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Tiempo de transición
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Libro electrónico251 páginas4 horas

Tiempo de transición

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Una profunda novela costumbrista sobre la Transición desde los ojos de quienes la vivieron a pie de calle. El tío Juan, quiosquero de toda la vida, empieza a ver desde el parapeto de su quiosco cómo empiezan a cambiar las cosas en la España de su época, cómo nace eso que algunos jóvenes llaman "la movida" y cómo la nueva España empieza a desperezarse de un sueño de cuarenta años. Una novela crucial para entender el entonces y el ahora.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento6 mar 2023
ISBN9788728396117
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    Tiempo de transición - Patricio Peñalver

    Tiempo de transición

    Copyright © 2013, 2023 Patricio Peñalver and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788728396117

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

    TIEMPO DE TRANSICIÓN

    I

    La tormenta interior

    En una ciudad de provincias

    que no sabría encontrar otra

    vez, las pinas calles son

    viejas y las casas están

    vestidas de pizarra.

    Marcel Schwob

    Acababa de salir del médico y en el bolsillo interior de la chaqueta que solía utilizar para celebrar acontecimientos importantes, llevaba la carta que le anunciaba su próxima defunción. Paseaba pensando en las pequeñas cosas cotidianas que antes le habían pasado desapercibidas y que ahora de repente le parecían grandes y hermosas. Con una sonrisa limpia observaba el trajín de unos gorriones que revoloteaban en torno a un naranjero de frutos amargos, y, entre el olor embriagador del azahar, aquel sencillo trinar a modo de una improvisada sinfonía le parecía un bello canto a la vida. La templada brisa de aquel hermoso día le acariciaba el rostro y el suave viento mecía su cabello, entretanto que al recuento de los mejores momentos vividos se entregaba con ahínco, durante ese improvisado viaje al pretérito. Los últimos meses habían sido demasiado duros y tenebrosos. Y aún así, contra todo pronóstico, después de todos los sucesos acontecidos no había perdido la capacidad de asombro y aún mantenía casi intacta la esperanza de salir del largo túnel que parecía no tener fin, ya que, de vez en cuando, en la lontananza presentía los destellos de una tenue luz. Una luminosidad que más tarde acababa desvaneciéndose y le pasaba factura a su osamenta resentida por los años de la espera en vano. Como consecuencia de ese incierto tiempo ya vivido, su piel estaba curtida por vientos de viejas tempestades, y, muy poco le asustaban las tormentas nuevas que inevitablemente se avecinaban. Precisamente en el transcurso de esa mañana en la que acababan de comunicarle una malísima noticia sobre unas recientes pruebas médicas practicadas, había tomado la decisión de no dar a conocer a sus seres más queridos la mala noticia, de la crónica de su muerte anunciada.

    A la mañana siguiente se despertó extraño y asombrado como recién salido de un funesto sueño, más cansado de lo habitual y algo melancólico, mientras observaba su inquietante rostro en el espejo y trataba de reconocerse. Curiosamente la pierna izquierda le dolía más que de costumbre. Abrió la ventana y con los ojos enrojecidos y aún en la brumas del ensueño miró al cielo, acariciándose el mentón y su occipucio, mientras trataba de buscar el rastro de alguna estrella rezagada de la noche ya perdida. No tuvo que cavilar mucho para considerar que sin duda esa mañana llovería fuerte, con esas nubes que amenazaban rayos y truenos, y que descargarían algún que otro demonio enfurecido.

    Entre la observación de los claroscuros, y ya perdida la claridad de los cotidianos amaneceres que tanto le gustaba ver, esa mañana, comenzaba como un ritual con su habitual trasiego. Desde el quiosco que bien se pudiera tratar del observatorio más tranquilo y perfecto, podía contemplar todo el movimiento de la calle en su máximo esplendor, con sus acostumbrados paseantes matutinos que se mezclaban con los amantes de la noche que regresaban al alba.

    El silencio era acallado por un mar de murmullos y voces: los repartidores de prensa, confundidos con los últimos enamorados de la madrugada, intercambiaban las palabras precisas y alguna que otra alusión al tiempo desapacible de la mañana; la prensa de Madrid llegaría un poco más tarde. Aquí en esta región, casi nadie se extrañaba de esa tardanza: las cosas de Madrid siempre habían llegado demasiado tarde, pensó volviéndose a acariciar su mentón y a continuación su occipucio, al tiempo que hojeaba las noticias locales de la prensa regional y se enmarañaba en los variados asuntos de las cosas autonómicas de aquella Comunidad.

