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La inocencia de María
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Libro electrónico281 páginas3 horas

La inocencia de María

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María Montes se embarca en una travesía para reencontrarse, para escribir y para vivir, sin embargo, la vida le lleva por diferentes caminos, algunos que quizás ella misma no contempló. Esta es la nueva novela de este destacado escritor mexicano, la cual, por su alto valor literario se coeditó con Conaculta

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 mar 2020
ISBN9781370789436
La inocencia de María

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    La inocencia de María - David Martin del Campo

    1

    Estoy muerta, nadando en un charco de sangre. Ramón, despierta.

    Aquello en su pecho era simplemente desazón. Más le valía. Pasó por alto el escozor y trató de conciliarse con el paisaje. Era su tercer día en el sitio, y ésa había sido una noche de agonía. Sosiego y silencio; es decir, el rumor de los insectos arrullando la oscuridad por millones. ¿O era el oleaje? Percibió un cierto temblor en su meñique izquierdo. Es natural, se dijo, un divorcio equivale a una vidriera quebrándose.

    Lo había soñado cuando comenzaron los problemas con Ramón. Aquella vez despertó sudando en mitad de la pesadilla y quiso compartir con él su tribulación, pero algo la detuvo. Su marido roncaba con tal suavidad... ¿Debía despertarlo? ¿Qué ganaba con participarle aquella fantasía angustiosa?, además que el cristal roto, en efecto, había ocasionado una muerte por degollamiento. Y ella, María Montes, había podido evitarlo. Ramón, despierta, los fragmentos del cristal me cercenaron la yugular. Estoy muerta, exangüe, nadando en una ciénaga de sangre. Despierta.

    Alzó la vista. Un hombre avanzaba en el muelle hacia la inmensidad. Sonrió. La mañana era espléndida y las nubes resbalaban como sábanas arrebatadas. Había imaginado que al culminar el pontón aquel hombre moreno continuaría andando sobre la superficie del mar. Lo había hecho el Nazareno cuando el mar de Galilea, ¿por qué no lo podría materializar ese renegrido pescador en el mar Caribe? Abandonó la visión y atendió su magro desayuno. Una pieza de carambolo rebanado, un jarro de yogur con miel y la taza de café. Dio un sorbo a la infusión; de seguro que esa era la causa del ardor en el esófago. Tenía treinta y nueve años, ningún hijo, un permiso de tres semanas para rehacer su vida. Probó una porción mínima del yogur. Debía comer.

    En esos tres días había perdido peso. Simple inapetencia que nadie podría calificar como anorexia, además que no tenía edad para eso. Luego recordó al maestro Vidal aquella tarde en que se le reventaron las úlceras provocadas por el excesivo tequila. ¿Habría alguna clínica cerca? Aún no había dispuesto su testamento, aunque la verdad era que no poseía demasiados bienes que heredar: su Renault 12, sus dos gatos, sus cuatrocientos veintidós libros, su cuenta de ahorros con la que se podría comprar (ya lo había calculado), veinticinco champañas Don Pernigón. Lo del sedán era la herencia involuntaria de su hermano Héctor...

    —Una abeja en tus labios.

    Escuchó la frase, impersonal, y ya se volvía hacia la mesa posterior cuando sintió la punzada. La abeja revoloteó alrededor de su cara mientras el aguijonazo la hacía cimbrarse. Gritó, manoteó, tiró el tarro del yogur.

    No acudiría a la clínica impelida por el esófago irritado aunque sí por la picadura de aquel inoportuno insecto.

    — ¡Maldito! —gritó cuando el hormigueo ya se apoderaba de su boca.

    ¿Por qué había increpado en masculino? Es un hecho que las abejas son todas hermafroditas, la única hembra es la abeja reina y machos los zánganos holgazanes, valga la redundancia: lo había aprendido en la secundaria, cuando imaginó que estudiaría Biología. los salmones que remontan el río, las coníferas boreales, los dromedarios del Sahara, las orquídeas epífitas y los búfalos en estampida; pero el capricho le duró apenas dos semanas. Ahora manoteaba, se apretaba el labio inferior, quería retornar a su cama para mirar la serie de Los locos Adams.

    —No se mueva, no se mueva señorita —la prevenía ya la cocinera. Había acudido con unas pincitas de cejas que esgrimía en lo alto.

