Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Un Pilar de la Sociedad: La Forma de un Demonio, #1
Un Pilar de la Sociedad: La Forma de un Demonio, #1
Un Pilar de la Sociedad: La Forma de un Demonio, #1
Libro electrónico362 páginas5 horas

Un Pilar de la Sociedad: La Forma de un Demonio, #1

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

En Marzo de 1940 el doctor Martín Herder yace en su lecho de enfermo, en la ciudad de Buenos Aires. Sabiendo que su estado es terminal, decide contar el secreto que mantuvo guardado durante décadas. Escribe durante semanas una historia de terror, sangre y muerte. Su abogado y albacea recibirá el encargo de la última voluntad de su cliente: enviar la memoria de los crímenes dentro un arcón donde, además, yacen pruebas macabras que dan sentido al relato. Destino: el otro lado del Atlántico, al detective de Scotland Yard que supone sabrá qué hacer con todo aquello.

 

Sin embargo, recién comenzada la Segunda Guerra Mundial, Londres es una ciudad bajo constante bombardeos. El baúl, con todo su contenido, y las memorias de Herder duermen en los sótanos del Yard hasta que el detective menos pensado los rescata treinta y tres años después. Contra todas las posibilidades, decide investigar la historia y confirmar qué hay de cierto en ella.

 

Brendan Scott, nieto de un viejo y respetado jefe de la policía, recorrerá Berlín, Ámsterdam, París y su propia ciudad siguiendo el derrotero de sangre y horror por el que lo conducen las memorias del argentino hasta recalar en un destino impensando: la tumultuosa Argentina de los años 70s.

 

Las revelaciones serán mucho más impactantes de lo que pensó encontrar. 

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 ene 2023
ISBN9798215249529
Un Pilar de la Sociedad: La Forma de un Demonio, #1
Autor

Gonzalo Villarruel

Autor Premiado con el Literary Titan Silver Book Award 2023 Nació y vive en Argentina. Tiene tres hijos. Se graduó en Historia en la Universidad de Buenos Aires y cursó estudios de posgrado en México y Argentina. Habla inglés como primera lengua y por su trabajo viajó en numerosas ocasiones a Estados Unidos, Brasil, China y Europa. Hace quince años decidió dedicarse a la literatura de ficción. Ha publicado dos cuentos, "Blanco" y "Hojarasca” y su primera novela, Nunca Mates A Un Pibe Esta es la segunda de la Serie Muerte en el Sur, una tetralogía donde se mezclan crímenes múltiples, traiciones, misterio e historia en la Argentina de los 90s.

Relacionado con Un Pilar de la Sociedad

Títulos en esta serie (1)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Thriller y crimen para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Un Pilar de la Sociedad

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Un Pilar de la Sociedad - Gonzalo Villarruel

    PRÓLOGO

    De la tormenta que entre el gris asoma

    Y del oscuro nubarrón que toma

    (Cuando el resto del cielo azul destila)

    La forma de un demonio en mi pupila

    (Solo, Edgar Allan Poe)

    El reloj Junghans de pie, el objeto que más atesoraba de sus días en Berlín, marcó con precisión alemana las 18 horas. Seis campanadas perfectas, limpias, tan sonoras que llenaban toda la casa y llegaban hasta su habitación en la planta alta. Era como si sonaran al lado y siempre le producía una sensación indescriptible, de tibieza dulce, de seguridad. Si cerraba los ojos en ese momento, su cabeza se llenaba de rostros, nombres, imágenes, sensaciones. Hasta podía sentir el olor de la madera del cuarto que durante meses fuera su refugio en aquella ciudad.

    En el pasado, cuando se sentaba en el living a leer y fumar un cigarrillo negro, o un cigarro, solía dedicar largos minutos a contemplar esa pieza del ingenio creativo germano que tanto admiraba. Cinco décadas después, aún con los retazos de memoria que le quedaban, recordaba el pequeño negocio en la esquina de Adalbert Strasse y Naunyn. Justo enfrente de la Heinrich Platz, donde solía parar y sentarse en un banco a descansar y a admirar la tranquilidad de una ciudad que se le hacía casi perfecta. ¡Cuánto odió tener que dejarla así, tan a las apuradas! Una furtiva sombra apurando el paso durante la noche para salir de allí y ya no regresar jamás.