    Se escuchaban los motores de los automóviles y algún que otro bocinazo amenazador. Los primeros camiones que llegaban a la plaza de abastos eran los de pescado, más tarde siempre puntuales aparecían los del matadero. Todos aparcaban frente aquel observatorio acristalado. Todos los días ocurría lo mismo, excepto los viernes que eran diferentes; los viernes venía un pescador de pelo rojizo, con su sonrisa de vida eterna, que nada más bajar del camión se dirigía al quiosco. Se saludaban como si estuvieran veinte años sin verse. Y ahora, las sonrisas se prolongaban, se fundían en un fuerte abrazo, intensos momentos en donde siempre se encontraba el pasado con el presente: la vida. La historia que no podía parar. Se dirigían al bar, que se encontraba frente a aquella pequeña casita con vistas, para tomar la primera copa de rigor. En ese preciso instante de abandono en el pasado, por la puerta aparecía la señora Lola, tan apuesta y lozana que Juan el quiosquero abandonaba la mirada de su lugar de trabajo. Las conversaciones, cómo no, se despistaban por unos instantes y todas las miradas confluían en un lugar anatómico bastante preciso. Juan pensaba que después de la charla con la señora Lola y el pescador de pelo rojizo, le miraría despacio el trasero en movimiento de... Y su pensamiento caía al oscuro pozo del tiempo pretérito, a ese largo túnel que siempre estaba casi a punto de abandonar, del que nunca lograba salir. Aquellos años en los que se habían conocido los tres tenían un denominador común: el pasado trágico, la guerra civil con tres años de miles de muertos, los compañeros que nunca volvieron del exilio, tan sólo el pescador de pelo rojizo y él habían regresado. Más tarde, la otra guerra imperdonable, la posguerra, las largas condenas, las detenciones que nunca tuvieron cárcel, y sí muerte. La mutilación de la cultura y aquellos tristes amaneceres que despertaban a la realidad, melancólica realidad de hambres y mentiras de los ganadores ante los perdedores. A Lola nunca le perdonaron que fuera madre soltera, la sociedad bienpensante del anciano régimen siempre la había tratado como a una prostituta. Y Lola orgullosa y digna, defendiendo su territorio como una loba auténtica, haciendo oídos sordos a aquellas sórdidas voces, había tirado para adelante y le había dado carrera universitaria a su hija. Eso sí, limpiando todas las escaleras que se podían construir hasta llegar al cielo, a un precio de infierno. A Lola nunca le había faltado el apoyo y la solidaridad de sus fieles amigos.

    En aquellos tiempos que parecían no transcurrir. Cuando lo del famoso estraperlo, en aquel infame mercado negro de alimentos de primera necesidad y penicilinas, ambos conocieron a la señora Lola, por entonces se la conocía como la hija de Antonia la Loba. Ella, era la niña angelical que realizaba las entregas prohibidas encomendadas por su atrevida madre, con su cartera de infantil religiosidad cumplía esa gran misión. Por aquellos tiempos sombríos, del estraperlo nacional se llegaba a la noticia extrapolada del mundo y su Segunda Guerra y se pasaba a una frontera fría y putrefacta.

    Se acordaba de la inolvidable tarde del dieciocho de Diciembre de Mil Novecientos Cuarenta, —¿Acaso puede pensar un hombre enfermo o no, tal vez perturbado, en ser el gran salvador de todos los humanos?—, y la firma de Hitler del llamado plan Barbarroja, que preveía una guerra relámpago contra la Unión Soviética que duraría de nueve a diecisiete semanas. Que duró novecientos días de malditos... Se falsificaba la vida con las pretenciosas noticias; mientras, la División Azul en terreno internacional contribuyó con 20.000 hombres... Después, él, sabría que la defensa de Leningrado nunca fue rota.

    Malditos pensamientos le acuciaban en su cabeza queriendo salir sin lograrlo; la señora Lola lo miraba con cariño y ya era la hora de emprender la marcha. Salieron todos del bar.

