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La boca de los cien besos
La boca de los cien besos
La boca de los cien besos
Libro electrónico263 páginas3 horas

La boca de los cien besos

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Un cuadro desvelará su pasado.

En La Habana de comienzos del siglo XX, el pintor Simplicio Rodríguez siente la necesidad de abandonar los cánones impuestos por la academia cubana e inaugura el arte vanguardista con un cuadro dedicado a su amada Fernanda Mendoza, una meretriz de reconocido prestigio en la ciudad.

Durante años Simplicio se convierte en el confidente y amigo más íntimo de Fernanda, a la que ama profundamente hasta su fallecimiento. El cuadro que homenajea la historia de amor puro entre ambos se titula La boca de los cien besos.

Tras la muerte de Fernanda, Simplicio se convertirá en el mentor del hijo de Fernanda, Walfrido, un muchacho débil y afectado por el desapego de su madre. La saga familiar irá creciendo y el cuadro será testigo mudo de la vida de todos ellos.

Paralelamente, en Miami de 2018, Bibiana García, una profesora cuya familia se exilió de Cuba cuando ella era una adolescente, regresará a la isla para recomponer sus recuerdos y su identidad. Allí Bibiana encontrará el cuadro de Simplicio Rodríguez y con él las respuestas que lleva años buscando.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento16 sept 2020
ISBN9788418238819
La boca de los cien besos
Autor

Tula Fernández

Tula Fernández nació en la provincia de Cádiz en 1965. Licenciada en Lenguas Clásicas, es doctora cum laude en Ciencias de la Educación por la Universidad de Granada. Apasionada defensora de la educación como el más valioso instrumento de cambio de la sociedad, ejerce la docencia como profesora de latín y griego en Ceuta, ciudad en la que reside desde hace años. La boca de los cien besos es su primera novela y está inspirada en su experiencia como profesora visitante en Miami (Florida). Está casada, es madre de dos hijos y en la actualidad continúa escribiendo.

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    La boca de los cien besos - Tula Fernández

    Nota de la autora

    Soy profesora. Enseñar es lo que creo que sé hacer, aunque es inevitable ponerlo en duda cada día. Atreverme a escribir esta primera novela ha sido una de las aventuras más intensas que han ocurrido en mi vida, pero he llegado a este libro a través de mi profesión; por ello me resulta extremadamente difícil denominarme escritora. Somos aquello con lo que conseguimos apasionar a los demás, no hay más.

    Llegué a trabajar a los Estados Unidos hace dos años. Cuando me adjudicaron el distrito de Miami-Dade, resonó en mis oídos el deslumbrante, sensacional y fastuoso nombre con la que esta urbe se da a conocer al mundo. Llegué aquí y pude comprobar que todo ese maravilloso escaparate era auténtico y veraz; pero tuve la suerte de conocer otra realidad no tan renombrada de Miami, aunque no menos brillante y rica, al contrario. El esplendor y atractivo de esa otra realidad está en sus habitantes; personas a las que la vida puso de nuevo en el punto de partida sin pedirles permiso y que se mantienen firmes en su lucha diaria por progresar. La historia se repite en demasiados lugares del mundo. No es fácil. Este libro es mi humilde homenaje a esos ciudadanos.

    La historia se nos revela siempre protagonizada por hombres arrojados que tomaron la decisión de emigrar para comenzar una nueva vida. Este libro lo llenan mujeres, con la intención de darle la vuelta a la historia y ponerlas en primer plano a ellas: madres, hijas y esposas que hicieron sus maletas con más coraje que deseo y más miedo que ilusión. Estoy convencida de que ellos, los hombres que las acompañaron, me permitirán esta justa mudanza de la historia.

    La boca de los cien besos es mi estreno como escritora. Muchos serán los errores cometidos y largo el camino que debo recorrer para aprender. Soy consciente de ello. Tan solo he contado con lo aprendido a través de la lectura de escritores que me han conmovido a lo largo de la vida. De todos ellos, mi escritor más grande es García Márquez. La presencia de las berenjenas en esta historia es un humilde guiño literario al autor cuyos libros he devorado una y otra vez en diferentes etapas de mi vida.

