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El beso de Badra
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Libro electrónico194 páginas2 horas

El beso de Badra

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Elisa escribe teatro y asiste al estreno de una de sus obras en España, invitada por la compañía. El viaje es motivo para recorrer, descansar, recordar.

A lo largo del relato cambian los lugares geográficos y la cronología se altera. Los hechos pasados, yuxtapuestos y alternando con el presente derivan hacia las historias de personajes periféricos, mínimamente vinculados con Elisa, pero profundamente ligados a su destino.

Las reflexiones de Elisa sobre el mundo y la vida son permanentes y contribuyen a colorear la trama de alegrías, complicidades y desencuentros en el amor, en los idearios políticos y en el azar de las cosas.

Nada es lineal y la condición humana obra en el tiempo.
IdiomaEspañol
EditorialeBookIt.com
Fecha de lanzamiento26 abr 2016
ISBN9781456616236
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    El beso de Badra - Diana Amiama

    coincidencia.

    1

    Viejos depósitos del barrio Bras, octubre 1978.

    Sentí sus labios, sentí calor en mi cara, anticipando el deseo del viejo y mi desesperación. Fue como correr en una cárcel, desde una boca inmunda pero dulce hacia los brazos de mi esposo que no me consolarían. En ese instante aprendí algo que no entendería hasta mucho tiempo después.

    Yo estaba sentada en una silla frente a un escritorio anchísimo, al fondo libros y estantes alternaban con papeles que no eran leídos ni abandonaban su sitio desde hacía años. Resto de majestad, poder en ocaso de larvas y polvillos, tiempo puro que degradaba a las cosas y a él que se esmeraba en retenerlo con la serenidad de una máscara. Impecable, trajeado, envidiable, bien alimentado, irremediablemente viejo. Como una torre de piedra, una estampa guardada en carpetones amarillos de borde carcomido, olía a cobijo y fortaleza para mi exilio en ese país tropical dónde todavía y a pesar de haber transcurrido dieciocho meses o algo así desde mi llegada, yo no entendía nada y seguía manejándome con el enjambre de considerandos románticos en que fui criada y con los que sobrevivía por milagro como quien pisa piedras mohosas cruzando el río en tacos altos.

    La luz le daba por la nuca y lo contrastaba con el ventanal apaisado del fondo. Oscuro y recortado pero de tez blanca y plena, ojos sinceros, estaba Badra.

    Me había sentado frente a él porque las otras opciones eran unos sillones empolvados, tapizados en cuero probablemente húmedo y ácido ya, distantes de los vértices del escritorio. Recuerdo mi silla de madera sólida y barnizada como no se harían más en ese país, sillas que siempre me gustaron al punto que tiempo después compré una para mi casa, haciendo juego con un escritorio de estilo cincuentoso que nunca se usó como tal, una silla de reportero en las historietas de Superman, la que usaba Louise Lane o Clark Kent.

    Y lo miré en silencio.

    Me mandaba mi esposo. No tenía mucho para decir, salvo Señor Badra, no tenemos dinero para pagarle el alquiler.

    2

    La cala, invierno, 30 años después.

    El camino seguía. Yo también. Cada uno se dirige a su destino con tozudez o desánimo. Nunca creí en el destino pero voy directo hacia él, con el empeño y la convicción de los acantilados.

    Pasó un barco de pesca, que no estaría trabajando porque en domingo no lo hacen aquí, en Utxelló d’Empurdá. Un hombre iba de pie en la proa y miraba hacia la costa, hacia mí, supongo, porque el sol en contra le mataba los detalles. Había un faro a mis espaldas que el pescador vería y una ruina medieval en lo alto, reformulándose con cemento en líneas modernas, coronadas provisoriamente por la pluma de una grúa. Saludé al barco y al hombre que saludó menos. Pero fue un encuentro. Me supe de esas mujeres con amores tan fugaces, porque hay hombres que nos necesitan así para dejarnos en la orilla. En este borde de mar las piedras de lomo manchado abren sus fauces al agua y una planta minúscula de hojas crasas que en mi jardín sudaca es tratada con esmero por sus arabescos pardos, allí se da como yuyo. Ante ese paisaje de biología descarriada en macro y micro empecé a comprender lo que se decía en otra mesa, ayer jueves, durante la cena en el bodegón.

    3

    2 días después.

    En la ruta todo está señalizado y sin embargo lo inesperado surge. Trataba de descansar de los pensamientos. Llegar era lo que importaba. Hacer lo que había que hacer. Reserva, hotel.

    Mirando por los cristales empañados del autobús trajinado pero limpio, pasaban las casas en las últimas calles de cada pueblo y continuaban las del siguiente con sus pequeños jardines y las piedras remarcando los espacios ganados a pulmón en el pasado y a fuerza de euros en el presente. Los árboles abrían unas copas raras, podadas con pasión hasta el brote ínfimo, las ramas terminando en dedos descarnados y ciegos con la promesa de dar hojas como palabras al cielo que harán lo imposible para explicar el sol al tronco; dendrofobia pensé. Tuve la sensación de que lo inadmisible en América resultaba muy adecuado en Europa. Cosas de la historia. Cosas de los pueblos tontos.