    Extrañaba Berlín. Extrañaba especialmente su majestuosidad y su sencillez ordenada, la convicción de su gente, orgullosa de sus poetas y sus filósofos, sus científicos y sus héroes, de su imbatible tenacidad para enfrentar desafíos.

    Recordó el concierto de tic tacs que regalaban los relojes de pie y de pared mientras regateaba con aquel judío enjuto y de modales refinados que le vendió el modelo más moderno. Eso había sido en sus años salvajes, como los llamaba en secreto.

    La muerte le estaba por llegar, no tenía esperanza y no había cura. Durante meses tuvo la sospecha, confirmada por el diagnóstico crudo, pero certero, de estudios y radiografías. Sus amigos y colegas le hablaron de los nuevos tratamientos que estaban probándose en París, con limitado éxito, pero grandes esperanzas. Lo urgieron a dejar todo y apurar el viaje, antes de que su cuerpo no fuera capaz de resistir la travesía. Los tranquilizó y consoló a todos Prefería disfrutar los últimos meses rodeado de sus cosas y de su familia, de su cálido hogar de la Avenida Callao, poblada de todos los objetos coleccionados y recolectados a lo largo de su vida, en sus viajes por Europa y el mundo. Disfrutar de su consultorio y la clínica; y de su amada hija, Victoria Manuela, la niña de sus ojos. Sobre todo, de ella. Quería que lo amara por última vez con ese amor tan profundo y lleno de admiración que le tenía, antes de que lo odiara y despreciara para siempre, como seguramente sucedería.

    Intentó sentarse derecho contra el respaldo de su vieja cama y, no sin cierta dificultad, acomodar las almohadas para que su espalda estuviera lo más mullida posible. No quiso pedirle ayuda a su criada, bastante tenía con la certeza de su propio fin como para agregarle la humillación de sentirse un inútil, un incapacitado. Lo más difícil fue inclinarse para recoger la pluma y el papel que se le habían caído cuando se quedó dormitando, meciéndose suavemente en los recuerdos al compás de las campanadas del antiguo Junghans. Estirarse fue un instante de tortura física, le dolían las entrañas y los pulmones si los forzaba a movimientos bruscos. Pero tenía una historia que terminar.

    Le llevó meses decidirse a escribir. Debatió mucho consigo mismo, no podía hacerlo con nadie más. Sopesó todos los ángulos posibles; todas las aristas del análisis, así como las consecuencias. Dudó y dudó, y finalmente resolvió dejar al mundo sin respuesta, tirar todo al río: la caja, los recortes, los instrumentos. Hasta organizó el cómo y el cuándo: algún día frio y preferente lluvioso de julio o agosto, de esos en que anochece temprano. Su chofer lo llevaría a la costa del rio, afuera de la ciudad. Si, tenía todo resuelto. Y luego su sentido de la perfección pudo más que su corazón y su mente.

    Comprendió que no moriría tranquilo con la pieza mayor del rompecabezas que había conservado todos esos años, más de cincuenta, guardada para siempre. Lo más lógico, lo adecuado, era contar, la confesión. Pero había algo más, también: un poderoso deseo de mostrarle al mundo cómo lo había engañado.

    Pensó en sus amigos, sus colegas. ¿qué dirían, qué imaginarían? ¿Creerían ciertas sus revelaciones? Los conocía bien: algunos pensarían que había enloquecido por la enfermedad y el tratamiento. Otros debatirían si no era uno de sus habituales juegos que tanto los confundía, otra broma a su costa. Pero lo que más le importaba era Victoria, qué pensaría ella. Sintió el dolor anticipado de su hija, su negativa inicial a creer todo aquello y luego su indignación, la profunda herida y finalmente el desprecio por él y por todo lo que lo había amado, admirado, venerado. Se conmovió hasta las lágrimas, pero supo que ya no podía hacer nada. Había escogido el orden al final y eso tenía un precio. De alguna manera, sería una forma de justicia. Le quedaban unos meses de vida, suficiente para hacer lo que tenía que hacer.

    Semanas atrás, apenas tomó la pluma e intentó escribir, se dio cuenta enseguida de lo difícil que iba a ser resumir los detalles más perversos de su secreto, de su determinación por seguir pareciendo un ciudadano normal, un cirujano prestigioso y padre de familia.

