ingerida. Acercamos la nariz al tapón y olemos, y si eso no nos echa para atrás, bebemos. Si nunca hubiéramos tomado leche o la botella fuera de una marca desconocida, el proceso sería aún más enfático. Eso es un beso: intentar averiguar qué vamos a ingerir antes de ingerirlo, antes de verterlo en nuestro organismo y en nuestros afectos. Y también es mucho más, es un gesto erótico y trascendente (¿quién no recuerda su primer beso apasionado?) que el arte no podía
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