    Quiero dar las gracias a todas las personas que me regalaron sus testimonios de vida, sus experiencias y sus nombres para poder escribir esta historia.

    La Habana, diciembre de 1930

    Terminó de dar el que nunca era el último trazo. Necesitaba días para acostumbrarse a la idea de que llegaba al final de su obra. La contemplaba una y otra vez y cada vez la veía más necesitada de color, de luz, de expresión, de alma. La satisfacción era una sensación prohibida a los artistas, le había dicho siempre su maestro. Sin embargo, Simplicio pensaba que su madre lo marcó con la insatisfacción en el momento mismo en que lo bautizó. Tuvo que llevar el nombre del abuelo materno como una cruz durante su niñez, durante la juventud intentó esconderlo bajo varias abreviaturas, pero el resultado era siempre más doloroso que la realidad. Ahora en su madurez como pintor, empezaba a apreciar cierta elegancia vanguardista en su nombre cuando los críticos se referían a él. Poco le importaba, era tan grande su soledad que su nombre tardaba días en sonar en sus oídos. Una sola mujer había pronunciado su nombre, una mujer que no era de nadie y era de todos, pero a la que él había amado por encima de sus complejos, de su soledad y de su nombre. Nunca fue suya, jamás la gozó, pero nunca antes había esperado encontrar el amor hasta que se topó con ella en la puerta del hotel Inglaterra. La conversación cálida y la amistad sincera los acompañó quince años hasta que ella murió igual de joven, descarada y hermosa a sus ojos. Desde la primera mirada de aquel día hasta hoy había soñado con besarla y cada noche ella se instalaba en su cama; boca y tiempo, labios y olvido, noche tras noche.

    Soltó los pinceles y sonrió penosamente. La bella Fernanda ya tenía su beso y su cuadro. Dio una vuelta en torno al caballete para contemplarlo desde todos los ángulos posibles, acarició el reverso con la palma de la mano, despegó una de las esquinas de la tela e introdujo en ella la dedicatoria que había escrito la noche anterior, luego volvió a pegar la tela al bastidor primorosamente. Se puso frente a ella, se inclinó sonriente y firmó: «1930, Simplicio Rodríguez».

    Ayer soñé con un beso y no era el tuyo.

    Era un beso de amantes declarados, era el beso del mundo

    [puesto en pie.

    Una boca de besos estrenados, una boca de cien besos a la vez.

    La Habana, junio de 1914

    Simplicio Rodríguez se preparaba para lo que estaba llamado a ser el evento cultural del año en La Habana. Sobre la cama de ébano de su dormitorio se hallaba cuidadosamente extendido el traje negro que iba a llevar puesto. Ese era uno de los momentos en los que la soledad lo agarraba a traición. Habría deseado que una mujer buena y que tal vez hubiera aprendido a quererlo le rondara por el cuarto dándole órdenes sobre qué debía ponerse y cómo debía atusarse el pelo. Le habría permitido incluso que se riera de las anchuras que los años le habían regalado o de las canas que habían terminado por habitar para siempre en su negro bigote. Se había disciplinado para definirse como un hombre al que le gustaba la soledad, pero a estas alturas de su vida sabía de sobra que la soledad no se elige, sino que se asume. Terminó de ajustarse la corbata carmelita y se dio un último repaso en el espejo. No es que fuera hombre que gustara de cuidar su aspecto, pero esa noche se reuniría en la Academia Nacional de Artes y Letras lo más granado de la sociedad, incluso el presidente García Menocal había confirmado su asistencia. Estarían allí la mayoría de los miembros que conformaban la Academia, figuras reconocidas en todo el país del mundo de la literatura, la escultura, la pintura, la música y la arquitectura. Se deleitó recordando el día en el que lo llamaron para que formara parte de ese nutrido grupo de personas que tendrían como misión cuidar y difundir la cultura cubana. No se había sentido más orgulloso en toda su vida. Su carrera como pintor no había sido nada fácil. Nació campesino y pobre, creció como aprendiz de carpintero y pobre, y maduró como pintor, pero siguió siendo pobre. Nunca había abandonado el oficio de la madera porque era con lo que sustentaba su pasión por la pintura. El día que le ofrecieron ser miembro de la Academia de Artes y Letras se decidió a guardar para siempre sus útiles de carpintero, aunque en el último momento, los volvió a colocar en su lugar porque sus pinceles y limas habían convivido por tanto tiempo que le faltaron las fuerzas para separarlas.