    Era consciente de por qué había elegido contar su historia en horas de la tarde-noche, tenía sentido existencial y también artístico. El suyo sería un relato oscuro, una novela de horror y miserias. Su escenario: las calles más miserables y opresivas, plagadas de olor a sumidero y desechos en mal estado, de las ciudades más opulentas y hermosas del planeta. Calles, cementerios, hospitales, tugurios, bares de mala muerte, prostíbulos. La degradación humana también tenía su trazado urbano y su arquitectura.

    Le costó empezar. Tenía que ser en inglés. Aún lo hablaba casi como primera lengua, igual que el alemán y el francés, por su formación y sus viajes. Otra cosa era escribir; se había deshabituado. Rompió varias hojas antes de encontrar en su cabeza el camino que lo llevó hasta aquella tarde de frío invierno cuando, sentado en la estación de Kremmen, tuvo la revelación casi mística de su vocación por la muerte, mientras esperaba el tren que lo llevaría a Dalldorf, el distrito del loquero.

    ¡Pobre Dalldorf! Pocos años atrás habían decidido cambiarle el nombre, según supo casi de casualidad por un colega suyo recién llegado de Alemania. Al principio pareció una confusión propia de chistes que se cuentan en velorios. Su asociación con la locura, con aquellos seres encerrados para siempre en su manicomio, había derrumbado su prestigio, junto con los precios de sus propiedades. Muchos preferían no detenerse en ella de noche. Su alcalde y su gente, luego de mucho batallar en los tribunales y en los pasillos de la dieta provincial, finalmente lograron lo que parecía imposible, darle un nombre limpio, Wittenau, como si el pasado pudiera borrarse cambiando de nombre. Pobre Dalldorf, muy pronto descubriría hasta qué punto era horrenda su historia.

    Aunque sabía que debía continuar, se dejó llevar. Allá estaba, de nuevo en Berlín, con veinte años y esa vorágine pasional que lo había hecho dejar la comodidad financiera y familiar del hogar paterno en Buenos Aires. La libertad, la forma más pura de libertad que había conocido en toda su vida. Ocurrió en aquellos años y aquellos lugares tan lejos del ambiente de opresión y secrecía que fuera su casa. Su cuerpo entero parecía revivir, aún en la certeza de estar transitando sus últimos días, cuando algo –las campanadas, por ejemplo- lo transportaba en trance al pasado, a la aventura de la vida plena, sin límites, sin restricciones materiales, y mucho menos morales. A las calles, los bares, las bibliotecas, los barrios suntuosos de los palacios de los viejos nobles y las mansiones de los burgueses exitosos. A los miserables, sucios, malolientes vecindarios pobres y de clase trabajadora. Y aquí y allá, en unos y otros, los muertos y sus agonías tan curiosamente llenas de sentido para él.

    Recordó, con algo de dolor en el pecho, la pena silenciosa en los ojos de su madre y la indignación de su padre, el hacedor de monstruos, resonando en sus oídos, cuando les reveló sus planes. Otros hubieran estado orgullosos de un hijo médico. Él no, a pesar de que se lo había impuesto. No importaba que hiciera apenas cuatro meses la universidad lo distinguiera con Medalla de Oro al otorgarle oficialmente su título. No importaba tampoco que su tesis fuera a ser publicada, ni las felicitaciones de sus profesores y los augurios de un futuro brillante de las autoridades de la facultad. Esa vez, la última que le concedió, no hubo golpes. El viejo era igual de eficaz derrumbando la autoestima de su familia con palabras lacerantes que con los cachetazos, que tan abundantemente les prodigaba a todos. Su madre le temía, sus hermanos también; él lo odiaba.

    Despertó de los recuerdos familiares. Aunque se resistiera a admitirlo, le hacían mal, pero tenía que terminar de poner la realidad en orden, hacer que la última ficha encajara en el tablero. Sonrió al recordar qué inocente había sido las primeras semanas después de su vuelta a Buenos Aires, luchando a brazo partido para resistir la tentación de soltar aquel torbellino brutal que lo consumía. Aplacarlo, esconderlo, como si todo lo que hizo en Europa hubiese sido apenas un juego. No lo consiguió. Tuvo que aprender a convivir con su propio Mr. Hyde. Mal no le fue, se dijo con una mueca socarrona.