    —Aguántese, hay que sacar el aguijón —sentenció la empleada mientras juntaba los fragmentos del tarro.

    María Montes odió el momento. Cuando muriera no permitiría el concilio trémulo de hijos y nietos alrededor de su lecho. Ya no era más la turista anónima de la cabaña 22; ahora sería la mártir del piquete y observó, al fondo del restaurante, al grupo de turistas que sonreían con morbosa satisfacción. Entonces buscó al parroquiano de la mesa posterior, el que la había prevenido, pero en eso sufrió el pellizco de la pinza en sus labios porque la cocinera atinaba y desatinaba.

    —Ya está —dijo por fin su salvadora, y alzó el instrumento como si mostrara un trofeo. La cabeza de un león.

    ¿De qué iba a tratar la novela? María Montes, Montes Soto, retiró el estuche de su entrañable Olivetti. Se la había obsequiado su padre al ingresar a la secundaria y en ella había tecleado infinidad de trabajos escolares, resúmenes, su tesis de licenciatura. ¿Se puede querer a una máquina? ¿Quiso Charles Lindberg al Spirit of St. Louis con el que sobrevoló el Atlántico en 33 horas de insomnio y soledad? ¿Quiso, si es el verbo, Rodolfo Fierro a su Colt 45 con la que cazó materialmente a los 300 prisioneros que fulminó con su buen pulso, uno por uno, tras la batalla de Ojinaga en 1914? ¿Quería Ramón, su ex, a su furgoneta Renault 4L con la que presumía haber recorrido medio país a vertiginosos 110 kilómetros por hora? Amar un aeroplano, un revólver, un auto. María Soto amaba su máquina de escribir, aquella cinta bicolor, la palanca de retroceso y la campanita que anunciaba, ¡dong!, el final de cada línea. Era como una extensión de sus tersas manos que tanto alababa el maestro Humberto Vidal; como una prolongación de la inquietud que manaba de su corazón. Sí, pero, ¿de qué iba a tratar?

    María Montes colocó una hoja en el rodillo. Recordó a su padre la tarde cuando le enseñó el uso de la mecanográfica y escribió (reescribió) las diecinueve palabras de entonces. Jamás temas la página en blanco; es una simple cortina que hay que descorrer para asomar por la ventana. Su padre, ahora ausente, que de seguro la habría consolado en la ruptura con el estúpido sonidista. No iba a iniciar la novela con un recuerdo tan palmario. Ésa había sido la primera lección en el taller de narrativa: escribir aspectos autobiográficos es lo más fácil del oficio ...mi abuela era extraordinaria .me enamoré del profesor de Historia. La verdadera literatura inicia cuando abandonamos al infame yo.

    Las diecinueve palabras y la hoja se fueron al cesto de la basura. María suspiró largamente. Estaba en el Caribe, lejos de casa, con un permiso de tres semanas. Dejó la estrecha mesa y se dirigió al baño. Luego de encender la mortecina luz de neón se revisó el labio. Aún le punzaba, estaba tumefacto, no iba a poder besar a nadie en una semana. Ni en siete años, se dijo luego de refrescarse la cara con un manotazo de agua. Se dirigió al ventanal y asomó hacia el horizonte marino. Era el jueves 25 de agosto y la modorra se apoderaba del entorno. Ahora luciría aquella bemba por las instalaciones del hotel. Para su consuelo, según recordaba, la abeja que pica muere minutos después de perder el aguijón. Son una suerte de kamikazes, había asegurado el profesor en la secundaria, pero eso a ella qué.

    La mañana permanecía luminosa y el termómetro rebasaba ya la cota de los treinta grados. Desde su habitación era posible atisbar una fracción de la piscina, también la vereda que conducía a la playa y, durante las noches, el faro de Puerto Balam a trescientos metros. Era como el ojo de un cíclope insomne, latente, machacón. Observó que varias parejas retozaban con el oleaje. La más arrojada intentaba dominar el arte del deslizador, pero en cada intento la tabla rodaba y él, o ella, caían disfrutando el chapuzón. María Montes supo en ese momento que nunca jamás discurriría sobre uno de esos artefactos, toda vez que Ramón presumía que en su juventud había surfeado largamente en las playas de Oaxaca. ¿Era otra de sus mentiras?