    Los campitos chicos trillados y enroscados en alfombras redondas para un ganado que no andaba por ninguna parte se seguían uno al otro, alternando con iglesias de piedra. Pasando Castelló, en la depresión de terreno que termina en un horizonte azul, miré a la izquierda por encima del perfil inclinado de una señora con el cabello envuelto a lo turco y que dormía. Mis ojos dejaron la cabeza inclinada para enfocar más allá, hacia un barco surcando el suelo arado, muy noble y lento como sucede lo importante. Ceremonioso e incomprensible pero potente, lo seguí hasta que mi cerebro entendió que el mar estaba por encima y detrás del campo hundido aunque no se pudiera ver desde mi asiento.

    Hice paralelos con otras verdades evidentes que en su momento tampoco había registrado adecuadamente atribuyéndoselas a la magia de la vida, al poder de mi esposo, o a mi discapacidad y falta de inteligencia concreta como me aclaraban entre silencios y frases inconclusas algunos parientes en la playa, entre mate y mate.

    Negro y verde el barco continuó navegando hasta que un rayo de sol lo quemó en el fondo y la turca del primer plano levantó la cabeza alertada por el celular que sonaba en su bolso.

    Bebí agua aprovechando la quietud de una parada.

    En este lugar, los barcos se comportaban definitivamente de manera extraña, o sea, la tenían con la tierra.

    A la derecha esta vez y en medio de una huerta, un velerito se sostenía entre dos paredes de ladrillo, pastizales, coles y tendidos de manzanos orientados hacia al sur. Yo no entendía, debido a mi minusvalía o falta de inteligencia primero, por algún efecto geológico o lumínico luego, de pura incomprensión finalmente. Llegada al pueblo donde me bajé, me enteré de la historia del velerito por el dueño del bar donde pedí un cortado y porque lo pregunté directamente, abandonada toda intención de interpretar señales o suponer causalidades ahora que no creía más en la magia de la vida ni en los poderes de mi esposo cuando lo era, salvo para embocarme una que otra vez.

    La cosa fue así: en la casa de piedra que no se llega a ver desde la ruta que une Castelló con Figueres, vivía un matrimonio viejo con un hijo tardío y amante del mar, amor que los padres no compartían porque se necesitaban huesos fuertes y vocación impermeable en esa zona de vientos y agua salada volando sobre los frutales hasta cuando había sol, para atender el cultivo de verduras y recolección de manzanas y olivas, decían ellos, o sea, aceitunas. El muchacho compró un barco hecho bosta y el padre no le dio permiso para arreglarlo a menos que trabajara la tierra. Accedió él y se hizo un pequeño astillero aprovechando un desnivel donde apiló ladrillos y montó el velero. Allí desincrustaba el casco de algones y moluscos secos, lijaba y pintaba las maderas, quitaba el óxido de las uniones y tensores, todo esto en los descansos que le permitían el riego, la carpida, el desyuye y otras operaciones rurales. El padre lo observaba y no queriendo desaprovechar ni un palmo de su terreno, plantó perejil y menta en torno al velero como un mar de perfumes golpeando los paredones del muelle paisano que sostenía la nave donde el chico hasta dormía a veces, agotado y feliz.

    Llegó la guerra de Irak y lo reclutaron, le tocó presentarse al puerto porque embarcaría en una lancha de transbordo a un destroyer y luego no se pregunte más que al final en la guerra hay datos que resguardar. No volvió jamás. Ni llegó al destroyer porque la lancha naufragó y se murieron tres, él uno de ellos.

    A los viejos les llegó un telegrama que el padre abrió primero a solas, sentado junto al barco con mal presagio. Y era nomás lo que temía encontrar puesto en letras. Se recostó en una de las paredes y murió inclinado dando sombra al perejil que perfumaba su siesta. La mujer lo habrá encontrado y llorado o soportado como toda mujer, que bien se sabe lo fibrosas que son para las cosas duras y qué tiernas para el día a día.

    4

    Relato de fonda, durante la cena del jueves.

    Los lugares de mentirita y violencia siempre negados por mi pegador y por mí también se reconstruyen trazo a trazo como esos cuadros que no son de quien dijera ser el autor, el entronizado, el fotografiado, el perseguido por la prensa; buen parlante, algo marica pero sin confirmación cierta por el hembrón que le afanó a otros de talento cierto, machos ciertos en vínculos ciertos pero… ¡Hélas! Se quedó conmigo aunque en otro castillete de Pubol mientras yo (el autor trucho) traigo de Port Bou los trabajitos del tonto ignoto que es mi sangre ahora y la visito a ella que me atiende o no me atiende en su castillete mediterráneo con merengue en las almenas. Y que se escriba sobre nosotros, su culo en la ventana, mis tigres, sus pinzas y su falta de dulzura. Federico fue dulce e infinitamente amado por mí que soy voluble. Muchas veces nos acoplamos frente al muelle griego de San Martí donde todavía no había un parque y después íbamos a comer saciados y mordidos por todas partes, su espalda sobre todo y mi cuello cuando lo dejaba. Y hablaron mal de mí y de él poco, porque murió joven y eso lava las lenguas con el miedo a las represalias de familiones desairados o fantasmas enojones… solía decir provocando a los oyentes que hacían como que entendían todo y lo perdonaban todo pero no era así porque no entendían todo sino algunas cosas y esas no las perdonaban nada.

