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Las sombras del embudo
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Libro electrónico252 páginas4 horas

Las sombras del embudo

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1687. La corona española de deshace bajo el reinado del último Austria, Carlos II. Una visita de los reyes a Alcalá de Henares será el marco en el que las potencias europeas dirimirán una batalla por controlar el futuro del reino. El cadáver de un cocinero será el pretexto para iniciar una incesante persecución por salvar las vidas propias y las de los monarcas. Por las calles de Alcalá, los protagonistas se verán inmersos en una trama tan arriesgada como fundamental para el futuro de la corona. Escrita con recursos narrativos inusuales, el libro pretende sumergir al lector en un continuo vaivén de situaciones que adaptan los hechos históricos documentados y sólidos al natural vuelo de la ficción.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 jun 2023
ISBN9788411810289
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    Las sombras del embudo - Juan Francisco de Dios Hernández

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Juan Francisco de Dios Hernández

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Imagen y diseño de portada: Esteban Martínez González

    Esteban Martínez González

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-028-9

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    Para Mª Ángeles, eterna fuente de inspiración

    y razón primera por la que comencé a escribir esta historia.

    Para Àngels y Jaime, en los que me miro cada día para conocerme.

    Para mi padre, que leyó este libro hace tiempo y

    lo podrá contar en el Valhalla.

    Para mi madre, que es el durante y el siempre;

    y a mis hermanos, que saben de esta historia y están en ella.

    Para Jaume y Angelina, cuya mirada paciente me dio la luz fundamental.

    Para mi gran familia,

    a quien debo la educación más importante,

    la de la tribu.

    Primera parte

    I

    Una mañana de abril

    Apenas se despuntaba el día en los altiplanos del Henares, cuando unos golpes nerviosos despertaron a Martín Brañas. Aún no habían tocado a maitines en Alcalá, y aquel estruendo terminó con su difícil sueño. Con un movimiento seco y silencioso, aprendido entre duermevelas de fango y sindiós, Brañas agarró un madero astillado y peligroso, pisó fuerte en el maltrecho suelo de su cámara, y de grave y sonoro grito espetó:

    —¿Quién anda ahí?

    Pasaron unos instantes de tenso silencio, cuando una voz temblona y casi infantil se intuyó al otro lado de la puerta.

    —S… señor Brañas, el Alguacil solicita de su presencia... Dicen que hay un muerto en Tocinerías y mandan que acuda vuesa merced lo antes posible.

    Sin esperar respuesta, Brañas siguió el batir de suelas, el crujir de escalones, y finalmente el golpe seco del portón. Quizá aquellos años de la Guerra de Holanda no le habían dado honores, ni tan siquiera un futuro halagüeño, pero su doble condición de músico y soldado le habían adiestrado el oído hasta extremos insospechados. En aquella casa húmeda al final del callejón del Embudo, con fachada huera de escudos y falta de distinciones, sobrevivía uno de tantos defensores de las patrias perdidas y los orgullos intactos. Uno de tantos que se dejaron la piel sencillamente porque no quedaba más remedio, porque no se podía hacer de otra manera, porque aquello era así y basta.

    Pero Brañas no había sido un soldado de a pie al uso. Excelente músico y mejor viajero, lo suyo había sido un golpe de suerte… de mala suerte. Un día se encontró en medio de los fangos de aquellas tierras bajas del norte sin saber muy bien la razón, sin llegar a tener un por qué. Regresando de un viaje a las frías comarcas del extremo norte, de Uppsala, buscando viejos materiales para su recién estrenada plaza de organista, Brañas no había podido eludir ni su juventud ni su escudo. Cuando las huestes menguaban, y todo olía a derrota, Brañas apareció en el lugar menos adecuado y en el momento más inoportuno, o al menos así pensaba él. Sin saber cómo ni por qué, se convirtió en uno de tantos soldados cuyas apretadas victorias y beneficios subsiguientes se fueron perdiendo entre mentideros y palacios, entre promesas y hambre.

