Ver París y morir
Por José Gurpegui
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Una serie de suicidios ocurridos en París, en el mismo día y sin conexión aparente, mantiene en jaque al inspector Daniel Leblanc del recién creado departamento de Asuntos Extraordinarios.
José Gurpegui
José Gurpegui Illarramendi (San Sebastián - Gipuzkoa) es un escritor independiente autor de numerosas novelas. Si bien sus actividades creativas, como el cine, la fotografía y la escritura narrativa comenzaron en su juventud, no es hasta comienzos de este siglo, cuando, sumándose al auge de los medios digitales de comunicación, publica sus trabajos literarios cuyo estilo satírico, se manifiesta plenamente a través de los protagonistas de sus novelas.
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Ver París y morir - José Gurpegui
Ver París y Morir
José Gurpegui
Copyright © 2020 José Gurpegui Illarramendi
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Portada: Zizahori
Los personajes y nombres citados en esta novela corresponden a la ficción literaria. De existir coincidencias con la realidad, deberá entenderse como fruto de la casualidad. Asimismo, las referencias históricas, literarias o cinematográficas o de cualquier otra índole, fueron utilizadas únicamente para contextualizar las narraciones, dentro de los periodos de tiempo en que se desarrollan.
El Autor
1
No fue intensa la lluvia, pero suficiente para que el tímido sol, apenas resplandeciente, hiciese brillar los tejados de pizarra y satinara las aceras de las calles de Paris.
Daniel Leblanc, sentado en el borde de la cama, se desperezaba al tiempo que volvía a sacudir el despertador que no cesaba de sonar porque no atendía a otras razones, que no fuesen las tecnológicas y cuya parcela de sabiduría y habilidad, Leblanc no estaba dispuesto a conquistar, al menos de una manera pacífica. Por ello, empleó un método más expeditivo: lo destrozó lanzándolo contra el suelo.
Anette, su esposa, volvió a recordarle por enésima vez, la dudosa calidad del contenido de algunos bazares orientales, aludiendo al despertador que días antes había adquirido en uno de esos establecimientos.
—A ti también te encontré en un bazar —respondió con sarcasmo.
Salvando las distancias, a su esposa, originaria de Tonquín en la antigua Indochina francesa, la conoció en Galeries Lafayette, donde coincidió con ella en las rebajas. La analogía, según su criterio, era perfecta; aunque el parecido fuese tan remoto como el que existe entre un pulpo y un gato a pesar de que ambos tienen patas.
El capitán de la policía, Daniel Leblanc, experto en buscar absurdas relaciones entre los bazares y los grandes almacenes, y también en destrozar despertadores digitales, no tenía obligación de ir esa mañana al trabajo, porque había estado de guardia hasta las cinco de la mañana, pero un compañero le había pedido a cambio de compensárselo que cubriese la suya. No podía negárselo porque era el marido de su hermana, pero se cobraría con creces el capricho de su cuñado por seguir al Paris Saint-Germain allá donde jugasen los partidos de la Champions league, aunque se celebrasen en el culo del mundo. Como esta vez, que se había ido a Italia gracias a Daniel que, curiosamente, odiaba el fútbol tanto o más que a los despertadores.
Daniel Leblanc, tras haber conseguido después de varios intentos fallidos dominar la cafetera, se llenó una taza. Como a él le gustaba: un reconfortante líquido ambarino y con un sabor matizado a café. En definitiva, una aguachirle que no era capaz de estimular ni a la más sensible de sus neuronas, porque al inspector Leblanc, despertadores y cachivaches electrónicos aparte, no lo alteraba ni el paso del tiempo, y esa era precisamente su cualidad más destacada: la pachorra.