    Como cada mañana, precisos y puntuales como un buen reloj suizo, volvían los niños con sus carteras cargadas de ilusiones a agolparse frente a la ventana del quiosco, y tenía que abandonar la charla cargada de pensamientos y emociones revividas, de historia; los niños tenían recuerdos mucho menos cargados de incierto pasado. Para ellos, que eran como tres mosqueteros, que todavía no habían atravesado la travesía del desierto, estos recuerdos, aunque tenían un pasado muy penoso, les eran imprescindible. Los pensamientos... ¡Ay, los pensamientos! Y trataban de exorcizar ese tiempo.

    A los niños les gustaban demasiado los tacos de regaliz, en general. No obstante, al niño de pelo rubio, en particular, ya con su clásica mirada de indiferencia le apetecía comprar chicles de diversas marcas. Recordó que la pasada semana, cada día, le había solicitado el dichoso niño una marca diferente. Uno de esos días no recordaba cuál, si martes o jueves, mientras buscaba la marca solicitada, los otros niños que se agolpaban guardando cola frente a la ventanilla habían comenzando a empujarse unos a otros y la repentina bullanga in crescendo le hizo perder la serenidad, llegando a pensar que de un momento a otro cerraría la ventanilla y se tomaría otra copa. El día anterior había planeado la estrategia a seguir, y se le ocurría que la mejor sería la siguiente: meter al niño rubio en su lugar y él pasar a ocupar su puesto en la fila de niños. Solo era un proceso mental. No lo haría.

    Mientras posaba la mano en su barbilla de manera repetitiva, se atusaba de abajo a arriba y de un lado a otro su enorme bigote, el último niño de la cola se marchaba. La serenidad volvía a regresar a la ventanilla; ahora de nuevo todo era diferente y otra vez podía contemplar el renovado bullicio que se producía en esa mutante calle. Las señoras pasaban con cestas vacías de productos por la izquierda y regresaban con carritos llenos de mercancías por la derecha, se cruzaban unas con prisa y las otras con calma, y apenas se saludaban. Un niño corría siguiendo la estela del otro con una chocolatina en la mano y le daba grandes bocados, al tanto que su madre le seguía y acortaba distancia, y ya le estaba alcanzando, ¿le pegará un par de pescozones como medida de escarmiento?, le dirá, ¡tu padre te lo va a decir a ti! Después de todo, una vez alcanzado el travieso niño, no pudo oír lo que le decía su santa madre. Era el inconveniente de la casita de cristal, desde ahí lo podía ver casi todo, pero apenas podía escuchar nada. Este inconveniente le hacía tener que interpretar las conversaciones que veía sólo en gestos.

    Las primeras gotas empezaron a caer y los carritos comenzaron a aligerar la velocidad en todas las direcciones. La lluvia esa mañana ya no cesaba de caer mansamente desde las copas de los árboles y él podía observar el incesante goteo en el suelo, gotas que de vez en cuando el viento desviaba y sonaban fuertemente en el techo del quiosco. No se podía evitar algún que otro choque entre carritos de los bebés y cochecitos de los niños, en las angostas aceras, incluso alguna que otra pequeña discusión. Y precisamente el niño que había recibido el par de pescozones y que ahora había regresado voluntariamente a su silleta, pudo sentir un ligero choque en su vehículo,—que trató de evitar desde su volante de plástico instalado en la parte delantera de su cochecito—, no podía entender por qué se mojaba y, a pesar de ello miraba al cielo que no podía vislumbrar y se imaginaba que las gotas de lluvia eran trocitos del Sol que estaba llorando porque la Luna lo había abandonado; preciosos trocitos de cristal que trataba de atrapar graciosamente con su boca abierta de par en par, como la de un pequeño batracio.

