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Series Negras: Todo puede empeorar
Series Negras: Todo puede empeorar
Series Negras: Todo puede empeorar
Libro electrónico560 páginas8 horas

Series Negras: Todo puede empeorar

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Madrid, 2008. Carmelo Bey, empresario mexicano radicado en España, ve cómo su próspero negocio de instalaciones termosolares se desmorona. Desesperado y al borde de la ruina, acepta una propuesta arriesgada y se embarca en la búsqueda de una herencia desaparecida. Pero lo que no sabe es que esa decisión lo sumergirá en un peligroso mundo de saqueadores del patrimonio histórico, narcotraficantes y asesinos en serie. ¿Podrá salir de este laberinto sin fin?
León Arsenal, conocido por sus ensayos divulgativos y novelas históricas, te sorprenderá con esta incursión en la narrativa negra. Tras triunfar en México, "Series Negras" llega ahora a España gracias a la editorial Kokapeli. No te pierdas en esta trama oscura y recuerda que todo siempre puede empeorar.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 abr 2023
ISBN9788412517934
Series Negras: Todo puede empeorar
Autor

León Arsenal

León Arsenal nació en Madrid en 1960. Marinero profesional, viajó por numerosas aguas del mundo oficial de marina. Vivió durante largas temporadas en México y Argentina, donde se aficionó a las historias de intriga. Es un prolífico autor de novelas históricas, de suspenso y del género fantástico. También fue editor de la revista Galaxia, elegida en 2003 como mejor publicación de literatura fantástica por la Asociación Europea de Ciencia Ficción. Ha ganado los siguientes premios: Letras del Mediterráneo 2017, ? Premio Espartaco de Novela Histórica 2016, Premio Algaba de Biografía, Autobiografía y Memorias 2013, Premio Internacional Ciudad de Zaragoza de Novela Histórica 2006, Premio Minotauro 2004, Premio Pablo Rido 1997.

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    Series Negras - León Arsenal

    Sinopsis

    Madrid, 2008. Carmelo Bey, empresario mexicano radicado en España, ve cómo su próspero negocio de instalaciones termosolares se desmorona. Desesperado y al borde de la ruina, acepta una propuesta arriesgada y se embarca en la búsqueda de una herencia desaparecida. Pero lo que no sabe es que esa decisión lo sumergirá en un peligroso mundo de saqueadores del patrimonio histórico, narcotraficantes y asesinos en serie. ¿Podrá salir de este laberinto sin fin?

    León Arsenal, conocido por sus ensayos divulgativos y novelas históricas, te sorprenderá con esta incursión en la narrativa negra. Tras triunfar en México, Series Negras llega ahora a España gracias a la editorial Kokapeli. No te pierdas en esta trama oscura y recuerda que todo siempre puede empeorar.

    Series negras

    León Arsenal

    Como en una serie más de las que aparecen en este libro, cuando llegó la hora de verlo publicado resultó que había perdido la pista a muchos (no a todos) de los que me ayudaron con sus consejos y conocimientos a escribirlo.

    Así que, por una vez, la dedicatoria va a los agradecimientos: a Dionisio, Laura, Cristina, Pablo, Luis, Hipólito, Pedro, Pepe y alguno más que sin duda me dejo en el tintero.

    Ellos saben quienes son.

    El maletero del auto es un horno. Horno negro, mugriento, hediondo. Ataúd ambulante para un muerto. Muerto, aunque respire. Eso es Eduardo Montero. Un muerto. El viaje en ese infierno estrecho es insoportable. Eterno. Y, aun así, reza para que el coche siga rodando. Porque, cuando se detenga, habrá acabado todo.

    Infierno. Estrecho. Maniatado y amordazado con cinta de embalar. Va de un lado a otro, a cada curva. Se golpea. Está maltrecho, mareado. El olor a gasolina le sofoca. Tiene miedo de vomitar y ahogarse. Quiere que acabe el suplicio. Y a la vez le aterra llegar a destino.

    ¿Qué destino? ¿Dónde lo llevan? Lo sacaron a la fuerza de la casa en la que estuvo casi escondido las últimas dos semanas. A punta de pistola, desnudo, de la cama.

    El coche se detiene. Abren el maletero. Le sacan como a un fardo. La luz del sol le ciega. Con los ojos llenos de lágrimas, alcanza a oír voces ásperas. Le obligan a caminar sobre piernas que apenas le sostienen. Está hecho un guiñapo. En cueros. Magullado, sudoroso, sucio.

    Parpadea para librarse de las lágrimas. Está aterrado, pero le da coraje que sus captores crean que llora de miedo. Le golpean en las corvas. Cae sobre la tierra seca. La mordaza ahoga su rugido de dolor.

    Sacude la cabeza. No distingue sino siluetas. Voces, gritos, rugir de motores. Siente la vejiga llena. La tiene débil y, tras ese viaje interminable en un maletero, está que explota. Logra aclarar en parte la mirada. Está en un patio amplio de tierra, lleno de luz ardiente y dura. El sol está alto, así que el viaje ha sido de veras largo. De rodillas, ve a su izquierda varios autos a la sombra de un cobertizo. Delante y a la derecha, cuerpos de edificio. Por tanto, a sus espaldas han de estar las puertas del rancho.

    Pestañea. Tuerce la cabeza para que el sol no le hiera en los ojos. El patio está lleno de hombres armados. Muchos con AK42 en las manos. Casi todos con tatuajes en los brazos y el rostro. Voces duras. Y esos acentos... Hondureños. Maras. Se le ocurre que, ya que lo van a matar como a un perro, bien podían hacerlo mexicanos. Así que esa es la importancia que los Zetas dan al Cani Ramos. Tan poca que ni se dignan a ajustarle ellos mismos las cuentas y envían a mercenarios.