    Definitivamente, era un personaje extraño. Mezcla de todo, nada de nada. Otro proyecto de vida sacrificado por aquellos malos tiempos que nadie eligió y que a muchos condenó. Pese a atesorar una alta formación como organista, Brañas siempre fue consciente de que hacerse con una canonjía en una capilla musical sin haber tomado los hábitos eclesiásticos era harto difícil. Su verdadera derrota era la vida que le quedaba por vivir y la certeza de todo lo perdido. Allí estaba, despierto, en medio de una ciudad leída y religiosa, de estudiantes y rezos, cuna de grandes plumas que habían huido pronto, y centro del saber científico, donde Carrillo quiso fundar una segunda Roma, y Cisneros resolvió una universidad con método francés para leer, entender y hablar, pero sin música. Alcalá de Henares también había vivido tiempos más felices, más ilustres, más limpios.

    Pese a los esfuerzos que hizo Brañas por intuir entre brumas ese algo o ese alguien, esas sombras que le habían perturbado el final de la noche, apenas pudo ver más allá de un bulto oscuro que corría como llevado por el diablo. No podía decirse que aquellas circunstancias le sorprendiesen. Seguro ya de las dificultades del músico en un lugar carente de las alas del canto, en un lugar que venció su alma en otro siglo, Brañas se había convertido en algo así como un corchete privado, un desvelador de misterios, un buscador de desaparecidos. Era aquel un tiempo difícil e incómodo en el que ganar unas monedas significaba comer un día más y esperar un día menos. En aquella Alcalá, vetusta y estudiantil, religiosa y crédula, que rehuía la mirada ante las ruinas romanas y árabes, que ya no recordaba dónde vivían los judíos ni los moros, corría el año de Nuestro Señor de 1687, un año como otro cualquiera, un año en el que apenas si se podía hacer algo más que alargar lo inevitable, la agonía de una forma de vivir, el final de un tiempo y unas maneras.

    Martín Brañas no era un desconocido para la vecindad de la villa, aunque tampoco se le podía atribuir más importancia que otros tantos bravos abandonados a su suerte en las villas del maltrecho imperio. Cada cual goza de un momento de gloria, y tarde o temprano hay alguien que te lo recuerda, y no precisamente para bien. La historia que laureó a Brañas como héroe local también duró poco. Pero no es menos cierto que durante semanas fue motivo de querellas en la plaza y algún que otro pliego de cordel venable. Nunca pasó de eso… no debía pasar de eso:

    Una tarde, no hacía más de un año, un niño se perdió a orillas del Henares. Pasó la noche entera sin que nada ni nadie echase de menos al muchacho. A la mañana siguiente, su madre, cual magdalena penitente, llegó flanqueada por varias plañideras buscando la ayuda de Brañas. Decían que se había adentrado en las cuevas de los árabes buscando tesoros y que nada más se había sabido desde entonces. Era bien conocida en la villa la historia de un tesoro que la morería había alojado en lo profundo de las cuevas de Zulema tras su salida precipitada de la ciudad. Aunque pocos daban crédito a aquellas leyendas, no habían sido ni dos ni cinco los que se habían adentrado sin regresar, o contando que en aquella oscuridad habían creído ver fantasmas o escuchar rezos en parla mora. Brañas se puso en marcha más por hambre que por convicción. Luego de un largo día de búsqueda sin premio, justo al tiempo que desaparecía el sol, Martín Brañas encontró al zagal dormido al pie del puente. Cuando se dispuso a devolverlo a su familia, el chico le rogó que no lo hiciese, que él se había escapado de su casa porque quería ver el mar y enrolarse en un galeote. Brañas solo pudo apiadarse de aquel pobre. Un galeote nada menos… Nada heroico había en el mar salvo penas, promesas de una vida mejor y un peligro que solo el mar profundo y azul era capaz de expresar con olas y espumas. Brañas se agachó frente a la corriente de agua y sopesó el siguiente paso. No era raro que niños aún imberbes huyeran de sus casas al tiempo que huían del hambre, de las penurias, de los trabajos excesivos y del tedio. Brañas se dirigió a unos niños que jugaban en aquel lugar para que avisasen a la familia del muchacho y les dijese que todo estaba resuelto. Aún tenían un tiempo para rumiar una buena excusa que justificase lo inexcusable. Poco tardaron los familiares en aparecer. Corrían hacia aquel hijo pródigo con grandes aspavientos y aparatosidades. Bien parecía que a la primera huida le seguiría una segunda, a juzgar por los movimientos espasmódicos del padre. Brañas se acercó al muchacho y convino con él que dijese a sus progenitores que solo pretendía encontrar el tan mentado tesoro de Zulema y así sacarles de pobres, pero que para su pena no lo había hallado. El niño, que no entendía nada de aquella comedia, movió la cabeza afirmativamente y se vio absorbido por una turba cuya imagen hizo que Brañas entendiese las razones del zagal…