    Salió con tiempo de su casa. La nueva sede de la Academia estaba en los altos de la estación de Villanueva, pero quería tomar su cafecito en el hotel Inglaterra. Lo hacía cada día por la tarde. Era su momento escogido de soledad, los demás se los imponía el día. La tarde era alegre, y el sol ya empezaba a dar una tregua cuando tomó el paseo del Prado, paseó erguido y con paso lento, no quería romper a sudar y presentarse desarreglado. Se detuvo a ver varios escaparates, en el último de ellos el cristal le devolvió su reflejo y se contempló pensativo. Con esta ya eran dos las veces que había dedicado unos minutos a su aspecto. No se observaba desde hacía tiempo. Su aspecto no era del todo desagradable; seguía sin ser alto, pero conservaba el pelo, y su bigote, que ya había cumplido los treinta, seguía adornando su cara, que se había redondeado con el paso del tiempo. Siguió caminando mientras pensaba burlón que su aspecto era justo la antítesis de su estilo pictórico. Últimamente había desarrollado un tremendo placer en los trazos finos y alargados. «Será que uno pinta lo que no se tiene, ¡ay, Simplicio!», pensó mientras llegaba a la esquina de San Rafael. Buscó con la mirada una mesa en la acera. Le gustaba allí porque siempre había gente alrededor y se le hacía más fácil desarrollar su inconfesable pecado. A Simplicio Rodríguez, el respetado pintor de La Habana, le encantaba el chisme. Cada día, escuchaba con atención las conversaciones que mantenían en las mesas cercanas a la suya. Era tal la buena práctica que tenía que había desarrollado la capacidad de llevar dos o tres conversaciones a la vez. No consideraba que hubiera maldad en ello, ya que no compartía con nadie las vidas de estas personas, simplemente llenaba la suya. Espantaba su mal remordimiento a base de decirse que era tan solo una distracción inusual. Escuchaba estas conversaciones de manera interrumpida, sin contexto y sin final y eso era, sin duda, lo más interesante de este pasatiempo, como él lo llamaba. Le gustaba inventar las vidas de esas personas a partir de lo que había escuchado, qué problemas tenían, con quién habían discutido, de quién se habían enamorado, quién les había hecho llorar, quién los había engañado, dónde vivirían y cómo. Les ponía nombres, si es que no los habían pronunciado, y creaba una historia a partir de lo que había oído. Continuaba creando sus historias donde ellos las habían comenzado y, a veces, practicaba el ejercicio contrario, les imaginaba el pasado vivido hasta llegar a la mesa en la que se encontraban en ese momento. Una vez escuchó a una respetable señora hablar con otra de los dolores que le causaba su marido cada vez que el esposo se le arrimaba. Simplicio abandonó el resto de las conversaciones y se centró en esa mesa como si no hubiera otro lugar en el mundo. Puso tanto esfuerzo en prestar atención que acabó con un tremendo dolor de cuello y logró que la señora se decidiera a susurrar al oído el resto de los detalles a su amiga. Supo enseguida que debía mejorar su técnica si quería avanzar en el desarrollo de su pasatiempo. Volvió a encontrarse con esas señoras en un par de ocasiones, la última vez, la señora le comentaba a su amiga que no conseguía superar el dolor que sentía tras la pérdida de su marido. Simplicio decidió llamarla Dolores.

    Esa tarde la terraza del hotel estaba llena, le costó encontrar una mesa. Finalmente se sentó cuidadosamente para no arrugar el pantalón y pidió:

    —El cafecito, José.

    —Ya mismo, don Simplicio.