    Le pueden las ganas de orinar. Oye a sus espaldas otro auto. Frenazo, rechinar de tierra bajo los neumáticos. Más voces. Portazos. Obligan a arrodillarse a dos hombres a su izquierda. También los sacaron de la cama. Vienen casi desnudos. Uno de ellos es muy gordo, cetrino, y su slip blanco resulta ridículo de tan minúsculo.

    Igual les ataron y amordazaron con cinta de embalar. Pero a estos les han estado pegando. Sangran y tienen los ojos hinchados.

    Uno de los maras, cuerno de chivo¹ en mano, aporrea la puerta del edificio de enfrente. La chapa suena como un tambor de metal. Abre un hombre musculoso, rapado, de ojos como ranuras y piel color barro. Tatuajes en brazos, mejillas y cráneo. Camiseta negra de tirantes y pistola negra en funda al cinto.

    Les observa desde el umbral. Sus ojos son raros. Es como si no les viera, como si mirase a través de ellos. Un tatuaje le nace en el entrecejo para correr hacia atrás, por mitad del cráneo. Montero siente que aumenta la presión de la vejiga.

    El calvo cierra la puerta de chapa a sus espaldas. Se llega a los tres hombres arrodillados en línea. Los rebasa. Sale de su campo de visión. Pasan unos segundos. Se oye con claridad un sonido metálico. Ha montado su pistola. El gordo del slip blanco se echa a llorar. Las carnes le retiemblan, los lagrimones le ruedan por las mejillas y un murmullo sordo pugna por escapar a la mordaza.

    Un estampido seco. El gordo cae como un saco. Montero pierde el control. Se orina. Como está desnudo, el chorro golpea siseando contra el polvo. Un segundo disparo. El compañero del gordo se desploma con la nuca volada.

    Montero siente que le apoyan el cañón del arma en el cogote. Está caliente luego de dos disparos. Cierra los ojos. Siente cada latido del corazón. Cinco, seis, siete. Huele a sangre. Ocho, nueve, diez. El tiro en la nuca no llega.

    Oye reír a los maras. Entreabre los párpados. Se ríen de él porque se ha meado. Cabrones. Por un instante se olvida de la pistola en su nuca. De no ser por la mordaza, les gritaría que le cuesta retener la orina. Que se ha aflojado del sobresalto. Que estará enfermo, pero que tiene más cojones que todos ellos.

    Y el tiro en la nuca que no llega.

    Los muertos desaparecen de golpe. Se los han llevado por los tobillos. La pistola aumenta su presión. Le fuerza a inclinar la cabeza, como a una res le doblegan la cerviz.

    Pero el tiro no llega.

    La boca del arma se retira de su nuca. Vuelven a agarrarle por los sobacos y, medio en volandas, lo llevan hasta esa puerta.

    Mientras salvan esos pocos pasos, advierte cuerpos apilados en una esquina del patio. Algunos maras arrastran por los pies a esos dos que acaban de matar. ¿Cuántos cadáveres hay? Más de diez y mucha sangre. Una nube de moscas sobrevuela la pila de muertos. Están casi desnudos todos. Les sacaron de sus camas para matarlos en este lugar.

    Al menos, él tuvo la prudencia de enviar a su mujer y a su hija de vacaciones, a la costa. Al menos, abandonó la casa familiar. Al menos, los vecinos no han visto cómo lo sacaban de madrugada, a rastras, sin dejarle coger ni los pantalones.

    Está claro que los Zetas han decidido poner orden. Y esos solo conocen un método. Montero maldice al Cani y a los pendejos que le llenaron la cabeza de pájaros. Él quiso disuadirle, pararle, pero no hubo caso. Y ahora van a acabar todos juntos en el mismo montón de carne muerta, para comida de insectos.

    El calvo vuelve a su campo de visión cuando se adelanta para abrir la puerta. Ve entonces Montero que ese tatuaje del cráneo es como una serpiente. Le nace en el entrecejo para correr hacia atrás y bajar por la nuca, el cuello y la columna, hasta perderse por debajo de la camiseta negra de tirantes.

    No se hace ilusiones. Que no le hayan pegado un tiro no tiene por qué ser bueno. Al menos, a los otros los mataron rápido.

    Lo meten dentro. Le golpean de nuevo tras las rodillas. Al caer, se despelleja las rodillas contra el cemento áspero. El calvo le arranca la mordaza. Se le escapa un rugido sordo. El tirón le ha rasgado los labios secos. Siente el sabor de la sangre.

    Está arrodillado en el trapecio de luz que crea la puerta abierta. No ve qué hay más allá. Cuando cierran de un portazo, se queda de nuevo a ciegas. Intuye que todos se han marchado, y eso incluye también al calvo.

    Pero no está solo. Oye pasos lentos. Un chop. Otro chop. Es como si hubiera charcos en este interior oscuro y alguien los fuera pisando.

    Se obliga a cerrar los párpados. Cuando los abre, ya distingue formas. Esto es algo así como un almacén abandonado. No hay ventanucos o están cerrados. Sólo algunos hilos de luz se cuelan por rendijas y agujeros. Huele mal aquí dentro.

    Entrevé a un hombre en la tenumbra, a pocos metros. Por sus gestos, parece que se remanga los puños de la camisa. Luego oye sonido de agua, distinto del chapoteo de antes. Se está lavando las manos, puede que en una palangana.

    Montero va ganando visión. El hombre es alto, flaco. Nariz aguileña, barba corta y gris. Ovidio. De no haber perdido el control antes, ahora se habría orinado.

    Ovidio. El tiro en la nuca es su marca. Ejecuciones. Un recuerdo de cuando dirigía escuadrones de la muerte en Honduras y El Salvador. Eso significa que se equivocó antes. Los Zetas se han tomado en serio el asunto del Cani Ramos. Ovidio no cruza la frontera para ocuparse de negocios menores.