    Tal cual fue la casualidad, tal se desperezó la fantasía popular con respecto a Martín Brañas. La villa entera bendijo al héroe como paño de los más extraños eventos, la solución pagada de todo lo que sucedía bajo las mesas, de todo género de intrigas, enigmas y simplezas. A él acudían hombres abrumados por la infidelidad de sus mujeres; pequeños hurtos sucedidos en casas y patios de vecinos; incluso alguna muerte misteriosa que encontró solución entre los avatares más propios de la salud que del lado demoníaco. Así fue como Martín Brañas había terminado por ganarse la vida lejos de la música, cada vez más ajeno a la correcta dirección de las voces y fuera del misterio de los sonidos. Fue una casualidad, un apaño, un hasta mañana puede valer. Y es que en realidad, no había muchas opciones para aquella turbamulta de soldados licenciados que vagaban en bandas peligrosas por los caminos de la corte. Aquella era otra clase de mendicidad, pero al menos servía para apartar el hambre y los grilletes de mañana.

    Absorto en aquellos pensamientos, recordó de pronto la sombra. El Alguacil solicitaba su presencia. El jefe de corchetes, don Luis Pozas, no era un desconocido. Compañeros de armas en los malos momentos, quince años ya habían pasado de aquello, lo que, traducido en golpes y cicatrices, había dejado un sinfín de muescas en los cuerpos de ambos, amén de no pocas frustraciones, y ante todo, una ley inquebrantable que les bendecía como buenos camaradas. Bien sabía Pozas de las cualidades de su amigo como músico, pero también sabía que no era aquel un país con oídos, sino más sobrado de cuernos. Como las penurias se prometían muchas, conforme salieron de Flandes, Luis Pozas y Martín Brañas sellaron un pacto de sangre: cuando uno de los dos llegara a un puesto de renombre y desahogo, sería garante del otro. Fue Luis Pozas quien, tras no poco bregar y esperar con paciencia, accedió al puesto de alguacil. Tal como tenían sellado desde los barros flamencos, el uno le permitió ejercer aquel extraño oficio de investigador al otro, mientras este prometió discreción en sus averiguaciones, derecho a consulta, y alguna que otra velada entre amigos en recuerdo de tiempos peores. Pozas tenía la paciencia y la virtud del bienmandado, algo que resultaba imposible para un hombre como Brañas, sanguíneo y poco amigo de las críticas venidas de gentes de poca altura.

    Angustiados y sin horizonte durante semanas, las tierras llanas de Flandes habían fraguado en ellos una relación franca, sin posturas ni latinajos, como la que solo se puede dar entre personas que aun en medio de un frío infausto eran capaces de dejar escapar el poco calor que les sustentaba y dedicárselo al compañero, fuese quien fuese.

    Un monarca joven, aunque según se decía en la corte, patizambo, sucio y algo retrasado, se dejaba llevar por validos y señoronas oscureciendo los tiempos de ancestral gloria. Los gobiernos inestables daban sorpresas y bonanzas temporales, pero aquello era un lento engordar para morir. El primero de aquellos mandatos se produjo bajo el yugo de la reina madre, doña Mariana, sibilina, patriota y sabedora de las debilidades de su hijo; después vino el control de su hermano bastardo, don Juan José de Austria, que tan solo dirimió hacia donde se movía la miseria. La reciente devaluación de la moneda, llevada a cabo por el valido Oropesa, no hacía entrever tiempos mejores, sino muy al contrario el lento fenecer de los guerreros cansados. La vieja guardia quería morir enhiesta, pese a que por dentro las ropillas estuvieran raídas y de las botas apenas quedara suela. No eran buenos tiempos aquellos para la otrora gran España. El imperio se replegaba sin remisión mirándose en los espejos de América, mientras el orgullo quedaba intacto a falta de las últimas dentelladas del hambre.

