Silenciosos signos de guerra y sangre
Por Ricardo Guzman
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Dos vampiros y un hombre lobo que habitan en la ciudad de México concentran en ellos todo el poder del inframundo, convirtiendo esta ciudad en un lugar de cacería muy apetecible para seres de otros tiempos y deidades de otras razas. ¿Cuándo dejaremos de ser víctimas de los salvajes depredadores? ¿Cuándo acabará la horrible llovizna roja? Hay una guerra secreta entre vampiros y hombres lobos y nadie es capaz de contarla mejor que Ricardo Guzmán Wolffer.
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Silenciosos signos de guerra y sangre - Ricardo Guzman
Ricardo Guzmán Wolffer
Silenciosos signos de guerra y sangre
Lectorum
Edición Smashwords
Silenciosos signos de guerra y sangre D.R Ricardo Guzmán Wolffer, 2013
D. R. Editorial Lectorum, S. A. de C. V., 2013 Batalla de Casa Blanca Manzana 147 Lote 1621 Col. Leyes de Reforma, 3a. Sección
C. P. 09310, México, D. F.
Tel. 5581 3202
www.lectorum.com.mx
ventas@lectorum.com.mx
L. D. Books, Inc.
Miami, Florida ldbooks@ldbooks.com
Primera edición: marzo de 2013
ISBN edición impresa: 978-607-457-293-3
D. R. Portada e interiores: Daniel Moreno
Edición digital: Vilma Cebrian
Características tipográficas aseguradas conforme a la ley. Prohibida la reproducción total o parcial sin autorización escrita del editor.
Las puertas de la Muerte y las puertas de la Sombra de la muerte: una es femenina y la otra masculina, ambas se encuentran juntas.
Zohar
Mientras corría por entre los coches estacionados, sin voltear, seguro de que las figuras seguían tras él, recordó las palabras de Tony, el hijo de la portera: ni te acerques al estacionamiento. De unos meses para acá han aparecido varios animales rotos
. Y entendió que más le hubiera valido hacerle caso a Tony, pero ya era demasiado tarde. El cielo rojizo se le fue prendiendo hasta encender toda la adrenalina posible en su cuerpo.
Se detuvo cuando advirtió el silencio que rompía con las botas. Estaba cerca de la salida, pero aún no escuchaba los jadeos del perro guardián ni las contraseñas en la radio de los policías. La luz parpadeaba. Por un instante pensó que la persecución se había acabado pero, al voltear, vio al persecutor desplazándose de un toldo a otro sin aplastar la lámina, apenas rozándola.
En la soledad de quien se sabe al borde del precipicio, comprendió: no era uno, eran dos seres que, a la distancia, apenas podía distinguir. Y eso era lo peor: las siluetas le resultaban incomprensibles. Echó a correr y ellos tras él. Al llegar a la rampa de salida se detuvo. Entre los alambres de púas sobre la puerta, todavía se retorcían los guardias y el perro, suspendidos, bañados en la sangre que les manaba de los intestinos expuestos, con la garganta cortada en el lugar exacto para impedirles hacer ningún sonido. Gimió al soltar la vejiga. Sin entender cómo habían llegado a ese lugar, brincó directo hacia los alambres, presto a catapultarse hacia afuera. Ya se curaría después las manos. Antes de llegar, unas garras poderosas con uñas afiladas le prensaron brazos y piernas, congelando el salto, para restregarle la cara y el cuello contra las navajas enroscadas en los cables. Su miedo olía a muerte; los verdugos a descomposición. La entrada de los filos fue instantánea y detuvo el aullido. Carne, eres un velo sutil que espera ser develado por una mano golosa. A pesar de los gritos de la víctima, la piel se hizo hoja para dejar los gajos rojos libres, ya exangües, ya hechos jirones. Las encías de un lado quedaron al descubierto para mostrar las profundas rajadas en los dientes. Cuando le reventaron los ojos dejó de gritar: un enorme hocico ya le prensaba las mandíbulas desde el otro lado de la puerta, impidiéndole abrirlas, lengüeteándole los labios para saborear el borbotón rojo que desde las mejillas saltaba con cada tirón de la bestia. El aire se enturbió con el vapor rojo del regodeo animal. Su dolor apenas perturbaba el reposo de la oscuridad. Al mismo tiempo sintió cómo le clavaban otras púas entre las vértebras de la espalda baja. Se sorprendió al constatar que podía sentir más dolor. Dejó que los intestinos fueran libres. Los aguijones comenzaron a desbaratarle la espina. Quiso perderse en la inconciencia, pero los jalones le presagiaron que la muerte tardaría en llegar y que él estaría esperándola con la mente intacta. Su único deseo fue que aquello terminara pronto.