    Ovidio se seca las manos con una toalla, despacio. ¡Qué mal huele ahí dentro! Montero se estremece. Apesta a matadero. Pasea la mirada por las penumbras, cada vez más atemorizado. ¿Qué es eso ahí, al fondo? Bultos. Bultos que oscilan entre las sombras.

    Cuerpos humanos. Tres. No: cuatro. El prisionero se alegra de que la oscuridad le impida ver qué les han hecho. Uno es el de alguien muy gordo. Ese sólo puede ser el de Baltasar Ramos, el Cani. Es fácil imaginar que no le han dado una muerte fácil.

    Ovidio advierte su mirada. Señala con la toalla.

    El Cani, licenciado Montero.

    Eduardo Montero, abogado, no responde. Se siente sucio, sudado. Está sediento. Y muy asustado. Ahora que puede ver con más claridad, observa que Ovidio calza botas de goma. Recuerda los chapoteos que oyó, vuelve a observar los cuerpos suspendidos en la casi oscuridad y concluye que el piso del almacén debe estar encharcado de sangre. Imagina que, en alguna esquina cuelga un mandil de carnicero, en espera de que su dueño le dé nuevo uso.

    Ovidio deja caer la toalla sobre la mesa. Empuña su bastón.

    —Ahí lo tiene. Colgado como el cerdo que era.

    Treinta años matando gente por toda Centroamérica no han quitado a Andrés Ovidio ni el acento ni los dejes del español de España. Tal vez los conserva adrede: una forma de anclarse al país en el que nació y al que, según dicen, no puede volver.

    Se aparta de la mesa. El prisionero se la imagina cubierta de cuchillos, tijeras, martillos, serruchos. Cuentan que Ovidio era médico en España. Quién sabe si es cierto. Dicen también que era de buena familia. Que, por algún motivo que nadie conoce, huyó de su patria natal hace más de tres décadas, para dedicarse a sembrar muerte y miedo a sueldo de los dictadores ultraderechistas de América Central.

    Ovidio le está observando sin parpadear. Montero vuelve al ahora con un espasmo de la vejiga. Ya sabía él que no morir fuera, en el patio, no era en sí mismo algo bueno. Puede que esté a punto de probar en carne propia las habilidades de Ovidio con ciertos instrumentos.

    Pero el otro aleja los ojos de él tras un instante. Da varios pasos con ayuda del bastón. Sobre eso último circulan versiones. Que si quedó cojo tras recibir varios disparos. Que es secuela de un accidente de auto. Que se vale bien y el bastón es solo un capricho.

    —¿Qué necesidad tenía de mezclarse en los asuntos del Cani?

    —No tenía opción. —La voz le sale en un susurro.

    —¿No?

    —Lo juro por Dios. El Cani me tenía bien agarrado.

    —¿Cómo, licenciado?

    —Por un viejo asunto. Me tenía en sus manos.

    ¿Para qué mentir? Lo van a matar de todos modos y, si Ovidio piensa que no le oculta nada, tal vez lo hagan rápido.

    Es cierto que el Cani Ramos le tenía en su poder desde hacía años. No podía quejarse por ello. Se lo busco él mismo al recurrir a él en su momento. Obtuvo un favor al precio de convertirse en un encubridor de apariencia respetable. Cuando el Cani tiraba de los hilos, Montero bailaba.

    Recuerda que intentó hacer entrar en razón al Cani. Piensa en los muertos que se amontonan en el patio entre el rebullir de moscas negras. Esos eran de los que le jaleaban en sus ambiciones. Se dice que a él, cuando lo maten, podrían por lo menos echarle aparte de todos esos.

    Montero vio llegar la tormenta. Alejó a su familia. Se ocultó en una casa de alquiler, con la esperanza de que el huracán pasase de largo sin tocarle. Ilusión vana. Los agraviados eran los Zetas. Y el huracán que enviaron se llama Ovidio. Ese no deja nada en pie a su paso. Tiene su cubil en Honduras. Desde allí, hace de intermediario entre los cárteles mexicanos y colombianos. Y a veces se ocupa de otros menesteres. Por ejemplo, recordar a las barracudas que no deben de jugar al gran tiburón.

    Se oye un tiro fuera. Un estampido seco. La misma pistola de antes. Ese patio se está convirtiendo en un cementerio. Ovidio le apunta con su bastón.

    —Me intriga algo. Usted sabía lo que iba a ocurrir. ¿Por qué no se marchó? ¿Por qué no tomó a su familia y huyó lo más lejos posible?

    —Me faltaron agallas. No me atreví a enfrentarme a mi esposa. A contarle la verdad. Ella no sabe nada. Además, a mi edad, es difícil empezar desde cero.

    Ovidio asiente. De rodillas, Montero le observa, sudoroso y con la boca seca. Al menos, las moscas le dejan en paz. Tienen presas más golosas. Las oye cómo zumban al fondo, en torno a los despojos que cuelgan de cadenas y ganchos.

    Ovidio señala con su bastón el cuerpo más gordo.

    El Cani no era tan listo como creía. Tampoco tenía tantos cojones. Es verdad que, en manos expertas, no hay hombre que no acabe por romperse. Pero ese cerdo no aguantó nada.

    Más tiros fuera. Dos esta vez. Siempre el mismo sonido. La pistola del calvo.

    —Cerdo. Sí. Y flojo. Por su culpa, hoy han muerto muchos.

    Cree Montero que se refiere a lo que está ocurriendo en el patio. Pero no. Ovidio se llega a otra mesa situada a unos pasos. El prisionero no había reparado hasta ahora en ella. Al mirar, vuelve a aflojarse. Un reguero de orina le resbala por el muslo.