    Juan el quiosquero también miraba al cielo hasta bajar la vista a los periódicos, entretanto que el niño le hacia una mueca de saludo, y ya se mojaban todos. Tendría que ponerle los plásticos por encima, pensó, ciertamente la noticia escrita estaba mojada. Enchufó la radio y oyó la noticia de la muerte del popular cantante Pepe Blanco; sintió de repente las ganas de entonar y lo hizo, aquella canción... ¡Sombrero, ay mi sombrero! Eres de gracia un tesoro y tienes rumbo torero, cuando te llevo a los toros. Esta muerte le recordaba el pasado, ya por enésima vez, en el presente día que empezaba a ponerse para perros callejeros. Mientras las noticias seguían su curso, él miraba los árboles más próximos a su casa de cristal y se detuvo en aquél que tenía junto al quiosco y empezó a experimentar la sorpresa. La noticia dejó paso a la canción, las hojas que no querían ser viejas tenían que abandonar su empeño de querer tostarse al sol, empezaban a caer suavemente con la lluvia tormentosa y el viento enemigo. El primer día de otoño, pensó, aquí empezaba con la llegada del invierno, las hojas se resistían a caer, no querían abandonar el árbol que las había visto nacer, pero era demasiado tarde. El miraba pensativo y la defenestración era progresiva, las siete u ocho hojas que aún aguantaban, ahora, caían por la fuerte lluvia que empezaba a arreciar mientras las gentes que no conocían esa virulencia lluviosa se confundían pensando para sí, a la vez que se alegraban por lo bien que le vendría a la huerta y al campo seco y desesperado. Aquello podía ser una tormenta pasajera o no, lo cierto y verdad era que hacía más de ocho meses que no llovía, y años que tampoco empleaba esa terrible fuerza natural que desconcertaba al más sereno.

    Ahora se entretenía observando algunos de los recortes de prensa que, después de añadirles la fecha, guardaba celosamente en una carpeta roja. Y leía: Franco esta mal, muy mal, pero vive. Miraba aquel titular y no se lo creía. Sin embargo parecía ser cierto, "ya que esa madrugada un coronel del Ejército que salió en aquellos momentos del palacio de El Pardo, en conversación con unos amigos que se hallaban entre la multitud que se congregaba en la explanada principal que da a la residencia del Generalísimo Franco, lo afirmaba.

    Entretanto, el número de personas que esperan noticias acerca de la evolución del estado clínico del Jefe del Estado crece constantemente.

    Poco después de la una de la madrugada se produjo un incidente entre dos periodistas de habla francesa. Uno de ellos aseguraba ante el micrófono de su magnetófono que Radio Nacional de España emitía música fúnebre y que Franco había muerto. Otro colega de habla igualmente francesa le increpó y le llamó públicamente mentiroso, porque en aquel momento Radio Nacional de España seguía con su programa habitual".

    La tormenta interior estaba a punto de estallar. Aunque se acordaba de aquel obispo, que ante la insistente y clamorosa petición de que sacara a la virgen de la Fuensanta para pedir agua, después de acceder a las rogativas, había dicho: Ustedes verán, yo creo que no está el tiempo para llover

    Mirando al bar, se topó con la presencia de Antoñín, el tonto del barrio, que se encontraba con la pandilla de rufianes que siempre solían tener cierta confusión al no poder discernir cuál era su casa realmente, pues la mayor parte del tiempo lo pasaban en el bar. Posiblemente estuvieran hablando del entierro del carnicero que anteayer había muerto en un extraño accidente de coche; o acaso, del equipo de fútbol que más le jodiera ver perder al bueno de Antoñín. Al tonto del barrio, como costumbre de hortelano, le gustaba asistir a los sepelios de aquí o de allá sin necesidad de conocer al muerto, sin importarle un pijo que fuera del Real Madrid, su equipo preferido, o de su eterno rival, el Barcelona. Uno y otro equipo, para unos el poder central y para otros el poder que se lleva dentro del corazón, que nunca se abandona, el del idioma, aunque esta conclusión para algunos fuera un tópico. Mucho más surrealista resultaba que veintidós tíos dándole patadas a un balón ganaran miles y miles de millones. Esto sí que era un tópico que superaba todos los tópicos.

    El tío Juan que casi siempre trataba de ayudar al bueno de Antoñín, conocía su secreto, le contaba aventuras de puro ensueño. Antoñín le correspondía con los chismes más en boga, le decía que cuando asistía a los entierros se encontraba boyante de alegría, como si de su cuerpo brotaran todas las verdades; experimentaba una cierta sensación de bienestar indescriptible—, sin lugar a dudas estas sensaciones se correspondían con las del momento de la sensación verdadera del escritor Peter Handke —y esa era su manera, su gran realidad para reafirmar su vida. Y así, Antoñín para justificarse le comentaba al tío Juan que él no era médico, ni siquiera Dios para salvar al muerto que ya estaba bien muerto. De los chismes de moda, ¿pues, qué sé yo?, por ejemplo podía empezar por lo del carnicero mismo.