    Entonces descubrió a la iguana. Estaba recostada sobre el pasamano de la barandilla. El lagarto era verde y dormía al amparo de un flamboyán. Cuando la sombra se movía el reptil, en un reflejo imperceptible, también se desplazaba. ¿Qué es lo que soñaría?, se preguntó al tocarse impensadamente el labio, que le dolió, aunque más le dolió su descuido. La abeja libaba el yogur con miel, era lo más natural del mundo, y en la cuchara viajó hasta dar con su boca. De eso mismo, por cierto, había muerto el primer marido de la tía Evelia. Pobre tío Bartolomé. Un ataque de abejas africanizadas, era la leyenda familiar. Nunca se supo más.

    En la playa la pareja del deslizador finalmente desistía. Abandonaban la tabla sobre una duna y se lanzaban a nado contra las olas. Era como el paraíso bíblico; Adán, Eva y la vida regalada. Así las otras parejas, tomadas de la mano y con el agua en la cintura, desafiaban los sutiles rulos del oleaje. A eso se reducía el ritual: sexo, papaya, sol, mar, ceviche, cerveza, siesta, disco, ron, sexo, papaya, sol, mar... Por cierto que de ese modo había conocido a Ramón.

    Fue durante el verano de 1967, cuando se anunciaba el triunfo de Israel en la Guerra de los seis días y María Montes cumplía con su estancia de servicio comunitario en San Mateo del Mar. Ahí coincidió con Ramón Kuri. El muchacho cursaba el primer año en la escuela de cine y filmaba, con varios compañeros, un cortometraje que revelaría la vida de aquel villorio de pescadores. Hablaron toda una tarde y quizás se rozaron la manos, pero al anochecer los bachilleres fueron reunidos alrededor de la

    Fogata del Adiós donde cada cual debía leer sus determinaciones personales, así las llamaban, para concluir felizmente aquella experiencia de altruismo y conciencia social. No volvieron a encontrarse sino muchos años después, en una despedida de soltero, cuando ambos estaban por cumplir los treinta y tenían ya escaldada el alma.

    — ¿Eres tú María Soto, la que perseguía cangrejos?

    Y sí, era ella porque al atardecer escarbaba los hoyuelos donde se guarecían los crustáceos. Al emprender la fuga María los correteaba a través de la playa como loca de remate. "¡Juu, ju, ju, ju, jú...!

    Ahora Ramón Kuri estaba en crisis. Fue lo que adujo en vísperas de la Navidad, al cumplirse el funesto noveno año de todo matrimonio. Quería estar solo, aunque también estaba el asunto de aquellos retratos que halló de una muchacha desnuda, aquella muchacha cuyo nombre María no podía pronunciar. El sobresalto retornaba.

    María Montes se había prometido no recaer en esa vorágine. Además que la separación terminaría, apenas coincidieran los abogados, en divorcio. Buscó al lagarto verde pero en la barandilla sólo quedaba el rastro salino contagiado por la brisa. Le pareció normal. Se dirigió al minibar y empuñó una cerveza. Se tumbó en las sábanas revueltas. Era el momento de retornar con Eco y su imponderable novela, cuando fray Guillermo de Baskerville reflexiona sobre el momento cuando Dios trajo ante el hombre todos los animales para ver cómo los llamaría, y el perro sería perro, el jilguero, jilguero, la vaca y el cerdo y la merluza. ¿La merluza?, aunque el lagarto fugitivo permaneciera por siempre anónimo.

    Despertó cuando la mucama llegó con los avisos. El primero, que si en ese momento no arreglaba el cuarto así lo dejaría; el segundo que la señora Evelyn acababa de regresar y quería verla.

    2

    Sólo en dos ocasiones la había visto. Sus fotos eran tan exiguas que resultaba necesario desmenuzar las páginas del álbum familiar pasando las fiestas de pastel y velitas, los días de campo amenazados por la lluvia y los flashes que transformaban al festejado en un fantasma refulgente. La tía Evelia asomaba en algunas de ellas, cuando jovencita, del brazo del tío Bartolo, que le llevaba nueve años. Se habían casado luego de un prolongado noviazgo, cuando Bartolomé Benavides se desempeñaba como piloto particular del ministro Héctor Pérez Martínez, hasta que la repentina muerte del funcionario lo liberó con una respetable indemnización. Esas fotografías eran la prueba de un prolongado galanteo que concluiría con el Tedeum celebrado en el templo de la Sagrada Familia.