    Durante semanas escribió con metódica determinación, tratando de no olvidar nada, de incluir cada detalle e hilvanar causas con consecuencias, para que los lectores conocieran la historia completa en toda la dimensión de su horror, el placer secreto que le despertaba la descripción de cada ceremonia de muerte infligida con tanta pasión.

    Leía, releía, volvía sobre lo escrito, tachaba, agregaba, y todo con una devoción especial por el estilo literario. Su confesión tenía que dejar un testimonio épico. Cuando se cansaba, usualmente ya cercana la madrugada, dejaba la pluma, la tinta y el papel adentro del cajón de su mesa de luz, a resguardo. Sólo retomaba el relato a la noche siguiente, cuando ya su hija y su criada dormían. Podía desanudar los recuerdos inspirado en la conciencia de la noche, al calor de las llamas del hogar de su habitación y arropado por las esperadas y matemáticas intrusiones de los sonidos del reloj allá abajo, en el living.

    Se sorprendió del modo en que regresaban los recuerdos, las imágenes, los diálogos; pero sobre todo las sensaciones: tan claras, tan vivas. Sintió ráfagas de inmortalidad; tan intensos eran los sentimientos que se agolpaban en su pecho y se transmitían al papel. Lo había reprimido todo a partir de que supo de su enfermedad, había dejado escurrir la pasión que le provocara matar. Hasta allí llegó con su secreto intacto, para qué arriesgarlo en una última aventura que no podría consumar.

    Escribir pareció devolverle la vida, tanto que sus médicos pasaron de la sorpresa a la confusión. Una tarde, después de la habitual visita semanal, su colega Eduardo Márquez se retiró al caer la noche preguntándose seriamente si no habrían equivocado el diagnóstico. Se lo veía tan vivo que dudó seriamente si no deberían hacerle todos los estudios nuevamente.

    En aquellos años se había sentido inmortal. Le vino a la mente una imagen: él, apoyado contra la baranda del muelle en Irongate Wharf, mirando el río, la luz del amanecer revelando las primeras siluetas de las construcciones enfrente, en el Shad Thames. En sus barracas se acumulaban las toneladas de té, café y especias que inundaban los mercados pobres y las tiendas ricas de la ciudad. Algo más lejos, la puntiaguda torre de la capilla de Saint John Horseleydown. Se vio, con los brazos extendidos, los ojos al cielo y la boca tan abierta como podía tragando cada ráfaga del intenso y fresco viento de otoño. Su cuerpo entero temblaba de emoción, exaltado, incapaz de pegar un ojo después de una de aquellas noches de memorable carnicería.

    Terminó una mañana bien temprano, totalmente exhausto, semanas más tarde desde que tomara la pluma por primera vez. Le pareció gracioso, aunque lógico, que acabara el relato exactamente en el momento en que el reloj daba las siete. Toda su vida había sido así de metódica, ¿por qué iba ser distinto en el final? Pensó en eso mientras lo vencía el sopor.

    Durmió un día entero sin darse cuenta, hasta que la criada lo despertó con el desayuno, por orden de su hija. Revisó el correo del día y aprovechó para leer el periódico, simplemente como entretenimiento. Nada de lo que sucedía en su país tenía relevancia, ya. Se interesó por las noticias internacionales. Sonrió con placer al leer que ingleses y franceses estaban atrapados en las playas de Dunkerque. Era cuestión de tiempo, pensó, para que Alemania fuera dueña de toda Europa. Lástima que no lo iba a ver, pero igual la idea le produjo una oleada de satisfacción.

    Las hojas con sus notas, que esa mañana, a último momento, decidió encabezar con el título pomposo de Memorias de un Monstruo yacían sobre su regazo, apoyadas sobre el cartapacio que Obdulia, su ama de llaves, se lo mandó más temprano con la criada cumpliendo con sus directivas, cuando le llevó el desayuno a la cama. Miró aquellos últimos papeles. Tuvo un momento de duda. Pensó en el dolor que la iba a causar a la única persona que amó en su vida; pero fue sólo un momento. Toda su vida fue un tipo de enorme temple y determinación. No iba a cambiar ahora.

    Sopló las hojas para asegurarse que la tinta fresca no corriera, no manchara la hoja. Volvió a leer todo para asegurarse, una vez más, de que estaba satisfecho. Sólo una cosa lamentó: no tener tiempo para contar toda la historia. Le faltaba una parte importante, la del regreso. No tenía muchas más fuerzas y necesitaría varias semanas más para ello. Dejaría alguna pista, para que los investigadores allá recogiesen el guante, el desafío de seguir el reguero de sangre en su país.

