El Muerto Del Faro
Por José Gurpegui
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El epitafio de una extraña lápida, lleva al personaje de esta novela a investigar sobre el misteriosa vida del difunto titular de la misma y a involucrarse en una serie de acontecimientos inesperados.
José Gurpegui
José Gurpegui Illarramendi (San Sebastián - Gipuzkoa) es un escritor independiente autor de numerosas novelas. Si bien sus actividades creativas, como el cine, la fotografía y la escritura narrativa comenzaron en su juventud, no es hasta comienzos de este siglo, cuando, sumándose al auge de los medios digitales de comunicación, publica sus trabajos literarios cuyo estilo satírico, se manifiesta plenamente a través de los protagonistas de sus novelas.
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El Muerto Del Faro - José Gurpegui
EL MUERTO DEL FARO
José Gurpegui
Copyright © 2023 José Gurpegui Illarramendi
Todos los derechos reservados
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Los personajes y eventos retratados en este libro son ficticios. Cualquier similitud con personas reales, vivas o muertas, es una coincidencia y no es la intención del autor.
Ninguna parte de este libro puede ser reproducida, o almacenada en un sistema de recuperación, o transmitida en cualquier forma o por cualquier medio, electrónico, mecánico, fotocopia, grabación, o de otra manera, sin el permiso expreso por escrito del editor.
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The characters and events portrayed in this book are fictitious. Any similarity to real persons, living or dead, is coincidental and not intended by the author.
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Cover design by: Zizahori
Contents
Title Page
Copyright
Otoño
Indiscreción
Libian
Cena
García
COCO
SILVIA
Compañeros
Beretta
Entrevistas
La lista
Otoño
Imaginen una niebla densa, el graznido de un cuervo, el crujir de las hojas bajo mis pies y una lápida mortuoria entre los arbustos de un camino solitario. Podría describir el extraño hallazgo con mayor morbosidad y, aunque sienta deseos perversos de hacerlo, no viene al caso.
Era un frio atardecer cuando iniciaba mi regreso tras unos días de descanso en un, no menos frio, lugar de la costa atlántica al que me referiré como Figueira. Se me ocurrió, porque próxima a la lápida citada, crecía exuberante una magnífica higuera. Puedo dar fe de ello, al facilitarme un dulce tentempié.
La cosa es que, esa tarde, viajaba hacia mi destino en mi nuevo y flamante automóvil, de esos que el fabricante previene todo cuanto pueda necesitar su conductor, incluso los detalles más inútiles y otros menos agradecidos como el de no incluir una quinta rueda como repuesto, pensando que esa tontería, daría paso a lucir su exclusivo servicio de asistencia en carretera. No es por presumir de coche de cincuenta mil euros, sino para explicar que, un inoportuno pinchazo en una de las ruedas me hizo parar en la cuneta de la carretera comarcal por la que transitaba y, como tengo que añadir un decorado triste y oscuro al asunto, diré que el lugar era lúgubre y desolado. Muy cerca se oía el murmullo de las olas y atendiendo a mi interés visual, la ráfaga de un faro marítimo alumbraba intermitentemente con su foco el lugar en el que me encontraba y, por ende, la lápida en cuestión.
Entretanto llegaba la asistencia prometida, leía la inscripción de la lápida, pero intermitentemente por la cadencia de la luz del faro. Decía lo siguiente:
Concluido mi ciclo vital, he regresado al lugar exacto en el que mis progenitores me concibieron.
Devuelvo a los vientos y los mares mis cenizas, pero mi alma quedará perenne mientras alguien me recuerde.