    Bartolomé siempre sobresalió como el aventurero de los Benavides. Es lo que se contaba en las cenas familiares cuando el cotejo de los vivos y los muertos. Fue el hermano mayor de Virginia, la madre de María Montes, y cuando muchacho se pasaba las tardes en los llanos de Balbuena mirando los aviones desde la malla de alambre. Muy pronto se ganó la confianza de los gendarmes, que le permitían ingresar al aeródromo con todo y bicicleta. En la zona de hangares se hizo amigo de mecánicos y controladores, y no era raro encontrarlo en el minarete de observación con los catalejos montados. Así fue como se le facilitó ingresar a la flamante Escuela Panamericana de Pilotos Aviadores, de la que en 1948 resultó el primer graduado. Pero hubo un detalle que hasta entonces había pasado desapercibido y que luego fue una obviedad. Bartolomé Benavides era daltónico. Desde mocoso confundía el verde con el rojo y aquello trascendió en el accidente de tránsito, poco después que comenzaran a proliferar los semáforos horizontales. El alto ya no estaba señalado con la luz superior y el siga con la inferior; ahora todo era un albur de confusiones. Claro, debió excusar que iba distraído y sobornar con cincuenta pesos al agente de tránsito. Era la razón por la que nunca había destacado en dibujo. Sólo a Derain se le podía ocurrir un árbol rojo y una fogata verde. Colorear la bandera nacional constituía un trance poco menos que angustioso, y años después, cuando sobrevolaba la selva, era como si navegase sobre un incendio forestal.

    —Supe que venías, sobrina, pero discúlpame; mi señor marido cayó por el dengue y tuve que internarlo en el sanatorio de Chan Cruz. Ya está bien.

    María Montes se permitió la sonrisa en el abrazo. Aquella tía no era la misma del funeral de su padre, cuando se apareció en la agencia mortuoria con un ramo que llevó desde Cancún. Una docena de flores del paraíso que a todos les pareció el súmmum del mal gusto.

    —Pensé que vivían juntos. Hace años que no saludo a James.

    —Jim; es como lo conoce todo mundo —la cincuentona se liberó del sombrero de yute para lucir su cabellera plateada—. Desde que este pueblo se hizo enclave del turismo internacional, ya sólo llegan los Boeing 747. Aunque sí, su pterodáctilo sigue dando servicio en el corazón de la selva.

    —Supongo que eso no significa que estén separados.

    —No; por Dios. A régimen de medio tiempo; ya te irás enterando.

    —Me gustaría saludarlo.

    James Duncan era su segundo marido. Piloto de combate en la Batalla de Inglaterra, abandonó el servicio al finalizar la contienda. Y así, con tres peniques en el bolsillo, se lanzó a conocer mundo enganchándose como grumete en el S.S. Orcoma hasta que en 1947 arribó a Puerto México. Le gustó el calor, la efusión de la gente, la idea de que el mundo real y sus arrebatos políticos quedaban atrás, en las antípodas, porque ahí lo esencial era impedir que la cerveza de las cinco de la tarde se entibiase. Aprendió, incluso, a pronunciar el nombre de ese puerto imposible de articular en las cartas de navegación. Kho-hatsa-koall-coss.

    —Ya se dará tiempo más adelante para venir unos días. Por lo pronto lo dejé con sus cuadernos, escribiendo sus necedades.

    — ¿El tío James... Jim, escribe?

    Evelyn esbozó una mueca que le descubrió la maltratada dentadura. De joven había sido hermosa; contaban incluso que alguna noche ganó el concurso organizado en el baile Blanco y Negro en el casino del Campo Marte. Sólo que de eso habían pasado los años y los estragos.

    —Claro que escribe; en inglés. No está prohibido, ¿verdad?

    María Montes sintió renacer su admiración por el legendario piloto de la Royal Air Force que fuera socio, durante décadas, de su tío Bartolomé. Ella no podía iniciar una novela, su novela, mientras el tío Jim piloteaba un bimotor para transportar indios chamulas y lacandones a través de la selva, sobrellevaba la relación con la tía Evelyn, y encima escribía.

    — ¿Y qué escribe?