    Con cuidado, tomó las hojas, la tinta ya seca, las agrego al resto y las introdujo en el sobre color madera. Mojó la pluma en el tintero y escribió: Para el Dr. Armendáriz, en letra mayúscula. Luego, más abajo, en letra más pequeña y entre paréntesis, las instrucciones. Armendáriz, su abogado y amigo, cumpliría al pie de la letra su último deseo.

    Sabedor de que el fin estaba cerca, metódico y detallista como era, hacía meses que había puesto sus asuntos en orden. Con el notario pasó largas horas para que sus papeles personales y sus negocios no cayeran en manos inescrupulosas. Nombró albacea a Armendáriz, su hija no quedaría desprotegida cuando él se fuera. Hasta tuvo un par de días para dedicarle a Feijoó, su joven discípulo del hospital, para dejar su legado profesional en manos de alguien confiable.

    No iba a poder evitar que los colegas lo juzgaran ni que lo recordaran como un monstruo, pero al menos podía hacer que le reconocieran haber sido un buen médico. Había salvado la vida de hombres y mujeres, de madres a punto de perder su embarazo, de niños con sus apéndices a punto de explotar, de jóvenes y viejos aquejados por infecciones malignas, heridas de bala o cuchillo, o simples gripes complicadas por exceso de confianza, debilidad física o malas praxis de curanderas ignorantes.

    Faltaba el último paso, el más ansiado: hizo llamar a su amigo, el padre Feliciano. Con la inocente complicidad de Aguirre, el gallego de la vuelta que se las arreglaba bien como albañil. Había hecho bajar de la bohardilla el arcón que contenía las pruebas de sus crímenes: los instrumentos, los recortes, las libretas donde registrara, con su meticulosidad obsesiva, los nombres y señas de cada uno de aquellos desdichados y desdichadas y los detalles de su sacrificio, de las escenas finales. Y, sobre todo, la más preciada: el collar con camafeo. Usó todo ello para escribir y ahora pensaba desplegarlo ante el cura, no quería olvidarse de nada.

    El día anterior le pidió al párroco que dispusiera de toda una tarde sólo para él, para escuchar su confesión. La criada volvió trayendo el consentimiento de su viejo amigo y un chiste garabateado en una esquela, para serle entregada en mano: Hombre, ¿tantos y tan grandes son tus pecados? ¿De qué me he perdido? Sonrió, imaginando la reacción del cura.

    Llamó a Obdulia para que lo ayudara a levantarse y sentarse en el sillón. Estaría más lúcido para contar y para explicar, para consolar a su confesor y compañero de banco en el colegio. Sabía cuál sería su reacción mientras lo llevaba de la mano por las calles oscuras, los callejones hediondos, las estaciones de tren vacías por las noches, los puentes y campos santos de todas aquellas ciudades. Sabía de la revulsión que le causaría el escuchar los nombres de tantos espíritus desdichados y sin descanso; la historia de Darius Katz y los fantasmas del Distrito del Loquero; la de Olga Svedlov y sus dos amigas polacas abandonadas al vicio en el muelle de Oostelijke Handelskade; la del vagabundo alcohólico y desquiciado de la Rive Gauche; la de las miserables e impúdicas meretrices del East End.

    Tomó otro papel y escribió la última esquela, cuyo texto pensó y repensó durante días.

    Buenos Aires, 28 de junio de 1940

    Al Honorable Comisionado Adjunto George Abbis

    Policía Metropolitana de Londres-Scotland Yard

    Victoria Embarkment, City of Westminster

    Estimado señor,

    El baúl que le envío contiene las pruebas de una serie de crímenes atroces que cometí durante mis años en Europa, el siglo pasado. Tales crímenes tuvieron lugar en el Reino de Holanda, Francia, Alemania (entonces el Imperio Alemán) y en su propio país.  Estoy seguro de que los últimos serán de gran interés para Ud. y la fuerza que dirige.

    Para cuando reciba esta información ya habré dejado este mundo. Sinceramente espero que mi confesión, que incluyo junto con las demás pruebas, ponga punto final a los misterios no resueltos durante años. Como podrá ver, Comisionado, el crimen perfecto existe. Sólo hace falta inteligencia y determinación para ejecutar un acto (o varios, en mi caso) tan bárbaro y cruel.