    Desde una mesa cercana esta conversación me llegaba con sus citas y referencias en parabólica y elíptica una noche en la fonda donde solía ir a cenar. Escuché sobre el gran fiasco y el engaño a través del tiempo, contado por un amigo de su amante fusilado joven en esta tierra que todos saben, bebe sangre.

    Muy comportado y lleno de datos el revelador de la nueva autoría de buena parte del acervo pictórico de museos, coleccionistas y marchands, se despidió. El grupo quedó estupefacto y desconfiante a pesar de disimular posando con parsimonia los cubiertos sobre el plato vacío una señora, bebiendo algunos, alguien abandonó con suspiros un postre flambeado y frío, una de lentes juntaba migas invisibles. Se oyó por lo bajo la frase, fantasea o toma de la mala y unas toses cuando el tipo cruzó rápido el portal y desapareció en el estacionamiento. Tal vez se fue en auto pues algo crujió sin luces sobre el pedregullo o fue la tramontana la que haciendo crepitar las piedras se lo llevó con el cuello subido, el testuz resistiendo la ventolera camino a Port Bou, a sus óleos, a sus pigmentos, a sus acuarelas cobardes, al mundo de mentirita donde se dejó lastimar y del que se atrevió a hablar muchos, muchos años después; poco al principio, con señales desubicadas en palabras sueltas más tarde, en frases de cuatro compases sin verbos… Su relato tardío y completo no iba a cambiar la historia pero le permitió regresar al mismo sitio de otro modo, alineados su corazón, su pensar y su cuerpo.

    5

    El Chorrillo, Pcia. de San Luis, 31 años antes.

    Muy simple, lo conocí a los diecinueve años. Me enamoré de la vida que había tenido y me contó: independiente, conflictiva con los padres -especialmente con el padre-, aventurera, inestable y en el último tiempo comprometida con la política. Además, a los dos nos gustaba el cine.

    El tenía un auto rojo con dos agujeros en la puerta, como dos balazos, tal vez dos balazos y yo creí que era un hombre maduro que sabía todo y que me llevaría sin vacilación por donde él quisiera desde ese minuto en adelante, arrepentido pero firme, porque yo no era su tipo, pero sí de un tipo que tenía valor para los demás y lo adoraba y ver esto en mis ojos le sentaba bien a su pelvis.

    Casi no nos conocíamos cuando tuvimos que irnos de la ciudad. Participé en una lista de perejiles y buenos alumnos que la JUP armó en mi facultad para ganar las elecciones bajo la bandera de una diversidad de ideas mientras los hilos los manejo yo.

    Con el golpe militar, los de la lista empezaron a caer como granizo ya que sus nombres y apellidos estaban en todas las boletas impresas en el centro de estudiantes allanado poco después del primer comunicado de la junta militar. Eran las boletas que sobraron de las elecciones cuando, dicho sea de paso, la JUP perdió. Entonces tuve que irme de mi casa al sur primero, sola; hacia el oeste después con él, al pueblo donde se crió y para contrariedad de sus padres -y del padre en especial- porque el pueblo contaba doscientos habitantes y el conflictivo señor era el intendente.

    Pasaron los días. Aguantamos contando mentiras que se sostenían por una pata de verdad que enraizaba en un detalle y se recreaba con datos de ser necesario, mientras el resto se bamboleaba y desdibujaba en un remolino de imprecisiones.

    Traté de que él no se peleara con su padre, no lo conseguí. Cociné las mejores recetas aprendidas en mi hogar para alegrar a la madre y quitarle el trabajo de burra de noria que le veía desarrollar entre palmada y palmada marital de consuelo adornado con un ¿estás cansada viejacha? Me sentía feliz de ver a la mujer disfrutando de mis huevos rellenos o de la torta de jamón y queso que hice una única vez mientras ella cavilaba cuánto se habría gastado de las provisiones del armario, pero todo terminaba en silencio y párpados bajos de asentimiento al probar la comida el intendente y soltar su comentario, le falta sal, ¿por qué no le enseñás a esta chica a hacer empanadas?

    Esta chica fue mi nombre para el intendente toda su vida de relación conmigo. Tuve otros apodos más tarde, pero amorosos o simpáticos, surgidos de amigos del trabajo. Lisi me pusieron los del banco y Akuahein-nuy la madre china de mi amiga como antes había sido en secreto Heart of hearts o Tesoro mío para mi

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