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La gata de Beirut
La gata de Beirut
La gata de Beirut
Libro electrónico142 páginas1 hora

La gata de Beirut

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Unos felinos ojos podrían haber sido ser la perdición de un inspector bancario, que a mediados de 1951 auditó la sucursal de un importante banco barcelonés, descubriendo un turbio asunto relacionado con una mujer libanesa. De no ser por el cinismo, sarcasmo y epicúrea manera de vivir de la que hacía gala el alto empleado, la cosa, probablemente, hubiese acabado de otra manera.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 ago 2019
ISBN9780463931615
La gata de Beirut
Autor

José Gurpegui

José Gurpegui Illarramendi (San Sebastián - Gipuzkoa) es un escritor independiente autor de numerosas novelas. Si bien sus actividades creativas, como el cine, la fotografía y la escritura narrativa comenzaron en su juventud, no es hasta comienzos de este siglo, cuando, sumándose al auge de los medios digitales de comunicación, publica sus trabajos literarios cuyo estilo satírico, se manifiesta plenamente a través de los protagonistas de sus novelas.

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    La gata de Beirut - José Gurpegui

    La gata de Beirut

    José Gurpegui

    ©2014 José Gurpegui Illarramendi.

    Todos los derechos reservados

    All rights reserved.

    Los personajes y nombres, citados en esta novela, corresponden a la ficción literaria. De existir coincidencias con la realidad, deberá entenderse como fruto de la casualidad. Asimismo, las referencias históricas, literarias o cinematográficas o de cualquier otra índole, han sido utilizadas únicamente para contextualizar las narraciones, dentro de los periodos de tiempo en que se desarrollan.

    Café Florián

    Venecia 1951, mediados de septiembre.

    La diferencia entre un motoscafo y un vaporetto es la exclusividad. Este último, es como un autobús frente al primero: lo más parecido a un taxi y desproporcionadamente caro comparándolo con los otros medios de transporte venecianos. Estaba también la góndola, sí, pero en ese momento Tanith Adaid no tenía con quién viajar acurrucada bajo el puente de los suspiros escuchando una romántica canción de gondolero.

    Tenía prisa, por eso eligió desplazarse en el barnizado, reluciente y elegante motoscafo que acababa de atracar en la Riva degli Schiavoni, muy cerca de la plaza de san Marcos y de ese legendario y novelesco lugar que es el Café Florián, en el que se habían citado. Él se lo escribió:

    "Cuando el reflejo de la luz de gas comience a brillar sobre el agua oscura del Gran Canal y escuches el reloj del Campanile anunciando las ocho de la tarde, estaré junto a ti".

    Tanith había llegado a Venecia el día anterior. Viajaba sola, con un extenso equipaje y se instaló en una suite del Excélsior, en Lido. El tiempo no había pasado para el soberbio y elegante hotel, como tampoco lo había hecho para sus distinguidos huéspedes. El limo de la decadencia aún no lo había cubierto. Era como si el mundo se hubiese tomado un respiro, se hubiese olvidado de que apenas seis años antes, Europa se enterraba en sus propias ruinas y la historia se hubiese detenido dando una tregua a aquellos huéspedes circunspectos, de maneras elegantes y trasnochadas para que pudiesen seguir representando su patética función.

    Venecia; La más inverosímil de las ciudades, como la definió magníficamente Thomas Mann. Construida para vanidad de sus moradores: ricos comerciantes de especias y exóticas mercancías, que alimentaron la petulancia de la vieja Europa. Palacios, iglesias, edificios cuya belleza agotaba todos los adjetivos posibles.

    Tanith Adaid, fue asistida por el patrón del motoscafo para saltar a tierra. La recibió con su mano y ella se dejó llevar como si la sacara a bailar. Iba vestida con la elegancia que le caracterizaba: traje chaqueta de verano verde musgo y blusa marfil, pamela melocotón y gafas oscuras de carey. Desprendía aroma de rosas y jazmines; L'Air du Temps, probablemente.

    Caminó los cien metros que le separaban de su destino, como si todo el mundo observara su garbo y arrogancia al caminar. Parecía una estrella de cine que centelleaba a la luz de los focos y se movía con gracilidad frente a la cámara. Dobló la esquina y antes de llegar a Florián, barrió con su mirada todas las mesas de la terraza exterior, las que estaban en plena plaza y también las que quedaban bajo los soportales. Eran las ocho menos cuarto y él aún no había llegado.

    Se sentó en un velador junto a una de las columnas y pidió un capuchino. Abrió su bolso Aut à Courroies de Hermés y sacó su maquillaje. Se retocó los pómulos mientras miraba discretamente a través del espejo de la polvera. Cuando el camarero dejó el servicio de café sobre la mesa y se retiró, casi con sincronía, la orquesta del café comenzó a tocar los primeros compases de Torna a Surriento y sus notas se dispersaron por todos los rincones de la plaza, mezclándose con el aroma del capuchino y el del perfume a jazmines de Tanith.