    Y bien, estimado Abbis, hasta aquí mis peripecias de sangre por la vieja y querida Europa. Espero que no dude de mi palabra. En cuanto a lo demás, quedará para su sucesor o sucesores, que seguro tendrán más habilidad o suerte que sus colegas de este lado del mar.

    Ya es hora de irme. Le pido que haga buen uso de lo que le proveo. Se lo debe a la memoria de mis víctimas.

    Sinceramente suyo,

    Martín Herder

    Un pilar de la sociedad

    Leyó, releyó y corrigió la carta hasta que quedó satisfecho y la guardó en el correspondiente sobre. Sus instrucciones al abogado eran claras acerca de cómo debía llegar adosada junto con el baúl al destinatario. Cerró los ojos y dio un largo suspiro. Todo había terminado, por fin. Sólo le faltaba el último acto a su obra: repetirle todo a su confesor.

    Miró alrededor del cuarto, su penúltima morada. Ya no tenía fuerzas para bajar hasta la planta baja a tomar un cognac o fumar tranquilo en su estudio. Recién entonces se dio cuenta de que afuera llovía. El primer trueno sonó pocos segundos después y las gotas empezaron a golpear más furiosas contra su ventanal. Rio al recordar la tormenta que sirvió de preludio a la primera tragedia: la muerte de su padre. La piedra fundacional de su largo recorrido de terror y sangre.

    PARTE 1: EUROPA

    Capítulo 1

    Shere, Surrey, Inglaterra , sábado 10 de febrero de 1973.

    Dejó de llover poco antes del mediodía, pero seguía nublado y el frío no aflojaba. Brendan Scott estacionó su Vauxall Viva modelo 67 sobre Orchard Road, justo enfrente de la casa, un típico cottage inglés construído en piedra y vigas de madera. Bajó del vehículo y echó una mirada alrededor: el lugar lucía tal como lo recordaba de sus días de infancia y adolescencia. Las casas, el camino, el pequeño puente que cruzaba el río Tillingbourne, la iglesia de Saint James. En el cementerio, detrás de sus lápidas, solía jugar a las escondidas con su hermana y sus primos. A veces contaban historias de muertos y fantasmas por las noches, después de escaparse sigilosamente de sus padres, tíos y abuelos.

    Miró su reloj. Sonrió al pensar que la abuela Kathleen seguramente había puesto la pava para el té. No recordaba cuándo fue la última vez que se vieron. ¿Cinco...seis meses atrás? No pudo asistir al funeral y entierro del viejo John en octubre pasado. El caso de los mellizos en Ciudad del Cabo lo retuvo más de la cuenta.

    Tenía todo arreglado para ir el miércoles siguiente; de hecho, había acomodado su agenda para dejarlo libre y venirse hasta Surrey a cumplir con la ceremonia de los pésames y visitar la tumba. La llamada de su abuela el día anterior urgiéndolo a ir cuanto antes, sin más detalles, apuró sus planes. Fue por eso que se largó a la carretera desde Londres una mañana de sábado de frío impiadoso y tormentas eléctricas.

    Ni John ni Kathleen eran sus abuelos, en realidad, sino sus tíos abuelos, pero a él le daba igual. Ambos los criaron, a él y a Samantha, como a los nietos que no tuvieron. Pensó en eso mientras cruzaba el jardín: cómo la guerra no dejó familia sin tocar. La suya no fue la excepción. Su padre todavía lagrimeaba al acordarse del bombardeo que se llevó a los suyos durante el segundo día del blitz sobre Londres, treinta y tres años antes, mientras él se recuperaba de las heridas de Dunkerque en el hospital Saint Bernard.

    Se sorprendió a sí mismo extrañando los olores y colores que poblaban el jardín en primavera: lavanda e iris, madreselva y amapola, y las rosas de arbusto y peonias que tanto le gustaban. La pasión y la afición del anciano los últimos años de su vida. ¿Quién lo cuidaría ahora? Tuvo un flashback: John, arrodillado con su mono de trabajo y sus herramientas, recortando pacientemente brotes y tallos viejos del arbusto. El bueno de Sir John, siempre tan orgulloso de su vida dedicada a combatir el crimen. Callado, pero activo, asumió el rol de patriarca el mismo día que enterraron a sus verdaderos abuelos y nunca lo dejó hasta su muerte, aquel 7 de octubre pasado.