    Hay cuatro cabezas cortadas sobre esa mesa. En la penumbra, distingue ojos en blanco, rostros de color gris ceniza. Una cabeza de mujer y tres de niños. La esposa y los hijos del Cani. Han matado a la familia entera.

    La reacción física del prisionero no le pasa desapercibida a Ovidio. Asiente con gesto sobrio, como un científico que constatase una verdad experimental.

    —Hay que informarse sobre la gente. Una buena labor de información lo es todo. Yo sabía todo lo necesario sobre el Cani. Cuando le mostré estas cabezas, se derrumbó. Dejó de ser un hombre y quedó maduro para mi instrumental.

    Montero no responde. Hace mucho calor. Está mareado. Sólo tiene ojos para esas cabezas.

    —Usted también tiene familia, licenciado.

    Montero volvería a orinarse, pero su vejiga está exhausta. Suda. Las moscas zumban entre los cadáveres colgados. Pasan unos segundos eternos. Aterrado, teme que, como un mago de feria, Ovidio saque dos cabezas más de algún lado. Pero eso no ocurre.

    —¿Le gustaría una mejor suerte para los suyos?

    —¿Qué le ha hecho a mi familia? —Susurra—. ¿Qué les ha hecho?

    —De momento, nada.

    —Déjelos en paz, por favor. Péguenme un tiro como a los demás y terminemos.

    —Usted no es como los demás.

    —Soy menos que ellos. Sabía muy poco. Yo no era más que una pieza en la organización del Cani.

    —Lo que era o dejaba de ser, ya no tiene importancia, licenciado. Es el pasado. Vamos a hablar del futuro. Si es que desea que haya un futuro para usted y los suyos.

    Ovidio se está convirtiendo en una silueta borrosa. Es porque el sudor se cuela en los ojos de Montero. Le ciega, le escuece.

    —Sé que vivió hace años en España y que conserva contactos.

    Lo que Ovidio dice es cierto. Pero hace mucho de todo eso. Décadas. El hombre del bastón prosigue.

    —Le propongo volver a España, a hacer algo por mí. —Sonríe con dureza—. No, no se trata de ajustarle las cuentas a nadie. Para eso me sobran los hombres.

    —¿Qué quiere que haga?

    —De momento, aceptar. Si lo hace, saldrá de aquí con vida. Y, si cumple conmigo, todo quedará olvidado. Yo me ocuparé de que nadie le moleste.

    Se abre la puerta con resonar de chapa. Montero queda en mitad del rectángulo de luz brillante. Entra alguien. Intuye que el calvo.

    —Usted me dirá si acepta.

    —Sí —murmura con esfuerzo. Es como si tuviera la boca llena de arena—. Sí.

    —Ahora le van a sacar de aquí. Le darán ropa. Nadie le hará daño. Ordene sus asuntos para un viaje de unas cuantas semanas. Alguien irá dentro de un par de días a buscarle. Será usted mi invitado en mi casa, en El Salvador. Allí le explicaré qué quiero que haga usted por mí en España.

    Una pausa.

    —Podría sentirse tentado de no respetar nuestro acuerdo. De marcharse con su familia. La tentación es humana. Alguien menos listo puede que cediese a ella. Pero un hombre como usted sabe que un hombre como yo le encontraría. Tarde o temprano. Y que todo acabaría muy mal para usted y los suyos.

    A Montero no se le ha ocurrido tal cosa. Ni eso ni nada. Está en tinieblas. Ovidio no le da ocasión de responder. Entran hombres. Le toman por los sobacos y le sacan.

    Desde el umbral, el calvo de la serpiente tatuada observa con las manos en las caderas cómo se lo llevan. Se gira hacia el interior. A ojos de Ovidio, que le ve desde la penumbra, es una silueta fornida perfilada en luz ardiente.

    —Patrón. ¿No le va a matar?

    —No. Me será útil en ese asunto que tengo pendiente en España.

    —Pero, ¿no se estaba ocupando ya de ello el señor Fuentetaja?

    Ovidio, perdido entre las sombras del almacén, sonríe.

    —Fuentetaja y yo hemos sido camaradas muchos años. Confío en él, pero le conozco. Soy consciente de sus limitaciones. Para ciertas cuestiones se necesita un poco de tacto. Y justo de eso no anda muy sobrado. Por eso necesito al licenciado Montero.

    —¿Cumplirá?

    —Claro que cumplirá. Sabe que más le vale.

    Lunes, 20 de julio de 2009

    Goyo esperaba mucho de la entrevista. Carmelo Bey Ponga nada. Acertó este último, por desgracia, y aún se quedó corto. Bastaron unas pocas frases para que Guzmán, gerente de los almacenes Ferrer y Delgado, perdiese los nervios. Apenas le dijeron que no podrían pagar en fecha, estalló. Se puso a dar voces, a insultarles a gritos.

    Tal vez eso sorprenda a Goyo, pero no a Bey Ponga. Siempre le olió a hipócrita. Había algo falso en el lenguaje corporal de ese hombre, en la forma de tratar a sus empleados. Ahora lo comprueba en carne propia. No esperaba una buena reacción, pero esto es un despropósito. Vocifera, gesticula, sin atender a las explicaciones que Goyo trata de darle.

    Como ni les invitó a pasar al despacho, tienen que sufrir el chaparrón en plena nave. En un pasillo entre estantes abarrotados de tuberías, cables, sanitarios, calderas. Los mozos de almacén pasan atendiendo pedidos, como si no vieran nada.

    Goyo lleva las cuentas de la empresa. Ha acudido a negociar pagos con ese proveedor. Bey Ponga le acompaña porque no quiso dejarle solo. Se veía venir esto y ahora guarda silencio. Permanece al margen, como le pidió su socio. Le cuesta, porque Guzmán les llama de todo, a grito pelado. Un Guzmán que se crece en ira ante los balbuceos del uno y el mutismo del otro.