    —Sus tonterías de siempre. Leyendas, recuerdos de infancia cuando no tenían otra cosa qué comer más que una papa hervida; artículos que intenta colocar en revistas gringas que no le pagan ni mierda —la administradora bufó contrariada—. Una buena distracción para no gastarse los pocos pesos en putitas.

    Era la prosodia peculiar de la tía Evelyn. Su elegancia era la sinceridad, su arte la desfachatez, su musa cuatro onzas de ron al atardecer. Odiaba la palabra sentaderas, y qué decir del ceremonioso ¿mande usted?.

    —Además que ya está guango, el pobre. Digo, ¿sesenta y seis años para qué sirven, mi vida? Mejor que se ponga a escribir sus fantasías, las historias que presenció en la guerra, puñetas de la imaginación. Oí que tú también, corazón, andabas en una escuela de esas cosas.

    —Es un taller de narrativa que imparte María Luisa Puga. Una escritora muy talentosa.

    — ¿Taller de qué? Aquí los únicos talleres son para que te arreglen el cárter o te anillen los pistones. ¿Narrativa de... narrativear? Qué mamada.

    María Montes quiso darle la razón. Su problema de siempre fue que llegaba con demora. Muy tarde se recibió como licenciada en museografía, muy tarde llegó el amor, demasiado tarde el desamor y ahora, igualmente tardía era su devoción por la escritura.

    —Solamente quiero escribir una novela, tía Evelyn. Para eso vine.

    La posadera se la quedó mirando con detenimiento. Hurgó en el bolso del mandil y se montó las gafas de lectura. Continuó observándola y exclamó:

    — ¡Carajo, corazón! Tienes la boca de puchero. No me digas que te pegó el gonococo.

    —No, tía, ¿cómo crees? Fue una maldita abeja.

    Estaban, por fin, reconociéndose.

    —Es que luego estos mariditos de hoy. El tuyo, por cierto, ¿ya lo quemaste?

    — ¿Lo quemé?

    La tía Evelia le confió una mueca de complicidad.

    — ¿Cuánto te duró bueno el tuyo? A mí, tu tío Bartolomé —alzó las cejas con resignación— .el pobre. Qué culpa tuvo.

    —Sí, fue una pena. Hubiera acompañado a mamá cuando el velorio; pero en esos días andaba yo en Roma, con el posgrado.

    —La sobrina trotamundos. ¿No te tomas un roncito, corazón? Va siendo la hora del aperitivo.

    Fue una epifanía. Roma. Al abrir los ojos ahí estuvo la revelación. Sucedió en el puente San Ángelo, sobre el Tíber, mirando navegar aquel gato en la cesta. No, no se trató de una fantasía. Era su primer cumpleaños en suelo italiano y la habían dejado plantada en II Convivio. Esperaba con su copa de frascati hasta que la mirada insistente del mesero la hizo reaccionar y no tuvo más remedio que solicitar la cuenta. Revanchas de la vida. Por eso, aquella tarde, lloraba sobre el pretil del río romano.

    Así iniciaría su novela, con el Tíber y sus lágrimas. Después de todos los escritores componen sus obras a partir de la experiencia personal. Lo que les ha ocurrido, lo que les pudo haber sucedido, lo que hubieran querido vivir. Recuerdos, deseos, añoranzas; pero sobre todo ensoñaciones, había dictado la escritora en aquel taller de narrativa donde cada cual debió escribir, ahí mismo, una hoja de bloc con ese encabezado: Un recuerdo, Un deseo, Una añoranza.

    Lo de ella residía fundamentalmente en ese recuerdo sobre el Tíber. Aquel viernes de julio cuando de pronto, como si un relámpago, quedó la impronta en su conciencia. Dejó de llorar. ¿Quién era ella para gimotear en ese atardecer de otoño bajo la estatua del ángel que sostenía el sudario de Cristo mientras la corriente remolcaba esa canasta de mimbre donde el felino maullaba angustiado? Sí: Era un gato leonado. Ya tenía la frase. Dejó la cama, fue al estrecho escritorio, destapó la Lettera 22, insertó una hoja y tecleó esas cuatro palabras. Era, del verbo ser, pretérito simple. Un, artículo determinado. Gato, sustantivo. Leonado, adjetivo que refiere el color rubio oscuro.

    El gato ignoraba que esa noche arribaría al Mar Tirreno,

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