    La última reforma del ejército había dado con los huesos de Brañas, Pozas y demás gentes de furia, en sus lugares de origen, subsistiendo en ocasiones de la caridad de las gentes y en otras haciendo trabajos más sucios que galeras. Los recientes ataques a las plazas españolas de Orán y Melilla llevaban cantados desde hacía décadas, pero nadie era capaz de dar un golpe fuerte en la mesa y hacerse valer. Los moriscos, expulsados hacía poco más de un siglo, habían regresado, y con fuerza inusitada luchaban por la tierra perdida; y por qué no decirlo, se tomaban justa venganza por los males sufridos y las promesas mojadas. Definitivamente ya no se apretaban los dientes como antes. Y mientras la corte asistía impasible al principio del fin, las gentes peleaban por vivir con honradez, alejados del pasado y comiéndose la realidad a mordiscos.

    El jubón y los gregüescos, la vizcaína y la toledana, los guantes de perro, las calzas de brega, y coronando, sombrero más de otro tiempo que de este, daban a Martín Brañas una imagen extraña. Nada diferente a la de otros muchos, pálidos reflejos de tiempos pasados. Quizá pensando que no había nada peor que ser antiguo sin ser viejo, Brañas era España. A su condición militar por obligación o descuido, había que añadir unos estudios sólidos y reglados como músico acá y allá.

    No era este reino un dechado de virtudes musicales, pero bien era cierto que el teatro cantado y hablado era del gusto general del castellano medio y que la música religiosa, que en otro tiempo contó con Victoria y Guerrero, seguía siendo importante. Habíamos aportado la vihuela y el órgano a la gloria sonora del mundo, y desde el otro gran ciego Antonio de Cabezón, nuestro órgano ibérico tronaba al tiempo que era capaz de elevar el alma hasta Dios en el mismo instante. Las habilidades de Brañas con la tecla y la cuerda eran admiradas por pocos, y en los últimos años no había habido ocasión de ejercitarlos más allá de dos o tres fiestas populares. Si era difícil vivir como soldado, no había que tener grandes dotes para imaginar el futuro como músico.

    Dependiendo del porte y de las circunstancias, un día no pasaba de ser un valentón de a tres maravedís el susto, mientras que otro recuperaba la honrosa figura de soldado de arrestos y se demostraba a sí mismo que aún servía para algo digno. No había renta para grandes algaradas. Ni siquiera de joven, con las primeras pagas de soldado y ropilla nueva sobre el coleto, pudo ser confundido con uno de esos pisaverdes que pululaban de guindas a brevas a medio camino de iglesias y tabernas. Sus trabajados treintaicinco años le hacían ya hombre recio, y solo sus brazos llevaban más recuerdos grabados en forma de cicatrices y quemaduras que la armadura de Mío Cid.

    Algo largo de cara, algo corto de vista, barba arreglada entre tinieblas y solo en días de limpia, y una gran cicatriz mediada en la oreja derecha y perdida en el arranque del cuello daban lustre a su figura. Pero sin duda, eran sus manos la parte de su cuerpo que más desentonaba con el todo. Grandes de palma, creaban la ilusión de unos dedos pequeños y robustos que en realidad no eran tales. Bien musculada por el movimiento incesante de algunas batallas musicales, se había guardado bien sus manos con la eterna esperanza de lograr ganarse la vida frente al teclado partido de cualquier órgano ibérico.

    Aquel ruido estrepitoso y aquella voz terrosa habían precipitado el comienzo de un día que le cambiaría la vida para siempre. Solo le quedaba, para acabar con el ritual del vestir diario, recoger de la mesa aquel amuleto, única herencia recibida de su madre que, según le dijo con gran pasión un día de despedidas, le serviría para mantener lejos los malos agüeros, que ya era mucho. Sombrero calado y tocado, se apretó la espada al cinto, bajó la escalera y pisó tierra.