    —¡Es acojonante! ¡Acojonante! –Agita las manos—. ¡Me soltáis que nos vais a dejar un pufo de cien mil pavos! ¿Y todavía me pides que os sigamos suministrando por la puta cara?

    Está congestionado. Toma aliento y Goyo aprovecha para explicarse:

    —No es así, Guzmán. Nos han dejado en descubierto. Por eso...

    —¡Por eso nos pasáis a nosotros el muerto! ¡No pagáis y tan contentos! ¡A tomar por culo! ¡No me contéis películas! ¡A mí lo único que me importa es que nos debéis una pasta! ¿Dónde está? ¿Dónde? ¿Dónde?

    Sus berridos retumban por los pasillos atestados de material. Se han quedado solos en la zona. Todos se han esfumado.

    Guzmán sigue vociferando «¿dónde?, ¿dónde?» como si se hubiera vuelto loco. Bey Ponga interviene, obligándose a la calma.

    —No tenemos fondos. Por eso hemos venido. A ver cómo podemos solucionarlo.

    —¿Podemos? ¿Nosotros? –Le señala y luego a sí mismo—. ¿Qué coño me estás contando? Yo no tengo nada que solucionar.

    Bey Ponga se mantiene impertérrito, aunque por dentro le está creciendo una rabia que conoce bien. Ganas le dan de romperle la cara. Puede hacerlo. Mide metro ochenta y cinco, es recio y de manos fuertes. La grosería le saca de quicio. Además, hace demasiado calor en esta nave. Se sofoca con la chaqueta y la corbata, y la incomodidad le vuelve agresivo.

    Guzmán sigue pegando voces. Va de un lado a otro, gesticulando con el rostro púrpura y los ojos desorbitados.

    «Este tío está mal de la cabeza». Bey Ponga siente esa satisfacción estéril del que constata que no se equivoca con alguien, aunque sea para mal. Supo ver tras la fachada cordial. Cosa que no ocurrió con Mickiewicz. Ese sí que le engañó y bien. Cinco años de negocios, y él creyendo en todo momento tratar con un hombre honrado.

    Bey Ponga acalla a su socio. Guzmán le mira como un lunático. Él le sostiene la mirada con sus ojos verdes y, cuando se cerciora de que no va a seguir dando voces, habla despacio.

    —Guzmán. Te lo explico yo. Una constructora nos la ha jugado. Una obra grande. Sesenta adosados. El material que te debemos es de esa obra.

    »Llevábamos trabajando cinco años con esa constructora. Siempre fue seria. Pagaba en fecha y nunca hizo cosas raras. Han dejado esta obra sin acabar. Trincaron el dinero de la promotora, vaciaron su oficina en un fin de semana y se han esfumado con la pasta. A todos los contratistas nos han dejado entrampados».

    Guzmán contempla a Bey Ponga con ojos helados. Ha pasado del frenesí a la frialdad. Responde con las manos colgando a los costados, la voz cargada de desprecio.

    —Vale. Y yo te lo explico: no es mi problema.

    —¿Cómo que no? Querrás cobrar. Nosotros queremos pagar. Tenemos obras en marcha y estamos a punto de firmar contratos.

    —¿Y?

    —Iremos pagando según cobremos. Para eso hemos venido. Somos una empresa seria. Queremos renegociar. Que nos sigáis suministrando de...

    —Os he entendido perfectamente. Ni lo sueñes.

    Bey Ponga se arma de paciencia.

    —Compramos aquí desde hace años. Siempre hemos cumplido. No somos unos piratas. Si no pagamos esas letras ahora es porque nos han dejado sin fondos.

    —¿Y?

    —Si quebramos, no cobráis. Si seguimos trabajando y sacando obras, iremos pagando. Tenemos clientes y...

    —O eres sordo o eres tonto. De-a-quí-no-vais-a-sa-car-ni-un-tor-ni-llo-a-cuen-ta.

    Bey Ponga encaja el silabeo desdeñoso, solo por Goyo.

    —Somos buenos pagadores.

    Guzmán vuelve a explotar. La fachada de hielo revienta en mil pedazos.

    —¡Déjate de hostias! ¡De aquí no vas a sacar nada! ¡Y que os quede claro! —Le apunta con el dedo—. ¡Vais a pagar! Os vamos a denunciar. Haré correr la voz de que nos habéis estafado. Lo sabrán todos los almacenes. Conseguiré que nadie...

    Que le esté señalando es la gota que colma el vaso. La rabia sale a la luz como un tigre agazapado que salta. Adelanta el mentón, levanta los puños cerrados. Al verle la cara, el otro se echa atrás. Bey Ponga le molería a palos, quisiera saltarle los dientes, patearlo. Goyo le agarra por el codo para contenerle.

    Se suelta. Se obliga a respirar hondo y a abrir las manos. Para tenerlas ocupadas y que no se le vayan al cuello de ese tarado, se ajusta el nudo de la corbata. Responde con calma.

    —Cuenta lo que quieras. —Alza la mano—. Si fuéramos unos piratas, mañana cerrábamos. En dos días abríamos otra empresa y listos. Y ahí os quedabais con la deuda.

    —¡Nuestros abogados...!

    —A tomar por culo tú y tus abogados. Vamos a salir adelante, con o sin vuestra ayuda. Y quédate tranquilo, que os pagaremos... cuando podamos.

    Guzmán ya no replica. Bey Ponga le mira desde arriba.

    —Para poder pagar, tenemos que seguir trabajando. Para seguir trabajando, necesitamos material. Habéis ganado millones con nosotros estos años. Ahora que estamos en un apuro, ¿no quieres ayudarnos? No pasa nada. Tendrás tu dinero tarde o temprano.