    Golpeó la pesada puerta de madera dos veces. El timbre no funcionaba, advertía un cartelito hecho a mano y pegado con cinta adhesiva. Se prometió mentalmente arreglarlo. Kathlleen ya no oía bien y si estaba arriba difícilmente podía escuchar a alguien llamando si no lo hacía con fuerza. Se subió el cuello de su abrigo, a pesar de que llevaba su bufanda preferida alrededor del cuello. «Me equivoqué de calzado», pensó mientras miraba sus zapatillas desgastadas y se maldecía por no haber optado por los borceguíes. Sonidos de pasos y el chirrido de la puerta al abrirse lo sacaron de sus cavilaciones.

    Su abuela sonrió, pero había poca alegría en ese rostro y esa mirada. Vestía sweater marrón oscuro y pantalón de lana negro; y un gorro, también negro, tejido por ella misma. El nieto notó el paso de los años. La expresión triste resaltaba aún más las arrugas, las marcas del paso del tiempo. Sintió que tenía que decir algo, pero la mujer no le dio tiempo a nada; se adelantó un paso y lo abrazó fuerte.

    My sweet boy ! —dijo con la voz quebrada y se largó a llorar.

    Brendan le acarició la cabeza, apoyada en su pecho, y la apretó un poco más contra sí. Dejó que descargase la angustia mientras le dedicaba unas palabras de aliento y de consuelo. Minutos después estaban sentados a la mesa de la cocina, cada uno con una taza de té humeante. Por dentro, la casa estaba tal cual como la última vez que estuvo en ella. Salvo algún enser en la cocina, las paredes conservaban el color verde claro que tanto le gustaba a John y el mobiliario parecía no haber sido cambiado. Se respiraba la misma calidez de siempre, sólo faltaba la voz, a veces tonante, del viejo policía.

    Le contó, con lujo de detalles, sobre su viaje a Africa y el caso de los mellizos desaparecidos. Dos niños de siete años que no regresaron de la escuela a la hora indicada. La policía local trabajó un par de meses, pero la investigación se empantanó, explicó. La madre recurrió a él a través de un conocido quien a su vez era amigo de su amigo, Jack Leyland. Kathleen se horrorizó al enterarse que el secuestrador y eventualmente asesino de los chicos fue su propio padre, a quien la policía ya había interrogado y descartado como sospechoso cuando él llegó para conducir una investigación paralela.

    Su abuela tenía una sorpresa preparada: una bandeja de scones recién hechos, sacados del horno minutos antes. Eran su perdición a la hora del té, imposible de resistir con manteca y mermelada casera de frutillas. Le brillaban los ojos a la mujer mientras lo veía despacharse un scon tras otro. Todo el tiempo le sostuvo la mano izquierda. El amor entre ellos seguía intacto, aún después de meses de no verse.

    Cuando terminaron se pusieron los abrigos y caminaron hasta la iglesia en silencio. Soplaba una brisa helada y por un momento temió por la salud de su abuela. Ofreció ir en auto, pero ella insistió en que caminar le hacía bien; no le importaba el frío.

    —Estoy abrigada con lana hasta en el culo —dijo Kathleen, con picardía, y ambos rieron a carcajadas.

    La tumba estaba en una de las hileras del fondo. Se notaba que era la más nueva. La lápida era simple, parecida a la mayoría de las otras. Tallado en la piedra se leía:

    Sir John Douglas Philip Scott-Bowden

    1 marzo 1892 - 7 octubre 1972

    Amado Esposo y Fiel Servidor Público

    Su muerte fue piadosa y tranquila, explicó su abuela mientras él la abrazaba del hombro. Sentado en su sillón frente al fuego, leyendo el diario y fumando su pipa, su corazón se detuvo y así se fue. Kathleen sollozó otra vez durante un rato parada frente al lugar del último descanso de su esposo. Después, acomodó las flores depositadas el día anterior y murmuró una plegaria corta, apenas audible. Brendan dijo unas palabras propias de despedida, emocionado y al borde de las lágrimas. Caminaron en silencio también de regreso a la casa.

    Repitieron la ceremonia del té y los scones. Brendan se encargó de

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1