Podía haber ascendido mucho más si lo hubiese deseado, porque facultades no le faltaban. A pesar de su fama de ciberinepto, tecnoinutil y anacrónico, era sagaz, imperturbable y exageradamente discreto. Elegante, bien educado y esclavo de sus manías como la de coleccionar cualquier cosa cuya gestión no le abrumase demasiado, como plumas estilográficas, lápices y cualquier útil de escritura. En su mesa de trabajo, la única de madera que había en toda la comisaría, tenía una escribanía de bronce del siglo XVIII, con dos tinteros, una pluma de ave y una salvadera vacía, porque no encontraba en ninguna librería arena secante que la llenase. Por eso utilizaba un viejo tampón, adquirido, cómo no, en el Mercado de las Pulgas, aunque la tinta de su inseparable Montblanc secara casi instantáneamente.
Se encontraba cómodo con su reciente ascenso a capitán, aunque había pesado mucho más su antigüedad que sus cualidades, pero ahí estaba; con su recién estrenado cargo y su taza de café, dispuesto a disfrutar todo lo que sus manías le permitiesen.
2
A la misma hora en que el capitán Leblanc llegaba a la comisaría, los paneles electrónicos del aeropuerto Charles De Gaulle señalaban la llegada del vuelo 430 de Essex Air, una de tantas compañías Low Cost que operaban entre Reino Unido y el continente. Fue un vuelo casi doméstico, no exento de incomodidades y escasas atenciones por parte de la tripulación, aunque el destino mereciese la pena.
«París bien vale una misa», declamaba con ínfulas pedantes un tipo a su admirada y joven esposa. «Una taza de té no hubiera estado mal» se quejaba un pequeño grupo de jubiladas, ante la tacañería de la compañía por no servir un tentempié durante el vuelo. «Ni siquiera unos cacahuetes» apostillaba ariscamente un tercero con pinta de estadounidense.
Unos metros atrás, Diane no demostraba interés alguno por los comentarios; incluso la inexpresividad de su rostro denotaba cierta abstracción que contrastaba con el alboroto natural de los viajeros que buscaban la cinta transportadora para recuperar sus equipajes. Como un autómata se dirigió a una de las puertas de la terminal, se situó en la cola de los taxis y tras esperar su turno, subió a uno de ellos. Con la sola excepción de comunicar al chofer el destino al que se dirigía, no movió los labios en todo el trayecto. Minutos más tarde, ya en la ciudad, se detuvieron en la avenida de la Opera. Allí, en el Big Bus Ticket Shop recogió su tarjeta Paris Pass con la que podía optar a un buen número de atracciones turísticas sin que tuviese que hacer largas colas. Volvió a subir al taxi, terminando la carrera a escasos metros de la pirámide del Louvre.
Con la misma parsimonia, caminó hasta alcanzar la entrada del museo. Había comenzado a lloviznar de nuevo, pero no parecía importarle. A pesar de la desagradable temperatura a esas horas de la mañana, no llevaba impermeable ni prenda de abrigo. Iba con el pelo suelto, sin maquillar, vestía unos pantalones tejanos, un suéter blanco y calzaba unas deportivas del mismo color. En su mano portaba un pequeño bolso del que sacó la tarjeta que había recogido minutos antes.
En cuanto llegó a la pirámide de cristal, obra del arquitecto Ming Pei, bajó hasta la entrada principal y accedió al ala Denon. Subió las escaleras hasta la planta alta y se dirigió a las salas dedicadas a la pintura francesa. Muy cerca, se encontraba el café Molliens, un lugar encantador que forma parte de los atractivos que posee el enorme y majestuoso edificio que alberga el museo del Louvre.
Apenas habían pasado unos minutos desde que el personal de ese establecimiento había acondicionado el local y dispuesto en sus expositores las apetitosas piezas de bollería y pastelería. El aroma del café con leche acababa de impregnar la atmósfera de la sala cuando Diane irrumpió en ella, dirigiéndose sin titubeos a la terraza.
Ni siquiera hizo caso a uno de los camareros que le indicó con amabilidad, que aún no habían dispuesto en sus lugares los veladores y las sillas. Se lo repitió varias veces, pero ella siguió adelante, impertérrita, abriendo finalmente la puerta que daba al exterior. Escaló la balaustrada ante la atónita mirada