    Se lleva el índice a la punta de la nariz.

    —Pero no cuentes con que volvamos a compraros ni un panel. Ni regalado.

    Minutos después

    —Creí que le ibas a pegar.

    —A punto he estado. Será gilipollas.

    Bey Ponga aún lucha con su rabia. Rabia de tigre que hace años que no le asaltaba con tanta fuerza. Procura esconderla, porque Goyo está desbordado. Los dos los están.

    Bey Ponga duerme mal, ha perdido peso y se pasa el día dándole vueltas a este maldito asunto de la deuda.

    Goyo se afloja la corbata.

    —Menuda escena nos ha montado. ¿Quién se iba a esperar algo así?

    —Yo. Nunca me dio buena espina.

    —Nos ha llamado de todo. En mi vida...

    Bey Ponga se encoge de hombros. La ira se va aquietando, pero su cabeza bulle.

    —¿Qué vamos a hacer ahora, Carmelo?

    —Tirar para adelante. No nos queda otra.

    —¿Cómo? Hay que reunir a los socios para explicarles la situación.

    Bey Ponga asiente. Solar Natural S.L. es de siete socios. Hay que informarlos, sí. Y cuanto antes, mejor. Que se mojen. Se afloja a su vez el nudo de la corbata.

    —¿Quieres que les llame yo?

    —No. Es cosa mía. Tío, ha sido de lo más desagradable.

    —Ya está. Ya pasó.

    —Te envidio, Carmelo. No sé cómo mantienes la calma.

    —¿Qué calma? Pero si he estado a punto de matarlo a hostias.

    —Pero ya estás tranquilo. Yo, en cambio, voy a estar todo el día de los nervios.

    —No estoy tranquilo, pero tengo callo. Tengo bronca todos los días. Con proveedores, con jefes de obra, con clientes. Tú, con tus cuentas, estás lejos de todo eso.

    —Gracias a Dios. Si es así siempre, no podría soportarlo.

    —Tampoco es eso. Lo de hace un rato ha sido exagerado.

    Bey Ponga afloja un poco más la corbata. Inspira. Su socio no tiene ni idea de hasta qué punto puede llegar a dominarle la ira. Para sosegarse, se dice que hay que ser justos. Que deben a Ferrer y Delgado letras por cien mil euros. Un dineral.

    Eso le hace pensar en Mickiewicz. Puto Miki. Menudo pájaro. Estafador, explotador y cosas peores, por lo que ha descubierto en estas últimas semanas. ¿Y tú eres el que sabe conocer a las personas?, se pregunta con amargura. Sin pensar, mete la mano izquierda en el bolsillo. Acaricia la gran moneda; la que le recuerda que las cosas a menudo no son como parecen.

    Vuelve a lo inmediato. Están llegando a donde aparcaron y su todoterreno negro está cubierto de polvo. ¿Cómo es posible? Justo ayer pasó por el lavadero. Lo dejó aquí con intención, en la acera junto a un parque, a la sombra de unos castaños de Indias. Lejos de las polvaredas que levantan los camiones al maniobrar en los descampados junto a las naves industriales.

    Pero, en el intervalo, el parquecito se ha llenado de obreros y maquinaria. Dos volquetes, una apisonadora y un camión cargado de piedras blancas. Todo es estruendo, voces, nubes de polvo. Los obreros desparraman piedras por las veredas y la apisonadora las reduce a grava. Una neblina mineral envuelve al parque y los coches aparcados están cubiertos de polvo. El Toyota Land Cruiser es ahora gris, no negro.

    —¡La madre que los parió! ¿Qué es esto?

    Los dos, con las chaquetas puestas pese al calor de julio, observan atónitos esa obra absurda. Goyo le señala luego un letrero a unos metros. Bey Ponga lee y maldice.

    —¿El Plan E?² Lo que me faltaba.

    —¿Pero qué obra están haciendo aquí?

    —Cualquier chorrada para que el Estado suelte dinero.

    Resopla. Se acaricia el mechón de barba con el que desde hará un mes se adorna bajo el labio inferior y procura sosegarse. Abre las puertas con el mando a distancia.

    —En fin —rezonga indignado—. El Plan E por lo menos va a dar por fin algo de trabajo real, porque tendré que lavar el coche otra vez. Más curro para los del lavadero. Debía alegrarme de poder poner mi granito de arena para salir de la crisis.

    —Granitos de arena diría yo. En plural. O de polvo, más bien.

    Se ríen juntos. Sueltan tensión. Por un momento, se disipa su malhumor.

    Salen del polígono y toman la A1 dirección Madrid. No cambian palabra. Bey Ponga consulta el reloj del salpicadero. ¿Ya la una? Pero circulan por la autovía sin retenciones.

    —¿Es cosa mía o Madrid está más vacío?

    —¿Tú crees?

    —Es como si hubiera salido la gente. Pero, con esta crisis...

    —¿No será al revés? La gente no sale porque no tiene nada que hacer fuera de casa. De veraneo no se han ido. Dicen que los hoteles las están pasando moradas.

    —¿Solo ellos? Míranos a nosotros.

    Goyo se amustia y él se enfada consigo mismo. Habían conseguido olvidarse del tema y acaba de estropearlo. Ya no tiene remedio. Goyo habla con voz estrangulada.

    —Tío, no sé cómo vamos a salir adelante. Contaba con que Guzmán negociase. Nos conocen. Nos han facturado millones.

    —No le des más vueltas.

    —Ni ha querido escucharme.

    —Que lo dejes, hombre. Ahora tenemos que pensar qué hacemos.

    —Despedir a gente. No nos queda otra. —Repara en cómo crispa el otro la boca—. Carmelo, hombre. Las constructoras pagan cada vez más tarde. Las hay que están endosando pagarés a doscientos setenta días. Y hay que tragar.