    II

    Un muerto en Tocinerías

    Aquel frío que bajaba del monte abrió narices y llenó pulmones antes de afrontar el camino hacia Tocinerías. En las calles ya se respiraba olor a pan reciente para unos pocos, aunque su aroma aún no había sido tasado. La ciudad despertaba poco a poco de su letargo de mañana abrileña, ya pasada la Santa Semana y los ayunos de rigor. Primero las amas, frailes y monjas, y finalmente nobles y demás gentes sin ocupación iban llenando de luz aquel viejo bastión urbano de nombre moro y perfil cristiano que había conocido mejores tiempos como cruce de caminos, pero que ostentaba aún una prestancia envidiable por otros limítrofes. Aquellos edificios de ladrillo romo habían escuchado mejores ecos que los pasos de Brañas, que trataba de evitar inútilmente el tintineo disonante y frío de su vieja espada con un canturreo bien afinado que cualquiera hubiera identificado con «guárdame la vacas». Al llegar a Tocinerías, no fue difícil encontrar el lugar en el que había ocurrido lo que fuera diablos que hubiera sucedido. Una guardia completa flanqueaba la puerta principal, evitando la mirada de los pocos curiosos que se habían parado camino de ya no sabían donde y menos por qué.

    —Soy Martín Brañas. El alguacil me hizo llamar.

    Con la parsimonia del que mira con desprecio al inferior, y esbozando una media sonrisa de pobre diablo, un aprendiz de corchete apenas barbado le dio paso franco. Tras poco más de cuatro escalones, pudo vislumbrar la identidad del finado. Su cara terrible y el mortal corte que le sesgaba el cuello de oreja a oreja no impedían que con estupor reconociese al pastelero Santos, hombre apreciado, desprendido e incluso bien querido por su buena disposición con los ricos y limosna con los menesterosos. Nunca dudó en darle a Brañas algo que echarse a las muelas en los peores días de ayuno no preceptivo. Cuidadoso en sus pasos y evitando mirar al cadáver, observó el suelo con detenimiento. Entre losetas mal cocidas y porosas de color rojo oscuro, apenas si se notaba el embate de la sangre. Hacía poco que se extendía el viscoso líquido vital como una marea funesta que repintaba el piso. Otro corchete le abrió la puerta que quedaba al fondo de la estancia, y le indicó que entrase rehuyendo la mirada a un Brañas que estuvo en un tris de convertir aquella mueca de desprecio en bizquera permanente.

    Luis Pozas miraba absorto a través de la ventana en uno de esos serios momentos de nada. Su aspecto era mucho más cuidado que el de Brañas. Barba bien trabajada y tirando ya a blanca pese a los afeites de buena traza, traje oficial, armado a la legal con toledana y pistola, sombrero de ala ancha apoyado en la pequeña mesa. Pozas parecía preocupado, extremadamente preocupado.

    —Luis… aquí me tienes…

    Tras breve silencio de confianza y camaradería, Pozas tomó asiento al tiempo que elaboraba un suspiro profundo de impotencia. Con gesto mínimo, invitó a hacer lo propio a Brañas.

    —Martín… ¿sabes quién es?

    —Guzmán Santos, cocinero. Muy apreciado por pobres y no tan pobres…

    —¿Crees que tenía enemigos en Alcalá?

    —No era de los de vender gato por liebre. Muchos le hicieron el conjuro a sus guisos, pero hasta sus enemigos los paladearon con gusto. Tampoco escuché nunca que sus pasteles de carne anduviesen, ni nadie que les echase la extremaunción. Más allá de algún proveedor de mala querencia, creo que era hombre de ley. Jamás escuché una mala palabra sobre sus acciones, y menos aún sobre su cocina.

    —Ciudadano ejemplar sin duda, —aseveró con recio gesto el corchete—. Según me han informado, hace poco menos de medio año que acudió a la corte a petición de don Diego de Torres con el objetivo de mostrarle al rey su nuevo postre. Y a fe mía que incluso fue jaleado y celebrado el platillo como gran reconstituyente de flacas complexiones.

    —Cuando se habla de la corte, es complicado saber qué pudo pasar allí —dijo Brañas con un gesto de incomodidad—. Quizás una respuesta mal avenida, un éxito demasiado rotundo, una sonrisa del rey… quién sabe, cualquier cosa podía haber causado repulsa, envidia. En aquellos sillones se reblandece la mollera a golpe chocolate, misas y mucho pensar en los demás y poco en uno mismo.

    —No, Martín. Es demasiado

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