    Añadió las tres cucharillas de azúcar de caña y lo removió mientras observaba el universo de mesas y sus ocupantes. Entonces la vio. Una mujer atractiva y desenvuelta como no había visto nunca. Tenía el pelo rubio y hermoso, unos ojos verdes y hermosos, y una boca inquieta y hermosa. Estaba sentada junto a un hombre que mostraba cierta elegancia y más años que ella. Ambos sonreían entretenidamente y hablaban. Estaba cerca de su mesa, pero no era capaz de escuchar ni una sola de las palabras que se decían. Todo se convirtió en imagen para Simplicio Rodríguez, la imagen de una mujer distinta a la demás. El pelo ensortijado no lo llevaba recogido como solía ser costumbre para las señoras, sino que se desparramaba por la espalda en una catarata de rizos dorados que brillaban sobre el verde de su vestido. Tan solo en la nuca, un tocado rosa lograba domar el alboroto de esos rizos de oro. Hablaban, reían, se les notaba cercanos, sin duda se conocían bien. No le pareció el comportamiento de un matrimonio, las maneras de ella no eran las de una hija con su padre y las relaciones de amistad entre los dos sexos no se exhibían de esa manera en la cafetería de un hotel en el centro de La Habana, ¿qué tipo de nexo hacía a esas dos personas tan felices? Simplicio escuchó la hora desde la mesa de su izquierda y de repente volvió a su taza de café vacía, a su mesa, a su traje, y descendió poco a poco a su realidad. Llamó con urgencia al camarero.

    —Aquí tienes, José.

    —Gracias, don Simplicio. Usted siempre tan generoso.

    —José, ¿quién es ese caballero que está con esa mujer?

    —Ay, don Simplicio, déjese usted de remilgos conmigo, que ya son muchos años de conocernos. ¿No la conoce usted? Ella es Fernanda Mendoza. Desde que ha llegado de Santiago no hay hombre en La Habana que no sueñe con ella, ni doña que no la odie por obvias razones. Pero, don Simplicio, ¿cómo un hombre de su posición no ha escuchado hablar de doña Fernanda? ¿Pero en qué mundo vive usted, hombre de Dios? ¡Todo el día encerrado solo en ese estudio suyo y luego aquí en el Inglaterra mirando la gente pasar! Si yo fuera usted, la invitaba alguna vez a… Bueno, usted ya me entiende. Ay, ella es un mango dulce, amigo —suspiró José mientras limpiaba con la bayeta el universo de don Simplicio.

    Desde ese día Fernanda habitó en la cabeza de Simplicio con vida propia e indomable, de ahí viajó al sur y se instaló en su alma. Fernanda viajó más al sur de su cuerpo, pero nunca la gozó allí porque su risa fue siempre más poderosa que el deseo.

    Miami, marzo de 2018

    Sonó el timbre del último periodo y Babi se desplomó en su silla de trabajo mientras los muchachos salían. Estaba agotada, pero no tanto como para no darse cuenta de que las cosas habían cambiado inexorablemente. Desde la tragedia, la salida no era tan alegre, los chicos no causaban tanto alboroto y muy pocos decidían quedarse una hora más a participar en los clubs o actividades extraescolares. Habían trascurrido tres semanas ya desde aquel horrible 14 de febrero. Desde aquel día, se esforzaba por no revivir el horror de gritos, confusión y ruido. Sonidos a los que nadie fue capaz de ponerles nombre al principio. Estallidos disonantes con el día y el lugar. Era la mañana del Día de San Valentín, y los alumnos habían estado regalándose rosas y jugando al amor como su edad merecía. Primero, sonó la alarma de incendios. Una voz de alerta los sumió a todos en el desconcierto más terrible, pero aún tardaron unos minutos en averiguar dónde los esperaba la muerte. Disparos. Salieron para ponerse a salvo y en el instinto de protegerse se toparon con el horror. Los medios de comunicación la llamaron la «tragedia de San Valentín». Tremenda ironía. Incluso la muerte debiera tener prohibiciones. ¿Qué sociedad permite que adolescentes sean asesinados de ese modo horrible? ¿Qué mundo es este que asesina niños en la escuela? ¿Acaso no quedan ya lugares sagrados para crecer como personas de bien? Y ahora la silla vacía de Madelaine. Los compañeros no habían querido retirarla y a ella ese espacio sin vida se le agarraba a la garganta con un dolor mayor que lo sufrido. Disparos.

    —Hola, Babi, ¿interrumpo? —dijo uno de los compañeros del instituto tocando a la puerta—. Me da en la nariz que he llegado en buen momento. Tienes cara de estar espantando fantasmas. Si te sirve de algo, yo hoy no he podido dar clase.