Carlos Expósito
Noviembre 1998
Mi primera e inconsciente reacción, fue la de apartarme de aquel lugar. La lápida y su inscripción me sugirieron la posibilidad de estar profanando una sepultura, pero inmediatamente me di cuenta de que, si lo habían incinerado era para conservar sus cenizas o esparcirlas, y la lápida, soporte del simple e interesante epitafio, estaba muy cerca del borde de un acantilado; un lugar propicio para aventar los restos cenicientos de un difunto, al parecer meticuloso y con ínfulas épicas como el autor de dicha inscripción, que había elegido, como lugar para inmortalizase, no ya la tierra que lo vio nacer, sino incluso, el lugar donde sus progenitores se beneficiaron sexualmente el uno del otro, disponiendo de aquella gigantesca linterna que cadenciosamente indicaba con su haz de luz, el lugar desde el que habían partido definitivamente sus cenizas hacía el Atlántico con el viento del este.
Cuando comenzaba a interesarme por la vida pasada de aquel personaje, apareció la grúa y como era de esperar, mi pinchazo no era tal, sino un reventón que precisaba, según me informó el mecánico, la sustitución completa del neumático y, como era de esperar, no llevaba ninguno a bordo por lo que me ofreció llevar mi coche al taller más próximo que, dicho sea de paso, era el suyo, y evacuarme del lugar viajando en la cabina de su camión.
La cosa podría parecerse a la típica escena de una película en la que el protagonista, un tipo tan inútil como yo, pero joven y bien parecido, recurre a los servicios de un anónimo tractorista que pasaba por el lugar, para acercarlos, a él y a su Mustang averiado hasta el pueblo más cercano, que suele ser el típico lugar medio habitado en medio del desierto, donde las plantas rodadoras cruzan las calles y sólo se escucha el silbido del viento y el chirrido de las bisagras oxidadas de un rótulo corroído, colgado de la fachada de un hotel de mala muerte. Como digo, la cosa podría parecerse si cambiásemos el decorado. En este caso, donde me llevó la grúa era un lugar incrustado entre acantilados, donde el mar embravecido insistía, mediante el embate de sus enormes olas, en conquistar por la fuerza las humildes casas que circundaban una pequeña rada donde fondeaban, atemorizadas, unas pocas embarcaciones de pesca artesanal.
Mis presagios se confirmaron: no tenían neumáticos de las características del mío. ¿Por qué iban a necesitarlos en un pueblo en el que aparentemente vivían cuatro gatos? Me aseguró mi mecánico que en un par de días los recibirían y mientras tanto, pásmense, me ofreció por un módico precio, alojarme en su confortable hostal, donde tendría cama y comida la que quisiera
(sic)
Ante la alternativa de utilizar un hotel que inspirase de todo menos confianza, opté por la oferta de Joaquín Pestiño, llamado así el que era mi provisional asistente y de paso hostelero, taxista y manitas oficial del municipio de Boliños; un tipo de unos setenta y tantos años que aparentaba diez más y que me cobró por adelantado la estancia en su establecimiento hostelero, muy cerca del garaje dónde se hospedaba también mi lisiado automóvil.
—Comprenda que por aquí pasa mucha gente, si nos fiáramos de todos qué sería de nosotros —justificó.
—Lo entiendo, no se preocupe —disimulé mi atonía gestual mientras seleccionaba de mi cartera un par de billetes de cincuenta euros— No tengo prisa, vengo de pasar unos días en el pazo de mi buen amigo el marqués de Siguerrodera en Sanxacobo Un día más de retraso en mi regreso no va a ninguna parte. Es una buena oportunidad para cambiar de ambiente.
A pesar de mi credencial social revelada petulantemente, Pestiño, lejos de otorgarme la importancia que, pensé me correspondía, se le iluminó el rostro como si hubiera visto una aparición mariana,
—Descuide, aquí lo trataremos a cuerpo de rey.
Me pareció adivinar cierta socarronería en su promesa. Por allí la llaman retranca y si era eso, la disimulaba muy mal.
A escasos doscientos metros, estaba su casa. Un edificio aparentemente rural del que partía un aroma a leña quemada matizada con otros olores.
—Este es mi pazo. Seguramente no será igual al del señor marqués, pero aquí se vive bien—afirmó satisfecho.
—Estoy seguro de ello—corroboré.
En la fachada de la casa había un viejo rótulo publicitario de una marca de cerveza y