Lo ves llegar, María, y sabes que hay algo raro en Sepu. No es que ahora esté más fornido que antes, ni que la barba de candado esté mal cortada, ni que la piel morena se le hubiera aclarado hasta obtener ese tono propio de los desahuciados. Lo miras con calma, sin entender. Sigue con el pelo corto y todavía usa botas de obrero y pantalón de mezclilla. Incluso la pistola continúa siendo visible. Baja de su coche, desde el otro lado de la calle que rodea el Parque México. Son las dos de la tarde de un día soleado, sin embargo, notas el tono irregular de su sombra. Con una contracción en el pecho y el súbito frío estomacal comprendes: su cuerpo es el de un hombre lobo, pero también de algo más poderoso, de algo que sin saber por qué te da confianza para acercártele. Conoces bien esa clase de aura que despiden los licántropos y esto es distinto. No es posible que Sepu sea sólo un cazador nocturno, piensas, o ya estarías arrojándole alguno de tus conjuros de protección, o quizá las pequeñas estrellas de plata que usas como prendedores, pelirroja. Y, sin embargo, al tenerlo cerca, sin ningún temor te das cuenta que es así: se ha convertido en uno de ellos. Lo conoces de tanto tiempo que no puedes evitar abrazarlo. Recuerdas que en las últimas semanas no has escuchado ni sentido la presencia de lobos o vampiros en el parque; y cómo incluso has podido dormir como nunca antes, sin las pesadillas provocadas por escuchar a la distancia la caída de otra víctima. Lo invitas al departamento del tercer piso. Te parece más saludable, más fuerte; también más explosivo, más contenido. Tus gatos y tu perra intentan atacarlo, pero cuando él los mira a los ojos, huyen a la alacena de atrás de la cocina. Les cierras la puerta para escuchar eso que tanto quiere platicarte. Lo sientas junto a tus talismanes de protección. Se incomoda un poco, pero gira para no verlos y comienza a hablar.
Es una aventura tan sorprendente que si no lo hubieras reconocido como hombre lobo ni visto esa aura de poder bestial que irradia, no la creerías. Suena tan impresionante tener enfrente al único hombre lobo que sobrevivió al ataque de Esfinge, la mutante de lobo y vampiro que arrasó con los seres de la noche para intentar convertirse en un ser superior. Saber que de esa batalla sólo quedaron dos vampiros para toda la ciudad te alegra. Casi sientes que la peste se ha ido. ¿Quiénes son ellos?, le preguntas. Te quedas muda al escuchar que Juan Manuel Orbea es uno. Pero si lo acabo de ver ayer comiendo en uno de los cafés de Michoacán, casi en la esquina con Tamaulipas, le dices. Recuerdas que no iba solo, que una mujer lo abrazaba de la cintura, que te pareció un poco fea pero muy atractiva. Coqueteaban con los demás comensales. Eran vampiros a la caza, comprendes. Levantas los hombros. ¿Entonces qué has comido, Sepu, qué han bebido tus amigos? Sonríes con la respuesta: puro criminal despreciable. Si entre los tres limpian un poco la ciudad de delincuentes, le dices, no te parece mal. Te mira enojado: él no está tan contento con su nueva forma. Comprende la posibilidad de vivir cientos de años, sí, pero no a costa de otros hombres. A diferencia de los vampiros, que pueden beber sangre humana sin que sus presas mueran o se conviertan en nosferatus, él tiene que matar a sus víctimas: es la única forma de obtener su carne jugosa. Y todas saben bien, acepta con desagrado. Te cuenta cómo fue su primer comida: luego de varios días de