    —Ay, Mike, ¡qué alegría que entraste! Estaba ordenando, termino enseguida.

    Babi comenzó a arrastrar sillas para colocarlas en su sitio. El aula mostraba un aspecto diferente al cotidiano. Los chicos, instintivamente, no había querido ocupar sus puestos y habían movido el mobiliario para hacer pequeños corros en un intento de sentirse más cerca los unos de los otros.

    —Los alumnos no atienden ni se concentran en nada. Yo misma siento que las lecciones ya han dejado de tener importancia. No sé, es como si la tristeza se nos hubiera tragado a todos. Si yo no puedo, ¿cómo voy a pedirles a ellos que sigan adelante, joder?

    —¡Mira que eres deslenguada! —dijo Mike intentando romper con su burlón comentario la oscura reflexión de Babi.

    —¡Y tú mira que eres relamido! Vamos, te llevo a casa en mi coche de lujo si me invitas a un cafecito.

    —Me encantaría, pero tú no puedes. La señora Shon te espera en su oficina. Está sondeando a los profesores para ver quién amplía contrato el curso que viene. Yo acabo de firmar la continuidad.

    —¿Me estás diciendo que tengo que terminar la jornada viéndole la cara a…?

    —¿A tu querida directora? —dijo Mike con sarcasmo—. ¿O acaso ibas a emplear otro calificativo? Acabo de evitarle a mis oídos una nueva lección de ordinariez. Apresúrate, anda, te espero en el coche para ese café.

    Babi terminó de recoger su aula, acarició con la mirada la etérea presencia de su alumna perdida, apagó la luz y se dirigió con menos prisa que ganas al edificio central. Angélica Shon ordenaba unos informes mientras hablaba por teléfono. Babi permaneció en la puerta y no pudo evitar observarla mientras esperaba. La directora pedía explicaciones a un profesor de la escuela que había decidido sin previo aviso no incorporase ese día. Por el tono de su voz, a Babi le pareció que la directora estaba más preocupada por recuperar el normal funcionamiento de la escuela que por el estado emocional de sus habitantes. Angélica Shon era hija de padre americano y madre puertorriqueña, nieta de italianos y esposa de un ruso. Mirarla era contemplar la perfecta comunión de esos países. Tenía la elegancia europea, la eficacia americana y la voluptuosidad del Caribe. Ella, en cambio, era caótica, deslenguada, impaciente y rellenita. Su madre negaba esta sucesión de adjetivos y los transformaba, convirtiéndola en una mujer de pensamiento libre, expresión alegre, horizontes indecisos y caderas generosas como Dios manda. Cuando Babi empezó a lamentar su falta de juventud, su madre rápidamente incluyó el calificativo de sabia en su listado de virtudes.

    Angélica Shon abrió la puerta y la recibió con su sonrisa perfecta. Babi se levantó recomponiéndose la falda, cuya cremallera lidiaba con cinco kilos de más que la benevolencia materna insistía en llamar acumulación de alegría.

    —Hola, Bibiana. ¿Cómo te encuentras? —preguntó la directora sin levantar la mirada de sus papeles—.Como ya sabrás estamos planificando la plantilla para el próximo curso. Sé por lo que estáis pasando, todos estamos destrozados, pero te necesito aquí, Babi. Tu evaluación ha resultado muy positiva, eres una profesional competente, los alumnos te adoran y los padres confían en ti. Me gustaría que te quedaras.

    Babi quedó sorprendida por las palabras de la directora. No era propio de ella mostrar afecto alguno. La empatía no era precisamente una virtud en esa perfecta suma de nacionalidades. Todos la tenían por una mujer fría y excesivamente reservada, sin embargo, hoy se estaba mostrando cercana e incluso agradable.

    Babi permaneció en silencio unos minutos. Quería parecer firme delante de aquella mujer cuya presencia la desagradaba más de lo que creía.

    —Señora Shon, debo decirle que aún no tengo mi decisión tomada —dijo finalmente—. Lo que ha sucedido no es la única causa de mis dudas. Ya desde hace tiempo me siento algo confundida respecto a mi futuro profesional. No creo que deba darle hoy una respuesta de la que luego pueda arrepentirme. Me gustaría contar con algo más de

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