    —Ya lo sé.

    —Y cada vez más almacenes no te sirven si no pagas al contado. Estamos pillados. O recortamos plantilla o nos hundimos.

    —Sí, amigo. Tienes razón. —Echa otra ojeada al reloj—. ¿Te dejo en la oficina?

    —Vale. ¿Tú dónde vas ahora?

    —A casa. Me tomo la tarde, que es mi cumpleaños.

    —Eso ya lo sé. Felicidades, hombre. Por cierto, en la bolsa que dejé detrás cuando me recogiste está tu regalo. —Sonríe—. Tu cumple es fácil de recordar. El día que el hombre pisó la Luna. ¿Comes con alguien?

    —Conmigo y con mi circunstancia. Lo prefiero, Goyo. Cumplo cuarenta. Me vendrá bien regalarme unas horas para mí solo. Pensar en mis cosas con calma y sin agobios, para variar.

    Lunes 20. Primera hora de la tarde

    Tampoco este inicio de semana es demasiado feliz para Patricia Cameron. En su caso el mal día es fruto de una suma de detalles que, juntos, le han arruinado el humor.

    Está echando horas en el estudio de tatuajes de Luis Gallo, en la calle General Mitre, junto a la Gran Vía. El local es pequeño y retirado, y no se beneficia del trasiego de público como los estudios de la calle Montera. Pero por este se dejan caer personajes peculiares, que es lo que le gusta a Patricia. Por eso trabaja aquí de forma esporádica, pese a que no le es muy rentable que digamos.

    Hoy no ha tenido mucha suerte. Empezó a las once de la mañana y solo han entrado tres clientes.

    El primero llegó cuando Luis se marchaba. Un fibroso de greñas negras. Vaqueros ajustados, camiseta negra, muñequeras de cuero. Patricia le cataloga de «heavy satánico». Es macarra y faltón, y encima trata de ligar. Le despacha rápido y suspira de alivio cuando le ve salir por la puerta.

    El segundo cliente es mujer y entra minutos antes de las dos. Rondará los sesenta y es de las que compensan la edad con extravagancias. Ropas coloridas, dedos llenos de anillos, pelo corto teñido de rojo, con un mechón azabache. La etiqueta como «bruja».

    Otro acierto, porque quiere una media luna en el hombro derecho. Sin que Patricia le dé pie, se lanza a explicar que es un tatuaje que ha de hacer justo hoy, cuando llegó el hombre a la Luna. Y ya no para de parlotear sobre los vínculos místicos entre la fecha, la Luna y el hombro derecho, según quién sabe qué tradición esotérica.

    Patricia asiente sin prestar atención. Estas chorradas le aburren. Se pregunta qué diría Luis Gallo ante un caso así y le parece oírle en una de sus disertaciones de madrugada, bien cargado de cervezas.

    «Los tatuajes hablan. Hablan, Patricia. ¿Por qué se tatúa la gente? Ahí está la clave. ¿Por capricho, por recuerdo, por estética? Los tatoos son ventanas al alma...».

    Gallo, como muchos frikis, saca de su pasión particular toda una filosofía de vida, lo que no quita para que a veces no tenga un punto de verdad en lo que dice. Y, desde luego, los motivos de la Bruja son de lo más cutres. Cutrerío sin aliciente para Patricia, cuyo gusto por lo oscuro y lo raro no incluye lo casposo.

    La puntilla es la tercera, clienta también. Unos treinta, cuerpo escultural. La etiqueta como «sueca» por lo rubia, los ojos azules y la piel clara, ahora bronceada. Aquí falla de lleno. Es española y por su acento catalana. Debe machacarse a hacer deporte, porque está dura, torneada y el vientre es como una piedra. Patricia puede dar fe porque lo toca, ya que en el hueco junto a la cadera derecha quiere un tatuaje.

    A Patricia casi le da algo cuando la oye pedir un demonio rojo. Uno gordito, burlón, con cuernos, tridente y rabo. Trae hasta un dibujo. Mejor ni pensar de dónde lo ha sacado. ¿Por qué una mujer así quiere un adefesio como este? Se la ve de buen gusto, viste bien y se la nota inteligente.

    Luis Gallo compara ese tipo de tatuajes con los chistes. Hacen gracia la primera vez, la segunda no tanto y a la tercera que los oyes estás hasta las narices. Dice también que hay tatuajes que se funden con el dueño y hay otros que son como cicatrices. Ese diablo rojo será un disparate, más en un vientre así. No tardará la Sueca en lamentar su decisión, cada vez que se vea en el espejo.

    Pero parece segura de lo que quiere. Seguridad trasmiten su voz, sus gestos, su lenguaje corporal. Patricia reacciona por instinto ante el aplomo. Además, huele muy bien. Patricia de repente se descubre tratando de identificar qué perfume usa. Tal vez ese olor, sumado a que pasa las yemas de los dedos por ese vientre duro. Siente cómo su propio cuerpo reacciona. Se le eriza el pelo de la nuca, se pone algo colorada.

    —¿Por qué no te lo haces antes con henna? Si te gusta, te lo hacemos definitivo. Si no, ya veremos.

    Por primera vez, la Sueca titubea. Se mordisquea la uña. Acepta. Y Patricia traza ese monigote horrendo con henna en su cadera. Antes de una semana, estará harta de ver en el espejo al demonio con tridente en su tripa. Nunca se lo hará con agujas.

    Si Luis Gallo se entera, la mata. Mucha filosofía de su arte, pero jamás le ha visto dejar escapar un euro. Los gastos corrientes le hacen a uno pragmático.