    Pero allí seguía la pandilla de rufianes y Antoñín oyendo todo tipo de comentarios: para él que la pandilla de hipócritas con cara de santones, siempre habían hablado mal del carnicero, ahora parecían tener caras de demonios del purgatorio y manifestaban elogios y comentarios afortunados acerca del finado.

    Después de aguantarles sus bromas pesadas, Antoñín que era un gran tragón como fenomenal tonto que era, le llegaba la gana de irse y contestaba a todo que sí, y aunque negando la condición de gastrónomo a su persona, solía despedirse con el estómago henchido, y apostillaba: sí, sí... a-dios, dios...dios tengo prisa.

    Empezaban a caer rayos y truenos desolados, y la tormenta parecía no ser ni mucho menos pasajera, pues de hecho el fluido eléctrico lo habían cortado en previsión de accidentes y la casita de cristal se transformaba en una caja de resonancias mágicas a punto de estallar.

    En esos momentos en los que el fuerte sonido de la lluvia triunfaba sobre el ruido cotidiano y absorbente, se encontraba incólume, allí, como a bordo de la embarcación de Ulises que había perdido el rumbo sin poder oír el canto de las sirenas, pensante y solitario, y ya era tan fuerte la espesa capa de lluvia, que miraba al bar y no podía distinguir a través de los cristales a las personas que allí se encontraban.

    Y ahora, al azar, le venía de modo instantáneo a la memoria el recuerdo del sueño de la pasada noche, que era corto pero sabrosón, y tenía que ver con la señora Lola. Esta se encontraba frente al quiosco y justo cuando se disponía a entrar en el bar, se agachaba de espalda hacia la ventanilla de la casita de cristal y paulatinamente disminuía, menguaba el grosor de sus piernas, hasta que sus caderas quedaban convertidas en polvo. Este sueño, él, lo asoció al hecho del tremendo impacto que le había causado la lectura de La Metamorfosis de Kafka, —lectura que le era recomendada de la mano de su hijo y de la otra mano izquierda de su compañero Víctor—, y cómo Gregorio Samsa despertó tras el corto y agitado sueño.

    Sueño, pensamiento, idea, el sueño se convertía en una permanente realidad, y la idea se transformaba en comentarios cargados de pensamientos maliciosos, que iban de boca en boca, que alguna gente con cierto aire irónico lanzaba como campanas al vuelo. A él poco le importaban estos comentarios a sus bien llevados 62 años, con la templanza y sabiduría que la experiencia de la edad le comenzaba a otorgar, entraba a formar parte de los sabios griegos, y como ellos ya asumía el amor y la muerte y las sucesivas transformaciones que dichos conceptos generaban a lo largo de toda la vida. También sabía, por obvio que fuera, que después de la tormenta vendría la tan conocida y siempre deseada calma. Lo importante y nada fácil era saber aguardar, lo demás, arte sin tiempo.

    El cielo, que durante toda la semana estaba experimentando mutaciones del grisáceo al negro, dejaba paso de vez en cuando a un pequeño hueco de blancos y rojos de postal fotográfica. Allí en el extrarradio sur de la pequeña ciudad un hortelano le estaría rezando a cualquier santo o a su virgen preferida, mientras otro del extrarradio norte se estaría cagando en dios sabe qué, quizá recordando al bueno y santón del terrateniente que le desplazaba con cohetes el aguacero hacia sus pocas lindes de mal vivir.

    La metamorfosis, sí, sí, sí qué...

    La metamorfosis sufrida por Gregorio Samsa, se encontraba ya largos meses dentro de él. Aunque de forma diferente, ya que ésta, jugaba con un pasado corto y un presente muy largo. Sin embargo, su angustia no era verse convertido en un extraño insecto. Su gran angustia era encontrarse con el mismo traje y dos mentalidades en su cabeza: una la mentalidad de su pasado que le penetraba hasta calarle los huesos y llegarle al tuétano, y la otra, la de ahora, la de asumir el presente con todas sus consecuencias. Estas dos mentalidades, aunque tenían el mismo traje y el mismo cuerpo común, no era así en su corazón que era doble y pasaba del estado medroso al estado del valiente y audaz Alonso Quijano.

    A fin de cuentas, con el tremendo chaparrón que tenía encima qué otra cosa podía hacer sino pensar. Ya tenía conocimiento del doble filo, del peligro que suponía rehuir al pasado; tan pronto todo marchaba muy bien durante unos

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