    Interrogatorio

    Barcelona 1951, mediados de julio.

    Sentado ante el comisario Campos y el inspector Rivas, el hombre gemía, sollozaba y maldecía. El sudor que empapaba su camisa de popelín extendía la sangre que seguía manando desde sus cejas; fluida y nítida al comienzo, algo dispersa cuando atravesaba la tupida barba de tres días. Parecía un boxeador noqueado.

    Inconscientemente intentó llevarse la mano a la boca al notar el sabor de su propia sangre, pero estaba esposado a una pesada silla de hierro. Escupió hacia un lado y con el esputo cayó uno de sus incisivos: el mismo diente que había molestado a Rivas, cuando segundos antes le propinó a aquel desgraciado, la última bofetada de una serie que le dejó como un eccehomo.

    —Déjelo ya —susurró el comisario.

    —¡Este hijo de puta va a cantar, como me llamo Rubén! —rugió Rivas, babeando.

    —Mira hijo, será mejor que le digas al inspector, qué has hecho con el dinero.

    El comisario utilizó el clásico e inquietante tono paternal, mientras sujetaba con desgana el brazo amenazador del inspector.

    —¡Ya se lo he dicho mil veces!, ¡yo no sé nada!

    —¡Esa respuesta no es la que quiero oír! —gritó Rivas, marcando cada sílaba mientras le zarandeaba cogido por los pelos.

    Campos le hizo una seña al inspector y lo llevó hasta un rincón de la sala.

    —Déjelo ya Rivas, que lo curen y que firme una declaración —dijo discretamente.

    —Con todos mis respetos señor comisario, si me da usted permiso ése termina cantando La Parrala.

    Campos hizo una seña a los dos guardias que custodiaban al detenido para que se lo llevaran. Rivas se bajó las mangas de la camisa y se puso la americana. Sacó del bolsillo superior un pequeño peine de hueso y se acicaló frente al espejo que había sobre un pequeño y sucio lavabo adosado en una de las paredes. Carraspeó y escupió hacia el lavabo, sacó un paquete de Diana y encendió un cigarrillo.

    —Creo que a este pardillo le han encajado un muerto de cojones —dijo Campos.

    —Con todos mis respetos señor comisario, creo que es un jetas. Se lo ha montado bien: unos años en la sombra y cuando salga, a buscar la tela y a vivir como un rajá.

    —No sé… —se rascó Campos la nuca— Desde el principio, este asunto me ha olido mal.

    —Como le digo, señor comisario, déjemelo una hora más y…

    —Si cree que éste es el único culpable, vaya olvidándolo. Es un asunto demasiado enrevesado para haberlo organizado ese pobre desgraciado.

    —Tiene usted más razón que un santo, pero hay que probar a ver si canta el pájaro.

    —A hostias no adelantamos nada, Rivas. No son vulgares chorizos, estos roban a lo grande. Son desfalcadores y se conocen bien todos los circuitos que sigue el dinero y la manera de camuflarlo.

    —Es usted demasiado buena persona, señor comisario...

    —Ande, ande... Sigan buscando al resto de la banda.

    —Están en ello Medina y dos agentes más. De momento no hay buenas noticias.

    —¿Se da usted cuenta?, estamos trabajando como matones para ese banco; sólo les importa recuperar ese dinero, aunque tengamos que dejar detrás un río de sangre.

    —El mandamás es el primo del señor secretario.

    —¡Me importa un huevo! ¡Como si es el Caudillo!

    —¡Chist…! No hable tan alto, que le van a oír.

    —¿Tiene miedo, Rivas?

    —Perdón señor comisario, pero es que hace usted unas preguntas…

    —¡Esa pasta ya no está en España! ¡Que me corten los cojones si no tengo razón!, el banco cobrará el seguro y ni lo sentirán. Sólo nos están utilizando como matones para vengarse de quién haya sido. Quieren que vaya a la cárcel bien calentito y si nos pasamos, mejor aún. Incluso es posible que ese pobre desgraciado sólo sea la cabeza de turco. Mañana tengo que viajar a Madrid a una reunión de Alféreces Provisionales. Aprovecharé para hablar del asunto con el secretario.

    —¿Le ha pedido audiencia?

    —¿Audiencia yo?, sólo tengo que presentarme en Gobernación y subir a su despacho.

    El comisario Campos, carraspeó ligeramente, tiró la colilla del cigarrillo al suelo y salió de aquella siniestra habitación.

    Rivas abandonó de repente sus escasos gestos de familiaridad que había mantenido con su jefe, y optó por cuadrarse henchido de orgullo:

    —¡A sus órdenes, señor comisario! —exclamó al tiempo que daba un sonoro taconazo.

    Vistas a la bahía

    San Sebastián 1951, últimos días de junio

    Si

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