    La Sueca se va pasadas las tres y ya no entran más clientes. Es lunes, verano, crisis. Puestos a recortar, se recorta de caprichos como los tatuajes. Esa idea le hace recordar a la sueca. Se dice que es tonta de remate. No le sobra el dinero. Recuerda cómo olía esa mujer. Ahuyenta furiosa eso. Hace años que no está con ninguna mujer. Y le irrita su propia indefinición, la ambigüedad no buscada en ciertas materias.

    Cierra con llave y cuelga el cartel de «llamar al timbre». Se refugia en la trastienda para mordisquear un par de galletas de maíz, pese a que no tiene hambre. Le está fallando el apetito. A ver si se va a quedar demasiado delgada.

    Se mira en el espejo. Patricia Cameron. 27 años. Pelo castaño largo, ojos oscuros, piel morena, boca llena de comisuras sarcásticas. Vaqueros y camiseta negra de tirantes. Guapa, buen cuerpo. Ella lo sabe y no es de las que niegan a su propio cuerpo.

    Tira media galleta a la basura. A falta de algo mejor, maquina venganzas contra los Hernández-Centurión. Los Centuriones, como les llaman en Estepa.

    Venganza. Esa es su meta. Les acecha desde hace más de diez años y la paciencia va dando frutos. Pero mejor ser cauta. Ya otras veces creyó dar con algo con lo que ajustar cuentas con esa familia de ratas. Y siempre se llevó un chasco.

    Tal vez esta vez sea diferente.

    La noche antes, la del domingo al lunes, mientras atendía la barra del Mistral, captó fragmentos de una conversación entre dos amigos de Juan Bautista, el mayor de los hermanos Centurión.

    Juan Bautista frecuenta el local. Eso llevó a Patricia a buscar empleo de camarera allí. En el Mistral no pagan bien y el ambiente es pureta. Estilo falso inglés, anticuado, a base de maderas oscuras, cuero verde y vidrieras de rombos. Clientes entrados en años, algunos babosos. Pero Centurión toma copas allí y con eso a ella le basta.

    Por eso, en cuanto vio llegar a ese par, fue a atenderlos. Cuando estaban en la barra del pub, Juan Bautista y sus amigos discutían de sus asuntos sin cortarse, como si no hubiera nadie cerca. Una costumbre muy española esa de hablar en el bar como si estuvieran solos, en mitad del desierto.

    Los domingos, se puede oír mucho en ese garito. Por eso buscó Patricia ese trabajo. Cubre a una que libra ese día. Le han ofrecido hacer de refuerzo las noches de los viernes y los sábados. Supondría buenos extras, por los botes. Pero a ella le horroriza el ambiente del Mistral en fin de semana, aparte de que no está ahí por el dinero.

    Se ha enterado de mucho en estos últimos meses, pero nada útil. Chismorreos, anécdotas, quejas de lo mal que van los negocios agrarios, que es a lo que se dedican Centurión y sus amigos. No importa. Lleva casi diez años recogiendo información sobre la familia Hernández-Centurión y no hay que desesperar. Cualquier dato puede valer en el futuro. Seguro que, cuando se tope con la pieza clave, todas van a encajar de golpe.

    Lo que la noche pasada le hizo prestar atención, mientras cargaba el lavavajillas, fue una discusión ya empezada.

    —...agarre por el cuello. Que le apriete hasta que lo devuelva todo. No me explico, con la mala leche que tiene Juan, cómo no ha hecho todavía nada.

    A ese que hablaba, Patricia lo etiquetó en su día como «pijo blandito» y a su interlocutor como «duro con barba». Una pareja extraña. Un trío extraño más bien.

    El Duro con Barba se tomó su tiempo. Lo mismo que su amigo, está muy moreno. Pasan mucho tiempo al aire libre, entre sus campos, el golf y las cacerías. Dio un sorbo a su Cacique con limón y canela.

    —Tendrá miedo a las consecuencias.

    —¿Qué consecuencias? Pero si Neri tiene miedo de Juan. Siempre lo ha tenido.

    ¿Problemas entre los dos hermanos? Pero justo entonces Patricia tuvo que atender a un cliente recién llegado. Mala suerte. Se perdió esa parte. Al volver con la excusa de sacar los vasos del lavavajillas, oyó al Duro con Barba:

    —Si Juan le presiona, es capaz de contárselo a la vieja.

    —¡Qué tontería! También él saldría perdiendo.

    —Neri es un descerebrado. Y los cortitos son capaces de cualquier cosa. Además, Juan no está seguro de que haya sido él.

    —¿Quién iba a ser? ¿Alguno de los primos? Su mujer imposible...

    Llegaban clientes. Patricia iba y venía, y se perdía frases. Tenía que rellenar lagunas y, para colmo, hacían referencias a algo que no mencionaban.

    —...retorcida es poco. Esa vieja es Satanás en persona.

    El Pijo Blandito negó con la cabeza.

    —No. Si la vieja hubiera descubierto que su hijo la ha estado robando, habría sacado el hacha de guerra. Esa no se anda con chiquitas.

    —Robar es una palabra muy fuerte. No conviene...

    Servir otra cerveza. Más frases perdidas. Hablaba el Duro con Barba:

    —Juan está bloqueado. No sabe qué hacer.

    —Pues que se aclare rápido. Yo contaba con mi parte de ese dinero, tío.

    El otro se había limitado a asentir con gesto agrio y la conversación remató ahí. Y es esa discusión, tan críptica como fragmentaria, la que ocupa ahora a Patricia.

    La «vieja» solo puede ser Consuelo. Ella controla el patrimonio familiar. Es la titular de la casa y las tierras en Estepa, así como de los pisos en Madrid y Sevilla.

    ¿Qué significa esa alusión a un robo en familia? Si los hermanos Centurión están enfrentados y ocultan algo a su madre, Patricia tiene que averiguarlo. Pero, ¿cómo?

    Sentada en la penumbra de la trastienda, crea

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