aguantar el hambre se topó con un borracho que caminaba en el parque. Había intentado evitarlo, pero el beodo lo siguió para pedirle dinero. Apenas lo tuvo al alcance, una venda roja le cubrió los ojos, ordenándole que comiera sin remilgos. Al tiempo que lo prensaba del cuello con los dientes, se dio cuenta que era un gordo maloliente, como los burócratas de décadas en la Procuraduría, te dice, sacudiendo la cabeza para quitarse esa imagen. Recuerda que sólo por un instante percibió la grasa y las costras de mugre; que en cuanto probó la sangre y masticó la carne, el briago se convirtió en un platillo suculento y Sepu, en una bestia hecha sólo de colmillos, garras y pelo hirsuto, capaz de brincar con su presa a las ramas más altas, donde mordió y tragó, arrancó y tragó, rasgó y tragó, hasta no dejar rastro. Con el hartazgo vino ese olor que se repetiría en cada presa: una mezcla de flores marchitas y grasas viejas; un perfume desconocido, como si la esencia del crimen que estaba cometiendo hubiera querido esfumarse sin poder lograrlo. El aroma no era el alma del sacrificado, esa la vio volar hasta quedarse enredada en las ramas del árbol más cercano, sino algo más que, con pesar, acepta desconocer. Luego siguieron varios. Uno cada noche, pero sólo criminales.
Platica cómo ha luchado para no atropellar a los vendedores de rosas rojas que en las noches tocan los cristales de su automóvil, con tal de hacer a un lado el aroma de las flores, tan puro que le hace repudiar su condición corrompida; cómo saliva cuando ve a los niños de la calle, seguro de que nadie extrañará su pérdida; cómo se controla cada vez que está con una mujer, para no arrancarle las carnes palpitantes; cómo no ha podido encamarse con la vampiro Jeny, con la que estuvo a punto de vivir antes de ser convertidos sin su consentimiento, ante lo evidente: en lo profundo de sus nuevas condiciones algo los repele más allá de sus fuerzas; además, le duele advertir cómo ella ya no lo busca. Pero sobre todo, te cuenta lo ardientes y afilados que son los cuchillos en su interior: no lo dejan descansar ni un instante, excepto cuando traga carne humana y mientras dura en sus venas el perfume de la sangre ajena; la agonía de saberse derrotado cuando intenta dominar a la bestia de su interior, como si el invasor se regodeara con doblegarlo, susurrándole en el alma cosas terribles cuando le nace un destello de esperanza; cómo duele perder la piel humana y el reventar de los dientes para la llegada de los caninos perrunos. Sí, reconoce, hay algunos momentos de gozo, pero no terminan por confortarlo.
La luz de la tarde está por irse. Las nuevas sombras de tonos rojos y grises lengüetean su rostro vuelto máscara, haciéndote ver que los músculos le pueden cambiar en cualquier momento. Lo ves, agazapado en el asiento, con las piernas en una tensión sostenida, como si sólo ellas quisieran morderte la piel blanca y tersa; te mira a los ojos verdes, con los dedos bien clavados en la madera del asiento: esta tarde la voluntad ha ganado a la materia y a sus hambres. Levantas las manos, con las largas uñas negras rozándose al juntar las yemas, te acomodas en la silla y le devuelves la mirada, como si fuera un animal rabioso. Subes las cejas; sonríes mientras paras un poco los labios que te has vuelto a pintar de negro y mientras mueves los dedos como rascando el aire, lo miras a los ojos:
—Dime, Sepu, ¿qué quieres saber?
Las ha visto muchas veces.